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Authors: Laurent Botti

Tags: #Misterio, Terror

Una voz en la niebla (21 page)

BOOK: Una voz en la niebla
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Le indicó dónde estaba: el vestíbulo, el pasillo. La puerta estaba cerrada, ocupado. Dos o tres personas departían ahí cerca, no podía esperar. Decidió, contra toda regla de urbanidad, que debía de estar en el primer piso.

Subió por la gran escalinata, dejó tras ella el barullo que en aquel momento tapaba por completo la música a medida que se iban vaciando las copas, y echó a andar por un ancho corredor. Una puerta, otra… Habitaciones, despacho…

En su camino, una pequeña foto encima de una cómoda llamó su atención: reconoció el patio del Saint-Ex, prácticamente igual, en mitad del cual posaba un grupo de estudiantes. Cinco o seis, chicos y chicas… En medio, Cléance Rochefort estaba de pie entre dos chicos: una Cléance de una belleza prometedora, con su magnífica sonrisa aún realzada por la frescura de sus diecisiete o dieciocho años. Una sonrisa que no dirigía a su compañero de la derecha, el chico bronceado y deportista, seguramente muy popular en aquel entonces, que iba a convertirse en su marido… sino al que estaba a su izquierda, con su aire soñador, su mirada lejana, sus espesos mechones castaños, en torno a cuyo cuello había pasado el brazo: Nicolas le Garrec.

—¿Los reconoce?

Audrey se volvió. La mujer de la foto, con veinte años más encima, se encontraba justo detrás de ella, con su impecable vestido color marfil, con esa increíble elegancia suya, esa distancia de clase que parecía gritar: «Puede que se acueste con mi marido, pero no se confunda: eso es todo lo que usted y yo tenemos en común…».

—Lo siento mucho —balbuceó Audrey—. Buscaba algún otro baño… Los de abajo están ocupados.

Cléance Rochefort meneó la cabeza.

—Hace mucho tiempo de esta foto —suspiró como si no la hubiera oído—. Siglos, se diría.

Audrey asintió en silencio, algo confusa.

—Sígame —ordenó de pronto la mujer del vestido largo.

Acompañó a Audrey hasta un lujoso cuarto de baño.

—Este es mi pequeño refugio —dijo divertida.

Y en efecto, todo ahí evocaba la coquetería de una mujer que se toma muy en serio su belleza.

—Si desea empolvarse la nariz, no lo dude, sírvase usted misma…

Señaló un enorme tocador abarrotado de tarros, tubos, botes. Audrey reconoció muchas etiquetas de los laboratorios Hecticon.

—Ah, ¿también usted utiliza esta marca?

Cléance Rochefort la miró sorprendida.

—Pero ¿es que no lo sabe? —preguntó.

Audrey parpadeó.

—Hecticon soy yo.

Tras lo cual, cerró la puerta.

Capítulo 20

S
uzy Belair alzó los ojos: por encima de su cabeza, tres hileras de monstruos impecablemente alineados. Las gárgolas de la iglesia de San Miguel.

La astróloga se detuvo un momento a contemplarlas. La iglesia era un modelo de arquitectura gótica, pero ella sabía que eran sobre todo sus gárgolas las que habían cimentado su reputación. En filas cerradas a lo largo de toda la fachada y en tres niveles, los demonios, trasgos y algunos dragones no estaban solamente posados en el frontón, sino como dispuestos a abatirse sobre cualquiera que tratara de entrar en la iglesia, y sobre todos los transeúntes de la plazuela que dominaba. Las legiones de Satán, había pensado al descubrirlas cuando llegó… Por la noche, a merced de la niebla y revestida con la nueva iluminación del ayuntamiento que jugaba con las sombras para realzar su relieve, aquel gran bestiario demoníaco producía incluso la ilusión de un pequeño mundo en movimiento.

Como siempre que se encontraba un poco tensa, se frotó el brazo, allí donde le habían practicado la extirpación y posteriormente la radioterapia —ya hacía siglos de aquello, pero la idea de que un cáncer vivía en ella ya no la había abandonado nunca—, echó un vistazo a izquierda y derecha con el aire suspicaz del que se dispone a cometer un delito a espaldas de todos.

Volvió a alzar la mirada; aprovechando una breve pulsación de la niebla, divisó a un demonio y un duende que se reían para sus adentros: el duende, observó con frialdad, tenía una pata aún atrapada en la piedra, como si el mineral, la propia iglesia, produjera aquellas criaturas.

Le dio un escalofrío: el frío húmedo del otoño, la aprensión, los sucesos de los últimos días.

Luego se dirigió hacia la puerta, que encontró abierta, sin sorprenderse pese a la hora que era.

—Ave María purísima…

Al otro lado de la celosía del confesionario, silencio.

—¿Qué sucede? —preguntó la voz con un cuchicheo algo ronco.

—Creo que ha empezado…

Nuevo silencio.

—¿Por qué ponerse en contacto conmigo así? Podría haber llamado.

—He recibido una visita hoy. Un comisario…

Al otro lado, esperaban más explicaciones.

