Por las noches, Hägerström se dedicaba a inventarse diálogos. Escribía guiones alternativos. Trataba de averiguar cómo funcionaba la cabeza de JW. Sabían que había utilizado al chapas Christer Stare antes. La pregunta era: ¿cómo lo había hecho?
En breve, Hägerström lo sabría. O eso esperaba.
Otra vez le tocaba tener a Pravat el fin de semana. Almorzaron en casa de la abuela Lottie. Albóndigas caseras con macarrones para Pravat y solomillo de ternera con patatas al horno para Martin y la abuela. Estaban en el comedor. En la mesa había un mantel a cuadros de hule. Pravat tenía una servilleta de tela en su pequeño regazo.
La abuela señaló el mantel.
—Lo compré ayer para el peque.
Hägerström se rio.
—¿De verdad ha sido para Pravat?
Lottie puso los cubiertos sobre el plato y se limpió la boca con la servilleta de tela cuidadosamente. Martin vio en su cara que iba a decir algo.
—Ese nuevo
look
sin pelo, ¿a qué se debe?
Martin se había rapado el pelo unas semanas antes. Que él pudiera recordar, nadie de su familia había tenido este aspecto nunca.
—Es más cómodo así.
Mamá le miró. Cambió de tema.
—Martin, ¿por qué venías tan poco por aquí cuando papá todavía vivía?
La pregunta lo pilló por sorpresa. En circunstancias normales, la madre de Martin Hägerström solía aplicar una regla básica: la de nunca iniciar discusiones incómodas en la familia. Había tenido que aguantar mucho de su padre en su vida. Ausencias por trabajo varios días por semana, explosiones de ira loca, posiblemente aventuras extramatrimoniales. Pero no se quejaba nunca en público. Nunca la había visto discutir con su padre. Lucharía hasta la muerte por no causar problemas a la familia.
Las preguntas incómodas no tenían cabida en la familia Hägerström, según su madre. Pero lo que acababa de decir era algo diferente. Quizá porque su padre ya no estaba. Quizá porque estaban los dos solos.
Martin no supo qué contestar. En realidad, debería contarlo sin más. Que le costaba estar con su padre después del divorcio de la madre de Pravat. Que le miraba con ojos raros.
Los divorcios no existían entre los amigos de sus padres. Hägerström sabía que alguno de los amigos de Carl se había separado, pero ahora no recordaba quién era. Al mismo tiempo, su madre tendría que entender que él estaba mejor sin Anna, pero no sin Pravat.
La vida de Hägerström y Anna había estado tan llena del proyecto de adoptar un niño que no se habían dado cuenta de lo poco que tenían en común en lo demás. Y su vida sexual era una broma. Aunque lo cierto es que había sido una broma desde el principio.
Pero ahora, delante de Pravat, no podía.
En las paredes del comedor colgaban algunos de los mejores cuadros de la colección de su padre. Había un Miró y un Paul Klee. El último mostraba una serie de viaductos que habían comenzado a moverse. Marchaban con ímpetu hacia delante, coloridos, patilargos. Edificios que se movían; era una protesta estrafalaria. La rebelión de los puentes, la sublevación de los viaductos firmes. Quizá fuera así como se sentía su madre ahora mismo. Un edificio que había estado inmóvil toda su vida, inamovible en su estructura de hormigón, que finalmente estaba dando un paso.
Llevó a Pravat a la guardería el lunes por la mañana. Hägerström tenía el resto del día libre. La dirección de la cárcel le había obligado a tomarse un día libre porque había trabajado demasiado últimamente. Almorzó con su hermano en el Prinsen. Se compró dos camisas y un par de vaqueros en NK.
Por la noche se sentó en el sofá del salón. Encendió la tele. Zapping entre los canales.
Las Noticias. CSI Miami
. Algún concurso de talentos:
American Idol
,
Top Model
,
Let’s Dance
, la caza-de-cualquier-inútil-que-busca-la fama. No estaba al tanto de qué iban los programas, pero sabía que no los quería ver. Se quedó con un documental sobre Rusia: antiguos soldados del KGB que habían montado patrullas de la muerte para ejecutar a periodistas disidentes.
Fue a la cocina. Metió una cápsula en su Nespresso. Livanto, la intensidad del café con sabor tostado. Escuchó el zumbido del aparato. Se llevó el café de vuelta al televisor.
El documental le hizo pensar en su servicio militar. Las fuerzas de asalto costero tenían la misión de proteger las fronteras del país, pero sobre todo la de realizar actividades guerrilleras si el país era invadido. En aquella época se consideraba que Rusia constituía una amenaza seria contra Suecia.
Ya se había tomado el café. Y además, tres copas de Bordeaux. Hägerström no estaba acostumbrado a tanto ocio.
