Read Utopía Online

Authors: Lincoln Child

Tags: #Intriga, Thriller

Utopía (8 page)

BOOK: Utopía
13.71Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Ya estaban casi en la cabeza de la cola. Warne vio a un hombre con el uniforme de conductor que hacía pasar a una docena de personas a lo que parecía el vagón abierto de un tren elevado. Sintió un nudo en la garganta.

—¿Qué hora es? —preguntó Georgia.

—Las diez menos cinco.

—Bien. Nos da tiempo para subirnos a la Máquina de los Alaridos antes de tu reunión. Quizá incluso para un viaje en el tobogán acuático.

Warne apretó los labios. Prometían ser unos sesenta minutos muy largos.

09:55 h.

El hombre que decía llamarse Doe estaba en la pasarela que daba al Centro de Recepción, apoyado en la balaustrada. Le gustaba ver la elegante caída de su americana de lino sobre la balaustrada. Contempló el Nexo desde la altura, la ancha avenida que llevaba hasta la estación del monorraíl. Aunque eran casi las diez, una multitud de visitantes continuaban bajando por las rampas. Una riada humana, pensó. Verla le hizo recordar el Libro de Joel.

Lo citó en voz alta: «Multitudes, multitudes en el valle de la Decisión». Pero no; para ser sincero, la escena tenía un aspecto desolado, posmoderno, más propio de T. S. Eliot que de la Biblia. Le gustó el sonido de su voz, y habló de nuevo un poco más alto:
Una muchedumbre inundó el puente de Londres, eran tantos
.

No creía que la muerte hubiese perdonado a tantos
.

Miró de nuevo al centro, pero los empleados estaban muy atareados detrás del mostrador conforma de media luna y no podían haberlo oído. La única persona que parecía haberlo hecho era un hombre con una americana de pana, que acababa de salir de los lavabos. Sus miradas se cruzaron; el hombre se llevó la mano a la gorra de paño a modo de saludo, y siguió su camino. Una vez más la mirada de John Doe recorrió el Nexo. Decidió que no le agradaba el diseño: la construcción de metal y madera parecía una horrible síntesis de Walter Gropius y Piranesi.

El sistema de seguridad, en cambio, era otra cosa. Estaba impresionado por su extensión y discreción. Las cámaras de vigilancia del Centro de Transporte y el monorraíl eran una maravilla de la miniaturización. Miró hacia la pared más cercana del Centro de Recepción.

Oculto detrás del Cartel de «Solo empleados» había un sensor de proximidad. Un visitante normal no lo habría descubierto ni aunque lo buscara, e, incluso si lo descubría, no sabría qué era. El ojo experto del señor Doe lo reconoció como un DeMinima Sensalert; era el último modelo, muy caro y difícil de conseguir a menos que el comprador fuese una potencia mundial o, por lo visto, Utopía.

Sin embargo, un sistema de seguridad de poco valía si sus encargados eran unos ineptos.

Después de todo, las murallas de Troya no se habían derrumbado; habían sido los propios troyanos idiotas los que habían entrado el caballo a la ciudad. En Utopía, el personal de seguridad resultaba mucho menos impresionante que los juguetes que tenían a su disposición. Los guardias —con americanas negras en lugar de blancas como el resto de los empleados— se movían entre la multitud con paso decidido, los cordones de los auriculares detrás de las orejas. Destacaban como zorros en un gallinero, y lo mismo habría dado que llevaran metralletas y chalecos antibalas.

Incluso los guardias de paisano eran fáciles de reconocer. Había una amplia variedad de disfraces: un turista gordo con una camisa estampada, un hombre alto y delgado con varias cámaras, una supuesta mujer embarazada. Pero todos calzaban los mismos zapatos negros con suela de goma que usaban los de uniforme.

El señor Doe sacudió la cabeza. No podría haber sido mejor ni aunque lo hubiera hecho él mismo, algo que, en cierto sentido, había hecho.

Esperó un instante más para disfrutar del calor del sol en la espalda. Luego recogió su bolso de cuero y descendió a la planta baja para dirigirse a la entrada de Luz de Gas.

En el interior, de nuevo apartado de la multitud, el señor Doe caminó por las calles adoquinadas, con las manos en los bolsillos, entretenido en silbar un fragmento especialmente complicado de una fuga de Bach. Su mirada estaba en constante movimiento, si bien, a diferencia del resto de los visitantes, no le interesaban los espectáculos, ni las atracciones, ni los actores. En cambio, permanecía atento a aquello que supuestamente debía estar oculto: los puestos de vigilancia, las puertas reservadas al personal, las cámaras infrarrojas. Su buen humor fue en aumento. Silbó con nuevos bríos.

El señor Doe nunca había estado en Utopía, pero tenía un profundo conocimiento de la disposición del parque. Tomó el camino más corto para ir al casino de Luz de Gas, una réplica exacta del invernadero del Real jardín Botánico de Londres. Se detuvo delante de la entrada sur y miró con franca admiración la resplandeciente fachada de hierro y cristal, la belleza de las líneas. Esto le gustaba más. Entró.

