Una profesión de putas (49 page)

Read Una profesión de putas Online

Authors: David Mamet

Tags: #Ensayo, Referencia

BOOK: Una profesión de putas
13.71Mb size Format: txt, pdf, ePub

Mis días de preproducción transcurrían de la siguiente manera: iba de una prueba de vestuario a una conferencia sobre el
storyboard
, salía en busca de exteriores y, al regresar a mi apartamento, choqué tres noches seguidas contra el mismo árbol. Llegaba a casa, gracias a Dios que no me había dormido por el camino, quitaba el pie del freno para salir del coche, y el coche, que aún tenía una marcha puesta, se abalanzaba contra el árbol.

En la pared de la oficina, el número que indicaba los días que faltaban para el comienzo del rodaje se reducía implacablemente. Llegaron los actores para empezar los ensayos. Todos o casi todos éramos viejos compañeros que habíamos trabajado juntos en el teatro desde hacía al menos diez años, y nos alegramos de encontrarnos en Seattle. Los ensayos iban a pedir de boca y el momento de rodar se acercaba cada vez más.

Lleno de entusiasmo y energía, y con la satisfacción de haber logrado convencer a alguien para que me dejara dirigir una película, me dije: «Piensa en lo que viene después del rodaje. Planifica la película y piensa siempre en el
montaje
. El guión, para bien o para mal, está acabado y va a funcionar; tienes unos actores magníficos y un soberbio director de fotografía; no vayas al plató con ánimo de "improvisar", ni siquiera de "crear", sino, sencillamente,
ajústate al plan
. Si el plan es bueno y el guión es bueno, la película "quedará bien montada y el público disfrutará de la historia. Si el plan o el guión no son buenos, el hecho de mostrarme brillante o «inventivo» en el plató nada servirá.
Procura que sea todo sencillo, incluso estúpido

Bueno, éstas eran unas hermosas palabras y me proporcionaron un gran consuelo, y me dediqué a ofrecer una magnífica fachada y a comer montones de salmón fresco de Seattle con los actores y el equipo técnico, mientras la preproducción seguía su curso según lo previsto.

Presumido como siempre, le había dicho al productor que no se preocupara por el hecho de que yo fuese un director primerizo, que le presentaría una buena película o mis más sentidas disculpas. La noche anterior al rodaje del primer plano, esta despreocupación se volvió contra mí y me hizo padecer una
crise de fot
. No podía dormir, me consumían los nervios: «No seré capaz de hacerlo», me decía, «¿a quién pretendo engañar?» Así que me revolqué un rato en el miedo y la autoconmiseración hasta que recordé las palabras del gran Dan Beard: «Sólo porque te encuentres perdido, no creas que tu brújula está estropeada.» Y entonces, por unos instantes, me sentí lleno de Paz. Vi que no tenía la obligación de hacer una obra maestra. A aquellas alturas (la noche antes del rodaje), no estaba en mis manos que la película acabara siendo buena o mala, y lo único que debía hacer era atenerme al plan. «Bueno, eso sí que puedo hacerlo. Sólo tengo que mostrarme obstinado», pensé. Y entonces pude dormir.

La administración de la energía en la dirección de una película es, según descubrí, tan importante como la administración del tiempo: sólo se dispone de una cierta cantidad, y hay que evitar los números rojos.

Mike Hausman produjo
Casa de juegos
. Su axioma favorito se exhibe en un letrero colgado en posición destacada allí donde él tenga su puesto de mando. El letrero reza:

TODOS LOS ERRORES SE COMETEN EN LA PREPRODUCCIÓN.

Luego me alegré de haber tomado todas las decisiones que tomé durante la preproducción, porque, cuando la bola de nieve comenzó a rodar cuesta abajo apenas me veía capaz de recordar de qué trataba la película, y mucho menos de intentar pensar en dónde había que situar la cámara.

