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Authors: Lincoln Child

Tags: #Intriga, Thriller

Utopía (17 page)

BOOK: Utopía
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—¿Cuáles son los grandes descubrimientos?

—Conseguir hologramas de tamaño real en lugar de aquellos que son como paquetes de cigarrillos. Aquel fue el primero. Pero el principal avance se produjo después de la muerte de Nightingale. El Crisol.

Warne la miró, sorprendido.

—Irónico, ¿no? Supongo que le dieron el nombre en homenaje a su famoso discurso. No conozco los detalles técnicos, se lo tienen todo muy callado. Es un sistema que permite crear unos hologramas fantásticamente complejos utilizando ordenadores. Por supuesto, es necesario contar con un formidable poder de CPU conectadas en paralelo para que funcione, pero no necesita rayos láser, fotopolímeros, ni nada de todo eso. Es casi como los programas 3-D que se emplean para las películas con animaciones por ordenador. En lugar de crear figuras bidimensionales, el Crisol crea proyecciones holográficas en movimiento.

—¡Caray! —exclamó Warne—. No alcanzo a imaginar el potencial que se necesita.

—Dímelo a mí. Todas estas patentes particulares no se licencian. Se guardan la magia para ellos, hacen que sean la firma de Utopía. No dejan de avanzar desde que abrieron el parque. La primera atracción holográfica fue el Destripador, en Luz de Gas.

—No lo sabía.

—Al principio era más una prueba que otra cosa. El público está en el teatro para ver una obra de época. Entonces alguien grita que los polis están persiguiendo a Jack el Destripador, que lo tienen acorralado en el vestíbulo. Luego otro grita que el Destripador está en la sala, y se apagan las luces.

—No esta mal.

—Hay que tener un muy buen control de esfínteres. Unos hologramas casi hiperrealistas del Destripador que corren por la sala, que aparecen detrás de tu butaca, con el cuchillo ensangrentado en alto. Los alaridos del público. —Terri se encogió de hombros—. Fue un éxito. Los poderes para ron las orejas, vieron el potencial. Así que, a continuación, decidieron añadir hologramas a Horizonte Espacial, que todavía estaba en desarrollo.

—Es la montaña rusa en Calisto, ¿no? La vi en el plano.

—Es la montaña rusa de nueva generación. Absolutamente oscura. Los asientos atornillados a una plataforma dirigida por un ordenador para que se mueva arriba y abajo, y se bambolee, al mismo tiempo que te lanzan imágenes. La diferencia es que aquí no miras una pantalla plana: son cometas y meteoros en tres dimensiones que pasan junto a tu cara.

No hace falta utilizar gafas especiales. Estas metido dentro del holograma.

Warne sacudió la cabeza asombrado.

—Entonces a alguien se le ocurrió la brillante idea de ganar más dinero con la tecnología.

¿Has visto las galerías del Ojo de la Mente en Calisto y el Nexo?

—No.

—Son estudios donde uno puede hacerse un retrato holográfico solo o con alguno de los personajes, incluido Nightingale. Pues no lo vas a creer. No dan abasto. Así que tú eres un contable de Utopía, que ves cómo el dinero llega a raudales de los casinos, y ves que los padres se dan de bofetadas por el privilegio de pagar cien dólares para que les hagan un retrato holográfico de sus hijos. Después miras a Terri Bonifacio y su programa de robótica.

¿Quién crees que se quedará corta cuando preparen el presupuesto del próximo trimestre?

No valía la pena molestarse en responder a la pregunta.

—Eso es solo el comienzo. —Terri se levantó—. Georgia, ¿puedes venir un momento? Quiero enseñarte algo. —Esperó a que Georgia se acercara con la Game Boy en la mano. Después se volvió hacia un objeto pequeño, que Warne había supuesto un robot: un cilindro negro con ruedas, que no medía más de un metro de altura—. También están trabajando en esto.

Se agachó para apretar unos cuantos botones. Por un instante hubo un fugaz parpadeo luminoso en el aire cerca del aparato y entonces, repentinamente, un bebé elefante apareció junto a Warne.

Warne se apartó instintivamente y a punto estuvo de tropezar con Georgia. El elefante era perfecto hasta el último detalle. Los pequeños ojos negros, hundidos entre pliegues de piel gris, brillaban mientras lo miraban con atención. Los finos pelos del labio superior relucían. Era un holograma, pero mucho más real incluso que la imagen de Nightingale que había visto aquella mañana.

—¡Dios bendito! —exclamó Warne.

—¡Impresionante! —susurró Georgia.

El elefante desapareció cuando Terri apretó otro botón en el cilindro.

—Es un proyector holográfico portátil —explicó la joven—. Todavía esta en fase de desarrollo.

Tengo este viejo prototipo solo porque están pensando en incorporarles algunos de los chips de memoria de mis robots desactivados. Tienen la intención de utilizarlos en los espectáculos de magia de Nightingale que se ofrecerán en todos los Mundos el año que viene.

