Mirada y sonrisa de través, luego se volvió un poco, con un codo apoyado sobre la balaustrada, pero de cara a ella.
—Toma y daca —dijo.
—¿Cómo dice?
—Usted me dice lo que ha venido a hacer a Laville-Saint-Jour y yo le cuento todo acerca de mi aventura con Cléance Rochefort… ¡aunque no acabo de entender del todo qué le interesa de ella! —añadió riendo.
Audrey suspiró.
—Toma y daca…
En esta ocasión, otra imagen cinematográfica le vino a las mientes: Hannibal Lecter haciendo un trato con Clarisse Starling.
Quid pro quo…
De pronto, lo encontró demasiado jovial para un hombre que acaba de perder a su madre. Pero, al mismo tiempo, ¿desde cuándo no se había sentido tan a gusto con alguien? Notaba una cierta empatía. «Es una trampa de escritor», pensó fugazmente.
Pero las palabras surgieron sin que tratara de contenerlas.
Había conocido a Joce en un gimnasio…
—Algo de lo más banal… y de lo más absurdamente romántico. Supe que era un flechazo porque cuando estaba delante de él, me sentía paralizada. Sin embargo, por aquel entonces, los hombres no me daban miedo. No… Nada me daba miedo.
«Estuve a esto de colgar los estudios. Salía mucho, tomaba drogas, de toda clase. Joce, por el contrario, encarnaba a mis ojos el equilibrio, la madurez (es ocho años mayor que yo) . Y en cierto modo, me salvó. Durante mucho tiempo, creí haber dado con la persona adecuada… Sí, ya sé, otra vez me va a decir que soy una ingenua —bromeó—; en aquel entonces me decía a mí misma: "¡El amor me ha salvado! El beso del príncipe me ha despertado…".
«Regresé al buen camino, aprobé mis exámenes, nos casamos, nos fuimos al sur…
Se calló. Él no la apremió, esperó paciente.
—Joce no quería niños… Yo me moría por tenerlos. De él, sobre todo. Dejé de tomar la píldora sin que él lo supiera y me quedé embarazada. Creí que lo aceptaría, aguanté y lo tuve. Me decía a mí misma: «Hará como los demás; cuando haya nacido, lo querrá con locura».
«Y lo creí… Bueno, más o menos. Yo ya me había dado cuenta de que no se moría por el bebé… pero en esos casos, una piensa: "Bueno, son los hombres, que no son receptivos a estas cosas, todo se andará…".
—… y al final no anduvo.
Le Garrec no estaba preguntando realmente. Ella lo confirmó.
—No… Pero, aun así, la cosa no fue a mayores. Se volvió más irascible, se encerró un poco en sí mismo, pero… estuvo a la altura. Apretó los dientes y siguió el juego: los fines de semana con David de vez en cuando, algunos minutos de aquí y allá para jugar con él…
—¿Qué le hizo dejarlo?
—El odio —dijo—. Bueno… una mirada. Una simple mirada que le sorprendí un día en que me estaba bañando con David. Una mirada de puro odio que lanzó contra su propio hijo. Una mirada como no había visto nunca antes, ni en él, ni en nadie. Como si, por un momento fuga/, me hubiera mostrado su verdadero rostro. Y al momento, lo detesté. Una simple mirada y todo cambió… Es extraño, ¿no?
Le Garrec le sonrió con dulzura.
—¿Los celos? No soportaba tener que compartirla con el niño…
—Así lo entendí yo. Y los celos son terribles, ¿no le parece? Pueden llevarte a cometer los peores horrores. Así que me fui. Con David, claro…
Se calló.
—¿Y Laville-Saint-Jour?
Audrey lanzó un suspiro.
