Read Urdangarin. Un conseguidor en la corte del rey Juan Carlos Online
Authors: Eduardo Inda,Esteban Urreiztieta
Tags: #Ensayo, #Biografía
El hogar de la pareja y sus cuatro rubísimos vástagos es un sueño. Siete veces la superficie del hogar medio español. El dormitorio principal, en el que pernoctan doña Cristina e Iñaki, cuenta con una superficie de cien metros cuadrados, incluyendo el vestidor y el cuarto de baño anexos, además de una terraza que da directamente al jardín. Un cuarto que es superior en extensión a la vivienda media del españolito medio: 90 metros cuadrados.
Hay otras dos habitaciones «medianas» conectadas a través de un cuarto de baño y una tercera en
suite
con cuarto de baño completo. En las dos primeras duermen los niños de la pareja (Juan Valentín, Pablo Nicolás, Miguel e Irene). La otra está reservada para las visitas. Uno de los usuarios habituales de esta última dependencia era don Juan Carlos cada vez que se trasladaba a Barcelona por motivos médicos. El monarca ha hecho de la ciudad que puso el nombre al condado de sus padres, don Juan y doña Mercedes, su hospital habitual. De cuando en cuando tiene cita con el urólogo. Antaño con el maestro de los maestros en la especialidad, José María Gil-Vernet, del que se podría aseverar sin temor a caer en la exageración o la hipérbole aquello de que «de casta le viene al galgo». No en vano su padre, Salvador, fue uno de los padres, por no decir el padre a secas, de la urología española moderna. Y ello pese a que Manuel Azaña lo destituyó vía decretazo en agosto del 36 de su puesto de catedrático de la Universidad de Barcelona por sus ideas conservadoras. José María fue el encargado de velar por el buen estado del aparato urogenital del primer presidente de la Generalitat en democracia, el entrañable Josep Tarradellas del
Ja sóc aquí!
José María Gil-Vernet es casi un amigo de don Juan Carlos, si es que alguien puede arrogarse la condición de amigo de un rey en ejercicio. El urólogo real recibía al monarca en la clínica barcelonesa de Sant Josep y en la Teknon fundada por el financiero Javier de la Rosa y, más concretamente, por su esposa, Mercedes Misol. Ahora el encargado de velar por la salud urológica real es Edmundo Tremps, que también recibe en la Teknon, situada asimismo en la parte alta de la Ciudad Condal, relativamente cerca del palacete de los Urdangarin-Borbón.
Don Juan Carlos se ha hecho un usuario compulsivo de la otra gran clínica de Barcelona, la Planas, fundada por ese maestro de la cirugía plástica y de la bondad llamado Jaime Planas. Esta clínica privada, situada precisamente a escasos metros del palacete de la pareja Urdangarin-Borbón, es una de las más reputadas de la Ciudad Condal por su elenco de expertos, por sus instalaciones y por la paz que se respira en su ubicación actual, en pleno Pedralbes, para ser más exactos en el área menos transitada del barrio más chic y, consecuentemente, caro de Barcelona. Una zona en la que el metro cuadrado oscila en estos momentos entre los 6.000 y los 8.000 euros, a pesar de que el mercado inmobiliario está literalmente quebrado.
El jefe del Estado lleva ya años acudiendo a la muy próxima Clínica Planas para revisarse «el chicharro», que es como llama jocosamente al corazón, y para analizar sus pautas nutritivas. Ruperto Oliveró, uno de los grandes de la cardiología catalana, es el encargado de mantener en perfecto estado de revista el corazón real, un elemento de su cuerpo que jamás le ha dado el más mínimo problema. El primero de todos los españoles goza a sus setenta y cuatro años de la salud cardiológica de una persona dos o tres décadas más joven. Y el doctor Manuel Sánchez es tal vez en estos momentos el médico más próximo a don Juan Carlos, excepción hecha, claro está, del jefe de los doctores de Zarzuela, el tan fiel como competente Avelino Barros.
Sánchez es un granadino de cincuenta y un años al que don Juan Carlos acude cada vez que emprende un viaje largo. Es el encargado de fijar la dieta del monarca en sus ya cada vez más inhabituales periplos oficiales. El nutricionista real es, además, el responsable de diseñar y aplicar los tratamientos
antiaging
(antienvejecimiento) del rey de España. Unas pócimas mágicas que han conseguido que el primero de todos los españoles exhiba un rostro bastante más juvenil del que sería lógico en una persona que está a un año de celebrar su setenta y cinco aniversario. De un personaje que, si no fuera por las rebeldes articulaciones, por esa cadera rota en la madre de todas las cacerías en Botsuana, gozaría de una movilidad aún mejor.
