Una voz en la niebla (15 page)

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Authors: Laurent Botti

Tags: #Misterio, Terror

BOOK: Una voz en la niebla
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Y Bertegui pensó que, decididamente, Gérard iba a emprender su andadura vital con un buen trauma a las espaldas.

Estaba a punto de dejar marchar al chico cuando se le ocurrió la idea:

—¿Y dónde viven los espíritus que vienen a veros a la granja?

—Oh, en todas partes, pero sobre todo en los árboles, creo. La yaya me contó que antes, en invierno, vivían en la cuadra, pero ponían nerviosos a los caballos, así que les pidió que se mudaran y se fueron por todos lados.

—¿Y el nuevo está con ellos?

Gérard se encogió de hombros.

—No estoy seguro… Cuando la yaya le dijo que se había acabado, señaló…

Gérard se giró y apuntó con el dedo:

—Aquello…

Bertegui contempló mucho rato la maciza estructura de piedra ennegrecida que se recortaba en las alturas, entre el azul oscuro del cielo y los ocres apagados del otoño, a unos quinientos o seiscientos metros en línea recta. Antes del incendio, sabía que había sido una de las heredades más espectaculares de Borgoña, que dominaba Laville-Saint-Jour: la finca llamada La Talcotière… la residencia de la familia Talcot. Hoy, era un cúmulo de ruinas carbonizadas, casi humeantes todavía —al menos, producía esa sensación—, una construcción obra de locos, como una sonrisa mellada, con torretas desmoronadas, vigas vistas, formas irregulares y siniestras…

Permanecieron un momento así, con la mirada fija en el castillo de cenizas, cuando un grito de angustia los arrancó de su ensimismamiento.

—¡Géééraaard! ¿Dónde estás?

La señora Morizot apareció de pronto a lo lejos, con el pelo desgreñado, corriendo y sin aliento. Bertegui notó cómo el crío se ponía tenso.

—¡Me tengo que ir!

Pero «la» Morizot ya los había visto. Incluso a esa distancia, Bertegui podía verlo: la angustia acababa de transformarse en ira.

—¡Madre mía del amor hermoso y de mi corazón, Gérard! —gritó—. No te vuelvas a ir así nunca más. ¡Te quedas conmigo! ¡Tienes que quedarte conmigo! ¿Me oyes? ¡No andes por la granja tú solo!

Gérard trotó cien metros a todo correr para llegar hasta donde estaba ella. Bertegui vio cómo la abuela se arrodillaba y cogía a su nieto por los hombros como lo hacen las madres cuando quieren dar una lección, pero estaba demasiado lejos para oír otra cosa que no fueran voces confusas. La mujer se levantó, agarró fuertemente a Gérard de la mano y lo arrastró hacia la granja.

A mitad de camino, se dio la vuelta y se detuvo dos o tres segundos.

Y de pronto, por sorpresa, le dio en plena cara algo que parecía el aliento helado de una criatura maligna: el odio.

Capítulo 12

E
l mejor momento del día: la vuelta a casa. No es que Bastien estuviera ansioso por reencontrarse con su habitación, y aún menos con la noche, la madrugada, que lo estaban esperando. Pero para regresar, debía recorrer el paseo del parque: cuatro kilómetros de casas suntuosas de piedra color crema y tejados de pizarra, con árboles centenarios y, sobre todo, con un asfalto tan liso como una pista de patinaje. El Saint-Exupéry estaba situado en un extremo de las famosas avenidas, justo enfrente del bosque del parque, un bosquecillo que contaba con recorridos para hacer deporte y grandes explanadas con césped donde los villenses coincidían los fines de semana, mientras que a la entrada del paseo, la plaza Washington desplegaba su arquitectura dieciochesca y sus elegantes inmuebles. Así, el paseo del parque constituía un lugar de paso obligado entre el centro y uno de los barrios más adinerados de la ciudad, y Bastien debía recorrer casi todo el camino, con sus patines, para regresar a su casa, que estaba situada en el dédalo de callejuelas que se extiende detrás del paseo.

