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Authors: Lincoln Child

Tags: #Intriga, Thriller

Utopía (55 page)

BOOK: Utopía
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—¿Qué tal va? —dijo el guardia con una gran sonrisa. Tendría casi cuarenta años, la piel muy bronceada y el bigote rubio bien recortado. Su acento tejano hacía juego con sus modales desenfadados.

—Bien —respondió Verne.

El hombre asintió.

—Usted no es el conductor habitual —comentó Verne.

El guardia no se inmutó.

—No. Soy Earl Crowe, supervisor de ruta de la AAS. En ocasiones me ocupo personalmente de las transferencias para asegurarme de que todo se hace de acuerdo con las reglas. Es lo mejor para que los clientes estén felices y contentos, y, demonios, ustedes son nuestro principal cliente.

Le ofreció la hoja. Verne la aceptó, sin desviar la mirada del conductor.

—Johnny está aquí —añadió Crowe—. Fuera. Anoche algunos de los muchachos se fueron de parranda, y se emborrachó. Así que hoy conduce el coche de escolta en lugar del camión.

No hay nada mejor que tragar polvo durante sesenta kilómetros para que a un tipo se le cure la resaca.

Verne soltó una carcajada. Cogió el bolígrafo y firmó la hoja sin molestarse en leerla.

—¿Están satisfechos con el servicio? —preguntó Crowe cuando Verne le devolvió la hoja—.

¿Tienen alguna queja o sugerencia que deba comunicar a la gerencia?

Verne, que ya se había acostumbrado a ser el último eslabón de la cadena, se sintió sorprendido y también satisfecho.

—La verdad es que no —contestó—. Ahora mismo no se me ocurre nada.

—Me complace mucho saberlo. De todas maneras, no dude en comunicarnos cualquier cosa que nos pueda ayudar a darles un mejor servicio.

—Puede estar seguro de que lo haré, gracias —afirmó Verne, que intentó imprimir a su voz un tono un poco más autoritario—. Si están preparados, abriré la cámara de transferencia.

Volvió a la sala de control y se apresuró a cerrarla puerta para aislar el ruido y los humos.

Una luz roja en el panel pasó a verde en cuanto se cerró la puerta. Verne miró a Pritchard, que había presenciado el encuentro a través de la ventana de observación. Asintieron.

Habían completado el «apretón de manos» visual con el camión.

—Comienzo la apertura de la cámara de transferencia —anunció Pritchard, mientras escribía una serie de órdenes en un teclado.

Verne, por su parte, escribió un segundo código de acceso en un teclado que estaba en el otro extremo de la sala.

Se escuchó un leve zumbido y, al otro lado de la pared de la sala de control, la puerta de la cámara comenzó a girar silenciosamente sobre los cojinetes. Pritchard y Verne se acercaron a otra ventana un poco más pequeña en la pared lateral. Para Verne, esta era una parte del trabajo que siempre le resultaba muy interesante.

Desde el momento en que el dinero ingresaba en el sistema de procesamiento monetario de Utopía, ya fuese desde las cajas del casino de Luz de Gas, un bar de Paseo o un vendedor de tocas en Camelot, ya no lo volvían a tocar manos humanas. Un proceso totalmente mecanizado se encargaba de transportar el dinero a las estaciones recolectoras, donde las máquinas se encargaban de contarlo, hacer los fajos, empaquetarlos y por último depositarlos en la cámara acorazada, fuera de la vista de los empleados. Ahora la pesada puerta curva se deslizó para dejar libre el paso a la cámara de transferencia, al tiempo que sellaba el pasillo que comunicaba con el resto de Utopía. Se oyó un sonido sordo cuando la puerta acabó su recorrido.

Verne miró a través de la ventana. La cámara acorazada quedaba oculta a la vista por la enorme puerta curva; pero cuando se ordenaba la apertura, la puerta giraba noventa grados y convertía el pasillo de acceso en una galería cerrada. Ahora en un extremo brillaba la luz del día, en el otro se acumulaba una fortuna y en medio estaba el camión blindado.

