Una profesión de putas (52 page)

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Authors: David Mamet

Tags: #Ensayo, Referencia

BOOK: Una profesión de putas
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Caspian fabricaba pistolas automáticas de muy buena calidad para una de las principales empresas de armamento del país. También fabricaba una pistola MI 911 del 45 extraordinariamente precisa, que llevaba su propia marca. El propietario me enseñó dianas contra las que se había disparado a mano alzada (sin apoyo) a veinticinco metros. Todos los impactos estaban en un único agujero. Esto es señal de una puntería excelente y de una pistola
muy
precisa.

Junto a la diana había un programa de la Asociación de Pistoleros de Vermont (de cuya existencia no tenía ni idea hasta entonces), que anunciaba una competición de P.P.C en un pueblo próximo, para dentro de una semana. Comenté que aquello podía ser divertido, y Cal Foster, el propietario de Caspian Arms, me dijo «¿Por qué no va?». Le dije que no podía, porque no tenía una automática del 45, y se ofreció a prestarme la suya, cosa que acepté.

(Una digresión momentánea, a propósito de la generosidad del señor Foster: el coronel Homer Wheeler, recordando su vida en la frontera
[Buffalo Days and Ways
, 1925], comentaba: «En las regiones donde la población va armada, la gente tiende a ser más cortés.»)

El señor Foster me prestó su pistola y dos cargadores, para que pudiera competir. La pistola era un buen ejemplo de lo que se puede hacer para transformar un arma de serie en una de competición. El cañón se había alargado dos centímetros y medio y tenía orificios de ventilación en lo alto de la parte saliente. El retroceso tiende a levantar la boca de la pistola después de cada disparo. Los gases que escapan por los orificios de ventilación tienden a contrarrestar este movimiento, permitiendo disparar varios tiros seguidos con gran rapidez, siguiendo al blanco. El seguro es ambidextro, lo que permite manejarlo con la mano derecha o la izquierda. El gatillo está afinado para que dispare con absoluta suavidad. Los puntos de mira son muy ajustables. El cargador se puede insertar en un instante. La pistola presenta otras modificaciones, pero éstas son las más importantes.

Además de gastarse en su pistola de competición cantidades que pueden superar los mil dólares, un competidor serio tiene que invertir en cinturones y fundas especiales para competición, y lo más probable es que tenga que prepararse su propia munición. (Esto último, además de ofrecer la posibilidad de adaptar los cartuchos a cada competición concreta, representa un gran ahorro. La munición del 45 cuesta unos 20 dólares los 50 cartuchos. Si se cargan en casa, pueden costar la décima parte, y esto representa una gran diferencia cuando tienes que practicar
en serio
para la alta competición, o sea, unos cincuenta mil cartuchos al año.)

Me llevé la pistola de competición de Cal Foster a mi patio trasero y, al cabo de una semana muy educativa, fui capaz de acertar casi todas las veces a una caja de zapatos colocada a veinticinco metros. (Es un poco más difícil disparar bien con una 45 que con una 22, porque es más pesada y el peso se nota en la mano, no en el extremo del cañón. Por lo general, no perdona los fallos y hay que aprender a tirar con ella.)

Hice prácticas de recargar rápido, de tirar con la mano mala (en mi caso, la izquierda), y de sacar desde la posición de
rendido
(las dos manos alzadas a la altura de los hombros), y me dirigí alegremente a la competición de P.P.C. en Benson, Vermont.

El programa de Benson se dividía en tres partes: Asalto, Tiro Rápido Internacional y Escopeta. El Asalto consistía en lo siguiente: el tirador empieza con la pistola enfundada y las dos manos en posición de
rendido
. A la voz de aviso, el tirador desenfunda y dispara dos tiros contra un blanco situado a veinte metros. A continuación, corre diez metros, se apoya detrás de una barricada y dispara dos tiros a un blanco situado a diez metros. Después, tiene que disparar dos tiros a otras tantas dianas colocadas a quince metros. Garre diez metros más, se arrodilla detrás de otra barricada y dispara dos tiros a una diana situada a veinticinco metros. Garre otros diez metros, se vuelve a arrodillar, dispara dos tiros a una diana a diez metros y se vuelve para disparar contra una plancha metálica colgada a cinco metros detrás de él. El sonido del impacto en la plancha detiene el reloj.

Se puntúa el tiempo empleado en todo el recorrido y las dianas acertadas. La diana tiene círculos concéntricos, y cuanto más cerca del centro esté el impacto, mayor es la puntuación. Sin embargo, a diferencia de una diana corriente, el tirador no ve los círculos concéntricos y tiene que apuntar y disparar sin referencias externas. Las dianas son cartones recortados, del tamaño de un torso humano, y están flanqueadas y medio tapadas por torsos similares, marcados con una X. Si algún disparo da en uno de estos «rehenes», el tirador es penalizado.