Era una auténtica delicia, pues, para un experto, aquel asfalto que discurría como una alfombra entre dos avenidas de césped, sin una rugosidad, sin un solo agujero… sin ni siquiera una ramita, a pesar de los árboles que formaban una bóveda vegetal, como si una mano invisible barriera la menor hoja seca en el momento en que se desprendía. «Patinar por ahí —le había escrito a Patoche por el Messenger— es como hacerlo sobre una nube: flotas.» Se acomodó en un banco delante del gran portón del Saint-Exupéry, se calzó los patines —clic-clac, dos golpes secos para sujetarlos a los tobillos gracias a un nuevo modelo de ajuste rápido—, se puso los cascos de su iPod en las orejas. A diferencia de los chicos de su edad, no le volvían loco los triunfitos y otros, como M. Pokora.
[7]

Prefería el rock. Sin duda su padre, que le había hecho oír continuamente durante años todas las canciones de Nirvana, lo había salvado definitivamente de la crasa mediocridad que saturaba las ondas.

La cabeza se le llenó de los Red Hot Chili Peppers. Se echó la mochila al hombro, respiró hondo y salió lanzado.

La vuelta a casa era su pequeño instante de gloria: en ese momento, las avenidas estaban atestadas de alumnos del Saint-Ex: los que vivían a dos pasos iban andando, otros en bici, pero la mayoría hacían el trayecto en coche desde Beaune, Meursault o Vougeot (lo que originaba un desfile de berlinas azules y negras, conducidas a veces por chóferes, unas berlinas idénticas a la que un día se había abalanzado sobre el cuerpo de un niño de dieciséis meses, y hacia las que mostraba una abierta hostilidad). Pero sobre sus patines, Bastien era… otro. Su padre le había calzado unos patines cuando aún era muy pequeño, y dominaba todos sus secretos: adelante, atrás, piruetas, saltos, derrapes… Nunca había sido de naturaleza vanidosa y normalmente no le gustaba alardear de ello, pero ahí, en el paseo del parque, podía demostrar plenamente todo su talento, su agilidad, la experiencia de sus años parisinos, en que se deslizaba zigzagueando por la place du Palais Royal junto a chicos diez años mayores que él. En resumidas cuentas, ante todos esos alumnos que pasaban de él desde hacía un mes, podía… existir. Una pequeña alegría. Una pequeña revancha.

Aquella tarde, sin embargo, a Bastien le daban igual las miradas que seguían sus evoluciones. Salió pitando al ritmo de una frase que no le había dejado tranquilo durante su última hora de clase: «Mi Messenger es Clarabella6… Mi Messenger es Clarabella6…». Por culpa de aquella frase, la clase había sido una tortura. Gracias a ella, se había olvidado de todo el resto de la jornada, o casi: ya fueran las pesadillas, o el grito durante la conferencia, o lo de «julesmoreau quiere ser tu amigo…». El animalito que habitaba en su corazón, cuya existencia acababa de descubrir, no solo se había despertado: se había puesto a correr. Como él con los patines en aquel mismo momento… Y a un mes de cumplir doce años, Bastien descubría su increíble poder: cuando aquel animalito se lanzaba a toda velocidad, nada podía detenerlo. Tenía la potencia del caballo, la naturaleza indómita de la pantera.

En ese preciso instante, el animalito solo tenía una idea en la cabeza: conectarse al Messenger para añadir a Clarabella6 a su lista de amigos. Y permanecer conectado hasta que apareciera en la ventanita…

Mi Messenger es Clarabella6… Mi Messenger es Clarab…

El golpe le alcanzó en el muslo y lo dejó sin respiración. Perdió el equilibrio, rodó y dio vueltas por el suelo a toda velocidad, sintió cómo un agudo dolor se extendía por todo su cuerpo. En su caída, la mochila voló por los aires como un
frisbee
; el iPod se descuajaringó; se desgarró los pantalones al mismo tiempo que la piel.

