Read Una tienda en París Online

Authors: Màxim Huerta

Tags: #Romántico

Una tienda en París (22 page)

BOOK: Una tienda en París
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Acabé por admitir que me estaba pareciendo demasiado a Kiki en el desapego por las cosas, incluso por las personas. Era una nómada de los sentimientos. Capaz de todo. Tardé muchos días en borrar de mi mente el dolor de su cara. Sin embargo, mi vida empezaba a acelerarse.

A veces huíamos a una casa de campo donde también se alojaban muchos artistas, estaba cerca de la pequeña ciudad de Le Blanc. Siempre había cumpleaños que celebrar, como el de Pascin en el Dagorno, que apareció envuelto en un batín con sombrero de hongo dorado que le regalaron sus amigos y que se convirtió en su amuleto. Allí estaban algunos conocidos de Ërno, Valentine, Leopold e Isère. Y siempre modelos, jóvenes modelos que cambiaban de nombre y de aspiraciones. Pascin me retrató varias veces, decía que «los retratos deben pintarse de dentro hacia fuera». En ese sentido me estaba enamorando, de dentro hacia fuera. Al principio, Ërno me decía que era una tímida, luego empezó a decir que no me alegraba lo suficiente cuando me traía un nuevo regalo. «No sé cómo sorprenderte», me dijo una tarde en La Rotonde.

—Es muy bonito.

—Ya sé que es bonito. Es el más bonito.

—Me gusta mucho, querido Ërno.

—¿Y por qué no te brillan los ojos?

Yo no sabía cómo explicar que me estaba enamorando como los retratos de Pascin, de dentro hacia fuera. En lo poco que sabía yo de amor, de lo que sí estaba segura era de que esa era la peor forma de enamorarse porque el miedo al fracaso lo podía maquillar con carmín y colores, pero cómo maquillar el dolor interior. Cómo. Thora me dijo que si seguía así, con «esa cara de desasosiego», acabaría echando a Ërno de mi lado. Y yo lo que estaba intentando era no enamorarme, no enamorarme, no enamorarme, no enamorarme, no enamorarme…

No enamorarme más.

Al día siguiente de volver junto a Thora, Nils, Kiki y las chicas de Saint-Tropez mi dolor se desdibujó poco a poco con la noticia de un viaje de Ërno a Nueva York con Leopold. Aquello removió todos mis instintos porque pensé que Ërno ponía kilómetros de por medio para darme tiempo a pensar.

—Vamos, Alice —me dijo—, sabes que te quiero con toda mi alma. Voy porque debo ir y sabes que quiero contar contigo.

Ërno se movió por el salón nervioso, lo único que hacía era agarrarse las manos y empezar una frase que no sabía cómo cerrar. Se llevó la mano al corazón y durante un rato se quedó mirándome en el cuadro que había colgado encima de la chimenea, aquel que nos unió por casualidad. La cicatriz de su cuello era más visible cuando se ponía nervioso porque empezaba a rascarse sin dejar de ladear la cabeza. No me gustaba notar su debilidad o vulnerabilidad. Era mi arrecife. Mi islote. Necesitaba que fuera fuerte para yo agarrarme a él como si fuese una niña que no sabe nadar.

—Sabes que me voy a Nueva York.

—Sí.

—Tienes que pasarlo bien con las chicas, contarme todo lo que hagas, el club, los talleres de Coco, recuerda que debes ir… No olvides escribirme, y no puedes olvidarte de mí —me dijo, entrelazando los dedos. Estaba tratando de contener las lágrimas, pero se le humedecían los ojos.

Por dentro de mí solo podía morderme las uñas ante su tibieza.

—Venga ya, dime lo que quieras decirme.