—… Me ha parecido astuto. He querido tomar precauciones.

—¿Teme que le hayan pinchado el teléfono?

En la penumbra enrejada y agobiante del lugar, un asomo de sonrisa se dibujó en los labios de Suzy Belair. Un plutoniano, padre… eso es con quien tenemos que vérnoslas. No podemos subestimarlo. De ningún modo… Pero evidentemente, aquel no era el tipo de verdad que estaba dispuesto a escuchar. La mayoría de los hombres de Iglesia no entendían nada de astrología. Solo les valían la fe, las creencias. Lo irracional. Sin embargo, no se podía «creer» en la astrología. Tan solo constatar sus efectos. Sin saberlo, la propia policía y los servicios médicos reconocían su validez, cada vez que les llegaban en masa suicidas, accidentados en las carreteras, víctimas de violaciones o de crímenes pasionales las noches de luna llena…

—Me temo muchas cosas en este momento…

Un breve carraspeo. Él fumaba demasiado, ella lo sabía. Era también su modo de manifestar su impaciencia.

—¿Qué le hace pensar que ha empezado?

También bebía demasiado: ahora su voz no era más que un susurro, su aliento le llegaba con aromas de scotch y se mezclaba con el polvo del confesionario, con los sahumerios de incienso que flotaban en la iglesia.

—La muerte de Odile.

—¿No ha sido natural?

—Yo también lo creía. Pero ha venido el policía ese… Me ha hecho preguntas que dan a entender que no, que no ha tenido nada de… natural.

Un silencio.

—¿De qué ha muerto exactamente?

Suzy Belair pensó en el entierro, la sepultura. De pronto, el confesionario le resultó opresivo hasta la náusea.

—Usted está en mejor posición que yo para averiguarlo… No me ha dicho nada al respecto. Pero me ha hablado de su hijo… de posibles amenazas.

Una profunda inspiración al otro lado de la celosía… con un pequeño silbido de futuro tísico.

—Sabíamos que esto iba a pasar, ¿no? Vaya, no estoy hablando de Odile, sino de…

—Sí —confirmó ella.

—¿No la ha seguido nadie?

La mujer cerró los ojos, molesta. Él solo pensaba en su propia protección. ¿Qué diría el obispo si se enterara? Pero en el fondo, ¿acaso no lo sabía ya? Después de todo, el Mal habitaba en Laville-Saint-Jour desde siempre… Y la Iglesia había mirado hacia otro lado, como si, tácitamente, hubiera comprendido que era necesario dejarle dónde expresarse, espacios como puertas del Infierno. ¿Era Laville-Saint-Jour, con el aval del clero, la respuesta a Lourdes o Fátima? ¿Necesaria para el equilibrio de fuerzas?

—No, creo que no. Lo he comprobado, he mirado hacia atrás… No he visto nada raro.

—Bien, muy bien. ¿Qué piensa hacer?

Suzy Belair inspiró profundamente. A ella le correspondía tomar el control de la situación. Así lo quería Odile… Así lo disponía también su propia carta astral. Conocía hasta la última línea, el último grado… el menor aspecto. Un destino plenamente aceptado, desde el día en que le habían anunciado lo de su melanoma: «El sol puede ser fatal para usted… Protección total permanente en cualquier trozo de epidermis expuesto… Hasta en invierno… Los rayos UVA, ni verlos». ¿Qué lugar más apropiado a ese género de vida que Laville-Saint-Jour, donde la luz solo llegaba filtrada por la niebla?

—Voy a solucionar lo más urgente —dijo por fin—. Encontrar al niño.

En la ciudad, dobló una campana. Evidentemente, no la de la iglesia de San Miguel.

Capítulo 21

A
udrey estaba en la terraza, temblando, consciente de que su garganta y sus hombros al descubierto corrían serio peligro, aun cubiertos con un fular, habida cuenta de la temperatura en caída libre. Al regreso de su expedición al cuarto de baño, había conversado un poco con Martine Rouvet, quien le había presentado a su vez a algunas personas, más afables que los «amigos» de Antoine hasta ahora, y Audrey había saboreado el placer de una charla banal y anodina con un periodista. Luego, alguien raptó al hombre, Martine Rouvet estaba ocupada por otro lado y Antoine tenía pinta de andar buscándola con aspecto ávido y las pupilas dilatadas por el alcohol; así que ella se había retirado prudentemente a la terraza, escurriéndose por la puerta vidriera, que estaba entornada para que entrara un poco de aire en el salón, cada vez más cargado.

Llevaba algunos minutos contemplando el espectáculo del lago de niebla estancado sobre la ciudad, y seguía pensando en David —¿cómo habría vivido ese día del «gran blanco»?— mientras observaba desde las alturas el fenómeno de los rayos de luna, absorbidos por la niebla, cuya blancura acrecentaban, cuando una voz la sacó de su ensueño:

—¿No tiene frío?

Se estremeció, se dio la vuelta: Nicolas le Garrec.

