—Sí. Armiño. Además, no quiero a estas mujeres. Me gustaría tenerlas de mi propia elección, no de la vuestra.
—Lady Kingston os atiende porque…
—Porque es vuestra espía.
—… porque es vuestra anfitriona.
—¿Soy entonces su invitada? Una invitada tiene libertad para irse.
—Pensé que os gustaría tener a la señora Orchard —dice él—, dado que es vuestra vieja niñera. Y no creí que pusieseis objeciones a vuestras tías.
—Tienen resentimientos contra mí, las dos. Lo único que veo y oigo son risillas burlonas y exclamaciones.
—¡Dios bendito! ¿Esperáis aplausos?
Éste es el problema con los Bolena: odian a los suyos.
—No me hablaréis de ese modo —dice Ana— cuando esté libre.
—Perdonad. Lo dije sin pensarlo.
—No sé lo que se propone el rey teniéndome aquí. Supongo que lo hace para probarme. Es alguna estratagema que ha ideado, ¿verdad?
Ella no piensa en realidad eso, así que él no contesta.
—Me gustaría ver a mi hermano —dice Ana.
Una de las tías, lady Shelton, alza la vista de su labor de aguja.
—Es una petición estúpida, dadas las circunstancias.
—¿Dónde está mi padre? —dice Ana—. No comprendo por qué no viene en mi ayuda.
—Tiene suerte de estar en libertad —dice lady Shelton—. No esperéis ayuda por ese lado. Thomas Bolena siempre veló por sí mismo primero, y le conozco, porque soy su hermana.
Ana la ignora.
—Y mis obispos, ¿dónde están? Los he alimentado, los he protegido, he defendido la causa de la religión, así que ¿por qué no interceden ante el rey por mí?
La otra tía Bolena se ríe.
—¿Esperáis que intervengan los obispos para excusar vuestro adulterio?
Es evidente que, en esta corte, Ana ya ha sido juzgada. Él le dice:
—Ayudad al rey. Vuestra causa está perdida si él no se muestra clemente, no podéis hacer nada en favor vuestro. Pero debéis hacer algo por vuestra hija, Elizabeth. Cuanto más humilde os mostréis, cuanto más arrepentida, cuanto más pacientemente soportéis el proceso, menos amargura sentirá Su Majestad cuando surja después vuestro nombre.
—Ah, el proceso —dice Ana, con un chispazo de su antigua agudeza—. ¿Y qué clase de proceso va a ser ése?
—Se están recogiendo ya las confesiones de los gentilhombres.
—¿Las qué? —dice Ana.
—Ya lo habéis oído —dice lady Shelton—. No mentirán por vos.
—Ha de haber otras detenciones, otras acusaciones, aunque hablando ahora, sincerándoos con nosotros, podríais hacer que todos los afectados sufriesen menos. Los gentilhombres comparecerán en juicio todos juntos. En cuanto a vos y a mi señor vuestro hermano, dado que habéis sido ennoblecidos, seréis juzgados por vuestros pares.
—No tienen ningún testigo. Pueden hacer cualquier acusación, y yo puedo decir que no a ella.
—Eso es verdad —concede él—. Aunque no es verdad respecto a los testigos. Cuando estabais en libertad,
madame
, vuestras damas se sentían intimidadas por vos, forzadas a mentir por vos, pero ahora están envalentonadas.
—Estoy segura de que lo están. —Sostiene la mirada de él; su tono es burlón—. Lo mismo que Seymour estará envalentonada. Decidle de mi parte que Dios se da cuenta de sus trucos.
Él se levanta para irse. Ella le pone nervioso, el fiero desasosiego que mantiene a raya, que controla pero sólo lo justo. No parece que tenga objeto prolongar la entrevista, pero dice:
—Si el rey iniciase un proceso para anular vuestro matrimonio, yo debo volver aquí para tomaros declaración.
—¿Qué? —dice ella—. ¿También eso? ¿Es necesario? ¿No bastará el asesinato?