Los dos hombres miraron mientras Crowe cruzaba la cámara de transferencia, con dos bolsas de lona en la mano izquierda. Reapareció unos veinte segundos más tarde, con las bolsas llenas al hombro. Los fajos eran de ochenta billetes, la cantidad ideal, como le habían explicado a Verne en el cursillo de orientación, para el manejo y el transporte por el sistema automático.

Crowe entró de nuevo para recoger otra carga. Se movía con la rapidez propia de alguien con mucha experiencia en este tipo de trabajo. «Está muy bronceado para ser supervisor —pensó Verne—. Debe de frecuentar mucho los campos de golf, o quizá con ese acento que tiene es que arrea ganado.» Aunque Verne no alcanzaba a verlo detrás del blindaje transparente, sabía que el conductor del camión vigilaba atentamente a Crowe, sin perder en ningún momento el contacto visual y por radio con el guardia.

Crowe reapareció con otra carga, entró en el camión y salió de nuevo, con la escopeta debajo del brazo derecho. Verne miró el arma con indiferencia. Era un buen montaje, todo muy ordenado y práctico. El personal de Utopía nunca tocaba el dinero, nunca iba armado.

Para eso contrataban a especialistas y se encerraban herméticamente durante todo el proceso. Sin duda a los inspectores de seguros les encantaba.

Crowe continuaba con su trajinar. Incluso a su ritmo, tardaría un rato en mover cien millones de dólares. Aburrido, Verne se apartó de la ventana, se sentó pesadamente en su silla delante del panel de control y se desperezó una vez más.

Earl Crowe entró en la caja del camión blindado y descargó las pesadas bolsas. El conductor, que lo esperaba, abrió las bolsas y vació el contenido. Docenas de fajos idénticos cayeron sobre el suelo de acero y goma. No era el procedimiento fijado por las normas —el conductor tendría que haber permanecido al volante, ocupado en vigilar la carga, atento a la presencia de cualquier extraño que pudiese representar una amenaza—, pero en el interior de pasillo sellado estaban ocultos de cualquier mirada.

Crowe se echó al hombro las bolsas vacías y luego miró al conductor, que se apresuraba a guardar los fajos en los compartimientos instalados en las paredes de la caja.

—Te gusta esto de conducir de nuevo un blindado, ¿no? —comentó.

El conductor asintió sin interrumpir el trabajo.

—Pues sí. Y, por primera vez, me quedaré con lo que transporto.

Crowe se rió por lo bajo. Se volvió y salió de la caja para ir a buscar otra carga.

16:16 h.

El equipo de guardias de la sala VIP se había reducido considerablemente desde la última visita de Warne. Solo vio a dos: uno que vigilaba la entrada, el otro en el interior, junto a una columna de alabastro, con las manos a la espalda. La música que interpretaba el cuarteto de cuerda sonaba en la sala.

El guardia de la entrada miró la insignia que Warne llevaba en la solapa y los autorizó a entrar.

—¿Qué venimos a hacer aquí? —preguntó Peccam mientras cruzaban el vestíbulo.

—No lo sé —respondió Warne—. Pregúntemelo de nuevo dentro de cinco minutos.

Pero en realidad sí lo sabía, o al menos eso esperaba.

Mientras en el exterior sonaba la música, el suave murmullo de las fuentes y la conversación de un puñado de personas sentadas en los sillones de cuero, oyó en su mente las palabras de Poole: «El transmisor de alta potencia que encontramos en la bolsa no puede enviar una señal a través de las paredes, necesita un campo visual despejado. En cuanto salgan del edificio, harán estallar las cargas. La cúpula caerá sobre el parque, y ellos aprovecharán la confusión para escapar».

