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Authors: Jens Lapidus

Tags: #Policíaca, Novela negra

Una vida de lujo (17 page)

BOOK: Una vida de lujo
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Hägerström se acercó a la valla exterior. Metió su carné de conducir en el lector. Pulsó el botón. No tenía que decir nada, le dejaron pasar con un clic.

Atravesó el camino de grava. Había vallas por todas partes, salvo justo delante de él; allí se elevaba el muro. Repitió el mismo procedimiento. Metió el carné de conducir. Pulsó un botón, miró hacia la cámara de vigilancia con una sonrisa.

La confusión era generalizada entre los presos. Lo que le había ocurrido a Radovan Kranjic, el padrino de los yugoslavos, también conocido como el rey mafioso, el Sr. R, había creado ondas expansivas. Los rumores crecieron más que todas las teorías conspiratorias sobre el 11-S juntas. Las preguntas se amontonaban como las rejas en el trullo: ¿quién estaba detrás del atentado, cómo reaccionaría la pasma?

Hägerström pensó en la operación. Se había concentrado en un preso recién llegado, con el nombre de Omar Abdi Husseini. Condenado a cinco años de cárcel por un intento de atraco grave contra dos sucursales del banco Swedbank en Norrköping. Omar Abdi Husseini tenía aquel aspecto cansado y aburrido que uno solo estila si ha dormido mal o quiere demostrar lo mucho que le da igual todo y todos. Caminaba despacio, hablaba despacio, incluso se hurgaba la nariz despacio. El tipo olía a autoridad a kilómetros de distancia. O, si no, la impresión que causaba era de un psicópata loco inestable. No estaba claro cuál de las dos cosas era peor.

Hägerström había pedido a Torsfjäll que le enviara un informe sobre el tío.

Después de unos días le pasó una copia de una cosa llamada búsqueda múltiple, una búsqueda simultánea por todos los registros policiales disponibles: el registro criminal, el registro de sospechas, el registro de la división criminal de la aduana, el de Hacienda, entre otros. Además llegó un extracto de un informe de la Unidad Criminal Provincial, algunos artículos de periódicos suecos, un memorando redactado por la SGI, la Unidad Especial de Bandas, con información de los propios informantes de la SGI, de los agentes UC y de los chivatos.

Una imagen más nítida comenzó a tomar forma cuando Hägerström estudió la información confidencial de la SGI y del ASP, conocido entre los policías con el nombre de
Aspen
—el registro general de investigación—, que contenía todas las observaciones derivadas de investigaciones que se habían producido a lo largo de los años, independientemente de las sospechas de criminalidad.

Resultaba extraño: desde el punto de vista de las mujeres de los servicios sociales, siempre eran las relaciones rotas, los padres ausentes y los padres drogadictos los que creaban a delincuentes juveniles que unos años más tarde ya llevaban una vida de gánsteres o estaban entre rejas. Pero en el caso de chicos como Omar Abdi Husseini —Hägerström lo había visto antes—, no era la ruptura de una familia o la incapacidad de poner límites claros lo que les había desviado del camino correcto. Abdi Husseini venía de una buena familia, su padre no era especialmente malo ni su madre una drogadicta perdida. Era otra cosa.

El asunto de Omar Abdi Husseini era que toda la información no oficial apuntaba en una sola dirección: el tipo era el presidente de Born to be Hated.

Y BTBH era la banda de crecimiento más rápido de Estocolmo. La banda había venido a Estocolmo desde Dinamarca vía Malmö y se había percatado de verdad del potencial de los chicos jóvenes y cabreados de los suburbios de Estocolmo. Reclutaba a su gente entre los chavales de la violencia callejera que prendían fuego a coches y contenedores de basura y después tiraban piedras a los bomberos cuando llegaban para extinguir el fuego. No como los yugoslavos o los sirios, que se mantenían fieles a sus compatriotas. No como los Ángeles del Infierno o Bandidos, que reclutaban casi exclusivamente entre los vikingos inadaptados y entre la segunda generación de inmigrantes que ya estaban bastante bien integrados. Ni tampoco como Fittja Boys, o los Tigres de Angered, que solo se organizaban en torno a un suburbio. Born to be Hated pasaba de las florituras y de las motos. Pasaba de los medios de comunicación y de los intentos de mantener una fachada legal. No trataban de idealizar un suburbio particular. Tenían un presidente y un vicepresidente, pero se la sudaban los estatutos avanzados y los locales de clubes. Las cárceles, los gimnasios, las pizzerías y las habitaciones de los chicos en casa de sus padres eran sus lugares de reunión. Reclutaban a los tipos inmigrantes más locos de toda la región. Y estaban subiendo.

Omar Abdi Husseini era perfecto para lo que Hägerström tenía en mente.

Una semana después de que Omar llegara a Salberga, Hägerström se acercó a él por primera vez. El presidente de BTBH estaba en la máquina del banco de prensa en el gimnasio. Resoplando y empujando. Haciendo pequeños ruidos cada vez que levantaba.

Aquí las pesas no estaban fijas, como en muchos otros penales y prisiones.