Él se inclina y se da la vuelta para irse.
—¡No!
Le hace volver atrás. Se ha puesto de pie, deteniéndolo, tocándole tímidamente en el brazo; como si no fuese tanto su liberación lo que quisiera como la buena opinión de él.
—¿Vos no creéis esas historias que se cuentan contra mí? Sé que en el fondo no las creéis. ¿Cremuel?
Es un largo instante. Él se siente al borde de algo desagradable: conocimiento superfluo, información inútil. Se vuelve, vacila, y extiende la mano, tanteante…
Pero entonces ella alza las suyas y las posa sobre el pecho, en el gesto que lady Rochford le había mostrado. Ah, la reina Ester, piensa él. No es inocente; sólo puede remedar inocencia. Deja caer la mano a un lado. Se vuelve. Sabe que ella es una mujer sin remordimientos. Está convencido de que cometería cualquier pecado o crimen. Piensa que es hija de su padre, que nunca desde la infancia ha emprendido ninguna acción, presionado o halagado si eso pudiese dañar sus propios intereses. Pero ahora, con un gesto, los ha dañado.
Ella ha visto el cambio de expresión de él. Retrocede, se lleva las manos al cuello: las cierra alrededor de su propia carne como un estrangulador. «Sólo tengo un cuello pequeño. Será cosa de un momento».
Kingston sale apresurado a su encuentro; quiere hablar.
—Sigue haciendo eso. Poniendo las manos alrededor del cuello. Y riendo. —Su cara de carcelero honrado muestra disgusto—. No puedo ver que haya motivo ninguno para reírse. Y hay otras cosas tontas que dice, de las que me ha informado mi señora. Dice: no dejará de llover hasta que se me deje libre. O que no empezará a llover. Cosas así.
Él lanza una mirada a la ventana y sólo ve una lluvia de verano. En un momento el sol borrará la humedad de las piedras.
—Mi mujer le dice —explica Kingston— que abandone esa charla necia. A mí me dijo: señor Kingston, ¿habrá justicia para mí? Yo le dije:
madame
, hasta para el súbdito más pobre del rey hay justicia. Pero ella se ríe —dice Kingston—. Y pide la cena. Y come con buen apetito. Y dice versos. Mi esposa no puede seguirlos. La reina dice que son versos de Wyatt. Dice: oh, Wyatt, Thomas Wyatt, ¿cuándo te veré aquí conmigo?
En Whitehall oye la voz de Wyatt y camina hacia ella, los ayudantes se vuelven y le siguen; tiene más ayudantes que nunca, algunos de ellos son gente a la que nunca ha visto antes. Charles Brandon, duque de Suffolk, Charles Brandon grande como una casa: está bloqueando el paso a Wyatt, y se gritan uno a otro. «¿Qué es lo que sucede?», grita él, y Wyatt se interrumpe y dice por encima del hombro: «Estamos haciendo las paces».
Él se ríe. Brandon se aparta, riendo detrás de su vasta barba. Wyatt dice:
—Le he rogado: abandonad vuestra vieja enemistad conmigo, o acabará matándome, ¿queréis eso? —Mira hacia el duque, que se aleja con disgusto—. Sospecho que sí. Ésta es su oportunidad. Fue a ver a Enrique hace tiempo, a decirle que tenía sospechas de mí y de Ana.
—Sí, pero si recordáis, Enrique le echó a patadas de vuelta al campo.
—Enrique le escuchará ahora. Le resultará fácil creer.
Coge a Wyatt por el brazo y tira de él. Si es capaz de mover a Charles Brandon, lo es de mover a cualquiera.
—No quiero discutir en un lugar público. Mandé a buscaros para que vinierais a mi casa, no para que os pusierais a discutir en un lugar público y que la gente diga: ¿cómo, Wyatt? ¿Aún anda suelto?
Wyatt pone una mano sobre la suya. Hace una profunda inspiración, intentando calmarse.
