Para Hägerström era la primera vez en su vida que cogía la mano de otro hombre en público. Pero no era solo eso. Estaba a gusto con ese chico. La vida le resultaba maravillosa. Lo único malo era que echaba de menos a Pravat. Pero lo cierto era que tenía una sensación diferente con Javier, no había sentido nada parecido en años. Era como si conectaran, a pesar de ser tan diferentes. Como si hiciera clic cada vez que hablaban.
Una combinación absolutamente imposible. Un exmadero, exchapas, con un pedazo de gánster. Un hombre de Östermalm con un chaval de los suburbios. Dos machotes embarcados en una relación homosexual. Un poli
under cover
con uno de sus objetivos de vigilancia.
Debería haber puesto fin a aquello el primer día.
Pero no podía hacerlo, no quería hacerlo. En realidad, no era para tanto. Estaban completamente solos en Bangkok, nadie les pillaría. Todo el asunto podía mantenerse separado del resto de sus vidas y de la operación de Hägerström. Posiblemente, acabaría convirtiéndose en una relación de amistad.
Pensó en su hermano. Todos los amigos de Carl eran del colegio o del instituto, o de su época de estudiante en Lund. No tenía ni un solo amigo que hubiera conocido después de los veintitrés años. Y estaba tan orgulloso de ello. «Hay algo raro con la gente que hace un montón de amigos siendo adultos —solía decir—. O bien es porque no tenían amigos cuando eran jóvenes o bien porque sus amigos ya no quieren saber nada de ellos. Claramente sospechoso, en mi opinión».
Hägerström pensó en su padre. Pensó en su madre. Todos sus amigos eran del principio de los tiempos. Todos sus amigos llevaban exactamente la misma vida que ellos. Pisos enormes en un radio de quinientos metros, chalés gigantescos en las urbanizaciones del norte o fincas en Sörmland. Agradables casas de verano en Torekov o en el archipiélago. Cero divorcios. Cero amigos de países no europeos. Hijos que se casaban entre ellos, matrimonios heterosexuales estandarizados. No había un policía entre sus filas hasta donde alcanzaba la vista.
El sexto día, Hägerström se obligó a sí mismo a espabilar. Llevaba más de dos semanas sin ponerse en contacto con Torsfjäll. El comisario enviaba SMS, él los eliminaba sin contestar.
Pero ahora escribió: «Estoy en Bangkok con Javier. Mahmud ha salido del hospital. Jorge sigue fuera».
Una respuesta en su móvil después de veinte segundos. Estaba en el baño. El teléfono en modo silencio. La cautela seguía teniendo la máxima prioridad.
«Por qué no me has escrito. Llámame».
Un cuarto de hora más tarde estaba en la calle. Dijo a Javier que tenía que llamar a su madre, en privado.
—¿Dónde te habías metido? —preguntó Torsfjäll.
Hägerström sabía qué contestar.
—Cuando salió Mahmud del hospital, Javier no tenía por qué quedarse más tiempo en Phuket y quería ir a Bangkok. Así que le acompañé.
—Comprendo. Aquí en casa han pasado unas cuantas cosas. Han traído a un tal Babak Behrang de Tailandia, le han arrestado por ser sospechoso del atraco de Tomteboda. Y forma parte del mismo círculo que Jorge, Mahmud y los demás tipos de ahí abajo. Así que era como te había dicho: todos tienen que ver con aquel atraco.
—Es probable, pero no han dicho ni mu. Puede que sean unos profesionales, sin más. Pero no parece que les sobre el dinero. Y no he oído hablar de ningún Babak.
—Ya, al parecer no sacaron unas cantidades muy alucinantes del atraco. Además, eran muchos a repartir; hay más hombres con conexión ahí abajo, donde estás tú. Y la hipótesis de trabajo del grupo de investigación es que puede haber otra gente detrás de todo. Su información señala a una persona que se hace llamar el Finlandés. No saben quién es, pero la Policía Judicial Nacional sospecha que está detrás de varios de los mayores atracos de transportes de valores de los últimos años. ¿Alguien lo ha mencionado?
—Nada de nada. No hablan de esas cosas conmigo.
—Puede que llegue. Ya han efectuado tres interrogatorios con este Babak.
—¿Y qué cuenta?
—No mucho. Pero los investigadores creen que pueden hacerle hablar. Y Jorge, ¿qué tienes sobre él?
—Tal y como te puse en el SMS, sigue fuera. Que yo sepa está en Suecia. ¿Nadie ha tenido noticias de él allí?
—No, y además a ese pequeño granuja se le da bien esconderse. Estuvo fugado durante más de un año de una prisión hace unos años.
—Bien, ¿y qué hago ahora, entonces?
Torsfjäll se quedó callado, reflexionando durante unos segundos.
—Volveré a llamarte con instrucciones. Tal vez tengas que quedarte una temporada en Tailandia, tal vez quiera que vuelvas. O quizás quiera que trates de traerte a todos los que estén ahí abajo a casa, para que podamos detenerlos aquí.