Su mirada se había quedado paralizada ante mi cuadro. Se había inclinado hacia la chimenea y estaba apoyado dejando caer todo su peso en los brazos. Me imaginé que si estaba tan nervioso era porque estaba rumiando algo que a mí no me iba a gustar; por mucho oropel que ahora me rodeaba, no había sido una chica feliz. Precisamente al verle escorado en la boca de la chimenea se me aparecieron aquellas chispas de leña que ardían en casa de mi madre, con mis hermanos, y que nos quemaban los pies mientras mamá calmaba las quemaduras con su saliva. Esa imagen me hizo temblar porque una puede dejar la pobreza, pero la pobreza nunca la abandona a una. La vida me había desviado hacia los grandes bulevares, pero cuando soñaba, o peor, cuando tenía pesadillas, los lugares no eran alamedas y parques por los que ahora paseaba con Ërno, eran estrechos callejones llenos de humedad y paquetes de comida que nos pasaban los Fresnault como caridad. Esa cicatriz era mucho más importante que la que ocultaba mi amor en su cuello.

—Necesito que me digas que sí —me dijo Ërno.

Levantó la mirada del mármol y se puso de frente. Me sonrió.

—Tengo miedo de que te vayas con Leopold. Es un canalla —espeté.

—No habrías podido definirlo mejor —me dijo cuando di un paso hacia la ventana intentando acercarme a la luz.

—Puedes confiar en mí. Pero hoy yo quiero confiar en ti.

Mi rostro debió de parecerle desencajado porque repitió la frase antes de meterse la mano en el bolsillo.

—Claro que puedes confiar en mí… —sollocé nerviosa.

—Te voy a echar de menos estas semanas —comentó Ërno más seguro que yo de sus palabras.

—Yo también —repetí.

Clavé la mirada en el suelo reluciente y supliqué que terminara de una vez alguna de sus frases, o buscaba una grieta por la que diluirme.

—Me paso todo el tiempo pensando en ti —me dijo hundiendo su mano en el bolsillo en busca de una cajita aterciopelada. Ërno tragó saliva y acabó la frase en tono ronco—. En cuanto vuelva del viaje quiero casarme contigo.

El arrecife, mi islote, se había convertido en un anillo brillante que apenas me dio tiempo a mirar porque, lleno de nervios, me cogió la mano, buscó mi dedo e introdujo el compromiso en mi anular. Se me subió la sangre a la cabeza y una bocanada de aire me inundó los pulmones. Quizá, si hubiera sido capaz de respirar y ahogar mis lágrimas, podría haberle dicho a Ërno Hessel lo mucho que le quería, que yo estaba sufriendo tanto porque era el hombre que había cambiado mi vida, que estaba loca por él, que le amaba, que… Pero lo único que pude hacer fue sonreír estúpidamente y colgarme de sus hombros.

—¿Por qué lloras, Alice?

Me agarré de su cuello, acariciándole la cicatriz como si estuviera siendo la enfermera de la guerra que le curó desinteresadamente. En mi dedo brillaba el diamante y en mi corazón se instaló toda la esperanza del mundo, tragándose todas mis frustraciones.

—Me da miedo pensar que podemos llegar a ser increíblemente felices.

Aquella noche decidí quedarme en su casa. Le abracé, le besé, me agarré a su torso y hundí mi cara en su pecho. Pensé en la fragilidad de mis sueños y en la debilidad que había tenido con otros pintores mientras salía con Kiki de madrugada. Ella me decía que el coño no era más que un pasaporte para pasarlo bien y hacer amistades, «no es más que carne, úsalo». Sin embargo, era la primera vez que me desnudaba por amor y me asusté.

Temblaba. Todo mi cuerpo palpitaba.

No quería que pareciera que estaba pagando con sexo mi felicidad. Y en ese temblor de dudas y de inseguridades todo París se me hizo pequeño en su cama. ¿Cuántos miedos caben en una historia de amor?