Lo había visto hacía un rato: imposible no darse cuenta de que había llegado, pues se había formado una especie de onda eléctrica a su paso; había pensado en la llegada de un artista a una inauguración triunfal, y sin duda aquel era el objetivo de la fiesta de Antoine (¿o de su mujer?), aunque este no hubiera previsto, al enviar las invitaciones, las caras de compasión y las edulcoradas condolencias de los invitados al escritor. Audrey no había participado en aquello, pues había preferido esperar un momento más apropiado.

Sintió que se ruborizaba, y se alegró de la tenue claridad que había en la terraza. Enseñó su vaso en una mano y su cigarrillo en la otra.

—Ya entro yo en calor —dijo.

Se paró ante ella, con su chaqueta de corte perfecto y sus vaqueros que caían arrugados sobre unos elegantes zapatos —una combinación típica de un artista, pensó—, sonriéndole; una sonrisa buena, sana, que le infundió confianza.

—Es usted valiente. De todos modos, estoy seguro de que el director del Saint-Exupéry no se pondrá muy contento si agarra un catarro en su fiesta y le priva de sus clases durante algunos días…

Ella rió, luego se calmó. ¿Cómo introducir unas condolencias en semejante ambiente de flirteo?

—No diga nada —la cortó dulcemente cuando ya se disponía a ello—. Acabo de escuchar unas doscientas cincuenta veces lo siento mucho, le acompaño en el sentimiento, etc. Y estoy seguro de que usted lo siente de verdad. Eso me basta.

Era casi una orden. La acató.

Se apoyaron juntos en la balaustrada de piedra. Tuvo una visión fugaz; otra vez sus referencias cinematográficas: Jack y Rose en el puente del
Titanic
. No era el Atlántico, sino Laville-Saint-Jour, ni tampoco el mar, sino la niebla… y ambos habían dejado atrás aquella edad. Sin embargo, con la fiesta a su espalda, la luna llena sobre ellos y un mundo invisible a sus pies, el ambiente sí que acompañaba.

—¿Cómo va su alumno? ¿Qué ha pasado al final?

La conmovió que pensara en aquello.

—Tuvo una pesadilla. Creo que es un chico con problemas. Me preocupa de verdad. No esperaba que hubiera casos así en Laville. Bueno, en el Saint-Ex…

—¿Quiere decir casos sociales?

—No, no casos sociales, sino… no sé. Después de una vida enseñando en institutos más o menos difíciles, una se imagina ingenuamente que los centros como el Saint-Ex están llenos de críos sanos, rubios y sonrosados, cuya única dificultad es saber quién los va a acompañar a la graduación… porque, si no he entendido mal, aquí hay una fiesta de ese estilo…

—Tiene razón… Resulta un poco ingenuo.

Ella le dirigió una mirada. Su perfil se recortaba, viril, contra la claridad ambarina que llegaba desde el salón: las mandíbulas cuadradas, la nariz recta y contundente. Y siempre con ese aire atormentado, como si nunca relajara del todo la tensión de la frente, la línea de las cejas.

—La adolescencia, como todo, es más agradable con dinero que sin medios… Eso no quita para que deje de ser un período difícil. El Saint-Ex es similar a todos los institutos, con sus clanes, sus rivalidades, sus alumnos populares y los que son rechazados, sus cabecillas y aquellos a quienes torturan… Los que tienen buenos padres y quienes no tienen esa suerte. Claro está, los chavales tienen menos probabilidades de acabar mal: están muy vigilados y, llegado el caso, desde su más tierna infancia son confiados a niñeras antes que a la calle… pero en última instancia, los sufrimientos son los mismos. O casi…

Estuvo a punto de preguntarle en qué se basaba para afirmar aquello; luego se echó atrás. No tenía ganas de polemizar esa noche… Ningunas ganas de echar a perder ese momento. Ese agradable momento.

—Los conoce desde siempre, ¿no es así? —preguntó.

Se volvió hacia ella. Incluso en la terraza, se adivinaba el extraño color de sus ojos.

—¿A quiénes?

—He visto la foto… Arriba, sobre una cómoda. De usted con los Rochefort… y otros amigos.

—¡Ah, a ellos! Sí, podemos decirlo así, los conozco desde siempre. Y a un buen puñado de los presentes esta noche. La verdad, no esperaba algo así, pero ¡Antoine me ha organizado una especie de reencuentro con los compañeros de colegio! Ya sabe, del tipo «quedamos dentro de diez años»…

—Estaba enamorada de usted, ¿verdad? —preguntó, sorprendida de su osadía—. Cléance…

Se volvió nuevamente hacia ella con una sonrisa divertida, casi picara, en los labios.

—¿Sabe? A los escritores les encanta hacer preguntas, pero odian responderlas. Hay que remitirse a sus libros para entender… para entenderLOS.

Ella le sostuvo la mirada para demostrarle que no se rendía.

—Para serle franco, éramos nosotros quienes estábamos enamorados de ella… Locamente enamorados. Nos había cautivado a todos… Porque era una chica sencillamente encantadora. Sí, a todos… a toda la pandilla.

Había pronunciado las últimas palabras con aire soñador.

—¿Llegó a salir con ella?

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