—El juez me concedió la custodia de David. Y Joce sabía que para torturarme, era necesario arrebatármela… Aún peor: que se la dieran a él. Claro está que tenía derecho a tenerlo los fines de semana, y después de unos meses, hizo como que quería que volviéramos a hablar. Y me dejé engañar. Vino a buscar a David un sábado, subió a casa… Tres días después, vinieron a registrarla: tiene amigos en la policía. Encontraron cocaína… no tanta como para que emprendieran acciones serias contra mí, pero la suficiente como para alertar a los servicios sociales. Traté de luchar, pero con mis antecedentes… Supongo que Joce los ayudó a rastrear mi pista, mis años de la facul, etc. Perdí la custodia… Joce recuperó a David y se instaló aquí. En Laville-Saint-Jour…
Cerró los ojos por un momento; le dio un escalofrío. Notó que Nicolas le echaba su chaqueta por los hombros, silenció la angustia que la atenazaba desde hacía meses: «Lo creo capaz de lo peor para destruirme»; reprimió con gran esfuerzo las lágrimas y las ganas de reclinar su cabeza contra el pecho del escritor.
Se quedaron así, callados. Audrey ya no escuchaba la música, las voces… Su pregunta —«¿Llegó a salir con Cléance Rochefort?»— le pareció de pronto de lo más banal…
—Lo siento —murmuró—. No quería forzarla a…
—No. No me ha forzado. Estoy contenta de haber hablado con usted.
Contemplaron en silencio los jirones algodonosos que ondeaban por encima de Laville-Saint-Jour.
Audrey dejó que el espectáculo la acunara, alzó la mirada para seguir pensativa una pálida hilacha que se escapaba hacia el cielo. Divisó una masa negra y oscura que se recortaba en el campo, en el lado opuesto.
—¿Qué es aquello? —preguntó—. Nunca antes me había fijado. Parece una construcción…
—Es una casa —dijo él—. Una casa muy antigua… Bueno, lo que queda de ella. Se quemó.
—¡Ah, ya! Y apuesto a que se dice que está encantada… y a que iba de niño para pasar miedo…
Le Garrec le devolvió una mirada extraña.
—Sí que iba por allí —dijo tristemente—. Pero por aquel entonces, aún estaba habi…
—¡Ah, estás aquí, Nicolas!
Se sobresaltaron como dos chiquillos a quienes pillan
in fraganti
. Cléance Rochefort se encontraba justo detrás de ellos.
—¡Nos tienes abandonados, Nicolas! —exclamó con todo el brillo de su sonrisa—. Todos te reclaman dentro.
Nicolas dirigió una mirada a Audrey, que hizo ademán de devolverle su chaqueta.
—No, guárdela si se va a quedar aquí. Volveré en unos minutos con otra copa de champán…
Se alejó, siguió hacia el interior a Cléance Rochefort, quien ni siquiera miró a Audrey. Esta se quedó pensativa, siguiendo al escritor con la mirada, mientras a través del cristal lo veía charlar con unos y con otros. Y aquello la hizo consciente de la dulce evidencia: iba a convertirse en la amante de Nicolas le Garrec. O mejor aún: iba a amarlo…
Enamorarse. Desde aquella mañana, ante sus propios balbuceos, ante el apuro que había pasado delante de él, tenía que habérselo figurado. «Algo» había pasado. Una alquimia. Era un pensamiento cálido, sereno, pleno de armonía. Sí, amar a Nicolas le Garrec: una dulce evidencia. Aquella noche, mañana, o en un mes… Daba igual: no le cabía la menor duda.
En la penumbra, se dibujó en sus labios una sonrisa casi maternal, que no perdió ni siquiera cuando vio la cara sombría del escritor mientras conversaba un poco apartado con Rochefort, su mujer y otras dos personas a las que no conocía.
Se volvió para contemplar nuevamente la ciudad, encendió otro cigarrillo. Y en ese momento, durante unos segundos, vio cómo una luz vacilaba a lo lejos, en las ruinas de La Talcotière.