Colgaron. Hägerström se quedó en la calle unos minutos. Los taxis paraban para dejar salir a turistas y a hombres de negocios tailandeses. Un poco más adelante vio unas grandes escaleras de caracol que subían hacia la vía férrea elevada. Venía una familia con niños pequeños. Los observó.
La madre empujaba una sillita doble. Sonrió fugazmente a Hägerström.
Él subió a la habitación donde estaba Javier.
Unos días más tarde, Hägerström salió de la ducha. Javier estaba en la cama. Su cuerpo, que antes estaba tan tostado por el sol, había empezado a perder el bronceado.
Estaba mirando algo que tenía en la mano.
Hägerström estaba totalmente desnudo.
Javier mostraba el móvil de Hägerström.
—¿Qué hostias es esto?
Hägerström cogió el móvil. ¿Cómo podía haber sido tan patoso como para dejarlo encendido?
Evidentemente, Javier había estado fisgoneando mientras Hägerström se duchaba.
Era un SMS. El remitente era uno de los números utilizados por Torsfjäll.
Ponía: «Trata de traer a todos los que puedas a casa».
N
atalie estaba frente a Lollo en la Brasserie Godot de la calle Grev Turegatan. Adam estaba esperando fuera. No soportaba tener que llevarse al guardaespaldas cuando quedaba con Louise.
El sitio: frescos creativos, lámparas de diseño en el techo, candelabros aún más de diseño en las mesas. La iluminación ajustada hasta la perfección: suficientemente intensa como para permitir ver a todo el mundo. Suficientemente débil como para ser agradable. La música de fondo, de bajo volumen: algo parecido al jazz, con mucho ritmo, muy actual. El precio de las copas, a partir de ciento cincuenta para arriba. El precio de los segundos platos, alrededor de quinientas. Natalie no quería ni pensar en por cuánto saldría una botellita de Moët.
En resumen: una sensación
very
VIP.
La gente: el primer equipo de los suecos más megaarios. La
crème de la crème
, gente con buena pinta a pesar del mal tiempo de otoño que reinaba fuera. Gente que pasaba los veranos en Saint Tropezlandia, Gotland o Torekov. Natalie conocía a algunos y reconocía a unos cuantos más. Jet-set Carl y Hermine, entre otros. Nadie con nombres como Natalie, ni nada parecido a Daniella o Nadja. Nadie con padres nacidos en la antigua Yugoslavia. Eso no era una cosa apropiada por allí, sin más.
Un tío que estaba dos mesas más allá vio que ella levantaba la mirada. Trató de tirarle los tejos descaradamente.
Natalie se giró hacia Lollo de nuevo. Llevaba una minifalda y un par de Louboutin con tacones como jeringuillas. El top estampado mostraba un dibujo de cerezas. Natalie sabía que costaba medio riñón. Aun así: enseñaba demasiado. Como de costumbre, Louise había abombado sus pechos, ya de por sí irreales, tanto que casi llegaban a rozarle la barbilla.
Natalie miró su primer plato: terrina de hígado de pato con granadas, gelatina de oporto,
rilettes
de muslo de pato y un brioche tostado. Habría preferido una ensalada de col normal y corriente.
Le parecía que todo lo que le rodeaba era ajeno a ella. Absurdo. Casi repugnante. Se sentía como una turista en ese sitio. Este ya no era su mundo. De alguna manera era como si hubiera llegado a casa; cuando estaba en la biblioteca con los hombres, se sentía más cómoda de lo que se había sentido jamás en compañía de Lollo, Tove y las demás, aunque hablaran de cosas mucho más extrañas.
—¿Qué tal está? —preguntó Lollo.
Natalie pasaba el tenedor por la comida sin ganas.
—Mmm. Nada mal.
—¿Has visto que Jet-set Carl está aquí?
La misma fijación por los famosillos de segunda y los pijillos de Stureplan de siempre.
—Mmm.
—¿Has visto a Fredrika?, ahí va —dijo Lollo—. No puede ni andar con esos zapatos. No hay nada peor que las chicas que doblan las rodillas cuando andan con tacones, ¿verdad?
Natalie miró a la chica que Lollo había señalado. Por lo que podía ver, no había nada raro en su forma de andar. El tío que estaba dos mesas más adelante trató de captar su atención otra vez. Natalie lo ignoró.
Pensó en JW; se preguntó cómo lo haría él. El chico del restaurante era tan grosero, tan poco sofisticado.
JW aparecía a menudo en su cabeza desde la última vez que se habían visto. Vale, era importante para los negocios. Podría saber algo sobre el político. Pero había gente más importante. Aun así: JW no la dejaba tranquila. Quería volver a verle. Tenía la sensación de que andaba por ahí, entre bambalinas, todo el tiempo. Parecía saber más que cualquier otra persona. Parecía mover más hilos incluso que Stefanovic. Pero no se trataba solo de eso; también su personalidad le interesaba. Irradiaba una confianza en sí mismo que le atraía, y mucho. Además, parecía llevar una doble vida en muchos sentidos, igual que ella.
Lollo continuó hablando. De nuevas cremas de Dior. Un nuevo club nocturno en París. Un nuevo blog en la red. Natalie solo escuchaba a medias. Se dejó llevar otra vez.
