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Authors: Lincoln Child

Tags: #Intriga, Thriller

Utopía (11 page)

BOOK: Utopía
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—Queremos que se encargue usted de desmontarlo —respondió Barksdale.

—¿No os parece que es tener mucha cara? No solo queréis hacerle una lobotomía a mi creación, sino que yo empuñe el bisturí.

Barksdale pareció considerarla protesta de Warne.

—No es una operación trivial.

—Estoy seguro de que tenéis una legión de programadores que pueden hacer las reparaciones. No necesitáis de mi ayuda…

—Doctor Warne, ¿cree usted que fue idea mía? —Barksdale sonreía, pero las sonoras vocales inglesas denotaban cierta irritación.

—También podría ser que en realidad estéis buscando a un cabeza de turco.

Barksdale lo miró sorprendido. Sarah se levantó.

—Creo que ya hemos hablado lo suficiente —declaró con un tono seco—. Demos por acabada la reunión. Fred, te veré en la reunión sobre el estado del parque. Andrew, ¿puedes quedarte un momento?

—De acuerdo. —Barksdale sonrió fugazmente a Sarah, se despidió de Warne con un gesto cauteloso y se marchó.

Sarah lo observó marchar y luego miró a Warne.

—Me alegra comprobar que no has perdido tu capacidad para ponerte al público en tu contra.

—¿Cómo esperabas que reaccionara, después de enterarme de que mi gran éxito está a punto de acabar en la basura? ¿Complacido?

—No tienes por que verlo de esa manera. La suspensión de la metarred es transitoria. Hay que averiguar qué pasa.

—No me vengas con historias. Ya he tratado con los tipos de la oficina central después de la muerte de Nightingale, ¿o no lo recuerdas? Has visto el resultado. En cuanto apaguen la metarred, no la volverán a encender.

Sarah acercó la mano a la taza de té.

—Comprendo cómo te sientes, Andrew, pero…

—Eso también. ¿Qué pasa conmigo?

—Creo que es lo mejor. —Apartó la mano y lo miró a los ojos—. ¿Tú no?

Nadie derrotaba a Sarah en un duelo de miradas. La furia que sentía Warne desapareció con la misma brusquedad que había aparecido, y ahora se sintió derrotado. Se inclinó sobre la mesa y cruzó los brazos.

—Acabo de darme cuenta de que mañana es veintiuno de junio.

—¿Y qué?

—Es el primer aniversario del día que te largaste.

—No me largué, Drew. Acepté el trabajo en Utopía.

—¿No podrías haberte quedado un poco más, haber intentado solucionar las cosas? Sé que ambos estábamos muy ocupados, que no teníamos mucho tiempo para dedicarnos el uno al otro. Soy consciente de que Georgia no te puso las cosas fáciles. Pero tampoco le diste muchas oportunidades, a ninguno de los dos.

—Te di todas las que pude. ¿Esperabas que renunciara a mi trabajo?

—No esperaba que liaras los bártulos y vinieras a Nevada.

—¿Era la oportunidad de mi vida! ¿Habrías preferido que me quedara, resentida contigo por haberme retenido?

Sarah se había adelantado mientras lo decía. Ahora hizo pausa. Luego, con paso lento, retrocedió, cogió la taza y bebió un sorbo.

—No removamos el pasado —añadió en voz baja—. No tiene sentido, no nos conducirá a ninguna parte. —Dejó la taza en la mesa con mano firme—. Meterte en esto fue una decisión difícil para mí, pero no tenía otra alternativa. Nadie entiende la configuración de la metarred mejor que tú. Después de todo, tú la diseñaste, y no queremos tener más problemas.

Warne no respondió. Le pareció que no quedaba nada; más que decir.

—No tendría que recordarte los términos del acuerdo original. ¿No lo puedes ver como una oportunidad? Tienes seis meses por delante, y trabajarás en un entorno que ni en sueños podrías duplicar en tu laboratorio.

«Ahora no tengo laboratorio», pensó Warne. Se encogió de hombros.

—Claro que sí. Será una fantástica autopsia.

Sarah lo miró mientras se prolongaba el silencio. Luego recogió los papeles y la taza de té.

—Teresa regresará en cualquier momento. Te recomiendo que no pierdas el tiempo. El señor Barksdale espera un plan de trabajo para última hora de la tarde.

Salió de la sala de conferencias sin molestarse en cerrar la puerta.

11:45 h.

Calisto era el Mundo del futuro de Utopía. Se pretendía que los visitantes creyeran que se encontraban en un bullicioso puerto espacial situado en una órbita geosincrónica alrededor de la sexta luna de Júpiter. Andrew Warne comprobó que no resultaba difícil de creer.

