Piensa en Mark ufanándose, en los gentilhombres en el juicio apartándose unos de otros y procurando no mirarse; ha aprendido cosas sobre la naturaleza humana que ni siquiera él había sabido nunca.
—Gardiner, en Francia, clama por conocer los detalles, pero la verdad es que no quiero poner por escrito los datos concretos por lo abominables que son.
—Corred un velo sobre ello —concuerda Cranmer; aunque el propio rey no rehúye los detalles, al parecer; Cranmer añade—: Lo lleva con él a todas partes, el libro que ha escrito. La otra noche lo enseñó en la casa del obispo de Carlisle, ya sabéis, supongo, que Francis Bryan la tiene arrendada… En medio de los pasatiempos de Bryan, el rey sacó ese texto y se puso a leerlo en voz alta, y a obligar a todos a oírlo. El dolor le ha trastornado.
—Sin duda —dice él—. De todos modos, Gardiner estará contento. Le he dicho que él será el ganador, cuando se repartan los despojos. Los cargos, me refiero, y las pensiones y pagos que ahora vuelven al rey.
Pero Cranmer no está escuchando.
—Ella me dijo: cuando muera, ¿seré la esposa del rey? Yo dije: no,
madame
, porque el rey habrá anulado el matrimonio y yo he venido a buscar vuestro consentimiento para eso. Ella dijo: consiento. Me dijo: pero ¿aún seré reina? Y yo pienso: según la ley será. No sabía qué decirle a ella. Pero parecía satisfecha. Se hacía tan largo, sin embargo. El tiempo que pasaba con ella. Se reía y luego un momento después se ponía a rezar y luego se ponía furiosa… Me preguntó por lady Worcester, por el niño que espera. Dijo que creía que el niño no se movía como debería, porque estaba ya en el quinto mes o así, y ella piensa que es porque lady Worcester tiene miedo, o está sufriendo por ella. No fui capaz de decirle que esa dama ha declarado en contra suya.
—Yo investigaré —dice él—. Sobre la salud de la condesa. Aunque no del conde. Él me miró, furioso. No sé por qué razón.
Una serie de expresiones, todas ellas insondables, se suceden persiguiéndose en el rostro del arzobispo.
—¿No sabéis por qué? Entonces veo que el rumor no es cierto. Me alegro de ello —vacila—. ¿De verdad no lo sabéis? En la corte se dice que el niño de lady Worcester es vuestro.
Él se queda asombrado.
—¿Mío?
—Dicen que habéis pasado horas con ella, tras puertas cerradas.
—¿Y eso es prueba de adulterio? Bueno, veo que lo sería. Lo tengo merecido. Lord Worcester me apuñalará.
—No parece que tengáis miedo.
—Lo tengo, pero no de lord Worcester.
Más bien de los tiempos que llegan. Ana subiendo las escaleras de mármol camino del Cielo, sus buenas acciones como joyas oprimiendo muñecas y cuello.
Cranmer dice:
—No sé por qué, pero ella cree que aún hay esperanza.
Todos estos días él no está solo. Sus aliados están observándole. Fitzwilliam está a su lado, aún turbado por lo que medio dijo Norris y luego se volvió atrás: siempre hablando sobre eso, estrujándose el cerebro, intentando convertir en frases completas otras que no lo son. Nicholas Carew está sobre todo con Jane, pero Edward Seymour revolotea entre su hermana y la cámara privada, donde la atmósfera es atenuada, vigilante, y el rey, como el minotauro, respira invisible en un laberinto de habitaciones. Él comprende que sus nuevos amigos están protegiendo su inversión. Le vigilan para detectar cualquier indicio de vacilación. Le quieren tan concentrado en el asunto como sea posible y quieren mantener sus propias manos ocultas, de manera que si más tarde el rey expresase algún pesar, o pusiese en entredicho la rapidez con que se estuviesen haciendo las cosas, quien sufra sea Thomas Cromwell y no ellos.
Riche y el señor Wriothesley aparecen también continuamente. Dicen: «Queremos prestaros ayuda, queremos aprender, queremos ver lo que hacéis». Pero no pueden ver. Cuando él era un muchacho, y huía para poner el Canal de la Mancha entre su padre y él, andaba por Dover sin un penique e instaló en la calle un puesto de trilero. «Miren a la reina. Mírenla bien. Ahora… ¿dónde está?»
La reina la tenía él en la manga. El dinero en el bolsillo. Los jugadores gritaban: «¡Seréis azotado!».
Lleva los documentos a Enrique para que los firme. Kingston aún no ha recibido instrucciones sobre cómo deben morir los hombres. Él promete: haré que el rey se ocupe de ello. Dice:
—Majestad, no hay patíbulos en la Torre, y no creo que fuese buena idea llevarlos a Tyburn, la multitud podría crear problemas.
—¿Por qué habrían de hacerlo? —dice Enrique—. El pueblo de Londres no ama a esos hombres. En realidad no los conoce.
—No, pero cualquier excusa para el desorden, si hace además buen tiempo…
El rey gruñe.
—Muy bien. El verdugo.