Sacudió la cabeza, volvió en sí… Sentado en el asfalto, aún conmocionado, contempló incrédulo las palmas de sus manos ensangrentadas. Se palpó la rodilla. Allí donde el pantalón se había roto, tenía raspaduras en la piel, que casi se le había quemado, pero había evitado lo peor: una fractura o un traumatismo, aunque en la articulación parecía que se le clavaban alfileres. Al menos eso esperaba.

Aún sentado —se había quedado como sin piernas, igual que sin respiración—, buscó con la mirada la rama que le había dado. Había… surgido de la nada, lanzada con suficiente fuerza como para desequilibrarlo.

Iba a ponerse en pie cuando halló la explicación al misterio. Tres siluetas, bien escondidas hasta entonces, aparecieron en su campo de visión y Bastien tuvo la sensación de que un viento frío barría de pronto el paseo del parque.

César Mendel y sus secuaces.

Tenía que haberlo imaginado: el repetidor no iba a actuar en el recinto de la escuela. Puede que tuviera un fuerte carácter, pero no cruzaba los límites impuestos en el Saint-Ex. Su insolencia hacia los profesores era más una actitud general que una abierta mala educación, y era de los que se conducían de manera hipócrita, como lo demostraba su mirada huidiza, con los ojos oblicuos como dos rajas.

—Hola, pirao.

El «pirao»… Era la primera vez que Bastien escuchaba a Mendel utilizar el verían, esa jerga que consiste en invertir el orden de las sílabas. También para eso, era evidente que esperaba a la salida…

Detrás de él, sus dos compinches soltaron una risita. Olvidándose de sus contusiones, Bastien se puso en pie en un segundo. Ante todo, no dar ventaja y, a pesar de su corta estatura, los patines lo mantenían a la altura.

—Así que el señor tiene pesadillas —continuó Mendel.

—Sí, mariquita, chillas como las nenas…

Ese era Philibert de Brysis. La asociación entre ambos chicos hacía pensar en un mal matrimonio: Mendel lucía un rubio lechoso, desvaído —pestañas rubias y escasas, ojos pálidos con la esclerótica rosa— y mostraba un físico nervioso, todo piernas, mientras que la anchura de hombros de su compinche y la negrura de su pelo le daban un aire de luchador turco.

—Oh, señora Miller, he tenido una pesadilla… qué miedo he pasado, creo que voy a llorar…

Christian Massiac, que no quería quedarse al margen, acababa de tomar la palabra poniendo voz de falsete, meneando el culito. A este, un poco gordinflón, pero con hechuras de carnicero, Bastien lo conocía menos que a los otros dos porque era de otra clase, de cuarto.

Risotada general.

—¿Qué es lo que quieres, Mendel?

Se había dirigido a propósito al mayor de los tres. Era él el cabecilla.

—Yo no quiero nada… pero tú, me parece que tienes ganas de chupármela.

No era la respuesta que Bastien esperaba, pero de pronto se le hizo la luz: Mendel era un vicioso. Eso era lo que había detectado en la mirada del otro sin saber lo que era.

Un rápido vistazo alrededor: habían preparado bien su ataque. Estaban en un recodo del paseo, un pequeño desnivel, como un entrante un poco apartado.

En todo caso, una única solución: no mostrar miedo.

—¿De qué vas? —preguntó con voz tranquila—. ¿Quieres pelear? ¿Para qué? ¿Para demostrar delante de tus colegas que eres el más fuerte? Porque supongo que no vas a dejar que te ayuden… de lo contrario, no vas a demostrar una mierda.

Mendel parpadeó.

—¿Y al final de qué te va a servir demostrar que eres el más fuerte? Nos llevamos casi dos años. Así que ¿para qué todo esto?

