No entienden cómo funciona la justicia, le dice él a Riche, mirando desde una ventana las escenas de abajo. Sólo hay una pena por alta traición: para un hombre, ser colgado, descuartizado vivo y eviscerado, o para una mujer ser quemada. El rey puede modificar esas penas por decapitación; sólo a los envenenadores se les hierve vivos. El tribunal sólo puede dar una sentencia en este caso, y será transmitida desde él a las multitudes, y malinterpretada, de manera que aquellos que han ganado rechinarán los dientes y aquellos que han perdido exigirán su dinero, y habrá peleas y ropa rota, y cabezas machacadas y sangre en el suelo mientras los acusados están aún seguros en la sala del juicio, y a días de la muerte.
No oirán las acusaciones hasta el juicio y, como es habitual en casos de traición, no tendrán ninguna representación legal. Pero tendrán una oportunidad de hablar, y representarse a sí mismos, y pueden solicitar testigos, si es que alguien está dispuesto a prestarles apoyo. Ha habido hombres estos últimos años que han sido juzgados por traición y han salido libres, pero estos acusados saben que ellos no escaparán. Tienen que pensar en sus familias a las que dejan atrás; quieren que el rey sea bueno con ellas y eso sólo debería silenciar cualquier protesta, impedir cualquier alegación estridente de inocencia. Se debe permitir al tribunal trabajar sin obstáculos. A cambio de su cooperación, se entiende, se entiende más o menos que el rey les otorgará la merced de muerte por el hacha, que no aumentará su deshonra; aunque entre los jurados se murmura que a Smeaton se le ahorcará porque, al ser hombre de bajo nacimiento, no hay ningún honor que proteger.
Preside Norfolk. Cuando traen a los presos, los tres gentilhombres se apartan de Mark; quieren demostrarle su desdén, y que son mejores que él. Pero esto les hace aproximarse mucho entre sí, más de lo que desean; él se da cuenta de que no se miran, procuran además mantenerse lo más lejos posible unos de otros, de manera que parecen estar encogiéndose, se ajustan chaquetas y mangas. Sólo Mark se declarará culpable. Lo han mantenido encadenado por si intentaba matarse: seguramente una buena medida, pues lo estropearía todo. Así que llega ante el tribunal intacto, según lo prometido, sin ninguna señal de heridas, pero incapaz de contener las lágrimas. Suplica clemencia. Los otros acusados son sucintos pero respetuosos con el tribunal: tres héroes de las justas que ven que carga contra ellos el adversario invencible, el propio rey de Inglaterra. Podrían plantear objeciones, pero los cargos, sus fechas y detalles, pasan ante ellos muy deprisa. Tal vez alguna objeción prosperase, si se mantuviesen firmes en ella, pero eso sólo retrasaría lo inevitable, y lo saben. Cuando entran, los guardias están con las alabardas giradas; cuando salen, condenados, el borde del hacha apunta hacia ellos. Pasan en medio del griterío, son hombres muertos: conducidos a través de las hileras de alabarderos hasta el río y de vuelta a su hogar temporal, su antecámara, para escribir sus últimas cartas y hacer los preparativos espirituales. Todos han expresado contrición, aunque ninguno, salvo Mark, ha dicho por qué.