Hägerström se puso a su lado. Ayudó al tío en las últimas repeticiones, que no habría conseguido terminar de otra manera. El presidente era enorme. No solo alto y ancho; todo en él era grande. Los dedos podrían haber reventado un balón de fútbol, según parecía; la cabeza era dos veces más grande que la de Hägerström y los bíceps eran enormes, como en un superhéroe de cómic. Tenía que haberse metido preparados de todo tipo antes de entrar. Los tatuajes en el cuello se veían claramente: BTBH y ACAB. En el brazo llevaba tatuajes con signos árabes y águilas. Crocs en los pies.

Omar levantó la mirada.

—¿Quieres algo o qué?

Hägerström trató de relajarse. Tenía que mostrar respeto hacia Abdi Husseini. No ser demasiado indiscreto.

—Solo quería saber cómo va todo. ¿Te parece bien? —dijo.

—Haz lo que quieras.

—¿Y qué tal en Kumla?

Era la pregunta clásica que se hacía a todos los recién llegados que habían sido sentenciados a condenas largas. Todos pasaban por el penal de Kumla, se quedaban al menos tres meses allí para ser evaluados y recolocados. La calificación de riesgo de Abdi Husseini sí suponía una razón fuerte para mantenerlo en Kumla, pero como no había sido condenado previamente, el Servicio Penitenciario lo había recolocado.

—Estuvo bien —contestó Omar.

El presidente se incorporó sobre el banco. Se secó la cara con una toalla que le colgaba alrededor del cuello. Miró hacia otro lado. Pero Hägerström sabía cómo romper el hielo con el gigantón.

—Solo quería decirte que he oído hablar muy bien de ti.

—¿A quién?

—A Gürhan Ilnaz. Yo antes trabajaba en Hall.

Gürhan Ilnaz era exvicepresidente en la banda de Omar. En realidad, Hägerström nunca había conocido al tío, pero Abdi Husseini tardaría en enterarse de eso.

Omar esbozó una rápida sonrisa: un relámpago de satisfacción en su cara de gigante.

—Guay. Gürhan es un buen tío.

Omar se levantó. Volvió a secarse la frente, después secó el revestimiento de hule del banco.

Volvió al pasillo.

Dos días más tarde tocaba otra vez. Omar estaba en la puerta de su celda hablando con otro preso, acerca de quien se decía que era un exmiembro de Werewolf Legion. Hägerström se acercó. Un poco de conversación banal. El tiempo, la comida, la nueva cinta de correr del gimnasio, esto y lo otro. Podía hacerlo. Era conocido por ser un chapas bueno.

Después de cinco minutos, el tipo de Werewolf Legion se marchó.

Omar se quedó. Seguía bastante taciturno, pero no parecía oponerse al parloteo.

Después de unos minutos, Hägerström cambió de tema. Comenzó a mencionar a otros presos. Comentó lo mucho que se cotilleaba. Habló de todas las chorradas que se decían. No mencionó a JW, pero vio que Omar estaba escuchando.

Metía el mensaje: la gente hablaba.

Clavaba el mensaje: la gente cotilleaba.

Repetía el mensaje: había gente que hablaba mal de Omar.

Hägerström pasó por delante de la garita central de vigilancia. Saludó a los guardias. Siguió hasta el vestuario. Sacó su teléfono móvil. Colgó su ropa en la taquilla. Se puso el traje de faena: chinos de color azul oscuro, un robusto cinturón de cuero y una camisa azul oscuro con el logotipo del Servicio Penitenciario. Pasó por el escáner, dejó las llaves en la cinta de control. Saludó al chapas del control del día. No hubo ningún pitido cuando pasó. Nunca lo había.

Atravesó el pasillo que conducía a su sección, todavía envuelto en la breve sensación de felicidad del fin de semana.

Vio imágenes en la cabeza. Había ido a buscar a Pravat a la guardería el jueves. Habían ido a casa de la abuela. Lottie todavía vivía en el piso, aunque debía de sentirse sola tras el fallecimiento de su padre.

Debería hablar con su madre de algunas cosas. Pero ahora que estaba Pravat no era buen momento. Y además, seguramente estaría muy preocupada por lo de su despido de la policía. ¿Cómo iba a comprender lo que realmente estaba haciendo?

Era un piso bonito; por una vez resultaba adecuado usar la palabra «piso». La abuela Lottie llamaba a todas las casas «pisos». Todo, incluso el primer apartamento de Hägerström que solo tenía veintidós metros cuadrados. Sonrió para sí.

Lottie abrió la puerta. El olor de siempre en el recibidor. Una mezcla del perfume de su madre, Madame Rochas, muebles antiguos y productos de limpieza. No era un olor a viejo, pero tampoco el de una limpieza estéril. Para Hägerström, siempre sería el olor a casa.

Pravat se lanzó a los brazos de ella. Lottie llevaba unos pantalones beis estrechos, una camisa azul claro y un pañuelo alrededor del cuello, de Hermès o Louis Vuitton, pero probablemente de la primera marca. «Después de Hermès —solía decir Lottie—, no hay nada, después nada, después nada. Después puede que llegue YSL».