Sus miradas vacilaron por un instante. Maquinalmente, los dos acólitos se volvieron hacia el jefe.

—Para nada —se repuso Mendel—. No nos gustas. Aquí no nos gustan los maricones… a los maricones, les partimos la cara. Les enseñamos cómo hay que tratarlos. ¿Quieres saber lo que les hacemos? —preguntó con voz dulzona.

—No… De todos modos, no sé de ningún maricón… —estuvo a punto de añadir «aparte de ti», pero juzgó más prudente mantener la dignidad sin hacerse el gallito.

—Te lo vamos a enseñar igualmente.

Una sola mirada del jefe bastó: en un segundo los dos perros se abalanzaron sobre Bastien antes de que pudiera zafarse. Lo agarraron cada uno de un lado. Objetivo: doblegarlo, ponerlo de rodillas para evitar los golpes con los patines. Bastien se resistió, llegó a darle a Brysis en la pantorrilla, pero no en la espinilla, lástima. Estaba rectificando la posición del pie para golpear más fuerte cuando un puñetazo lo dejó sin respiración: Mendel acababa de pegarle en el estómago.

Más que el dolor, la falta de oxígeno hizo que las piernas no lo sostuvieran. Notó cómo lo arrastraban a un lugar más apartado. Se resistió una vez más, con las pocas fuerzas que le dejaban su corazón desbocado y sus intentos por retomar aliento; de pronto, tuvo la horrible sensación de que iba a morir de asfixia. Y un breve pensamiento: Mendel no era trigo limpio. Aquel modo de actuar no era… normal: el golpe mientras lo sujetaban, la emboscada que le habían tendido. Todo hacía pensar en los métodos de un mafioso más que en un ajuste de cuentas entre chavales. No, había algo que no funcionaba… para nada.

—De hecho, tengo algo que decirte, Moreau. Solo una cosa. Cuanto más te muevas, más rato me llevará decírtelo y más putas las vas a pasar para oírlo. Porque de cualquier manera, lo vas a oír, ¿te enteras?

No respondió, concentrado como estaba en tratar de respirar, sorprendido por el estertor que salía de su garganta. Cuando Mendel lo juzgó suficientemente quieto, se aproximó lentamente a su oído. Bastien esperó el golpe, el amago, la trampa, pero solo percibió un aliento agridulce de última hora del día.

—Esto es un aviso, Moreau. A la próxima, no te pegaré en el hígado precisamente. A la próxima, no será mi puño. Solo un pequeño anticipo de los horrores que te pueden pasar si vuelves a acercarte otra vez a…

—¿Bastien?

Aquella voz hizo estremecerse a César Mendel y cortó en seco su impulso. Se dio la vuelta de un salto.

La señora Miller.

Los dos chicos soltaron instantáneamente a Bastien, que se tambaleó un poco antes de recobrar el equilibrio.

—¿Hay algún problema? —preguntó en tono glacial.

Bastien echó un vistazo detrás: el Renault Clio azul de la profesora estaba aparcado en doble fila, abandonado sería el término exacto, con la portezuela abierta. Seguramente al pasar por allí había visto la escena o simplemente le había llamado la atención la mochila con todas las cosas esparcidas.

—No, no —alcanzó a decir, aunque aquella no era realmente su voz… —Ningún problema.

La única respuesta aceptable. Para ganarse el respeto, nunca, nunca, quejarse a los profes.

—Bastien se acaba de caer con los patines, señora. Pasábamos por aquí, hemos visto sus cosas, estábamos ayudándolo a levantarse.

La serenidad de Mendel, su descaro, dejaron boquiabierto a Bastien. Sí, seguro que era un vicioso que sabía hacer muy bien lo de mezclar lo verdadero y lo falso para borrar las pistas, para dar a su mentira visos de verosimilitud. El tono, el vocabulario, hasta su voz habían cambiado: el pequeño gamberro acababa de calzarse la máscara pulidita de niño bien.

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