Göran había llamado el día anterior. Él y Thomas habían ido al Black & White Inn unos días antes. Göran solía ser siempre escueto, claro y conciso, en plan militar. Pero esto lo había descrito con pelos y señales.
Se había dirigido directamente a la mujer de la barra —todo el mundo sabía que ella era la puerta de entrada al negocio secundario de aquel sitio— y le había dicho en ruso:
—Quiero hablar contigo cuando cierres. Esperaremos aquí.
A la una cerró el pub. Los camareros pusieron las sillas sobre las mesas, comenzaron a fregar el suelo. La mujer se llevó a Thomas y Göran a la parte trasera de la barra. Atravesaron la cocina y salieron por el otro lado. El pasillo olía a productos de limpieza y a ajo. Un hombre salió de una habitación. Les cacheó rápidamente. Después volvió a entrar. La mujer abrió otra puerta. Ella, Göran y Thomas se sentaron sobre unas sillas sucias en un pequeño despacho. Sin florituras. Al grano.
Preguntó qué querían comprar.
Göran contestó en sueco.
—Queremos información.
La mujer lo miró fijamente.
—Eso no vendo.
—¿Sabes a quién representamos?
La mujer siguió mirándolo.
—No queremos problemas —continuó él—. Tú no quieres problemas. Pero ya sabes lo que le ocurrió al
Kum
Rado. Tenemos que investigarlo. También tu gente lo comprenderá. ¿Verdad?
La mujer no contestó.
Siguió explicándose. Sabían, de una fuente fiable, que Radovan había sido asesinado con armas y explosivos que habían sido comprados en el Black & White Inn. Quería saber quién había comprado la artillería.
La mujer todavía le miraba fijamente.
—No tengo ni idea. Ya lo sabéis. ¿Quién creéis que soy? ¿Alguien que comprueba el número de pasaporte y las huellas dactilares de toda la gente con la que hacemos negocios?
Göran no se dejó amilanar.
—Puede que tú no, pero tenemos nuestros métodos para comprobar esas cosas. Quiero que pases el recado a tu gente de que queremos ver todos los objetos que él ha tocado.
—¿A qué te refieres? Vais a tener que volver mañana.
—Me refiero a que vas a sacar todos los objetos que él ha tocado —dijo Göran—. Y vas a tener que llamar a tu gente ahora mismo.
Eso fue lo que había sucedido. Mágicamente, el Black & White Inn accedió a las exigencias de Göran, a cambio de diez mil en efectivo.
Había vuelto al coche otra vez. Recogió al que estaba esperando en el asiento trasero: Ulf Bergström. Químico y exempleado de SKL; hoy en día, socio de un laboratorio propio, Forensic Rapid Research AB. Una alternativa privada a la autoridad estatal de análisis forenses.
Ulf se pasó toda la noche en el despacho. Cepillando, poniendo celo, pinchando. Según la mujer: el que había comprado las armas también había tocado una maleta, dos pistolas y cuatro granadas. Había ocurrido hacía casi medio año. Las probabilidades de encontrar algo eran menores que las de encontrar un sitio para aparcar en Östermalm a las diez de la noche de un domingo.
A pesar de todo, merecía la pena intentarlo.
Ulf Bergström había prometido que volvería a ponerse en contacto con ellos en cuanto saliera el resultado de las pruebas.
Habían terminado de comer. Natalie propuso que salieran a la terraza a fumar un pitillo.
Salieron. Encendieron un Marlboro Menthol cada una. El aire era fresco. El aire caliente salía de radiadores colgados.
Un camarero se acercó con una bandeja con dos copas de champán.
—Aquel chico de allí os invita —dijo.
Natalie vio cómo el tipo ligón la saludaba con la mano.
—¿Sabes quién es? —preguntó Lollo.
—No.
—Yo tampoco. Pero no tiene mala pinta, desde mi punto de vista.
Natalie se limitó a negar con la cabeza.
Lollo preguntó qué tal iban las cosas con Viktor.
—No nos vemos mucho y además el tío es un poco coñazo.
—Vaya. ¿Qué quieres decir?
—No lo sé. Llevamos un tiempo así. Me molesta. No pilla que a veces estoy triste, pensando en papá. O bien quiere hacer un montón de cosas todo el rato o bien no para de trabajar. No tengo mucho tiempo para eso. En serio, pienso que es un cero a la izquierda.
—¿Por qué no os vais de viaje y os dais un poco de tiempo de calidad de pareja?
Las propuestas de Lollo eran malas. A Natalie no le sobraba el tiempo para irse de viaje ahora mismo.
—No, no quiero. Ahora no puedo. Además, creo que me impacientaría todavía más. Ayer tuvimos una discusión.
—Qué me dices, cariño. ¿Sobre qué?
—Tiene celos. Empezó a darme la lata, que si salía con otro, que no sé qué. Pero es mentira cochina. Tengo un ayudante a veces, eso es todo. Pero Viktor no lo pilla. Él piensa que no quiero coger sus llamadas. Que no le cuento lo que hago. Pero eso también es mentira. Simplemente, no me apetece contarle todo.