Estaba pensando en qué hacer. Hasta cierto punto, estar viendo la tele, sin encontrar siquiera nada decente que ver, era como desperdiciar el tiempo ahora que estaba en la ciudad. Podría ver una peli de DVD. Podría ver fotos de Pravat y soñar con otra vida. Podría irse a la cama e intentar dormir. O, si no, podría llamar a alguien, salir a tomar algo. La pregunta era a quién. Tenía treinta y ocho años y ni siquiera era fin de semana. Todos sus amigos estaban o casados y con hijos o divorciados, pero todavía con hijos. Las probabilidades de que le acompañaran a tomar una cerveza espontánea no eran muy grandes. Sabía cómo funcionaban las cosas. Si quería quedar con alguno de ellos tenía que planificarlo, a menudo con semanas de antelación. El único que se le ocurrió que podría estar dispuesto a salir a la noche holmiense para quedar con él era Thomas Andrén, el excolega de la policía. Ciertamente, él también tenía hijos —también un hijo adoptivo—, pero nunca diría que no. Por otro lado, llevaban más de dos años sin verse. Y además se rumoreaba que se había pasado al otro bando. A Hägerström no le apetecía quedar con él esta noche.
Una hora más tarde estaba solo en el Half Way Inn junto a la plaza Mariatorget. Su bar preferido.
Al principio de su carrera había trabajado en la comisaría que estaba al lado. Unos compañeros de trabajo solían tomar una cerveza o dos después de trabajar, normalmente los viernes, pero a veces otros días de la semana también. No era el tipo de bar que le iba a Hägerström. Pero aun así: una cerveza o una copa de vino en el Half Way Inn servía para despejar la cabeza después de un día de trabajo.
También había otra cosa. Half Way Inn estaba en el barrio de Söder. Para Hägerström, eso era algo radical. Tras graduarse en la Academia de Policía a principios de los noventa incluso había ido a vivir a ese lugar. Un pequeño apartamento de Hornstull. Todavía recordaba las caras de su madre, su padre y su hermano cuando se enteraron de dónde estaba. «Söder, pero
¿por qué?»
.
Hoy en día, Hägerström se había tranquilizado. Todavía prefería salir por Söder, pero vivía en Östermalm. Ya no necesitaba marcar su terreno. Elegía lo que le iba mejor y, de todas maneras, Östermalm no dejaba de ser su casa.
El garito era un pub inglés clásico de ambiente marino. Un viejo rótulo sobre el bar: Hardy & Co Fishing Rods. Un pez espada de plástico que colgaba del techo. Una borda de latón a lo largo de la barra del bar. En las paredes, papel pintado de cuadros escoceses e imágenes de las Tierras Altas, gaiteros y naves. En el suelo había una vieja moqueta, impregnada de cerveza derramada.
En el bar: Samuel Adams, Guinness, Kilkenny. Y —a pesar de que lo francés no solía encajar en estos ambientes— Pelforth de todos los sabores:
brune, blonde, ambrée
.
La clientela era variada. En el rincón a la izquierda de la puerta de salida, junto a las ventanas, siempre estaban los viejos: barba de tres días, medio sebosos, totalmente borrachos. La antigua población de Södermalm. Antes de la pijificación. Junto a las mesas del centro, delante de la barra del bar, había padres y madres normales, amigos y compañeros de trabajo. Tomándose una caña, relajándose, hablando de la vida. Y al fondo, al lado del
jukebox
digital, estaban los niños guays que iban a la moda. Hägerström había visto cómo habían cambiado su forma de vestir a lo largo de los años, pero nunca habían cambiado de compañía. Los chavales iban ataviados con chinos beis, zapatillas blancas y llevaban barba. Las chavalas llevaban sombreros y tenían tatuajes. Evidentemente, en Söder la moda solo podía ser de una manera a la vez, al igual que en los círculos de su propio hermano y sus amigos; eran clonados.
Dos horas más tarde salió.
Fachadas en movimiento. Dientes rojos. Sabor a vino en el paladar. Eran las doce y media.
El barman estaba encadenando las mesas de la terraza para cerrar. Empujó las plantas falsas del pub hacia la pared y se giró hacia Hägerström.
—¿Quieres que te pida un taxi?
Hägerström negó con la cabeza. No iba a ir a casa. Quería follar.
Side Track Bar estaba al lado de Half Way Inn.
No había cola para entrar.
Un portero le dejó pasar con una inclinación de cabeza.
La planta de la entrada era minúscula. Bajó por las escaleras. Del techo colgaba una bandera de colores. Hägerström se sujetó con fuerza al pasamanos. Se inclinó hacia atrás, tratando de mantener el equilibrio. Las escaleras giraban y Hägerström giró con ellas. Paso a paso.
Una sala grande. Arañas de cristal en el techo y velas encendidas sobre las mesas.
La sala estaba llena de mesas con manteles a cuadros y ruidosos comensales. Nadie le hizo caso.
Continuó hacia delante.
Allí abajo, la iluminación se volvía más débil. Una barra larga delante de él.
Abba en los altavoces.