El tipo que iba detrás de mí completó el recorrido en 43 segundos y obtuvo una puntuación de 121. Habría podido terminar antes, pero su primer disparo contra la plancha metálica que detenía el reloj salió alto. Qué chapucero, pensé. ¿Acaso no sabe que cuando disparas a un blanco que está detrás de ti hay que apuntar bajo? No iba a tardar en recibir el castigo por mi falta de caridad: tardé un minuto y 43 segundos y obtuve una puntuación de 89. No pude encontrar el cargador de repuesto que llevaba en el cinturón; recargué en el peor momento; fui incapaz de acertarle a la plancha de finalización, le fallé por completo. Terminé temblando como un flan.

Tenía grandes esperanzas puestas en la competición de Tiro Rápido Internacional: tiro sencillo y continuado a veinticinco metros. «Aquí si que me va a venir bien todo mi entrenamiento en el patio trasero», pensé. Pero cometí los mismos errores que el F.B.I. En mi patio había estado practicando una cosa que me salía bien, pero que no era lo que aquí me pedían. Hice una exhibición desastrosa en Tiro Rápido Internacional.

Recogí mi equipo y observé a un patrullero de la policía estatal que hacía el recorrido de Asalto. Se movía bastante deprisa pero con absoluta determinación. Colocó todos sus tiros en el círculo de 10 o a cinco centímetros como máximo. Recargó en el momento adecuado. No cabía duda de que se trataba de un hombre que se había entrenado como si su vida dependiera de ello, lo cual, en su caso, era cierto. Al regresar de la competición iba un poco apesadumbrado, no porque lo hubiera hecho mal, sino porque había sido lo bastante tonto como para pensar que lo iba a hacer bien. La esencia del tiro práctico con pistola es
disparar bien bajo presión
, y
eso
era lo que tenía que practicar si quería desarrollar esa habilidad. Aquello me hizo pensar que el tiro es una disciplina estoica.

Resulta más fácil enseñar a disparar a una mujer que a un hombre. La mujer tiene menos ideas preconcebidas, se juega menos y está más dispuesta a seguir el principio fundamental del tiro: si miras el punto de mira delantero, aciertas en el blanco; si miras el blanco, fallas el tiro.

Una de las figuras más prestigiosas del tiro con arma corta es Bill Jordán, ex tirador de los marines, ex patrullero de fronteras, campeón de tiro y escritor de artículos sobre armas.

Una vez le preguntaron a Jordán sobre el entrenamiento de los agentes de policía: «¿A que parece imposible lo que un hombre es capaz de hacer bajo presión?» Jordán replicó, que, lejos de ser imposible, era la cosa más fácil del mundo: «Cada uno hace lo que está entrenado para hacer.»

Para mí, en eso radica la belleza del tiro práctico: en poner a prueba, bajo una fuerte presión, las facultades y principios que hemos desarrollado en momentos de calma.

Es posible convertirse rápidamente en «iniciado» y empezar a adquirir equipo cada vez mejor: fundas, cargadores, pistola, munición. Sin embargo, por lo general, la pistola siempre dispara mejor que tú, y quedas reducido a los principios fundamentales: (1) punto de mira delantero: (2) apretar el gatillo con suavidad: (3) practicar. Si sigues estos principios, tus tiros darán donde tú quieras que den. Es muy bonito que la pistola haga
puní
, pero aún mejor es la sensación de que has hecho una cosa bien.

Cuando yo era joven: carta a Zosia y Willa

Cuando yo era joven, en el restaurante de la esquina hacían una cosa que se llamaba
francheezie
, que es lo mejor que he comido en mi vida. Era un perrito caliente abierto por la mitad y relleno de queso, envuelto en beicon y tostado en la parrilla hasta dejarlo crujiente.

Y en la farmacia preparaban una bebida que se llamaba Río Verde, a base de jarabe verde y gaseosa, o cerveza sin alcohol, o cualquier otra bebida carbónica que eligieras.

Mi padre tomaba siempre un Fosfato de Chocolate, que era una cosa que teníamos en Chicago y se hacía con chocolate, gaseosa y un ingrediente secreto.

Estaba fresquísimo, y tenía un color oscuro, y olía a vainilla y chocolate, y no se parecía a ninguna otra cosa del mundo.

Hasta el agua era especial. Te la servían en un cono blanco, colocado en un bonito soporte plateado. ¡Y lo fresco que estaba aquel mostrador de mármol en verano, cuando veníamos de jugar al aire libre! Las tardes de verano jugábamos a Patear la Lata. O jugábamos a la pelota en la calle, utilizando la primera alcantarilla como sencillo, la segunda como doble, y así sucesivamente. Y siempre había alguno vigilando la calle para gritar «¡Coche!».

En nuestra calle había una hilera de garajes unidos por un tejado plano que cubría la manzana entera, y a veces nos subíamos a él y jugábamos al fútbol encima de los garajes.

El policía de nuestro bloque se llamaba Tex, y llevaba al cinto dos revólveres con cachas de asta de ciervo.