Quizá Poole conseguiría encontrar las cargas a tiempo, desactivar todas las posibles para evitar el desplome de la cúpula. Pero no tenían la seguridad de que pudiera conseguirlo y eso significaba que solo quedaba una única alternativa: impedir que el camión blindado saliera del subterráneo de Utopía.

De nuevo, la voz de Poole sonó en su cabeza: «Tienen armas. Muchas armas. Los guardias de Utopía están desarmados».

Era verdad. Utopía no tenía armas para emplear contra el camión acorazado. Pero quizá, solo quizá, tenían otra cosa.

Warne abrió las puertas y siguió por el pasillo alfombra do, mientras intentaba recordar la disposición de las salas.

Las había visto de pasada, en medio de las prisas, y tenía que confiar en la suerte. «Creo que era esta», decidió y, sin molestarse en llamar, la abrió.

En la habitación, el hombre bajo y delgado llamado Smythe se volvió al oír que abrían la puerta. Tenía las gafas casi en la punta de la nariz; los cabellos, muy bien peinados cuando había hecho el viaje en el monorraíl durante la mañana, ahora estaban desordenados. Al parecer, llevaba rato paseándose para entretener la espera.

Se oyó un zumbido y algo se movió detrás de la mesa donde reposaba la cafetera. Un segundo después apareció Tuercas. Las cámaras gemelas que eran sus ojos enfocaron a su creador, y el robot se acercó rápidamente con un sonoro ladrido. Warne le palmeó la cabeza, aliviado al verlo allí, y dio gracias a Dios por haber encontrado también al hombre.

—Señor Smythe, soy Andrew Warne. ¿Me recuerda?

El hombre se acomodó las gafas y lo miró.

Ah, sí. Viajamos juntos en el monorraíl esta mañana, y después creo que nos volvimos a ver aquí. La señorita Boatwright lo llamó después de que… de que… —Se interrumpió.

—Así es —se apresuró a decir Warne—. Le presento a Ralph Peccam. Es uno de los técnicos de vídeo del departamento de seguridad y ha venido en representación de Bob Allocco, el hombre que estaba con la señorita Boatwright.

«Diez minutos —susurró una fría voz en su cabeza—. Dispones de diez minutos, quizá menos.» Toda esa charla cortés era un suplicio, pero vital. Para que esto funcionase, tenía que ganarse la confianza de Smythe.

—Señor Smythe, espero que me perdone, pero tenemos cierta prisa. Me pregunto si podría ayudarnos a hacer una cosa.

El hombre se quitó las gafas y comenzó a limpiarlas con la punta de la corbata. Sin las gafas para protegerlos del mundo exterior, sus ojos azul claro parecían indefensos, sorprendidos.

—Por supuesto, si está en mi mano.

—Señor Smythe, ¿puede decirme que clase de fuegos de artificio tienen almacenados en el parque?

El pirotécnico continuó limpiando las gafas.

—Los habituales. La clase B.

—¿Clase B?

—Por supuesto. Libro naranja clasificación uno punto tres. —Al ver que sus palabras habían sido insuficientes, añadió—: Es una de las clasificaciones de la ONU para materiales peligrosos. Uno punto tres. Proyectiles de alto riesgo. Solo para ser usados en exhibiciones, no aptos para el uso general. —Pareció sorprendido ante semejante muestra de ignorancia.

—¿Hay muchos?

—¿Muchos? ¿Se refiere a fuegos de artificio? Oh, sí. Piense que hay varios espectáculos pirotécnicos todas las tardes. Sobre todo hay cometas, lluvias de estrellas y…

—Ya veo. ¿Cuáles son los que estallan?

Smythe acabó de limpiar las gafas.

—¿Estallan? —preguntó. Tenía el irritante hábito de repetir la última palabra de una pregunta—.Bueno, veamos. Todas las bengalas estallan, porque ese es su objetivo.

—Comenzó a explicar las diferencias con el tono lento y paciente de alguien que habla con un niño pequeño—. Hay dos clases de pólvora negra; una que se utiliza para propulsar la bengala y otra que estalla.