Los techos eran bajos. Una bola de discoteca giraba lentamente por encima del bar. La luz de un foco rojo quedaba refractada en miles de pequeños puntos de luz rojos repartidos por la sala. Un poco más adelante se veía otra sala más y una pista de baile con paredes pintadas de negro.
Delante de él, había manadas de hombres. Hombres con camisetas interiores. Hombres con vaqueros azules y joyas. Hägerström bajó la mirada. El suelo era un mosaico verde. Miró sus pies. El mosaico tenía el color del arcoíris. Alguien tocó su hombro. Levantó la mirada. Vio dos ojos claros.
—¿Eres miope? —El tío sonreía.
Hägerström le devolvió la sonrisa.
—No, quería llamar la atención sin más.
—Lo has conseguido.
El tío tenía la cabeza rapada, pero llevaba barba. Puso la mano sobre la espalda de Hägerström. Le llevó hacia dentro.
La espina dorsal de Hägerström emitía señales a chorros. Sinapsis fuertes. El cosquilleo se multiplicó por todo el cuerpo.
Ponían Lou Reed.
Said, hey baby. Take a walk on the wild side. And the coloured girls go doo do doo do doo do do doo
.
Hägerström siguió al hombre de la barba a la pista de baile.
La araña de cristal giraba lentamente.
Doo do doo do doo do do doo
.
Eran las dos y media. Hägerström y el hombre de la barba salieron a la calle dando traspiés.
Hägerström oyó una voz.
—¿Hola?
Se dio la vuelta. Entornó los ojos.
Uno de los amigos más íntimos de su hermano, Fredric Adlercreutz, estaba delante de él, vestido con un abrigo oscuro y un chaqué por debajo.
Hägerström le devolvió el saludo.
—¿Qué haces tú por aquí? —Imitó el tono de voz de su hermano cuando hablaban de Söder.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Fredric.
—Quiero decir aquí en Söder, ¿qué si no?
—He tenido una cena de caballeros. —Fredric desvió la mirada. No sabía cómo encajar eso de ver cómo Hägerström cogía a un hombre de la mano. Educación, ante todo.
Pasó un taxi. Hägerström aprovechó la oportunidad. Cogió al hombre de la barba del brazo y entró. No podía dejar de pensar en la expresión de Fredric. No era la primera vez que alguien le veía así, pero siempre le daba un poco de cosa.
Después pensó: «¿Cena de caballeros, en Söder?». En realidad, ¿Fredric Adlercreutz estaría a punto de entrar en el mismo sitio del que Hägerström acababa de salir? Por otro lado, si fuera así, ¿por qué habría elegido saludarle?
Fueron a la casa del hombre en la calle Torsgatan. Se llamaba Mats. Comenzaron a morrearse ya en el vestíbulo.
Se quitaron la ropa con movimientos ansiosos. Acariciando los brazos, el pecho, el cuello del otro.
Mats olía a colonia que llevaba todo el día allí.
Entraron en su dormitorio. La cama estaba sin hacer. En una de las paredes había fotos de sus hijos y en la otra colgaba un batín de un gancho.
Mats dijo que trabajaba en el sector de las relaciones públicas.
Mats hizo una felación a Hägerström en el borde de la cama.
Mats veía a sus críos cada dos fines de semana.
Mats sacó lubricante. Metió un dedo en el culo de Hägerström.
Mats dijo que había visto a Hägerström en el Side Track Bar más veces.
Mats metió su polla en Hägerström.
Ambos gimieron.
Era un placer sensacional.
De vuelta en la penitenciaría. Una mañana después de desayunar, Hägerström llamó a la puerta de la celda de JW. El tío se encerraba allí siempre, pero no podía evitar que los chapas entrasen.
Hägerström echó un vistazo a JW. Todavía se veían los puntos sobre la ceja. El pelo rubio ya no estaba tan repeinado como antes; estaba más bien cayendo en mechones lacios sobre las orejas. Aun así, parecía relativamente tranquilo.
Todo según el plan. Justo como Hägerström quería.
Se sentó en el borde de la cama de JW.
—Cuéntame, ¿cómo estás?
JW estaba sentado en su silla, con un ordenador portátil abierto delante de él.
—No llevas mucho tiempo aquí, Hägerström, pero ya sabes lo que ha pasado. Es una parte de la vida aquí dentro, pero eso no quiere decir que sea divertido.
—Comprendo. Y tus chicos han sido trasladados.
Hägerström había sopesado cuidadosamente las palabras que debía utilizar: «Tus chicos». Una señal de las premisas de la vida en la cárcel. Tienes a tus chicos, a tu grupo; en el caso de JW: tus protectores.
—Ya, han tenido que irse. Una putada, era buena gente.
Había suspirado al pronunciar la palabra «ya». A Hägerström le había parecido oír un leve rastro del dialecto de Västerbotten en su pronunciación, era típico de la zona.
—Oye, tengo una propuesta —dijo.
Se levantó, acercándose a la puerta de la celda de JW. La cerró suavemente. Volvió a sentarse en el borde de la cama.