El rodaje

Teníamos cuarenta y nueve escenas y cuarenta y nueve días para filmarlas. Teníamos que rodar aproximadamente unas dos páginas y media por día (como promedio). Teníamos unas doce horas diarias para rodar estas dos páginas y media.

Cada día, Juan y yo y Christine Wilson, la supervisora del guión, nos reuníamos con Ned Dowd, el primer ayudante de dirección (el hombre que dirigía el plató) y reducíamos el
storyboard
a una lista de planos; por ejemplo, Escena Dos: 1) un plano general de toda la acción; 2) un plano medio del paciente; 3) un plano medio de la doctora Ford; 4) un primer plano del reloj de pulsera de la doctora; 5) un plano de la doctora escribiendo en su libreta, etc.

La idea era filmar en una misma dirección en la medida de lo posible, para no tener que reiluminar dos veces, y luego girar la cámara y rodar en dirección contraria. El programa diario de rodaje contaba con un promedio de nueve planos. Y pensábamos avanzar minuciosa y ordenadamente, actores y equipo técnico, de un plano al siguiente, para luego irnos a casa y caer en lo que me gustaría poder describir como un profundo sueño, pero que en realidad se acercaba más a «una noche de inquietas especulaciones». (Debería hacer constar que las cosas se desarrollaron «ordenadamente» hasta cerca del final del rodaje, cuando, al ver ya la meta al alcance, empecé a atropellarme un poco y a desear que pudiera hacerse todo a la vez, para poder engalanarme y acudir al Estreno.)

Mi tarea, una vez comenzado el rodaje, se componía de muchas preocupaciones y mucho menos trabajo. Tras empezar el programa del día, entre plano y plano yo quedaba bastante libre y me pasaba las horas bebiendo té, mientras el magnífico equipo de rodaje se afanaba sin cesar con lo previsto, como la necesidad de llevar luz a lugares donde no la hay y eliminarla de lugares donde está de más, y con lo imprevisto, como coches que no arrancaban, un buzón que había que suprimir, un ascensor de la cárcel cuya llave se había perdido, un traje estropeado, etc.

Yo me sentía constantemente admirado por el equipo técnico, los operadores, iluminadores y ayudantes. Muchos amigos y conocidos me habían comentado que la vida de un director de cine estaba marcada por la intransigencia profesional hacia el equipo técnico y la pérdida de tiempo en nimiedades. Mi experiencia fue todo lo contrario. Tenía la sensación de que aquellos individuos estaban dándome ejemplo, y que yo me hallaba allí de pasajero y que haría bien en seguirlos (como así lo hice). Trabajaban todo el día, trabajaban toda la noche, colgaban focos en alféizares de ventana a diez pisos de altura, se pasaban la noche en una grúa bajo la lluvia.

Nunca dejaban de acudir a solicitar mi opinión, no porque yo tuviera talento especial alguno ni hubiera demostrado la menor habilidad, sino porque la película es una jerarquía y era mi trabajo
hacer una parte de ella
: proporcionar una visión estética general y ser capa2 de expresar esta visión general en términos sencillos y realizables; más luz en la cara de la chica, menos luz en la cara de la chica, el coche en el fondo, ningún coche en el fondo.

Una vez cada hora, más o menos, me acercaba a la cámara para «aprobar» un plano preparado por el director de fotografía. La mecánica de la «aprobación» era la siguiente: acercarme a la cámara, contemplar a través del objetivo una clara y brillante composición que reflejaba la naturaleza esencial del plano, dar las gracias al operador, regresar a mi caravana.