Después de un breve viaje en una lanzadera a través de la más absoluta oscuridad, había desembarcado en el muelle, con Georgia a su lado, para pasar inmediatamente a la muy concurrida Calle Mayor, donde se detuvo para contemplar el entorno con una expresión de asombro. Delante de ellos había un centro de diversión y comercio que parecía haber sido transportado directamente del siglo
XXIV
. Alienígenas y actores vestidos con uniformes futuristas caminaban mezclados con la multitud, que no dejaba de hacerles fotos. Rayos lásers rojos y azules se entrecruzaban por encima del Mundo. Por todas partes había imágenes holográficas de un realismo sorprendente: unas señalaban el camino hacia las atracciones, otras flotaban como rótulos sobre las entradas de los restaurantes, las tiendas y los lavabos.

Como en todo el resto del parque, en las alturas se veía la cúpula. Pero aquí no aparecía la faja de azul brillante que había visto en el Nexo y en Paseo, sino otra negro terciopelo como el espacio exterior, tachonado por millones de estrellas.

Los vivos colores de Júpiter ocupaban una cuarta parte del Cielo. Mientras lo contemplaba, vio que las nubes se movían a gran velocidad sobre la superficie del planeta, como en las tempestades terrestres.

—Impresionante —opinó Georgia mientras miraba en derredor—. Como se veía en la presentación. Pero ¿por que estamos aquí? No hemos acabado de recorrer Paseo.

—Lo haremos después. Nos queda mucho tiempo. Hay algo que quiero enseñarte.

Miró su reloj. Había quedado en encontrarse con Teresa a la una, así que disponían de más de una hora. Intentó mantener el paso ligero, el tono relajado. Georgia tenía un sexto sentido para interpretar sus cambios de humor. Afortunadamente, no le había hecho preguntas sobre la reunión.

Consultó un momento el plano, y luego él y Georgia se mezclaron con la multitud. La excitación y la energía aumentaron, y en el aire frío que olía como una sala esterilizada flotaba un casi palpable sentimiento de alegría. Calisto era el único Mundo donde aparecían los personajes de la popularísima serie de Nightingale, Atmósfera. También era donde estaban las dos montañas rusas más famosas del parque: Horizonte Espacial y Disparo Lunar. Por todas partes había niños que corrían para acercarse a los hologramas de Eric Nightingale y a los actores disfrazados, arrastraban a los padres a sus atracciones preferidas o pedían dinero para comprar los muñeco de la serie.

Sin embargo, ni el ambiente festivo ni el exótico entorno consiguieron disipar el humor lúgubre de Warne. Desactivar la metarred. Seguía sin poder creerlo. Pensar que solo dos horas antes había estado deambulando por Paseo como un bobo mientras se preguntaba qué nuevas y fantásticas características querrían añadir a la red robótica. Sacudió la cabeza con una expresión de amargura.

—¿Que pasa, papa? —preguntó Georgia en el acto.

—Nada. Es que todo este lugar, las montañas rusas, todas estas tiendas… Es absolutamente comercial. Si Nightingale lo viera se moriría de nuevo.

—Papá, no entiendes nada. Es impresionante. Mira aquello—. Le señaló una de las atracciones más tranquilas: algo que parecía una araña hecha de pequeñas naves espaciales, que giraban sujetas a unas patas metálicas apenas visibles que subían y bajaban y creaban la ilusión de que las naves se movían por sí mismas—. Hasta los juegos para los más pequeños son fantásticos.

Warne asintió. Así y todo estaba muy lejos de la visión que Nightingale le había descrito, sentado a la mesa de su cocina, la primera noche que se habían encontrado. Recordó cómo resplandecían los ojos negros del mago con la energía de un iluminado; cómo saltaba de la silla una y otra vez mientras hablaban para pasearse por la habitación; cómo movía las manos mientras describía su idea de un entorno virtual. Había recorrido medio mundo para visitar parques temáticos, castillos, templos, pueblos medievales. Quería crear mundos virtuales que fuesen perfectos hasta el último detalle; mundos pasados, mundos futuros, que instruyeran a los visitantes al tiempo que los entretenían. Mundos que se basarían en la inmersión, y no en las atracciones, para deleitar a los visitantes. Nightingale lo había llamado un sistema temático que utilizaría los últimos adelantos en los medios digitales, la holografía y la robótica para crear su magia, y había querido que Warne diseñara la subestructura robótica.

Incluso sin la pasión y el carisma de Nightingale, la idea no podía ser más atractiva.

Encajaba perfectamente con las muy controvertidas teorías de Warne sobre la inteligencia artificial y el aprendizaje de las máquinas. Se le había ocurrido la idea de la metarred que vincularía todos los robots del parque a un ordenador central. El ordenador analizaría la actividad de los robots, crearía mejoras y descargaría los códigos optimizados a todos los robots conectados a la red. No solo sería el vehículo perfecto para demostrar sus teorías sobre el aprendizaje de las máquinas, sino el comienzo de una vasta red de robots e inteligencia artificial que acabaría por abarcar todas las operaciones del parque. Al menos, aquel había sido el plan…

—¿Teresa es japonesa? —preguntó Georgia.

Warne salió de su ensimismamiento, un tanto sorprendido por la pregunta.

—No lo sé, princesa. No lo creo.

—Papá, te he dicho que no me llames princesa.