En el interior, todo era más tranquilo, más discreto. Aquí no reinaba el bullicio de las montañas rusas y los restaurantes. Tiestos con palmeras y estandartes victorianos bordeaban las paredes. Camareras con vestidos de tafetán y bombasí servían copas de ginebra rosa y brandy con soda que eran invitación de la casa. Los crupieres de levita se encargaban de las innumerables mesas de juego. Debajo del crucero central había dos grandes círculos de tragaperras de latón, con discos mecánicos y dibujos pintados a mano.

El señor Doe se paseo por la sala, asombrado por la manera como Utopía había modificado todos los juegos para que el casino coincidiera con la época del resto de Luz de Gas.

Aun así, había un elemento que intencionadamente no era victoriano: los Ojos Avizores, los innumerables globos de cristal ahumado dispuestos en el techo. A diferencia del resto del parque, la seguridad en los casinos tenía que estar a la vista.

El señor Doe sonrió complacido mientras observaba a los centenares de jugadores que se inclinaban sobre las mesas de dados, colocaban las fichas en los tapetes de las ruletas, accionaban como autómatas las palancas de las tragaperras. Tantas personas, todas muy ocupadas en perder dinero.

Como estudioso de la estupidez humana, le divertía inmensamente la gran ironía que representaba el invernadero. Constituía un verdadero milagro: un parque temático cuyo núcleo no era una marca de cerveza ni un personaje de dibujo animado, sino los casinos.

Era una maravillosa tergiversación de la idea original de Eric Nightingale. La intención de todo este escenario replanteado desde el punto de vista empresarial estaba perfectamente clara para el señor Doe: los visitantes entraban en el parque, se sometían al hechizo planeado hasta el último detalle, perdían las inhibiciones y, a continuación, su dinero.

Era ciertamente extraordinario: Utopía había abierto las puertas hacía seis meses y casi nadie había puesto el grito en el cielo por este sucio secreto. Quizá era por eso que a Utopía las cosas le iban rodadas.

El señor Doe echó una última y atenta ojeada al invernadero. Irónico a más no poder, y no obstante, absolutamente necesario.

Volvió a las calles envueltas por la bruma de Luz de Gas. Se detuvo delante de un pequeño local con un rótulo en el escaparate que decía «Blackpool Tobacconist and Cigar Emporium». Casi oculta en la sombra había una puerta pequeña. Miró con toda naturalidad por encima del hombro. Después apoyó la mano en el pomo y lo giró.

Al otro lado de la puerta había un pasillo de cemento que se extendía en ambas direcciones. El trozo de pared opuesto a la puerta estaba pintado de color madera con la intención de engañar a cualquier visitante que pasara por delante de la puerta abierta y hacerle creer que era parte de la atracción. El señor Doe se aseguró de cerrar bien la puerta y después de orientarse caminó hacia la derecha. Llegó a una escalera metálica y bajó al nivel A.

Se detuvo al llegar al primer cruce. Un guardia se acercaba por el pasillo señalado como Centro de Procesamiento. El señor Doe caminó hacia el guardia, con la expresión de alguien que se ha perdido. El guardia se detuvo en cuanto lo vio.

—¿Puedo ayudarlo, señor? —preguntó, desconfiado.

—Se lo agradecería. Busco el departamento de Veterinaria. He quedado en encontrarme allí con mi colega.

—¿Es usted un especialista externo? ¿Dónde está la insignia?

—¿Insignia? ¡Ah, por supuesto, la insignia! —tartamudeó el señor Doe. Metió la mano en el bolsillo de la americana y sacó la pequeña insignia del ruiseñor verde—. Me había olvidado.

Tengo que llevarla, ¿no? Lo siento. —Se la sujetó en la solapa.

—¿Puedo ver su pase, por favor?

—Aquí lo tengo. —Sacó la tarjeta plastificada del otro bolsillo.

El guardia le echó una ojeada y se la devolvió.

—Gracias. Siga por este pasillo, doble a la derecha en el tercer cruce. Es la segunda puerta a la izquierda.

—Muy agradecido.

El señor Doe sonrió mientras el guardia continuaba su camino. El guardia de había comportado tal como indicaba el manual de entrenamiento. Era obvio que, tal como le habían asegurado, podía confiar en que los guardias del escalón más bajo seguirían fielmente el manual. Esto era realmente fantástico.

En el departamento de Veterinaria dominaban las voces animales de todo tipo y algunos olores exóticos poco agradables.

El señor Doe intentó no oler cuando pasó junto a un pequeño grupo de chimpancés que reñían, para ir a una puerta señalada como «Preparación externa 3». Al otro lado, un hombre de ojos achinados y cazadora de cuero aguardaba junto a la enorme jaula de las cacatúas.

—¿Algún problema? —preguntó el señor Doe mientras cerraba la puerta.

El hombre sacudió la cabeza.

—Nadie tuvo mucho interés en acercarse a echar una mirada. —Señaló el papel de periódico sucio de deyecciones que cubría el suelo de la jaula.

—Era de esperar. ¿El resto del equipo?

—Todo marcha de acuerdo con el programa.

