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Authors: Laurent Botti

Tags: #Misterio, Terror

Una voz en la niebla (16 page)

BOOK: Una voz en la niebla
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La profe fulminó a Mendel con la mirada y Bastien pensó que era mejor ser amigo de la señora Miller que enemigo suyo.

—Levántate, Bastien —dijo tranquilamente yendo a por sus cosas que andaban por los suelos, las cuales recogió y metió en la mochila—. Yo te llevo…

—No, no, muchas gracias, no vale la pena, todo va bien…

—No, no va nada bien —replicó con autoridad.

Le dio la mochila, pero sin mirarlo, con los ojos todavía clavados en Mendel.

Entonces se dirigió a él.

—No estás como para volver a casa así… Te has desgarrado los pantalones y… y pareces herido. Sube al coche.

Bastien vaciló un poco, pero la señora Miller, de todos modos, no iba a admitir protesta alguna.

Obedeció, ante la mirada de los tres chicos y la profe. Una vez se hubo sentado, Audrey Miller se acercó a César Mendel apretando los puños para no cruzarle la cara: aún más que la violencia, odiaba la mentira, las sonrisas hipócritas, la cobardía. Defectos de los que siempre había sospechado adolecía su alumno.

—Para tu información, Mendel: en todos los años que llevo, he estado en institutos difíciles, con muchos que eran mayores y más duros que tú. Y nunca me han tomado por gilipollas. Sí, lo has oído perfectamente, no vale la pena que pongas esa cara de doncella asustada porque un profesor haya soltado un taco: por gilipollas.

Se acercó aún más.

—Así que voy a decirte algo, amiguito: no tienes ninguna gana de hacerme enfadar… porque no tienes ninguna gana de que tu segundo año en quinto se convierta en un infierno. ¿Me has entendido bien?

Mirada indignada, movimiento de cejas.

—Pero, señora, yo no…

—Sí —le cortó—. Creo que lo has entendido a la perfección. Y esto vale también para ti, Philibert de Brysis.

Se hizo el silencio en la suave penumbra de la tarde que caía bajo los grandes árboles del paseo del parque.

Audrey dio media vuelta, regresó a su coche.

—Le aseguro que no es necesario que me acompañe —insistió Bastien a modo de recibimiento—. Además, es aquí al lado, ya casi había llegado.

Ella accionó el contacto; la voz de Beyoncé llenó de pronto el habitáculo; una sorpresa más: ¡La señora Miller escuchaba rythm'n'blues!

—Ya lo sé —dijo ella con calma—. Conozco la dirección. Precisamente iba hacia tu casa.

Capítulo 13

P
arecía que la noche había caído aún más rápidamente sobre el número 36 de la rue des Carmes que sobre la propia ciudad. Bertegui se detuvo en el patinillo semicircular a la entrada de la casa; decididamente aquel lugar le ponía la carne de gallina. Se preguntó en qué fecha habrían sido construidos los inmuebles, y si Le Garrec se había criado allí, si habría jugado en ese patio trasero escondido entre los edificios, o si, por aquel entonces, el 36 aún daba a la calle.

Llevaba en la mano una gruesa cizalla: ya había examinado la casa, sin advertir nada anormal. La casa, pero no el sótano.

«… un niño fascinado por el sótano de su casa…

«… Efectivamente han cortado el cable del teléfono… Justo detrás, a la entrada del sótano…»

Probablemente no iba a encontrar nada, pero bueno, peinar toda la casa entraba dentro de lo previsto. Por teléfono, Clément le había informado de que una gruesa cadena con un candado bloqueaba la puerta del sótano. También había acogido la petición de Bertegui con una gélida sorpresa:

—¿Puedes hacer indagaciones y enterarte de quién es el actual propietario de La Talcotière?