Se habían adentrado en Calisto, y aquí la muchedumbre era mucho más compacta. Por todas partes se oían voces, risas, gritos infantiles. A un lado, una multitud estaba reunida alrededor de un hombre alto y delgado vestido con una armadura del siglo
XXIV
y una resplandeciente capa negra. Era Morfeo, el demoníaco mago que gobernaba la Tierra Primitiva, un personaje al que cincuenta millones de niños televidentes odiaban encantados. Posaba para una foto, con una mano apoyada en el hombro de un niño y una amplia sonrisa que separaba la diabólica barba. Warne frunció el entrecejo mientras lo miraba. Acababa de darse cuenta de que no había hablado con Teresa desde hacía por lo menos tres semanas. Era algo poco habitual; tenían la costumbre de llamarse al menos una vez ala semana no solo para hablar de trabajo sino también para compartir cotilleos y chistes.

Ella era la encargada de la metarred. Lo mínimo que podría haber hecho era avisarle. ¿Por qué no lo había hecho? Se dejó llevar por el enfado al pensar si ella tendría alguna responsabilidad en todo esto, si no habría hecho algo, inadvertidamente o no, para sabotear su creación. Y pensar que su primera respuesta, al verla en persona, había sido de una fuerte atracción física, sacudió la cabeza.

Habían quedado en encontrarse en su laboratorio. Decidió que lo haría para preparar una retirada, asegurarse de que no hubiese impedimentos para una transición tranquila.

Después haría lo que tenía pensado desde el principio: disfrutar del parque con su hija.

Teresa y su equipo podían ocuparse de desactivar la metarred. Al diablo con el contrato.

De ninguna manera sería él quien desconectara su más grande logro.

Distinguió un poco más allá el holograma de una constelación sencilla, que giraba sobre la entrada de un restaurante: la Osa Mayor. Las numerosas personas que hacían cola no dejaban de hacer comentarios y señalar algo. A pesar de sí mismo, Warne no pudo evitar una sonrisa. Sabía muy bien qué comentaban con tanto entusiasmo.

Junto a la entrada del restaurante había una ventana mostrador, enmarcada en cromo y abierta a la calle. Delante del mostrador, hecho de un brillante material transparente, había una fila de taburetes redondos y, detrás, una heladería futurista iluminada con luz ultravioleta. El heladero era un gran robot móvil que tenía el aspecto de haber sido construido por un niño con bloques metálicos. La base era una plataforma con seis ruedas sincronizadas. Sobre la base había un cubo de grandes dimensiones donde estaba el ordenador, y sobre el cubo, un cilindro que soportaba dos grupos de transductores ultrasónicos.

Warne tocó el brazo de Georgia para llamar su atención y después señaló el robot. Georgia miró hacia donde señalaba su padre y se detuvo bruscamente. En su rostro apareció una sonrisa.

—¡Oh, papa! —exclamó—. Se me hace extraño verlo aquí.

El robot preparaba un batido. Warne observó cómo el autómata echaba el helado en el recipiente de la batidora; las poderosas pinzas que eran sus manos se movían con movimientos precisos y perfectamente controlados. Aquello había sido la parte más difícil del proyecto: la geometría sonar. Como sabía que el robot estaba destinado a trabajar en un entorno fijo, todo lo demás —los códigos de las ruedas para el sistema de orientación, el mapa topológico— había sido relativamente sencillo. Pero la visión estereoscópica necesaria para sacar cantidades precisas de un recipiente de helado de forma variable lo había mantenido despierto más noches de las que quería recordar. También había dado nombre al robot: Currante. Sin duda su hermano, Cubito, estaba en algún lugar del restaurante.

Warne había diseñado a Cubito para que atendiera el bar, una tarea más sencilla porque servir una cantidad de bebida predeterminada no requería un control tan delicado como el de los mecanismos que accionaban los brazos de Currante.

—Vamos —dijo Warne con un brazo sobre los hombros de Georgia—. Tomemos un helado.

Mientras se acercaban, Currante acabó de preparar el batido y se lo sirvió a una adolescente sentada en uno de los taburetes.

—Aquí tiene —dijo, y movió la cámara que era la cabeza hacia la muchacha—. Su pase, por favor.

Warne observó cómo Currante escaneaba el pase con el sonar, lo devolvía y luego colocaba el batido en el mostrador. Georgia tenía razón: también él se había acostumbrado tanto a ver al robot moverse en el reducido espacio de su laboratorio en Carnegie-Mellon que se le hacía extraño verlo allí, en ese entorno surrealista, sirviendo helados de verdad a personas reales.

El robot se alejó para ir a servir a otro cliente. Warne y Georgia pasaron entre los mirones para ir a sentarse en dos taburetes al final del mostrador. Había sido Georgia quien lo había convencido para que instalara un sensor ultrasónico panorámico encima del conjunto central del autómata, y lo girara hacia la voz humana más próxima. Todavía recordaba el momento en que se lo había mostrado por primera vez, la manera como ella había torcido el gesto para manifestar su desaprobación. «Tiene que tener una cabeza», le había dicho.

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