Tiritaba. Más aún. Si me mostraba con las ganas que me pedía el cuerpo, iba a notar mi falta de pudor entregándome a sus desahogos sexuales y por eso no pude relajarme en toda la noche. Pensaba que era mejor que esa primera vez pasara rápido, para que no se detuviera en los detalles, así que reprimí mis instintos. Le pedí que se fuera de la habitación para desnudarme, meterme en la cama y esperar a que entrara. Él aceptó, y cuando apareció de nuevo me encontró como un pájaro acurrucado entre los almohadones, delicada e indefensa.

—Ërno, por favor, ¿puedes apagar la luz? —le pedí también.

La habitación quedó casi a oscuras. Casi.

Las cortinas estaban abiertas y sobraba luz para iluminar su cuerpo y comprobar cómo iba desnudándose a los pies de la cama, sin dejar de mirarme. Tenía un cuerpo fibrado, sin apenas pelo, firme. Me dieron ganas de destapar las sábanas y aproximarme hacia él para ser yo quien tomara las riendas de aquel combate. Estaba claro que iba a gustarle, pero quería ser diferente con Ërno. No habíamos pasado de los besos, de los roces de manos o los abrazos intensos en las despedidas tras la ópera, las cenas, las fiestas. Ërno había mantenido la prudencia que en ese momento, allí de pie, completamente desnudo, no pudo ocultar: la luz que se colaba de las farolas de la calle iluminaba su miembro dispuesto a sellar el amor. Se echó sobre mí sin quitar la ropa de cama que me cubría y empezó a moverse jadeante mientras balbuceaba palabras de amor. Ërno era un hombre inteligente y con un cuerpo perfecto, pero avanzaba demasiado delicadamente para tanta belleza. Fue en ese momento cuando aparté las sábanas y me fundí con él.

CAPÍTULO 26

—Me dijeron que estabas muerto.

—Me dijeron que no querías verme.

—Laurent… No sabes lo que ha sido mi vida…

Entonces, mi pintor suspiró, exhausto, y girándose hacia mi lado de la cama dijo las siguientes palabras:

—Teresa, mi amor.

CAPÍTULO 27

—Dime que tienes todo el tiempo del mundo para mí cuando vuelvas.

—Dime que tienes ganas de que vuelva de Nueva York.

—Ërno… No dejes de pensar en mí.

Entonces, mi general suspiró, exhausto, y girándose hacia mi lado de la cama dijo las siguientes palabras:


Alice, mon amour
.

CAPÍTULO 28

Hicimos el amor durante toda la noche. Varias veces hasta acabar exhaustos de sudor y cansancio. El deseo se había convertido en una carcasa que había que hacer trizas, y la ansiedad de nuestros corazones casi adolescentes en ese momento puso todas las trabas a la hora de abrazarnos, acariciarnos y besarnos. Jamás hubo tanta torpeza ni tantas ganas. Parecía que rompíamos la virginidad otra vez, con los mismos miedos, con las mismas ganas. Las únicas cosas que nos decíamos eran frases entrecortadas que ahogábamos con besos como si no fuera a amanecer nunca, enredados en
te quieros
, en recuerdos y en juramentos.

No hubo manera de dormir, se hizo de día y nos iluminó las caras, que es como decir que se había hecho de día en nuestra vida. Por eso pude arrancar a hablar.

—Conocí a otros hombres, pero duraron poco, todos me recordaban a ti, pero ninguno eras tú… Era como intentar buscarte en los cuerpos de otros. Incluso intenté viajar a tu casa. Recordaba una dirección…

—Nos mudamos varias veces —me interrumpió para cortar mis justificaciones—. Nosotros también empezamos a dar tumbos de casa en casa, era una forma de buscar o de huir de un problema.

—¿Nosotros? ¿Qué pasó, Laurent?

—Con mi padre apenas tengo relación, he venido a París para ayudarle en su exposición. Me suplicó que viniera para estar con él y ser su mano derecha en este momento.

—Dime —dije casi en voz baja.

No respondió enseguida, sino que apartó la mirada hacia la ventana, que ya mostraba un día luminoso.

—No sé por dónde empezar.