—No, no —lo interrumpió Warne—. Quiero saber cuáles son las que estallan.

—¿Estallan? Bueno, eso depende de lo que usted entienda por estallar. Tenemos cascadas y molinetes, que son aquellas que tienen movimiento. Estallan lateralmente, y después tenemos las cascadas multicolores que…

—¡No! —Warne consiguió controlarse con un esfuerzo tremendo—. Quiero saber cuáles pueden ser destructivos como una bomba.

Smythe pareció sorprenderse. Se puso las gafas.

—Yo diría que todas lo son, o por lo menos la mayoría. Eso, claro está, si se utilizan incorrectamente. —Titubeó y miró a Warne con más atención—. Pero las que se utilizan en las exhibiciones a cielo abierto, las tracas, serían las más…

—Su voz se apagó.

—¿Dónde las guardan? —preguntó Warne, que casi saltaba de impaciencia.

—En los depósitos del nivel C.

—¿Tiene usted acceso?

—Naturalmente. Supervisé la instalación.

Warne miró a Peccam, que había seguido la conversación con una expresión cada vez más incrédula. Después miró de nuevo a Smythe.

—Escuche, necesitamos su ayuda. Sin usted no podemos hacer nada. Es algo relacionado con… con lo que usted encontró en la sala de los especialistas. ¿Podría llevarnos a los depósitos donde guardan el material pirotécnico?

Smythe vaciló, esta vez un poco más.

—Por favor, señor Smythe. Es cuestión de vida o muerte. Se lo explicaré sobre la marcha.

No podemos perder ni un segundo más.

Por fin, Smythe asintió.

—Muy bien, en marcha —dijo Warne. Sujetó al experto de un brazo y casi lo arrastró hacia la puerta—. Lo más rápido que pueda, por favor. —Entonces se detuvo y miró atrás—. Tuercas, seguir.

Con un bocinazo de alegría, Tuercas siguió al grupo fuera de la habitación.

Mientras avanzaban a la carrera por el pasillo, Warne le daba vueltas al ecolocalizador del robot que llevaba en la muñeca.

16:20 h.

Angus Poole subió la escalera de dos en dos escalones, sujetándose con ambas manos a las balaustradas para darse impulso. Había pasado muchos años desde la última vez que había hecho marchas forzadas con el equipo completo, y ahora le faltaba el aliento. A su izquierda, la pared de la caja de la escalera se perdía en las alturas. A su derecha, al otro lado del cristal opaco que solo permitía la visión en un sentido, aparecían los verdes prados y los pabellones multicolores de Camelot, un fantástico tapiz de almenas, gallardetes y construcciones medievales. Poole no le prestó atención.

Había tardado más de lo previsto en encontrar el acceso a la escalera: primero había tenido que convencer a uno de los actores de Camelot y luego, con la ayuda de la tarjeta de Warne, conseguir que un guardia le permitiera pasar. Mientras subía, prefirió no pensar en los muchos minutos desperdiciados.

Tampoco quería pensar en lo descabellado que era todo aquello. La idea de que habían colocado explosivos para derrumbar la cúpula sobre el parque y matar a miles de personas parecía demasiado exagerada incluso para alguien como John Doe. Poole se preguntó si Sarah Boatwright habría entendido bien las palabras que había dicho Barksdale con la boca destrozada, o si se podía creer en Barksdale. Quizá no era más que el delirio de un moribundo o tal vez un plan para escapar, para conseguir que lo dejaran solo en el centro médico. Pero el instinto le decía otra cosa. Barksdale se había mostrado desesperado por hablar, se había ahogado con su propia sangre en sus esfuerzos para advertirle a la directora del parque lo que iba a suceder. Solo mover las mandíbulas aplastadas debía de haber sido un dolor terrible. No podía ser que estuviese mintiendo.

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