La mayor parte de esta rutina de «aprobar el plano» me ponía un poco nervioso. Comprendía la mecánica de la deferencia, comprendía que
alguien
debía responsabilizarse de la película y que ese alguien era yo, y lo hacía, pero me dejaba la sensación de ser un gran intruso que miraba por la cámara. Una parte que sí me gustaba era la de girarme la gorra. Durante todo el rodaje llevé una gorra de visera, y, cuando me dirigía a la cámara, me quitaba las gafas y me giraba la gorra, para poder acercarme al ocular. Esto era una fuente infalible de regocijo, y cada vez que lo hacía me sentía magníficamente y sentía que tenía un
aspecto
magnífico. La gorra era un regalo de Dorothy Jenkins, la diseñadora de vestuario. Ella diseñó
El cartero siempre llama dos veces
(1980), que fue mi primera experiencia en el mundo del cine. Había trabajado con Cecil B. de Mille y me dijo que la gorra procedía de alguna película de De Mille, no recuerdo cuál. También alquilé unos pantalones de montar, para ponérmelos en mi primer día como director.

Mi idea era presentarme en el plató con pantalones de montar, monóculo y la gorra de Dorothy Jenkins. No obstante, cuando me dirigía hacia el plató, este atuendo se me antojó un tanto
chudspadik
, así que, afortunadamente, decidí no ponérmelo. (De todos modos, acabé por ponérmelo al terminar el primer día de rodaje, y posé con él junto a las actrices de ese día, Crouse y Kohlhaas.)

Mike Hausman, el productor de la película, astutamente programó para el primer día de trabajo una sencilla escena de una página y media. Así que rodamos esa escena y acto seguido otra escena de dos páginas, situada en el mismo lugar pero prevista para el día siguiente, todo ello en tres horas, de modo que terminé mi primer día como director
con un día de adelanto sobre el programa
(lo cual, por supuesto, era la intención secreta del señor Hausman), y entonces me enfundé los pantalones de montar y posé para la foto.

No empecé a respirar hondo hasta pasado el tercer día de rodaje, cuando las tomas del primer día regresaron de Nueva York. Me emborraché con mí ayudante, el señor Sigler, y luego nos arrastramos desde «Las Trece Monedas», un bar restaurante de Seattle, hasta la sala de proyección, donde, infaliblemente, nos esperaba la película que habíamos rodado el primer día. La fotografía de Juan era espléndida, los actores estaban espléndidos, la cosa quedaría bien montada y saldría una película.

Hay un viejo chiste acerca de los chismes de cocina después de la noche de bodas del Príncipe y la Princesa. «¿Cómo ha ¡do?», quiere saber el mayordomo. «Bueno», contesta la doncella, «entró el Príncipe y la Princesa le dijo: "Te ofrezco mi honra". Y el Príncipe le contestó: "Me honra tu oferta".» «¿Y eso fue todo?», pregunta el mayordomo. «Más o menos», contesta la doncella. «Toda la noche lo mismo: honra ofrecida, oferta honrada, honra ofrecida, oferta honrada.»

Y eso vino a ser el rodaje de la película: rodar, irse a casa, rodar, irse a casa, etcétera.

El mes de septiembre anterior, en Nueva York, participé en un encuentro con Spike Lee, Alex Cox, Frank Perry y Susan Seidelman. El tema del encuentro era «Los directores hablan sobre el cine independiente». Cuando les formulaban preguntas a los otros participantes escuchaba atentamente y pensaba, con cierta envidia: «Vaya, ojalá pudiera ser director de cine.» Así estaban las cosas en el plató. Día tras día, seguíamos el plan. Ninguna «luz al final del túnel»; solamente realizar el trabajo del día. Por la noche íbamos a ver las tomas diarias, y Juan, y Mike Hausman y yo nos sentábamos en la última fila con Trudy Ship, la montadora, y yo contemplaba las tomas que había mandado positivar y le decía a Trudy cuáles prefería y en qué orden se podían montar los planos para componer la escena.

Al principio del rodaje sólo positivaba dos tomas de cada plano, pero, a medida que avanzaba el rodaje y yo me sentía más y más fatigado, comencé a positivar cada vez más tomas. Un día, Mike Hausman me indicó muy cortésmente (y con toda razón) que estaba «abandonándome», y que sólo debía positivar una o dos tomas; si éstas no bastaban, siempre podía positivar luego las sobrantes. No sólo estaba en lo cierto desde el punto de vista económico, sino también, como pude comprobar, desde el artístico.