—Señaló el aparato con el pulgar—. El elefante era la última cosa en la memoria de imágenes. Es muy fácil de usar. Mirad.

Ajustó una pequeña lente y apretó un botón que ponía «muestra». Después se apartó unos pocos pasos y se colocó delante de la lente, con una mano en el pecho y la otra a la espalda como si fuese Napoleón. Se escucharon una serie de pitidos, seguidos de un breve zumbido. Terri se acercó de nuevo para apretar el botón de ‹proyectar». Al instante, una segunda Terri Bonifacio apareció junto a ella, exacta hasta el más minúsculo detalle: Terri tal como la había registrado la máquina unos segundos antes.

—Por ahora solo puede reproducir imágenes estáticas —comentó Terri—, pero no hay nada que lo supere en calidad de detalles. —Miró la imagen congelada—. ¡Mis saludos, emperador!

—¿Puedes hacerme una? —preguntó Georgia.

—Faltaría más. —Terri hizo que se acercaran, le mostró a Warne cómo funcionaba el aparato. En cuestión de momentos, había dos Georgias.

—¿De verdad que tengo la cara así de gorda? —protestó Georgia, mientras miraba su holograma.

A pesar de sí mismo, Warne sacudió la cabeza en una muda muestra de admiración. Terri apagó el aparato y la imagen desapareció.

—Claro que ¿para que utilizan toda esta tecnología? —preguntó Terri inesperadamente—.

Para que la gente se divierta. Para proyectar un monstruo en la vagoneta cuando pasa por un túnel y hacer que los chicos se espanten. ¿Crees que Nightingale habría aprobado algo así? Creo que él lo habría calificado como corto de miras, y…

Se escuchó un estrépito tremendo directamente sobre sus cabezas: un sonido como el de diez volcanes que hubiesen entrado en erupción a la vez. Georgia soltó un grito y se abrazó instintivamente a su padre. Warne le cubrió la cabeza con los brazos. El taburete que estaba a su lado cayó al suelo.

Tuercas emitió un sonido agudo y se movió rápidamente aun rincón.

Una sonrisa reemplazó la expresión de enfado en el rostro de Terri mientras Warne apartaba los brazos de la cabeza de su hija.

—¿Qué demonios…? —comenzó.

—Lo siento, tendría que haberos avisado. Estamos directamente debajo de la Torre del Grifo, en Camelot. Es la función de la una y veinte.

Warne recogió, el taburete y miró al techo.

—¿Cuántas funciones hay al día?

—Una por la mañana, Y tres por la tarde.

—¿Tienes que soportarlo cuatro veces al día?

La sonrisa de Terri se hizo más grande.

—La cosa ha mejorado desde que vine aquí. Antes, me tenían debajo de la Tempestad en el Támesis, en Luz de Gas. Había goteras.

Warne esperó un momento a que desapareciera el zumbido en los oídos. Georgia miraba a su padre y Terri con expresión impaciente.

—Bueno, ¿qué pensáis hacer? ¿Cunto tiempo os llevará desconectar la metarred o lo que sea que debáis hacer?

Su padre la miró, sorprendido.

—¿Lo sabes? —Miró a Terri—. ¿Tú le has dicho algo?

—Venga, papá. Lo tienes escrito en la cara desde que saliste de la reunión.

Warne se rascó la nuca con aire apesadumbrado. Se oyó otra explosión, esta vez más suave. Le pareció percibir los gritos de entusiasmo del público.

—Todo esto me parece bastante estúpido —opinó Georgia.

—¿A qué te refieres?

—A desconectar la metarred. No hay ningún virus, fallo, ni nada que se le parezca, por mucho que diga Sarah.

En los ojos de Terri apareció una mirada risueña.

—¿Cómo lo sabes?

Georgia se irguió en el taburete y la miró directamente a los ojos.

—Porque mi padre la construyó.

Warne desvió la mirada, parpadeó varias veces. Por un momento, tuvo miedo de hablar. Al final, respondió:

—Sarah dijo que quieren un plan de acción para hoy mismo.

—Sí. Los tipos de Nueva York nos han dado una semana para desconectar la metarred. Eso significa quitar los ciento y pico de robots que controla. Fred necesita saber cuál es la manera más rápida y segura de hacerlo.

Warne se sentó en el taburete. Respiró profundamente un par de veces.

—Primero, necesitas desconectar los vínculos de comunicación. —Pensó por un momento—.

Tal como funciona ahora, todas las noches la metarred analiza la información que recibe de cada robot y busca la manera de mejorar su rendimiento. Si la encuentra, transmite a los robots el nuevo código cuando se conecta a la mañana siguiente. ¿De acuerdo?

—Sí.

—Por lo tanto, primero desconectas el subsistema de aprendizaje. Una vez hecho esto, no tienes más que desconectar el vínculo. De esta manera, todavía puedes enviar nuevas instrucciones y correcciones a los robots. Pero la metarred no hará más modificaciones por su cuenta.

—Eso tiene sentido —dijo Terri.