Una tarde fresca: y después de que las multitudes se han dispersado y ha terminado el juicio, él se encuentra sentado junto a una ventana abierta con los empleados que empaquetan los documentos, y observa cómo lo hacen y luego dice: ahora me iré a casa. Me voy a mi casa de la ciudad, a Austin Friars, mandad los documentos a Chancery Lane. Es el señor de los espacios y los silencios, de los huecos y las tachaduras, mientras la noticia pasa del inglés al francés y tal vez a través del latín a las lenguas española e italiana, y a través de Flandes a los territorios del este del emperador, por encima de las fronteras de los principados alemanes y hasta Bohemia y Hungría y los reinos nevados de más allá, a través de barcos mercantes que navegan hacia Grecia y Levante; a la India, donde nunca han oído hablar de Ana Bolena, no digamos ya de sus amantes y de su hermano; y siguiendo las rutas de la seda hasta China, donde nunca han oído hablar de Enrique, octavo de ese nombre, ni de cualquier otro Enrique, y hasta la existencia de Inglaterra es para ellos un mito oscuro, un lugar donde los hombres tienen la boca en el vientre y las mujeres pueden volar, o los gatos gobiernan la nación y los hombres se acuclillan en las ratoneras para poder atrapar la cena. En el vestíbulo de Austin Friars se queda un momento parado ante la gran imagen de Salomón y la reina de Saba; el tapiz perteneció en tiempos al cardenal, pero Enrique se adueñó de él y luego, después de muerto Wolsey, y de que él, Cromwell, hubiese obtenido el favor del monarca, éste se lo había regalado, como si se sintiese avergonzado, como si devolviese a su auténtico propietario algo que nunca debería haberle sido arrebatado. El rey le había visto mirar con añoranza, y más de una vez, la cara de la reina de Saba, no porque anhele una reina sino porque le remite a su pasado, a una mujer a la que por accidente se parece: Anselma, una viuda de Amberes, con la que podría haberse casado, piensa a menudo, si no hubiese tomado bruscamente la decisión de regresar a Inglaterra y volver con su propia gente. En aquella época, él hacía las cosas de esa forma brusca: no sin cálculo, no sin cuidado, pero una vez que tomaba una decisión la ejecutaba rápidamente. Y sigue siendo el mismo hombre. Como sus adversarios descubrirán.
—¿Gregory? —Su hijo aún lleva chaqueta de montar, polvorienta del camino; lo abraza—. Dejadme veros. ¿Cómo es que estáis aquí?
—No dijisteis que no pudiese venir —explica Gregory—. No lo prohibisteis terminantemente. Además, he aprendido ya el arte de hablar en público. ¿Queréis oírme hacer un discurso?
—Sí. Pero no ahora. No deberíais andar por los caminos sólo con un criado o dos. Hay gente que te podría hacer daño porque se os conoce como hijo mío.
—¿Cómo se sabe que lo soy? —dice Gregory—. ¿Cómo podrían saber eso?
Se abren puertas, se oyen pisadas en las escaleras, hay rostros interrogantes llenando el vestíbulo; la noticia del juicio le ha precedido. Sí, confirma, son todos culpables, están todos condenados, no sé si irán a Tyburn, pero procuraré que el rey les otorgue un final rápido; sí, Mark también, porque cuando estaba bajo mi techo le ofrecí clemencia, y ésa es toda la clemencia que yo puedo otorgar.
—Oímos que están todos endeudados, señor —dice su empleado Thomas Avery, que lleva las cuentas.
—Oímos que había multitudes peligrosas, señor —dice uno de sus guardianes.
Aparece Thurston el cocinero, con aspecto harinoso.
—Thurston ha oído que había pasteles en venta —dice el bufón Anthony—. Yo, señor, he oído que vuestra nueva comedia fue muy bien recibida. Y todo el mundo se rió menos los moribundos.
Gregory dice:
—Pero ¿podría haber aún indultos?
—Indudablemente. —No se siente inclinado a añadir nada. Alguien le ha dado un trago de cerveza; se limpia la boca.
—Recuerdo cuando estábamos en Wolf Hall —dice Gregory— y Weston os habló tan impertinentemente, y Rafe y yo lo atrapamos en nuestra red mágica y lo tiramos desde una altura. Pero en realidad no le habríamos matado.
—El rey está disfrutando de su venganza, serán ejecutados muchos excelentes gentilhombres —habla para que todos los de la casa le oigan—. Cuando la gente a la que conocéis os diga, como hará, que soy yo quien ha condenado a esos hombres, decidles que es el rey, y un tribunal de justicia, y que se han respetado todos los procedimientos establecidos, y que no se ha dañado a nadie corporalmente para extraer la verdad, dígase lo que se diga en la ciudad. Y, por favor, si personas mal informadas os cuentan que estos hombres van a morir por resentimiento mío contra ellos, no lo creáis. No se trata de resentimientos. Y aunque intentase salvarlos no podría.