—Mi padre me dijo: vete a ver al rey y estate con él día y noche.
—Eso no es posible. El rey no ve a nadie. Debéis venir conmigo a Rolls House, pero luego…
—Si voy a vuestra casa la gente dirá que estoy detenido.
Él baja la voz:
—Ningún amigo mío sufrirá.
—Son amigos súbitos y extraños los que tenéis este mes. Amigos papistas, gente de lady María, Chapuys. Hacéis causa común con ellos ahora, pero ¿y después? ¿Qué pasará si os abandonan antes de que vos los abandonéis?
—Ah —dice él ecuánimemente—, ¿así que creéis que toda la casa de Cromwell se vendrá abajo? Confiad en mí, ¿lo haréis? Bueno, en realidad no tenéis elección, ¿verdad?
Desde la casa de Cromwell hasta la Torre: Richard Cromwell como escolta, y todo ello hecho tan alegremente, con tal espíritu de amistad, que pensarías que salen para un día de caza. «Rogad al condestable que trate con todos los honores al señor Wyatt», le dice a Richard. Y a Wyatt: «Es el único lugar en el que estáis seguro. Una vez que estéis en la Torre nadie puede interrogaros sin mi permiso».
Wyatt dice:
—Si entro no saldré. Vuestros nuevos amigos me quieren sacrificado.
—No querrán pagar el precio —dice él tranquilamente—. Me conocéis, Wyatt. Sé cuánto tiene cada uno, sé lo que pueden permitirse. Y no sólo en dinero. Tengo a vuestros enemigos pesados y valorados. Sé lo que pagarán y a lo que se resistirán, y creedme, el dolor que les causaré si me ponen obstáculos en este asunto, les hará llorar hasta quedar sin lágrimas.
Cuando Wyatt y Richard se han ido ya, le dice a Llamadme Risley, frunciendo el ceño:
—Wyatt me dijo una vez que yo era el hombre más listo de Inglaterra.
—No era un halago —dice Llamadme—. Yo aprendo mucho todos los días, sólo con estar cerca de vos.
—No, es él. Wyatt. Él nos deja a todos atrás. Escribe una cosa y luego dice que no la ha escrito. Anota un verso en un trozo de papel y te lo da, cuando estás cenando o rezando en la capilla. Luego desliza un papel en la mano de otro, y es el mismo verso, pero con una palabra diferente. Entonces esa persona dice: ¿visteis lo que escribió Wyatt? Vos decís sí, pero estáis hablando de cosas distintas. Luego vas y le dices: Wyatt, ¿hiciste de verdad lo que cuentas en este verso? Él sonríe y te dice: es la historia de un gentilhombre imaginario, nadie que conozcamos; o dirá: ésa no es mi historia, la que yo escribí, es vuestra, aunque no la conozcáis. Dirá: esta mujer a la que describo aquí, la morena, es en realidad una mujer que tiene el cabello rubio, disfrazada. Proclamará: debes creer de lo que leas todo y nada. Señalas la página, le dices: este verso qué, ¿es verdad? Él dice: es verdad de poeta. Además, proclama, yo no soy libre para escribir como quiero. No es el rey, sino el metro lo que me constriñe. Y sería más claro, dice, si pudiese: pero tengo que mantener el ritmo.
—Alguien debería llevar sus versos al impresor —dice Wriothesley—. Eso los fijaría.
—Él no consentiría eso. Son comunicaciones privadas.
—Si yo fuese Wyatt —dice Llamadme—, me habría asegurado de que nadie pudiese interpretarme mal. Me habría mantenido alejado de la mujer del César.
—Es el camino prudente —dice, y sonríe—. Pero no es para él. Es para gente como vos y como yo.