La proximidad entre la Clínica Planas y el casoplón de los Urdangarin ha provocado que el monarca optase por quedarse en casa de su hija en lugar de refugiarse en la soledad y la impersonalidad de algunas de las residencias de Patrimonio Nacional, en cualquiera de los hoteles de gran lujo de Barcelona o en la residencia de algunos de sus numerosísimos amigos catalanes, como el conde de Godó o ese compañero de regatas, amigo del alma y dueño de tantos y tantos secretos, que era José Cusí. De la vivienda más famosa de Pedralbes a la Clínica Planas hay escasos cien metros: el centro médico está en una perpendicular de Elisenda de Pinós, concretamente, en Pere II de Montcada. Vamos, a tiro de piedra. De tal manera que el primero de los españoles puede hacer el recorrido a pie, sin necesidad de movilizar la flota de coches que siempre le acompaña y con la mera compañía de los omnipresentes guardias civiles de su cordón de seguridad más inmediato, que capitanea el jefe de seguridad de la Casa del Rey, el general de brigada M. B.
Tras este leve pero necesario
flashback
, volvemos a un cumpleaños que se celebró como todos los cumpleaños: con tartas, copas, música y bailoteo. Vamos, lo normal o teóricamente normal entre gente de la alta sociedad española en general y catalana en particular. Todo transcurrió pacíficamente hasta pasadas las dos de la mañana, cuando el anfitrión se acercó a su cuñado.
—Quería hablar con el señor —rompió el fuego un Iñaki Urdangarin cuatro días después de soplar con sus hijos las cuarenta velas de rigor. El cumpleaños fue el miércoles, pero lo celebró urbi et orbi en el ecuador del viernes al sábado siguiente por perogrullescas razones operativas.
—Tú dirás, Iñaki —soltó, intrigado, el futuro Felipe VI.
—Sé que esto es un poco delicado, que tal vez no sea el lugar ni el momento para comentarlo, pero hacía tiempo que se lo quería plantear al señor.
—Anda, anda, no te cortes, dime —retó el siempre amable y diplomático Felipe de Borbón y Grecia, que ese día estaba menos encorsetado que otro cualquiera. Aquel quinto día de la semana fue la excepción que confirma la regla de una agenda perfilada hasta el último milímetro. Una vida menos bella de lo que pueda parecer a primera vista. Que aquel viernes 18 de enero de 2008 don Felipe estaba más relajado que nunca lo demuestra su atuendo: vaqueros, camisa blanca con rayas azules y rojas y una chaqueta Lacoste azul marino.
—Pues nada, que no puedo con la hipoteca de la casa —le espetó con cierto temor el cuñadísimo al cuñado.
—¿Y eso? —inquirió, extrañado, temiéndose lo peor, su regio interlocutor.
—Son 20.000 euros al mes. Lo único que le pido es que se me ayude, tal y como se me prometió. Yo compré esta vivienda porque el rey quería alojarse en nuestra casa cada vez que viniera a Barcelona y, como el piso en el que vivíamos no era muy apropiado para el padre del señor, se me aseguró que me echarían una mano —explicó a sabiendas de que la única verdad de esta aseveración era el precio de la hipoteca.
—Eso es mentira, nosotros jamás te hemos prometido nada, entre otras cosas, porque aquí cada uno se paga su casa —replicó, airado, el heredero de la Jefatura del Estado. El mosqueo real fue
in crescendo
. No se podía creer lo que estaba escuchando, con doña Letizia como atónita y muda convidada de piedra.
—Pero es que yo no llego, no llego, señor —abundó en la súplica un cada vez más humillado Iñaki Urdangarin.
El heredero se contuvo unos segundos, reflexionó y estalló, si es que puede decirse que una persona tan sumamente educada como él estalla alguna vez. Lo cierto es que la cordialidad se acabó milésimas de segundo después, cuando puso encima de la mesa una frase que el duque de Palma no olvidará mientras viva:
—¡Pues no habértela comprado!
Sobra decir que no hubo réplica. El dueño del 50 por ciento del palacete de Pedralbes no volvería a espetarle el tema nunca más. Punto final. Aquí paz y después gloria. Lo cierto es que los tiempos en los que el dinero entraba a manos llenas gracias a los pelotazos de Nóos eran ya historia, una bella historia, pero finiquitada y bien finiquitada. El día de febrero de 2006 en el que
El Mundo/El Día de Baleares
publicó los primeros indicios del irregular modus operandi se acabó lo que se daba por orden real. «Pegar el sablazo», como jocosamente se referían a la actividad de Nóos algunos de sus empleados, ya no era tan fácil como antes. Eso de «a robar, a robar, que el mundo se va a acabar» que soltaban de tanto en tanto algunos de los pocos hombres buenos del entorno
urdangarinesco
había pasado a mejor vida. La noticia del rotativo balear y la subsiguiente petición de explicaciones del PSOE quitó de en medio de un plumazo al becerro de oro
urdangariniano
. Ya se sabe: la avaricia rompe el saco.