—Pero el señor Wyatt no morirá, ¿verdad? —pregunta Thomas Avery. Hay un murmullo; Wyatt es un favorito en su casa, por sus hábitos generosos y su cortesía.
—Ahora he de irme dentro. Tengo que leer las cartas del extranjero. Thomas Wyatt…, bueno, digamos que yo le he aconsejado. Creo que pronto volveremos a verle aquí con nosotros, pero tened en cuenta que nada es seguro, la voluntad del rey… No. No quiero más.
Se va, Gregory le sigue.
—¿Son culpables de verdad? —pregunta, cuando se quedan solos—. ¿Por qué tantos hombres? ¿No habría sido mejor, pensando en el honor del rey, que sólo se nombrase a uno?
Él dice irónicamente:
—Eso le destacaría demasiado, al gentilhombre en cuestión.
—Oh, ¿queréis decir que la gente diría: Harry Norris tiene una polla más grande que el rey y sabe lo que hay que hacer con ella?
—Qué control tienes de las palabras, realmente. El rey se siente inclinado a tomarlo con paciencia, y mientras que otro hombre habría procurado que todo fuese secreto, él sabe que no puede, porque no es un particular. Cree, o al menos quiere mostrar eso, que la reina obró de una forma indiscriminada, que es impulsiva, que es mala por naturaleza y que no puede controlarlo. Y al descubrirse que hay tantos hombres que han errado con ella no hay ya defensa posible, ¿comprendes? Por eso los han juzgado a ellos primero. Si ellos son culpables, ella tiene que serlo.
Gregory asiente. Parece entender, pero quizá sólo lo parezca. Cuando Gregory dice «¿Son culpables?», quiere decir: «¿Lo hicieron?». Pero cuando «¿Son culpables?» lo dice él, quiere decir: «¿Los consideró así el tribunal?». El mundo de los abogados es algo encerrado en sí mismo, desprovisto de lo humano. Fue un triunfo, en cierto modo, desanudar la trabazón de muslos y lenguas, retirar la masa de carne agobiante y alisarla sobre el papel en blanco: lo mismo que el cuerpo, después del clímax, yace tendido sobre lino blanco. Él ha visto hermosas acusaciones, en las que no había una palabra que sobrase. Ésta no era una: las frases se empujaban y chocaban entre sí, y se aguijoneaban y se derramaban, feas en el contenido y feas en la forma. El plan contra Ana no está santificado en su gestación, es intempestivo en su presentación, una masa de tejido nacida sin forma; esperaba una lengua que lo moldease como moldea a los oseznos la lengua de su madre que los lame. Tú lo alimentaste, pero no sabías lo que alimentabas: ¿quién habría pensado que Mark confesaría, o que Ana actuaría en todos los aspectos como una mujer oprimida y culpable, con el peso del pecado sobre ella? Es como los hombres dijeron hoy en el juicio: somos culpables de toda clase de acusaciones, hemos pecado todos, estamos todos carcomidos y podridos de delitos e, incluso a la luz de la Iglesia y del Evangelio, no debemos saber siquiera cuáles son. Ha llegado un mensaje del Vaticano, donde son especialistas en pecados, de que cualquier oferta de amistad, cualquier gesto de reconciliación del rey Enrique, sería visto bondadosamente en este periodo difícil; porque, aunque otros pudiesen sorprenderse, en Roma no se sorprenden por el giro que han tomado los acontecimientos. En Roma, por supuesto, no sería nada notable: adulterio, incesto, uno se limita a encogerse de hombros. Cuando él estaba en el Vaticano en los tiempos del cardenal Bainbridge, se dio cuenta enseguida de que en la corte papal nadie captaba lo que estaba pasando, nunca; y el que menos lo captaba de todos era el papa. La intriga se alimenta a sí misma; las conspiraciones no tienen nunca padre ni madre, y sin embargo prosperan: lo único que hay que saber es que nadie sabe nada.