Se tumbó en la cama, escondió la cabeza bajo las mantas y se echó por encima el travesaño. Los ruidos venían de abajo. Del fondo, de lo profundo de la casa.
¿Ruidos o… lamentos? ¿Cuchicheos?
No quería saber. Tenía que saber. ¿Qué había en el sótano? Ese sótano siempre candado, cuya entrada no se encontraba en la casa, sino en el exterior, como un agujero, un pozo… Aquel sótano del que su madre le había repetido mil veces: «No vayas, Frédéric… Hay que mantenerlo cerrado. Hay bichos, creo, y hay que dejarlo bien cerrado para que no entren los bichos. Sobre todo, no vayas NUNCA. No son bichos malos, además tu padre y yo hemos llamado a un desratizador…».
—¿Un qué? —había preguntado.
—Un desratizador… Es alguien que se ocupa de los sitios así, como el sótano, donde hay bichos que vienen a buscar comida por la noche, como ratas…
«Pero bueno, creo que te va a dar miedo.
Pero las ratas no tenían… voz, ¿no? Se preguntó…
—
N
o es muy frecuente verte leer antes de ir a dormir,
honey…
Bertegui alzó la vista. Su mujer vestía un picardías, y estaba lista para ir a la cama.
Entró en el salón y fue a sentarse en el sofá en que él se había acomodado, reclinó la cabeza en el apoyabrazos y puso los pies sobre las rodillas de su hombre.
«Es extraordinario», pensó. Después de todos estos años, el hastío no había apagado su deseo. Aún la veía igual que el día que la descubrió cuando la interrogaba como testigo de un caso de violación en el que una de sus amigas era la víctima: una rubia esbelta de líneas esculturales, medio californiana medio hippy, tan perdida como exótica en la gris metrópoli en que se había convertido París a sus ojos. La pregunta seguía intacta: ¿qué había impulsado a esta joyita, cuya piel aún emanaba un perfume de canción de los Beach Boys, a los brazos rechonchos del Jabalí, brazos que nunca más había abandonado?
—¿Es algo de tu caso? —preguntó señalando el libro. Una novela de un tal Kris Keller. Que trataba de un niño, un sótano, un secreto…
—Sí. No sé qué pensar. ¿Has leído esta?
—Sí.
—¿Te acuerdas de qué es lo que descubre el chaval?
—Es curioso que me hagas esta pregunta… He leído varias de sus novelas, sobre todo las de su personaje fetiche… ¿Cómo se llamaba…?
—Cuttoli… El teniente Cuttoli.
—Ah, sí, eso es. Las encuentro entretenidas, bien construidas… pero si me preguntas tres meses después que te resuma la trama, es confuso. Puedo acordarme de algunos personajes, porque sin duda es lo que mejor hace… pero el resto es, en resumen, bastante normalillo. En cambio, esta la leí hace años y sí, la recuerdo… Muy bien, incluso.
—¿Y?
—¿No te apetece descubrirlo tú solito?
Frunció el ceño con un gesto falsamente severo, tipo: ¿de verdad crees que me apetece entrar en el juego?
—Vale. Sus padres tienen una especie de sótano arreglado… reciben a parejas para… bueno, ya sabes…
Asintió.
—En el transcurso de una de esas sesiones, la aventura acaba mal… No me acuerdo de los detalles, pero el hombre acaba muerto. Y deciden secuestrar a la mujer en el sótano. Durante meses…
Bertegui hizo una mueca.
—Qué morboso…
—Sí, ya sé…
gross
\1 Porque hay un secuestro, pero al mismo tiempo abusan de ella, etc. Bueno, todo así, muy sexual, muy oscuro y angustioso porque se ve a través de los ojos de un niño.
El Jabalí cerró los ojos un momento: ¿qué había en el sótano de Odile le Garrec, detrás de los colchones y las puertas de armario y las estanterías con los tarros sin etiquetar?
—¿Crees que es autobiográfica?