Como guionista, me había pasado bastante tiempo viendo dirigir a otros; como esposo de una artista de cine, me pasaba aún más tiempo haciendo lo mismo. A menudo me preguntaba: «¿Por qué está filmando tanto este tipo?» Y ahora se me ocurre la respuesta: probablemente está cansado.

Existe una afección denominada hipotermia, que se presenta cuando el cuerpo no es capaz de mantenerse caliente. Entre sus síntomas se cuentan la incapacidad de pensar con claridad y el pánico. Y no es broma: me ocurrió una vez, estando a solas en el bosque, en invierno, y me perdí y tuve la gran suerte de dar con una carretera antes de morir congelado.

Además del frío, la tensión nerviosa también puede producir un estado mental muy semejante; si Eisenstein hubiera vivido más y residido por más tiempo en Hollywood, quizá habría hablado menos sobre la Teoría del Montaje y más sobre la alimentación sana, y lo que tiene que haber en la mesa de la que se sirve el personal.

Hablando sobre la teoría del montaje, era muy fácil elegir entre dos tomas de un mismo plano. Me resultaba bastante difícil elegir entre tres tomas, y casi imposible cuando eran más. A medida que mi fatiga se iba convirtiendo en una vaga inquietud tenía que recordarme cada vez más a menudo que debía ajustarme al plan y procurar que todo fuera sencillo, incluso estúpido: seguir la lista de planos y el
storyboard
de tal manera que capturase los planos sencillos y sin inflexiones que montados juntos compondrían la película.

¿Cuánto éxito tuvo este enfoque estoico? Bien, gracias a él, el proceso de montaje resultó muy directo, en general. Había escenas superfluas, que fueron eliminadas, y encontramos a faltar algunas imágenes que no habían sido filmadas, de manera que tuvimos que «robarlas» de otros planos o escenas, pero, en términos generales, el proceso de montaje, como el proceso de rodaje, fue un reflejo del plan origina] concretado en el
storyboard
.

El
storyboard
fue, en efecto, el «guión» que nos propusimos filmar, y es el prejuicio y la observación de un escritor y espectador de teatro que, en último término, la producción sólo puede ser tan buena como lo es el guión.

¿Quieres trabajar o quieres jugar?

¿Qué hacíamos para divertirnos en el plató? Bueno, hacíamos cantidad de cosas, y aún hubiéramos hecho más si no fuera por que yo soy muy mal mentiroso, y cuando teníamos prevista una broma me reía tan fuerte que no podía decir «Acción», de modo que el objeto de las gansadas, que casi invariablemente era Lindsay Crouse, se olía que allí pasaba algo extraño.

Mi broma favorita fue la del Salmón que Desova. Crouse tenía una escena en un banco de un malecón que daba a la bahía de Elliott. Se suponía que estaba contemplando el mar. Enviamos a un ayudante de producción a la parte de abajo del malecón; a una señal, debía arrojar un salmón de cinco kilos hacía lo alto, para que cayese a los pies de ella. Puede verse así en el Rollo de Bromas, pero Crouse estaba mirando hacia un lado y concentrada en su papel, de manera que ni siquiera llegó a ver el salmón. Ned Dowd me explicó que la buena forma dictaba que encargara al supervisor del guión que hiciera positivar esa toma, porque «había algo especial al principio que creía que me gustaba».

Other books

Exile on Kalamazoo Street by Michael Loyd Gray
Charlotte's Web by E. B. White
The Dead Pull Hitter by Alison Gordon
The Passport by Herta Muller
ANOTHER SUNNY DAY by Clark, Kathy
Cruel Boundaries by Michelle Horst
India's Summer by Thérèse
Bacon Nation: 125 Irresistible Recipes by Peter Kaminsky, Marie Rama