—¿Dónde está nuestro pequeño genio informático?

—Descansa pacíficamente.

—Me alegra saberlo.

El señor Doe señaló la jaula, y el hombre abrió un cajón oculto debajo del papel de periódico. El señor Doe se acercó, metió la mano en el cajón y sacó un radiotransmisor del tamaño de un móvil con una gruesa antena en la parte superior.

Encendió el transmisor, marcó un código en el teclado y lo acercó a la boca.

—Búfalo de Agua, aquí Factor Primario. Dame una confirmación.

Hubo una pausa, y después se oyó la respuesta.

—En posición.

—Diez-cuatro. Te llamaré de nuevo a la una. —El señor Doe cambió la frecuencia—.

Cascanueces, adelante. ¿Cascanueces, me recibes?

Esta vez la pausa fue más larga, y junto con la voz se oyó un fuerte ruido de fondo.

—Afirmativo.

—Nos movemos. ¿Tienes preparado el humo y los espejos?

—Afirmativo —repitió Cascanueces.

—Cambio y corto.

El señor Doe se guardó el radiotransmisor en el bolsillo y de nuevo miró en el interior del cajón, para observar el contenido con ojo crítico.

—Ahora busquemos el arma del día.

El señor Doe cogió una Ruger y después la rechazó por motivos puramente estéticos.

Contempló el bonito acabado del acero pulido de una Colt, pero decidió que no estaba de humor para una pistola con un retroceso tan potente. Acabó decidiéndose por una Glock-9: un arma ligera, precisa, fiable si las cosas se salían de madre.

Pasó la pistola de una mano a la otra y después la guardó en la sobaquera. Se arrodilló delante del hombre de los ojos achinados, abrió el bolso y comenzó a guardar los objetos que sacaba del cajón. Trabajó deprisa, con movimientos que reflejaban una larga práctica, y acabó en treinta segundos. Cerró la cremallera y le dio el bolso al otro hombre, que se lo colgó al hombro y se dirigió a la puerta. Se detuvo un momento con la mano en el pomo para mirar al señor Doe y asintió.

—¿Sabes una cosa? —dijo el señor Doe con una amplia sonrisa—. Eres la viva imagen de Johnny Appleseed.

11:00 h.

El Centro de Investigaciones Aplicadas del nivel B tenía el mismo aspecto de su viejo laboratorio en Carnegie-Mellon, pensó Warne, o el que habría tenido de haber contado con un presupuesto veinte veces mayor. Las habitaciones eran amplias, resplandecientes, luminosas. Pasaron por delante de una sala de informática llena de terminales y servidores; en otra sala, un grupo de técnicos con batas blancas se afanaban alrededor de un objeto que parecía ser un sistema de transmisión holográfico. Georgia caminaba a su lado, con un plano en una mano.

—¿Tienes que encontrarte con Sarah Boatwright ahora? —preguntó—. Solo hemos subido a dos montañas rusas.

«Gracias a Dios», pensó Warne. El Expreso de Brighton había sido duro, pero la segunda montaña —la Máquina de los Alaridos— había sido mucho peor. Aún tenía el estómago en la garganta y si cerraba los ojos continuaba viendo las vigas de madera que pasaban a unos centímetros de su rostro.

—No puede durar mucho. Habremos acabado antes de que te des cuenta. Además —aventuró—, ¿no sientes curiosidad de verla después de tanto tiempo? Será una sorpresa, no le dije que me acompañarías.

La única respuesta de Georgia fue un discreto bufido. Warne miró el número de una de las puertas y luego el número que le había dado Amanda Freeman. Sala de Conferencias B23.

«¿Por qué una sala de conferencias?», se preguntó. Un curioso lugar para una reunión de confianza con Sarah. La ayudante administrativa le había dicho que el tema de la reunión sería el desarrollo futuro de la metarred, el sistema informático que había diseñado para controlar los autómatas del parque. No le vendría nada mal que le encargaran ocuparse de la ampliación. Pero al principio había procurado no dejarse llevar por el entusiasmo.

Después de todo, su desvinculación con la oficina central de Utopía no había sido precisamente amistosa. Luego, el jueves pasado, la ayudante lo había llamado de nuevo para adelantar la reunión una semana. Eso significaba que estaban ansiosos; era comprensible, dado que faltaba poco para la inauguración de Atlantis. Tendrían que ampliar la metarred para dar cabida a los robots del nuevo Mundo. Era lo más lógico. Sin duda esta primera reunión solo serviría para restablecer las relaciones y hablar en líneas generales sobre el proyecto. Acabada la visita, recorrería el parque con Georgia, regresarían a casa, y él prepararía una propuesta. A continuación, celebrarían muchas y más largas reuniones. Esa era la manera como trabajaba Utopía. Vio unas puertas dobles ala derecha.

BOOK: Utopía
13.71Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Dancer by Viola Grace
Necessary as Blood by Deborah Crombie
Lawn Boy Returns by Gary Paulsen
The Cupid Chronicles by Coleen Murtagh Paratore
Power Play by Girard, Dara
Finding Me by Kathryn Cushman
Entranced by Jessica Sorensen