A veces, pero muy pocas, pasaba por la calle un carro de trapero tirado por un caballo. Es posible que el trapero gritara «Trapos, hierro viejo», pero también es posible que esto sea algo que recuerdo de las historias que me contaba mi madre sobre su antiguo barrio.

Recuerdo que había un organillero con un mono que venía por allí. Y recuerdo haber visto gitanos, aunque no me acuerdo del aspecto que tenían ni de lo que hacían.

En el colegio nos poníamos en fila, los chicos a un lado del edificio y las chicas al otro. Al toque de silbato, nos poníamos en marcha. En octavo curso fui patrullero. Llevaba un cinturón blanco y ayudaba al guardia del cruce. Había una manera especial de doblar el cinturón de patrullero, y durante el día lo llevabas enganchado a los pantalones. En invierno, cuando la temperatura bajaba de diez bajo cero, a los patrulleros nos daban cacao caliente.

Y recuerdo que todas las primaveras llegaba al patio del colegio el hombre del Yo-yo Duncan, con su disfraz de Yo-yo Duncan, para presentar los últimos modelos de yo-yos y los movimientos más novedosos, y era un artista tan hábil que no nos provocaba envidia, sino temor reverencial.

En la esquina teníamos una Tienda Escolar. Joe vendía caramelos, plumas y lápices, y recambios para cuadernos de tres anillas. Una vez sorprendió a un chico robando, soltó una palabrota y desplazó su enorme masa de detrás del mostrador, donde estaba sentado. Agarró al ladrón y lo sacudió en la acera hasta que los caramelos se le cayeron de la camisa y rodaron por la calle.

Los sábados andaba dos manzanas hasta el cine y, por un cuarto de dólar, veía cincuenta cortos de dibujos animados y una película, por lo general del Oeste, y regresaba a casa después de anochecer.

Una vez rifaron una bici y creo que estuvo a punto de tocarme.

En primavera me tumbaba de espaldas en el césped y contemplaba cómo el viento empujaba las altas y limpias nubes sobre el lago.

Mi primer amigo me contó que, durante la guerra, su padre iba en un
jeep
y casi perdió un pie cuando volaron el
jeep
en el que iba.

Una familia nueva se instaló calle abajo. El hombre se recorrió la calle pidiendo dinero prestado a todo el mundo y jamás lo devolvió.

Aprendí a montar en bicicleta. Dicen que es algo que nunca se olvida; yo recuerdo hasta lo que sentía cuando aprendía a montar. Lo que sentías la primera vez que pedaleabas solo, sabiendo que si te caías te ibas a hacer daño, y sin que te importara un pepino.

Y teníamos el Parque, y la Playa, y el Museo, y lo que no sé es cómo no me maté, porque me pasaba el día trepando por las cariátides del museo, a diez metros de altura sobre el suelo.

Vivíamos cerca de las vías del tren de la línea Suburbana Sur.

Cuando íbamos al centro le comprábamos los billetes a una anciana que ocupaba la vieja taquilla de madera, situada en el mismo andén.

La sala de espera olía a vapor y a pis, y en invierno era el sitio más calentito del mundo.

Entonces las locomotoras eran negras y de vapor, y saludábamos con la mano a los maquinistas, y ellos siempre nos devolvían el saludo.

Y ahora soy más viejo que mis padres cuando yo era joven.

Creo que lo mejor que me ha pasado desde entonces es estar aquí con vosotras.

Atrapados por la tecnología

El cine se encuentra entre el pasado y el futuro. Su antecesor es, naturalmente, el Teatro, que no exigía tecnología alguna y no es más que una historia narrada de una manera formalizada.

La progenie del cine son los medios electrónicos, que exigen el trabajo y la conspiración de muchos miles de personas para producir y recuperar una imagen.

En un mundo sin circuitos electrónicos, en un mundo sin electricidad, un mundo que cualquier desastre nuclear o natural puede conjurar en cualquier momento, las cintas de vídeo dejarán de ser un medio para la transmisión de información, y las cintas que existan ya no serán legibles.

Una tesis radical, pero que cuenta con argumentos a su favor, es que la evolución desde el drama representado y la palabra impresa hasta una cultura cuyas obras son, en su mayor parte,
borrables
es quizá el motivo cósmico de la existencia de las cintas de vídeo. Después de La Bomba, después del Diluvio, los registros de nuestro mundo quedarán borrados y buen viaje a toda esa basura inútil. En nuestras vidas cotidianas ya estamos viendo los efectos de esta evolución.

Las microfichas, los microfilmes y el almacenamiento de datos en ordenador han sustituido prácticamente a la biblioteca como depósito de información.

Su mantenimiento, funcionamiento, reparación, etc., exigen un personal cada vez más preparado y especializado. Los escritos, las ideas de la cultura son cada vez menos accesibles al público, más propensos a una alteración o borrado accidental, y están más expuestos al control, la censura o la negligencia de tecnócratas y gobernantes.

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