Suspiró.

—Laurent… —arranqué a hablar para ayudarle—. Ha pasado mucho tiempo, pero no hemos perdido la confianza…

—Lo sé.

Cogió aire, se le veía incómodo.

—Mi padre está muriéndose.

—¿Tu padre? ¿Ardisson?

—Sí.

—Oh, no tenía ni idea. En ningún momento se ha mostrado débil. O habré sido una burra y no me he dado ni cuenta. Estoy tan ciega con el asunto de las fotografías…

—Él también, está entusiasmado con la empresa.

La tristeza formó una brecha entre los dos en la cama. Nos incorporamos, sentándonos para hablar mejor en ese momento de abatimiento. El viejo Mathieu, mi confidente, el padre de mi amor, estaba muriéndose.

—Teresa, él y yo nunca nos hemos llevado bien… desde hace mucho tiempo. Yo escapé de su lado porque no podía ni verle la cara, ni verle respirar…

—Pero…

—Meses después de conocerte, mis padres me llamaron. Yo sentí que debía estar con ellos y por eso volví a casa, pero nada más llegar me di cuenta de que su relación era un horror. Ella estaba llena de vida, era adorable, cariñosa y divertida. No hacía más que canturrear por casa y abrazarme a la mínima como si fuera todavía su niño de cuatro años. Cuando me la encontré de nuevo no levantaba la mirada del suelo y se pasaba el día bebiendo a escondidas en la cocina, en el salón… Tardé meses en saber qué estaba pasando. Entonces me lancé en su ayuda, sacándola todos los días, íbamos a cafés, teatros y pequeños conciertos… Me convertí más en su padre, su marido, su protector que en su hijo. Las tardes eran solo para ella, para estar juntos y hacer planes que yo organizaba, aunque solo fuera dar una vuelta por las Tullerías, tomar algo y volver. La llegada a casa era la misma, estaba presa de la angustia y con un dolor tan profundo que acabó con ella.

—Hiciste todo lo posible…

De pronto los ojos de Laurent se enrojecieron y se llenaron de lágrimas.

—No lo sé. Se suicidó una de esas tardes que íbamos al teatro porque la dejé sola, me dijo que estaba bien, que saliera esa noche con mis amigos, que la dejara en casa, que se sentía cansada. Entonces, le hice caso, me fui de copas y volví de madrugada. Ni me percaté de que estaba dormida, muerta, en el salón. Los médicos dijeron que podía habérsele salvado la vida, que las pastillas la habían dormido, que… Yo ni me di cuenta de que estaba agonizando a pocos metros de mí. Ni me di cuenta…, me metí en la habitación.

—¿Y Mathieu, tu padre?

—Él llamó a la policía antes de avisarme a mí. Y esperó a que llegaran los agentes para que el ruido me despertara. Lo sabía, él sabía que estaba mal, él sabía que podía suceder y no mostró ni un gesto de arrepentimiento. Ella cubierta con una sábana saliendo en camilla y él realizando llamadas de espaldas para no mirar. Noté cómo una de esas voces era más familiar, la voz de una mujer que le pedía tranquilidad. Ya te puedes imaginar lo demás. No pude permanecer más en esa casa, ni verle, ni siquiera recoger las cosas de mi madre. Se convirtió casi en una obsesión para mí, podía haberla salvado.

—No lo creas…

—Sí. Lo creo —dijo sin levantar la vista.

Apenas dudó.

—Nadie tuvo la culpa —aseguré para evitar más dolor en sus palabras.

—¿Cómo puedes asegurarlo? —refutó como una descorazonada queja.

—Es mayor, está mayor, enfermo… Ya no vale la pena.

—Seguramente en eso tienes razón. No me parezco a él. No soy como él.

Volvió a gemir y sus ojos se llenaron nuevamente de lágrimas.

—Y… ¿por qué has venido?

Laurent me miró en silencio, luego se encogió de hombros y siguió hablando.

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