Cristina de Borbón no dijo ni mu. Cuando el futuro rey sentencia, todos callan. Esas son las generales de la ley en una casa real española que no por ser más moderna que cualquier otra de su entorno deja de ser una casa real con todas las de la ley, con las rigideces protocolarias que ello conlleva. La verdad es que entre la mujer del imputado duque de Palma y su hermano siempre hubo mucha química. Química que quedó reducida a la nada cuando entró como un torbellino en escena doña Letizia tras aquel Día de Todos los Santos de 2003, en que la Casa Real formalizó el anuncio que los cuarenta y cinco millones de españoles llevaban años aguardando: el de la boda del futuro rey de España. Aquel sábado marcó un punto de inflexión en las relaciones entre el príncipe y sus hermanas, que siempre otorgaron a su cuñada la condición de «intrusa». El protagonismo de la presentadora del telediario pesó en doña Elena y muy especialmente en la pequeña de los Borbón y Grecia que, como todos los hijos de en medio, siempre estuvo más a su aire. Doña Elena se llevó los privilegios de la mayor, don Felipe, los del benjamín, además de los inherentes al heredero de la corona. Y ella ni fu ni fa. Ni sí ni no. Ni todo ni nada, sino todo lo contrario.
Iñaki se fue a dormir «jodido», tal y como confesó a uno de sus colegas del alma días después. No fue el fin de fiesta que él hubiera esperado en una noche que levantó el telón cual cuento de hadas. Con sonrisas, alegría y copas, muchas copas. Con todo quisqui volcado en un carismático Txiki que es la antítesis de un Diego Torres taciturno como pocos y hierático como ninguno. Un socio al que la docena de trabajadores de Nóos temía, todo lo contrario que a un duque al que adoraban por sus impecables maneras y esa sonrisa perenne que le acompañaba mañana, tarde o noche, vinieran bien, mal o regular dadas, hubiera salido el pelotazo de turno o les hubieran mandado a hacer gárgaras —cosa que, ciertamente, no sucedía con demasiada frecuencia—. Todo fue sobre ruedas durante muchos, muchísimos años, hasta que entre un fiscal independiente y un juez insobornable se pusieron manos a la obra para hacer lo que tienen que hacer. En resumidas cuentas, para cumplir con su deber. En definitiva, para aplicar ese epígrafe de la Constitución (el número 14, concretamente) que tanto gusta al rey y que sostiene que «todos los españoles son iguales ante la ley, sin que pueda prevalecer discriminación alguna por razón de nacimiento, raza, sexo, religión, opinión o cualquiera otra condición o circunstancia personal o social».
Los 1,98 metros del duque de Palma se metieron en la cama
king size
que comparte el matrimonio en su cuarto de cien metros cuadrados. En su cerebro revoloteó cual letanía la frase que él jura y perjura que le movió a adquirir el casoplón detrás del cual estaba toda Barcelona. Veintidós palabras mitad advertencia, mitad invitación a cambiar de hogar. Aquella que, según repite el interesado a modo de excusa, le disparó a bocajarro el primero de todos los españoles en 2003: «¡Pero cómo tienes a mi hija en un piso de trescientos metros cuadrados cuando ha vivido toda su vida en un palacio!».
El palacete es, ya no hay duda, la metafórica manzana que Iñaki Urdangarin comió, cediendo a la tentadora serpiente que revoloteaba por su conciencia. Un pecado original de 9 millones. En el pecado llevaba la penitencia porque los 9 kilos había que devolverlos.
El otro yo. Diego Torres:
el maestro se convierte en socio, íntimo y cómplice
Una obsesión se apoderó cada vez con más fuerza de la mente de Iñaki Urdangarin. A medida que pasaba el tiempo se iba situando en un primer plano, convirtiendo el resto de sus pensamientos en una especie de música de fondo. Miraba a su alrededor y repiqueteaban en su cabeza los comentarios aislados pero hirientes que escuchaba cada vez con más frecuencia en el seno de la familia real. Acostumbrado al éxito deportivo, a que fueran ensalzados su figura y su físico.
Su ego, alejado ya de las canchas, los trofeos, las medallas y los vítores, se agrietaba por momentos y emergía a traición una crisis personal que no había hecho nada más que comenzar. En el corazón de la familia real sus logros deportivos parecían no servir de nada y su condición de exjugador de balonmano de éxito era una vitola de la que se despojaba automáticamente al entrar en el complejo de La Zarzuela. La condición de balonmanista, por abultado que fuera su palmarés, no solo no representaba un valor añadido en su hoja de servicios como yerno del rey, sino que se había convertido en una especie de incómodo lastre del que debía zafarse cuanto antes.
«Aquí soy el último mono», comentaba medio en broma medio en serio a sus más allegados al abordar el trato que se le dispensaba. «En la Casa Real no soy nadie», apostillaba revelando un inconfundible poso de amargura.
En su fuero interno se concienció, una y otra vez, de que necesitaba labrarse un nuevo perfil de éxito para dejar de ser visto con recelo en su nueva familia, en su nuevo entorno, por su propia mujer, «la infanta», que es como se refiere a ella hasta en la intimidad, una señal de respeto que rechina y hasta es objeto de mofa entre sus amigos de toda la vida.
No lo reconocía abiertamente, pero esa incómoda sensación era compartida en el matrimonio. Se colaba por todos los resquicios de la residencia de Pedralbes y las paredes del palacete se derrumbaban sobre él al comprobar la envergadura de la inversión realizada —entre pitos y flautas, 9 millones de euros—, la necesidad de hacer frente al pago de la hipoteca y sostener el consiguiente nivel de vida.