Aunque en Roma, piensa él, no se da mucha importancia a la legalidad de los procedimientos. En las cárceles, cuando se olvida y se mata de hambre a un acusado o cuando los carceleros lo matan de una paliza, se limitan a meter el cuerpo en un saco y luego lo hacen rodar y de una patada lo tiran al río, donde se une a los vertidos generales del Tíber.
Alza la vista. Gregory ha estado sentado en silencio, respetuoso con sus pensamientos. Pero ahora dice:
—¿Cuándo morirán?
—No puede ser mañana, necesitan tiempo para arreglar sus asuntos. La reina será juzgada en la Torre el lunes, así que debe ser después de eso, Kingston no puede… El juicio será público, sabes, la Torre se llenará de gente…
Se imagina una confusión indecorosa, los condenados teniendo que abrirse camino hasta el patíbulo a través de las hordas que querrán ver juzgar a una reina.
—Pero ¿tú estarás allí para verlo? —insiste Gregory—. ¿Cuando ocurra? Yo podría ayudarles al final ofreciéndoles mis oraciones, pero no podría hacerlo si tú no estuviese allí. Podría desplomarme.
Él asiente. Es bueno ser realista en estas cuestiones. Ha oído en su juventud a bravucones callejeros ufanarse de su temple, y luego palidecer por un corte en un dedo, y además presenciar una ejecución no es como verse metido en una lucha: hay miedo, y el miedo es contagioso, mientras que en una pelea no hay tiempo para el miedo, y hasta que no ha terminado no empiezan a temblar las piernas.
—Si no estoy yo allí, estará Richard. Es una idea bondadosa y aunque te causase dolor creo que es una muestra de respeto. —No puede conjeturar cómo será la próxima semana—. Depende… La anulación ha de seguir adelante, así que dependerá de la reina, de cómo nos ayude, de si quiere dar su asentimiento. —Está pensando en voz alta—. Puede ser que yo esté en Lambeth con Cranmer. Y por favor, hijo mío querido, no me preguntes por qué tiene que haber una anulación. Confórmate con saber que es lo que quiere el rey.
Descubre que no puede pensar en los que van a morir. Surge en su mente en vez de eso la imagen de Moro en el patíbulo, vista a través del velo de la lluvia: su cuerpo, ya muerto, doblado hacia atrás limpiamente por el golpe del hacha. El cardenal no tuvo perseguidor más implacable en su caída que Thomas Moro. Sin embargo, piensa él, yo no le odiaba. Utilicé mis habilidades al máximo para persuadirle de que se reconciliase con el rey. Y aunque pensé que le convencería, pensé realmente que lo conseguiría, porque él tenía un apego tenaz al mundo, un apego tenaz a su propia persona, y tenía muchas cosas por las que vivir. Pero al final fue su propio asesino. Escribía y escribía, y hablaba y hablaba, luego de pronto, de golpe, se tachó. Si alguna vez un hombre llegó casi a decapitarse él mismo, ese hombre fue Thomas Moro.
La reina viste de escarlata y negro, y en vez de una capucha lleva un garboso gorro, con plumas en negro y blanco que recorren el borde. Recuerda esas plumas, se dice él; ésta será la última vez, o casi. Qué parecía, preguntarán las mujeres. Él podrá decir que estaba pálida, pero no tenía miedo. ¿Cómo puede ser para ella entrar en el gran salón y presentarse ante los pares de Inglaterra, todos hombres y ninguno de ellos deseándola? Estará manchada ya, es carne muerta, y en vez de desearla (pecho, cabello, ojos) aparta la vista. Sólo tío Norfolk la mira ferozmente: como si su cabeza no fuese la de la Medusa.