—No estará pensando en reabrir la investigación…

—No. Aún estoy concentrado en la muerte de Odile le Garrec … Y en la del toro —había añadido, sin estar del todo seguro de que era él, el comisario Bertegui, a quien auguraban el más brillante de los porvenires cu el cuartel general del Quai des Orfèvres, el que estuviera pronunciando aquellas palabras—. Inspecciono todas las pistas, eso es todo…

Echó a andar por el caminito de grava, rodeó la casa. El sótano estaba situado en el lado derecho. Más que de una puerta, se trataba de una trampilla que se abría directamente en el suelo. Sin duda, ni siquiera se habrían percatado de su existencia de no ser por las investigaciones para hallar el origen del corte de la línea telefónica, pues estaba medio camuflada por los guijarros y un pequeño arriate de flores que bordeaba la casa.

Bertegui se arrodilló, apartó la grava. Clément tenía razón: la puerta estaba cerrada con una cadena y un gran candado.

El comisario colocó la cadena entre las pinzas de su cizalla, se puso en pie. Se apoyó con todas sus fuerzas… se quedó sin aliento… lo volvió a intentar, esta vez empujando con el pie como si quisiera partir una nuez gigante con su cascanueces. Nada, no hubo manera.

Finalmente, se tumbó literalmente sobre el mango de la cizalla, acentuando todavía más la presión con todo el peso de su cuerpo, empujando a trompicones.

La cadena cedió con el movimiento seco de una serpiente en pleno ataque. Bertegui estuvo a punto de caerse, pero se recompuso como pudo. Desenredó la cadena, la quitó y alzó la puerta, que quedó apoyada en la pared.

Un agujero oscuro de forma cuadrada se recortó en el suelo. Una escalera empinada se adentraba en las tinieblas. Un olor a humedad como de tumba se escapó como un genio al que se hubiera liberado de su prisión.

Bertegui encendió su linterna, hizo un barrido por la escalera: el sótano parecía más profundo de lo que había imaginado y había que agacharse para no darse en la cabeza de tan estrecho que era el pasadizo. Observó que había un interruptor, pero no debía de funcionar: desde la entrada, vio a mitad de escalera un cable eléctrico que colgaba, con un casquillo vacío en su extremo. Era el tipo de detalles que despertaba su curiosidad: una bombilla fundida no tenía nada de sorprendente. Por el contrario, que no hubiera bombilla denotaba un gesto, una acción humana: habían quitado la bombilla, pero no la habían cambiado. ¿Por qué? ¿Para dejar el sótano sumido en la oscuridad? ¿O se trataba solo de un cúmulo de circunstancias?

Se encogió de hombros. Con luz o sin ella, tenía que bajar de todos modos. Y llevaba su linterna.

Después de hacer contorsiones para que pasara la cabeza, empezó su descenso por los estrechos escalones, con la luz en una mano y la otra pegada a la pared irregular para no resbalarse.

Era de esas escaleras abruptas en las que te puedes dejar los riñones por menos de nada.

Casi había llegado abajo cuando un detalle atrajo su atención: unas manchas. No, realmente no eran manchas: una salpicadura más bien… Restos negruzcos, contra la piedra de las paredes, que hacían pensar en una pintura tribal de alguna cueva.

¿Sangre?

Se acercó, apuntó con la linterna a las gotas secas. Imposible de determinar. Solo un análisis podría confirmarlo. Y de todos modos, aunque lo fueran, esas manchas llevaban ahí lustros.

Continuó descendiendo hasta el umbral del sótano. Levantó la vista hacia el foco de luz que penetraba desde la abertura: calculó que el lugar tenía más de un piso de profundidad y, a causa del trazado tortuoso de la escalera, solo un débil rayo de claridad del día alcanzaba el fondo, y ni siquiera era del día: del crepúsculo más bien… Formas vagas, confusas se recortaban aquí y allá, apenas distinguibles.

Vio un interruptor, lo accionó. Sin resultado. Apuntó con la linterna hacia el techo: de él colgaban dos cables eléctricos, sin bombilla. Qué manía, rezongó.