—¡Hola, mi pepita de oro! —gritó a Pravat.

Oír a Lottie exclamar era algo casi surrealista. Algo que ella misma, en ocasiones normales, habría considerado muy vulgar.

Pravat se quitó la cazadora. Lottie le ayudó a ponerse unas zapatillas de estar en casa que le había comprado.

Entraron en el vestíbulo. El papel de las paredes era de Josef Frank, con motivos de crisantemos. Hägerström oyó cómo ella sacaba sus viejos palos de bandy.

Comenzó a pasear por el piso. El salón; el comedor; la biblioteca; el salón de los caballeros; el antiguo despacho de papá; la habitación de los invitados; la habitación de la chica, ahora reconvertida en sala de la televisión; el viejo dormitorio de su hermano, reconvertido por su padre en sala de colección de trofeos de caza; y la habitación de su hermana, ahora convertida en lavandería.

Se vio a sí mismo en patinete, atravesando a toda velocidad las cuatro habitaciones más grandes que estaban en fila. El salón, el comedor, el salón de caballeros y la biblioteca. Al menos treinta metros de alfombra tejida a mano: una pista perfecta para un chaval de ocho años. Cuando la niñera estaba allí, podía ir y venir como le diera la gana. Pero su madre siempre entraba para pararle justo cuando alcanzaba la máxima velocidad. No bruscamente, pero sí con decisión. Como siempre. Nunca perdía el control, pero sabía lo que quería.

Había cuadros de Cronhielm af Hakunge por todas partes. El conde, los hermanos del conde, el padre de su madre. Paneles de madera en las paredes. Arañas de cristal sobre las mesas.

Hägerström pasó el dormitorio de sus padres. Su propia habitación estaba casi intacta. Su vieja cama danesa de madera estaba en su sitio, pero con una colcha nueva. La mesilla de noche, el escritorio estrecho con la silla de madera, también seguían allí. Sus tres cuadros estaban en el mismo sitio de siempre. Echó un vistazo al de Andy Warhol. Una fotografía coloreada y tratada de Michael Jackson. Había sido utilizada como portada en
Time
en el año 1984. Hägerström lo había recibido de su padre el mismo año. Cumplía doce años y el Rey del Pop era su gran ídolo.

En la pared de enfrente había dos cuadros del pintor sueco de fin de siglo J. A. G. Acke. En uno de ellos había un hombre fornido que parecía estar haciendo estiramientos, tenía la pierna izquierda estirada hacia atrás. Al fondo se veía un lobo. El hombre tenía el torso desnudo y cubría la parte de abajo con un pareo. El otro cuadro era más extraño. En él se veía un mar, olas azules se rompían contra el espectador. En una roca que sobresalía del agua había tres hombres desnudos. Pálidos, jóvenes, delgados, pero atléticos. No se tapaban.

Hägerström había elegido los dos cuadros de la colección de arte de su padre cuando cumplió dieciocho años. Se quedó quieto. Contemplando los hombres de la roca. Sus cuerpos blancos y fibrosos. El viento que alborotaba su pelo corto. La espuma de las olas. Las pollas de los hombres que colgaban hacia la roca sin complejos. Tal vez solo posaban, enseñando sus cuerpos desnudos y disfrutando de ser contemplados. Hägerström despertó de su concentración. Oyó la voz de Pravat por detrás.

—Papá, ¿no vas a zampar con nosotros?

Miró a Pravat. El chico también estaba mirando los cuadros.

Hägerström lo cogió de la mano y salió de la habitación.

Su madre no había puesto la mesa en el comedor, sino en la cocina, lo cual era una buena señal. Cuando Martin y Pravat venían de visita, tenía que haber un ambiente familiar.

—Pravat, no se dice zampar. Se dice comer —dijo ella.

—Me encantan tus bocatas, abuela —rio Pravat.

—No se dice bocata, cariño. Se dice bocadillo —dijo Lottie.

Hägerström continuó con el mismo plan en la prisión. Trabajándose al presidente de Born to be Hated. Haciéndose el majo. El sumiso. El abierto. Mogollón de pelota. Repetía las impresiones positivas que había causado en Hall.

Y al mismo tiempo: Hägerström seguía dando a entender que aquí se decían cosas negativas sobre él. Que otros presos ventilaban opiniones sobre él, lo mencionaban, lo despreciaban.

Y en otras conversaciones: Hägerström hablaba con el tío de Werewolf Legion y con otros presos de la sección que él sabía que no eran amigos cercanos de JW; difundía el mensaje. A JW le caía mal Abdi Husseini. JW tenía opiniones sobre Omar. JW decía cosas feas sobre el presidente de BTBH.

Además: Hägerström procuró que Esmeralda requisara el teléfono móvil que JW escondía bajo la almohada del Tubo. Pidió a otro chapas que destruyera un montón de papeles impresos que JW guardaba en la celda de Tim el Tarado. Todo para ablandarlo de cara al acercamiento.

Hägerström contaba con que la propia mecánica del proceso de cotilleo hiciera el resto. Suficiente para crear el mito de un cisma. Omar tendría que colocar las piezas del puzle él solito.

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