Cuando Wyatt escribe, sus versos despliegan plumas, y usando ese plumaje se zambullen por debajo de su significado y se deslizan sobre él. Nos dicen que las reglas del poder y las reglas de la guerra son las mismas, el arte es engañar; y engañarás y serás engañado a tu vez, seas embajador o pretendiente. Ahora bien, si el tema de un hombre es el engaño, os engañaréis si creéis que captáis su sentido. Cierras la mano y escapa volando. Un estatuto se escribe para atrapar significados, un poema para eludirlos. Una pluma, afilada, puede agitarse y susurrar como las alas de los ángeles. Los ángeles son mensajeros. Son criaturas con una mente y una voluntad. No sabemos seguro si su plumaje es como el plumaje de los halcones, los cuervos, los pavos reales. Apenas visitan a los hombres ya. Aunque en Roma él conoció un hombre, un asador de las cocinas pontificias, que se había encontrado cara a cara con un ángel en un pasadizo, temblando de frío, en un almacén subterráneo del Vaticano por el que los cardenales nunca pasaban; y la gente le pagaba bebidas para hacerle hablar de aquello. Decía que la sustancia del ángel era pesada y lisa como el mármol, su expresión distante e implacable; las alas eran de cristal tallado.
Cuando llegan las acusaciones a sus manos, él ve inmediatamente que, aunque la letra es de un amanuense, el rey ha intervenido. Puede oír su voz en cada línea: su indignación, sus celos, su temor. No basta con decir que ella incitó a Norris al adulterio en octubre de 1533, o a Brereton en noviembre del mismo año; Enrique debe imaginar las «conversaciones soeces y besos, caricias, regalos». No basta con citar su conducta con Francis Weston, en mayo de 1534, o alegar que yació con Mark Smeaton, un hombre de baja condición, en abril del año pasado; es necesario hablar del fogoso resentimiento de los amantes entre ellos, de los celos furibundos que inspiraba a la reina cualquier otra mujer a la que ellos mirasen. No basta con decir que ella pecó con su propio hermano: debe uno imaginar los besos, regalos, joyas que se intercambiaron, y cómo se miraban cuando ella «introducía seductoramente su lengua en la boca del dicho George, y el dicho George la suya en la boca de ella». Parece más bien una conversación con lady Rochford, o cualquier otra mujer amante del escándalo, que un documento que uno presenta ante un tribunal de justicia; pero de todos modos, tiene sus méritos, explica una historia, y fija en la cabeza de aquellos que la oigan ciertas imágenes que no volverán a salir a la luz pública. Él dice: «Debéis añadir en cada caso y en cada ofensa, y varios días antes y después». O una frase similar que deje claro que los delitos son numerosos, quizá más numerosos incluso de lo que los acusados recuerdan. «Porque de ese modo —dice él— si se niega específicamente una fecha, un lugar, no será suficiente para invalidar el total».
¡Y lo que ha dicho Ana! Según este documento, ella ha confesado que «nunca amó al rey en el fondo de su corazón».
Nunca. No ahora. Y nunca podría.
Él examina ceñudo los documentos y luego los pasa para que sean inspeccionados. Se plantean objeciones. ¿Debe añadirse Wyatt? No, en modo alguno. Si se le ha de juzgar, piensa él, si el rey llega tan lejos, entonces se le segregará de ese grupo contaminado, y empezaremos de nuevo con una hoja en blanco; en este juicio, con estos acusados, sólo hay un camino, no hay más salida, no hay más dirección que la del patíbulo.
¿Y si hay discrepancias, visibles para los que llevan las cuentas de dónde residía la corte este día o aquél? Él dice: Brereton, en una ocasión, me contó que era capaz de estar en dos sitios al mismo tiempo. Y puestos a pensar en ello, Weston lo hizo así. Los amantes de Ana son gentilhombres fantasmas, que revolotean en la noche con intenciones adúlteras. Vienen y van de noche, sin que nadie pueda detenerlos. Se deslizan sobre la superficie del río como mosquitos, titilan contra la oscuridad, los jubones cosidos con diamantes. La luna los ve, atisbando desde su capirote de hueso, y el agua del Támesis los refleja, reluciendo como peces, como perlas.