Barrió con el haz de luz todas las paredes, tratando de llegar hasta el último rincón para intentar hacerse con el lugar.

El sótano del 36 de la rue des Carmes era pequeño, más de lo que había pensado. Enteramente abovedado, recordaba a esas bodegas que se pueden encontrar en los inmuebles antiguos, las viejas residencias: piedra vista, con una buena altura de techos, un suelo de tierra batida, dos tragaluces que supuestamente iluminaban el lugar con la luz del día. Era un lugar donde se podría haber hecho un cuartito de invitados o una sala de juegos, pero Odile le Garrec, o quienquiera que fuese, había hacinado en él colchones viejos, un sofá destripado, material de jardinería oxidado, una antigua caja de herramientas, cartones… Y, al igual que arriba, en la habitación de Nicolas le Garrec, algo perturbó a Bertegui. ¿El olor? ¿Los restos en la pared al pie de la escalera? ¿Las bombillas arrancadas, o nunca sustituidas, como si la señora de la casa hubiera condenado aquel lugar para siempre? Sin embargo, había notado que tanto el candado como la cadena de la entrada eran recientes. Al retirar la tierra y la gravilla que los ocultaban, había descubierto unos cromados resplandecientes…

Avanzó —ligera sensación de claustrofobia provocada por la penumbra, las reducidas dimensiones, el olor a tierra vieja y a moho— moviendo en todo momento la linterna. El rayo blanco se paseó por más cartones, dos palas, un tubo tirado en un rincón como el cadáver de un reptil, una bicicleta sin sillín con los neumáticos completamente deshinchados. Restos de una vida atrapados en un haz eléctrico, abandonados.

La estructura del sótano, su disposición: eso es lo que no funcionaba.

Se paró a pensar, se rascó la cabeza.

Entornó los ojos, mientras el círculo blanco de luz se detenía en una pared. Un tabique totalmente recubierto, todo lo alto que era. Habían apoyado en él colchones, puertas de armario, unas estanterías en las que se pudrían unos cuantos tarros: tarros bien ordenados, al contrario que en el resto del sótano, atestado de mil y un cachivaches tirados a la buena de Dios, y latas de conserva amontonadas, tan bien apiladas que no se veía ni una de las piedras del muro.

Sencillamente habían hecho desaparecer de la vista aquella pared. Bertegui avanzó: la sensación de ahogo se hizo más fuerte. Pensó en el rostro del chiquillo de la granja: «es el espíritu… el nuevo… es malo…».

Unos filamentos pegajosos le rozaron la cara.

—¡Joder! —bufó.

Y su propia voz lo sobresaltó. ¡Una telaraña! Acaba de atravesar una telaraña. Se le revolvió el estómago, se pasó la mano rápidamente por la cara, por la boca, para quitarse la seda que se le había pegado al pelo y a la piel.

¡Dios! Aquel lugar acojonaba. Hasta a él… Era como sumergirse en otro mundo, subterráneo: su coche, la calle, le parecían, ahora que ya casi era de noche y que su linterna constituía la única fuente de luz, lejanos… altos… inaccesibles.

Se aproximó al muro, o al menos, a los objetos que lo cubrían. Se propuso retirar algunos para llegar hasta la piedra. Fue inútil: un colchón tapaba la vista.

Había algo ahí detrás, por narices. Nadie se dedica a amontonar armarios, colchones, estanterías, de manera que cada estrato impide el acceso al objeto siguiente, sobre todo teniendo en cuenta que en otras paredes no había nada, que habrían podido apoyar en ellas esto o aquello.

Un ruido a su espalda. Se volvió de repente, con la linterna en ristre.

El vacío. Tinieblas azuladas, entre noche cerrada y crepúsculo.

Barrió rápidamente el suelo buscando alguna rata. Nada. Si realmente se trataba de una rata, había salido a escape. De todos modos, Bertegui tuvo la impresión de que el ruido no venía del sótano… sino del exterior.