Meryl Bertegui se incorporó, reprimió un bostezo antes de levantarse.
—Si es autobiográfica, está inflada y es espantosa. Mi instinto me dice más bien que el autor probablemente no haya tenido una infancia feliz… puede que algo perturbada… y lo ha sublimado de esa manera.
Bertegui aprobó con la cabeza. No estaba puesto en literatura hasta ese punto, pero sí era lo suficientemente psicólogo como para comprender el mecanismo que subyace en toda creación de valor.
—Y es una escritura muy visceral —añadió ella—. De eso no me cabe duda. Le Garrec ha puesto mucho más de sí mismo en esta novela que en las aventuras del teniente… aun cuando se pueden encontrar puntos en común.
—Como, por ejemplo…
—La importancia de la sexualidad. Personajes en apariencia totalmente normales, pero que son auténticos pervertidos. La omnipresencia de la doble vida, de la doble cara… ¿Ves lo que te quiero decir?
Asintió.
—¡Un poco como tu mujer! —concluyó con una risita que arrancó una amplia sonrisa al refunfuñón de su marido.
Estaba ya en la puerta cuando insistió con un cierto aire travieso:
—¿Te vienes?
Y luego se fue sin esperar la respuesta.
Se quedó solo unos momentos, con los ojos fijos en la cubierta del libro y una sonrisa en los labios. Luego advirtió la danza de la niebla en su ventana, en el jardincillo.
«… Somos villenses…» Se le heló la sonrisa. Con un suspiro, se levantó, cruzó el pasillo en dirección al cuarto de baño, pero se detuvo ante la habitación de su hija.
Empujó suavemente la puerta.
Jenny dormía. Vio la mata de pelo claro que se destacaba sobre la almohada. Una maravilla a cada minuto… y sintió aquello de nuevo, como un poco antes ese mismo día: la sensación de una… tregua. Una tregua en la tormenta. Pero ¿por qué? Tenía que estar equivocado; era la angustia normal de un hombre que, desde hace algunos años, vive con el miedo de perder la felicidad que ha construido y que no merece, o que cree no merecer. Sí, tenía que estar equivocado… porque al fin y al cabo, ¿qué tormenta? De todos modos, esa ciudad era muy tranquila.
Volvió a cerrar la puerta y se fue para olvidarse de todo en brazos de su mujer.
A
terrizó algo torpemente, con un gruñido ahogado. Resopló, casi sorprendido de haber escalado la verja con semejante facilidad y de hallarse indemne al otro lado.
—¡Vamos a gozaaaarla! —soltó a su derecha Bruno Mansard con un falso acento barriobajero modulado a base de desagradables gallos que anunciaban unas hormonas en pleno auge. A su lado, Tipierre, su hermano pequeño, dos años menor que él, lo confirmó muy oportunamente:
—¡Sííííí, a gozarla!
—Bueno, ¡no ha sido tan difícil! —prosiguió Bruno sin hacer caso a su hermano.
A modo de respuesta, Christophe Dupuis levantó la cabeza: la verja se alzaba como un desafío, apuntaba al cielo con sus picos, unos buenos pinchos de hierro retorcido contra los que se desgarraba la niebla… Por lo menos habría diez metros largos, calculó. Todavía mirando hacia arriba, se imaginó el «plof» esponjoso de los dientes al penetrar en su cuerpo si hubiera resbalado; luego volvió la cabeza en dirección al bosque.
Los árboles y arbustos del bosque del parque se extendían en una penumbra temblorosa; en ella se dibujaba un dédalo de pistas alquitranadas vacías, limpias… A aquellas horas de la noche, parecía lejos de todo, separado del mundo. Sobre él se cernía un silencio de campo agobiante. El sonido de un claxon vino a perturbar la calma: la ciudad, pese a estar tan cerca, parecía a kilómetros…
—Bueno, chicos, ¿vamos allá? —exclamó Bruno Mansard.