—¿Mark también? Después de todo, le prometí clemencia si confesaba, y como sabéis confesó libremente.
El rey dice:
—¿Ha venido el francés?
—Sí, Jean de Dinteville. Ha hecho peticiones.
—No —dice Enrique.
No ese francés. Se refiere al verdugo de Calais. Él le dice al rey:
—¿Creéis que fue en Francia, cuando la reina estuvo allí en la corte en su juventud, creéis que fue allí donde ella se comprometió primero?
Enrique se queda callado. Piensa, luego habla:
—Siempre estaba presionándome, tened en cuenta lo que os digo…, siempre presionándome sobre las ventajas de Francia. Creo que tenéis razón. He estado pensando en ello y no creo que fuese Harry Percy el que tomó su doncellez. Él no mentiría, ¿verdad? Por su honor como par de Inglaterra. No, yo creo que fue en la corte de Francia donde la corrompieron por primera vez.
Así que él no puede decir si el verdugo de Calais, tan diestro en su arte, es una muestra de clemencia o no; o si esta forma de muerte, aplicada a la reina, se ajusta simplemente al severo sentido que tiene Enrique de cómo deben ser las cosas.
Pero piensa: si Enrique culpa a algún francés por pervertirla, a algún extranjero desconocido y tal vez muerto, tanto mejor.
—¿Así que no fue Wyatt? —dice él.
—No —dice sombríamente Enrique—. No fue Wyatt.
Será mejor que siga donde está, piensa él, por el momento. Estará más seguro así. Pero puede enviarse un mensaje, diciéndole que no va a ser juzgado.
—Majestad —dice—, la reina se queja de las damas que la sirven. Le gustaría que fuesen las de su propia cámara privada.
—Su servicio ha quedado disuelto. Se ha encargado de ello Fitzwilliam.
—Dudo que las damas hayan vuelto todas a casa.
Sabe que andan revoloteando en las casas de sus amistades, esperando nueva señora.
Enrique dice:
—Lady Kingston debe quedarse, pero al resto podéis cambiarlas. Si es que puede encontrar alguna dispuesta a servirla.
Es posible que Ana aún no sepa hasta qué punto ha sido abandonada. Si Cranmer tiene razón, piensa que sus antiguas amigas están lamentando su suerte, cuando en realidad están sudando de miedo hasta que le corten la cabeza.
—Alguna habrá que la sirva por caridad —dice él.
Enrique baja ya la vista hacia los documentos que tiene delante, como si no supiese lo que son. «Las sentencias de muerte. Para ratificarlas», le recuerda. Permanece inmóvil al lado del rey mientras moja la pluma y estampa su firma en cada una de las sentencias: letras complejas, cuadradas, que se extienden pesadas sobre el papel; una letra de hombre, hay que reconocerlo.
Él está en Lambeth, ante el tribunal reunido para el proceso de divorcio, cuando mueren los amantes de Ana: es ya el último día de ese proceso, tiene que serlo. Su sobrino Richard estará allí en representación suya en la colina de la Torre y comunicarle luego cómo fue todo. Rochford hizo un elocuente discurso, pareciendo tener dominio de sí mismo. Fue el primer ejecutado, hicieron falta tres golpes del hacha; tras lo cual, los otros no dijeron mucho. Se proclamaron todos pecadores, todos dijeron que merecían morir, pero una vez más sin explicar por qué; Mark, el último y resbalando en la sangre, pidió clemencia a Dios y las oraciones de todos. El verdugo debió de serenarse porque después de sus fallos con el primero, todos los demás murieron limpiamente.
Sobre el papel todo ha acabado ya. Los documentos de los juicios están en su poder, para llevarlos al registro, para guardarlos o destruirlos o extraviarlos. Los cuerpos de los muertos son un problema urgente y sucio. Hay que cargarlos en un carro y llevarlos dentro de los muros de la Torre: él puede ver un montón de cuerpos entrelazados sin cabeza, amontonados promiscuamente como en una cama, o como si, igual que los cadáveres en la guerra, hubiesen sido ya enterrados y desenterrados. Dentro de la fortaleza los despojan de sus ropas, que son un extra del verdugo y de sus ayudantes, y se les deja en camisa. Hay un cementerio encajonado contra las paredes de Saint Peter ad Vincula, y los que no pertenecen a la nobleza serán enterrados allí. Sólo Rochford lo será bajo el suelo de la capilla. Pero ahora los muertos están sin las enseñas de sus rangos y eso provoca cierta confusión. Un miembro del grupo de enterradores dijo: que traigan a la reina, ella conoce las partes de cada uno; los otros, dice Richard, le reprendieron por ello. Él dice: los carceleros ven demasiadas cosas, pronto pierden su sentido de lo que es apropiado.
—Vi a Wyatt mirando por una rejilla en la Torre de la Campana —dice Richard—. Me hizo señas y quise darle esperanzas, pero no supe cómo hacerlo.
—Será puesto en libertad —dice él—. Pero tal vez no antes de que Ana esté muerta.
Las horas que faltan para ese acontecimiento parecen largas. Richard le abraza; dice:
—Si ella hubiese reinado más os habría arrojado a los perros para que os comieran.