Esperó un poco más, inmóvil, en silencio.

Luego se encogió de hombros. Vuelta a la inspección. Vaya, no tenía orden de registro… Por el momento, ni siquiera se había abierto una investigación por homicidio: a juzgar por las evidencias, Odile le Garrec no había muerto asesinada. Al menos, no directamente. Y la casa no tenía la consideración de escena del crimen.

Aun así, estaba fuera de la legalidad, dado que había forzado la entrada del sótano. Así que un poco más o un poco menos…

Dejó la linterna de modo que iluminara el sitio donde se encontraba, luego volvió a los tarros.

Empezó a apilarlos en un rincón para liberar los estantes, insensible a las nubes de polvo pesado y húmedo que se arremolinaban ante cada uno de sus movimientos. Luego correría el aparador, después el colchón, luego lo cine había detr…

Un movimiento a su espalda interrumpió su gesto, menos que un movimiento: un soplo de aire.

Se dio la vuelta.

La silueta negra apenas se recortaba en la penumbra. Sostenía en la mano lo que parecía ser una barra o una maza. Iba a golpearlo.

Con una rapidez sorprendente para un hombre de su corpulencia, Bertegui se tiró sobre la linterna y rodó por el suelo; notó cómo algo pegajoso se desparramaba bajo sus nalgas. La maza fue a dar a pocos centímetros y desequilibró a su asaltante.

Bertegui apuntó su linterna hacia él y echándose mano a la sobaquera.

—¡Policía! ¡No se mueva!

El hombre soltó el mango, volvió la cabeza. A la luz de la lámpara, dos ojos de un color único, entre gris y negro, de pestañas espesas que parpadeaban de sorpresa. O de miedo.

Nicolas le Garrec.

—¿Me puede decir qué está haciendo aquí?

Habían subido a la superficie, se encontraban a la entrada del sótano. Le Garrec había vuelto a cerrar la puerta malhumorado —más una trampilla que una auténtica puerta— visiblemente nervioso.

—Quería ver su sótano —explicó Bertegui.

Había recibido el aire fresco con alivio, pero le parecía que la atmósfera viciada aún le llenaba los pulmones, que el polvo aún se pegaba a su chaqueta de cuero.

—Eso ya lo he entendido, pero ¿por qué? He visto el sótano abierto, la cadena forzada… pensé que se trataba de un ladrón. ¡Menudo palazo se podía haber llevado!

—Quería comprobar todo…

—¿Qué relación puede haber entre el sótano y la muerte de mi madre?

Era una pregunta-trampa. ¿Qué iba a contestar? Su primera novela va de un niño fascinado por el sótano de su casa…

—Ninguna relación directa. Solo quería proceder a hacer unas comprobaciones. Fue ahí donde cortaron el cable telefónico… —señaló Bertegui.

Le Garrec no siguió su gesto con la mirada, sino que continuó observándolo fijamente de un modo que alternaba entre la sospecha y la indignación.

—Y usted, ¿qué hace aquí? —preguntó el comisario, a quien no le gustaba tener que justificarse, aun cuando sabía que jurídicamente lo habían pillado en un renuncio.

Nicolas le Garrec abrió unos ojos como platos.

—Está de broma, espero. Mi madre acaba de morir. Me parece justificado que tenga… no sé… ganas de volver a mi casa.

Bertegui habría podido replicarle que no, que no era tan evidente, dado que parecía no haber manifestado semejante deseo en vida de la finada, pero se abstuvo de hacer cualquier comentario. Igual que se mordió la lengua para no hacerle ver que habría podido matar a alguien a palazos por allanamiento de un sótano donde no había nada que robar, aparte de tarros sin fecha y una bici sin sillín. La reacción parecía, cuando menos, desproporcionada. Eso por no hablar de los riesgos a que se habría expuesto si la cosa se hubiera puesto fea.

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