—Desmontar la inteligencia será la parte complicada. Primero tendrás que ensayar el modelo en un entorno de prueba. Una vez hecho esto, el resto es sencillo. Tienes que preparar un listado de los robots y sus procesos. Puedes hacer las recomendaciones correspondientes a las tareas esenciales y no esenciales.

—Espera un momento. ¿No eres tú quien tiene que hacer todo esto?

Warne la miró. Su intención era dedicar al tema unos minutos, evaluar la situación, dar unas cuantas instrucciones y después dejar que Terri se encargara de la lobotomía. Ahora se le acababa de ocurrir otra cosa. Miró de reojo a Georgia, que se entretenía con el proyector holográfico. «No hay ningún virus ni fallo. Mi padre lo construyó», había dicho.

—Terri, tengo que preguntártelo. ¿Puede que le hicieras algo a la metarred, como administradora, que pudiese ser responsable de todo esto?

Los ojos castaños de la joven se encendieron con una súbita indignación.

—Nada. Es autónomo. Solo me he ocupado de registrar las actualizaciones.

—Así que has llevado un control de los cambios que la metarred ha hecho en las actividades de los robots.

—La mayoría de los cambios son de poca importancia. Refinar las conductas, actualizar los sistemas de gobierno y poca cosa más. Funciona por su cuenta.

Warne se levantó del taburete. Mientras pensaba, se masajeó la muñeca dolorida donde Currante lo había apretado.

—¿En qué estás pensando? —preguntó Terri.

«Porque mi padre lo construyó.»

Aparte de Georgia, la metarred era lo único que le quedaba. Era la credibilidad que necesitaba si pretendía conseguir algún trabajo académico de investigación. No podía permitir que lo desmontaran sin presentar batalla. Miró de nuevo a Terri. Si lo había entendido bien, si recortaban los trabajos de Robótica, la metarred también significaba mucho para la joven. Llevado por un impulso, apoyó una mano en el brazo de Terri.

—Corrígeme si me equivoco, pero ¿no acabamos de trazar nuestro plan de acción?

Terri asintió con una expresión de cautela.

—Pues, en ese caso, nos da un poco de margen. ¿Qué te parece si en lugar de llevarlo al desguace, levantamos el capó e intentamos reparar la avería?

Terri lo miró por un momento. Luego, lentamente, reapareció en su rostro la sonrisa traviesa.

—Creo que comienza a gustarme tu manera de pensar, capitán —dijo con una mirada provocativa—. Acabas de hacerte con un tripulante.

13:17 h.

— ¡Atención! —anunció una voz entre bambalinas a través del sistema de megafonía—. La función empieza dentro de tres minutos.

Roger Hagen consultó su reloj sin interrumpir su trote hacia el vestuario. Puntual como siempre. Alunas veces tanta puntualidad llegaba a ser deprimente.

Por todas partes se llevaban a cabo los últimos preparativos para el espectáculo en la Torre del Grifo. El técnico de efectos especiales estaba en su cabina. El director escénico repasaba los detalles con su ayudante. Los tramoyistas ponían en marcha las máquinas de humo y niebla. Los técnicos de sonido, los electricistas, los carpinteros y los maquilladores se ocupaban de sus tareas con la rapidez propia de la práctica. Algunos de los actores ensayaban movimientos de esgrima. Otros, sentados en los rincones, repasaban las frases en inglés medieval con sus profesores de dicción.

En otros parques, antes de comenzar la función los actores se comportaban como si estuviesen en una juerga estudiantil. En Utopía, en cambio, parecían más unos estudiantes preparándose para el último examen de licenciatura. Hagen pasó entre bastidores, con mucho cuidado para no tropezar con la infinidad de cables que había en el suelo, y luego bajó un tramo de escaleras.

El vestuario para el espectáculo en la Torre del Grifo estaba abarrotado: magos, doncellas con tocas y caballeros andantes a medio vestir. Resonaba el ruido de las máquinas de coser, y los ayudantes pasaban con percheros cargados de prendas de época. Harvey Schwartz, el fornido encargado del vestuario, vio a Hagen y sonrió.

—¡Eh, gente, mirad! —gritó mientras se apartaba de una fila de lavadoras y señalaba a Hagen—. ¡Es el que nos abandona!

—Sí, sí —murmuró Hagen.

Se quitó la camisa, abrió la taquilla y se puso el justillo de Nomex retardante del fuego colgado en el interior. Miró en derredor un tanto inquieto. A pesar de la atmósfera de estudio, también Utopía tenía sus tradiciones, como cualquier otro parque, y una de ellas era gastar una broma pesada a aquellos que trabajaban por última vez en uno de los espectáculos.

Uno de los ayudantes de vestuario se acercó para ayudarlo a ponerse la armadura. Hagen inspeccionó cada pieza —la coraza, las perneras, las botas—, atento a la presencia de algún regalo indeseable. El mes pasado le habían metido una caca de perro en el casco a un tipo que se despedía. El pobre no la había descubierto hasta que ya era demasiado tarde y había tenido que actuar durante toda la función con aquella poquería dándole vueltas por la armadura.

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