—Si la hubiésemos dejado reinar más, nos lo habríamos merecido.
En Lambeth habían estado presentes los dos procuradores de la reina: como sustitutos del rey, el doctor Bedyll y el doctor Tregonwell, y Richard Sampson como su consejero. Y él mismo, Thomas Cromwell; y el Lord Canciller y otros consejeros, incluido el duque de Suffolk, cuyos propios asuntos maritales habían estado tan enmarañados que había aprendido un poco de derecho canónico, tragándoselo como un niño toma una medicina; hoy Brandon había estado sentado haciendo muecas y moviéndose en su asiento, mientras sacerdotes y abogados tamizaban las circunstancias. Habían hablado sobre Harry Percy, y coincidido en que no les servía. «No puedo entender por qué no conseguisteis su cooperación, Cromwell», dice el duque. Habían hablado, con renuencia, sobre María Bolena y habían coincidido en que tendría que proporcionar ella el impedimento; sin embargo, el rey era tan culpable como el que más, porque sabía, claro, que no podía contraer matrimonio con Ana si se había acostado con su hermana… Supongo que el asunto no era del todo evidente, dice suavemente Cranmer. Había afinidad, eso está claro, pero él tenía una dispensa del papa, que pensaba que era válida por entonces. No sabía que, en una cuestión tan grave, el papa no puede dispensar; ese punto se aclaró más tarde.
Es todo sumamente insatisfactorio. El duque dice:
—Bueno, de todos es sabido que ella es una bruja. Y si lo embrujó para que se casara con ella…
—No creo que el rey piense eso —dice él: él, Cromwell.
—Oh, sí que lo piensa —dice el duque—. Yo creí que era eso lo que habíamos venido a tratar aquí. Si ella lo embrujó para que se casara con ella, el matrimonio fue nulo, ésa es mi opinión.
El duque se sienta de nuevo, cruza los brazos.
Los procuradores se miran. Sampson mira a Cranmer. Nadie mira al duque. Finalmente Cranmer dice:
—No tenemos que hacerlo público. Podemos emitir el decreto pero mantener las razones secretas.
Un suspiro de alivio. Él dice:
—Supongo que es un consuelo el que no tengamos que pasar por que se rían de nosotros en público.
El Lord Canciller dice:
—La verdad es tan rara y preciosa que a veces debe guardarse baje llave y candado.
El duque de Suffolk se dirige presuroso a su barca, gritando que por fin se ha librado de los Bolena.
El final del primer matrimonio del rey fue prolongado, público y se discutió en toda Europa, no sólo en los consejos de los príncipes sino en las plazas de los mercados. El final del segundo, si prevalecía la decencia, sería rápido, privado, tácito y oscuro. Sin embargo es necesario que esté refrendado por la ciudad y por los hombres de rango. La Torre es un pueblo. Es un arsenal, un palacio, una ceca. Trabajadores de todo tipo, funcionarios, entran y salen. Pero se puede vigilar, y se puede evacuar a los extraños. Él ordena a Kingston que haga eso. Lamenta enterarse de que Ana se ha equivocado en el día de su muerte, levantándose a las dos de la mañana a rezar el 18 de mayo, enviando a por su limosnero y a por Cranmer para que acuda al amanecer y ella pueda purgarse de sus pecados. Nadie parece haberle dicho que Kingston llega sin falta al amanecer en la mañana de una ejecución, para avisar al que va a ser ejecutado para que esté listo. Ella no está familiarizada con el protocolo, ¿y por qué habría de estarlo? Hay que verlo desde mi punto de vista, dice Kingston: cinco muertes en un día, y estar preparado además para una reina de Inglaterra al día siguiente. ¿Cómo puede ella morir cuando los funcionarios correspondientes de la ciudad no están aquí? Los carpinteros han estado haciendo su patíbulo en el prado de la Torre, aunque afortunadamente ella no puede oír los ruidos desde el alojamiento regio.
De todos modos, el condestable siente mucho que ella se haya equivocado; especialmente porque su error se mantiene, a lo largo de la mañana. La situación es de una gran tensión tanto para él como para su esposa. En vez de alegrarse por otro amanecer, informa él, Ana lloró, y dijo que sentía mucho no morir aquel día: deseaba que hubiese quedado atrás ya su dolor. Sabía lo del verdugo francés, y «yo le expliqué —dice Kingston— que no habrá ningún dolor, que es todo muy sutil». Pero ella, dice Kingston, cerró una vez más los dedos alrededor del cuello. Había tomado la eucaristía, declarando sobre el cuerpo de Dios su inocencia.
Cosa que seguramente no haría, dice Kingston, si fuese culpable, ¿verdad?
Ella lamenta los hombres que han muerto.
Hace chistes, dice que será conocida después como Ana la Descabezada, Ana
sans tête
.
Él le dice a su hijo:
—Si vienes conmigo a presenciar esto, será casi la prueba más dura por la que has pasado en tu vida. Si puedes aguantarlo sin que se te altere la expresión, será comentado y obrará muy en tu favor.