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Authors: Lincoln Child

Tags: #Intriga, Thriller

Utopía (59 page)

BOOK: Utopía
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La única respuesta de Terri fue acariciarle de nuevo los cabellos.

—¿Qué dijo papá que debíamos hacer? —preguntó Georgia.

—Dijo que debíamos quedarnos aquí, que debíamos cuidar la una de la otra. Proteger a Sarah. Montar guardia.

Georgia se apartó.

—¿Montar guardia? —El miedo apareció en sus ojos con una rapidez sorprendente—. ¿Crees que volverá el hombre con el arma?

Terri la abrazó de nuevo.

—No, cariño, no lo creo. Pero así y todo debemos montar guardia.

Georgia rebulló entre los brazos de la muchacha.

—¿No Crees que deberíamos cerrar la puerta? —preguntó la niña.

Terri miró a través de la antesala. En su aturdimiento, se había olvidado de que el médico había dejado abierta la entrada principal.

—Sabes, creo que es una buena idea.

Se separó de Georgia suavemente y cruzó la antesala.

—Quizá… quizá también tendrías que echar el cerrojo.

Terri caminó por el resplandeciente suelo de mosaicos de la antesala y asomó cautelosamente la cabeza para mirar a ambos lados del pasillo. Estaba desierto. En la distancia se oía el sonido de una alarma. Cerró la puerta, echó el cerrojo y comprobó que estuviese bien cerrada.

Ya no se oía el llanto, y, mientras iba a reunirse de nuevo con Georgia, un manto de silencio se extendió por las dependencias de seguridad.

16:25 h.

Un océano profundamente azul, del más puro azul, salpicado solo por algunas manchas de blanco. En absoluta calma, el distante sonido de la marea que bajaba y subía en una eterna monodia, aquella playa perfecta que todo soñador sabe que está en las antípodas de la tierra, y que sería nuestra si pudiésemos encontrarla.

Entonces Poole fijó la mirada y la ilusión se esfumó.

Por un momento, lamentó perderla. No había ningún océano; solo la cúpula azul y negra de Utopía, con los vértices resplandecientes bajo el sol de la tarde. El rumor de la marea era el de la sangre en los oídos. No había ninguna playa de arena blanca; solo los ásperos cantos de las piedras que se le clavaban en el cuello v la espalda. También lo torturaba una opresión en las sienes, pero lo peor de todo era lo que parecía ser un hierro al rojo clavado en las entrañas.

Fue entonces cuando lo recordó todo, y en una reacción instintiva intentó sentarse.

El dolor en el abdomen fue como el de una lanza de fuego. Soltó un gemido y renunció al intento.

Había caído en la trampa como un imbécil. Un arma oculta detrás de la espalda era el truco más viejo del mundo. Él mismo lo había utilizado en más de una ocasión. Ya estaba demasiado viejo para estos juegos.

Pero no había tiempo para quedarse tumbado y lamentarse.

Poole se irguió de nuevo y avanzó a gatas por la hondonada hasta que consiguió salir. El dolor en el vientre era insoportable, y con un gemido se dejó caer entre dos enormes pilares de la base de la cúpula, a la sombra de la pasarela más baja. Allí había una carga explosiva; nadie se atrevería a dispararle si se mantenía cerca del explosivo.

Sujetándose al borde de la pasarela, se levantó poco a poco.

Unas manchas negras flotaron delante de sus ojos, y a punto estuvo de perder el conocimiento, pero era vital saber cuál era la situación.

Se apoyó en la cúpula y miró alrededor. Vio el cadáver del operario tendido en el fondo de la hondonada. Más allá, el hombre vestido con el mono marrón —el que tenía todas las armas— yacía boca arriba. Por encima del borde de una roca, Poole solo alcanzaba a verle las piernas y el brazo derecho. Pero no se veía movimiento alguno. Debía de haberle dado mientras caía de espaldas al recibir el impacto del proyectil.

Intentó pensar con claridad a pesar del terrible dolor. Quizá había otros. Lo primero que tenía que hacer era conseguir un arma, pero para ello primero necesitaba moverse.

«Echen una ojeada —les había dicho un instructor durante una de las sesiones de entrenamiento avanzado—. Evalúen la herida.» En la pantalla había aparecido la imagen en blanco y negro de un viejo campo de batalla, los soldados tumbados en las trincheras, con unos sombreros pequeños y unas botas de aspecto ridículo, y las prendas desordenadas.

«Miren a esos confederados muertos —había añadido el instructor—. ¿Por qué creen que tienen las camisas desgarradas? No es obra de los que buscaban hacerse con algún botín, sino que fueron ellos mismos que buscaban los orificios de entrada o salida. Tenían claro que, si los habían herido en el vientre, morirían. Echen una ojeada. Evalúen la herida y después obren en consecuencia.»

Todo esto pasó por la mente de Poole en una fracción de segundo.

Con la respiración entrecortada, Poole agachó la cabeza para mirarse la cintura. La chaqueta de pana parecía intacta; solo estaba sucia con el polvo gris de la meseta.

Entonces vio el pequeño orificio unos centímetros por encima del bolsillo izquierdo. Apretó las mandíbulas y con mucho cuidado apartó la chaqueta.

Lo primero que vio fue la sangre, un charco de sangre. Tenía empapado el faldón de la camisa, y por un momento se mareó ante la visión. Se mordió el labio inferior mientras se obligaba a concentrarse. Se desabrochó la camisa y retiró la tela con toda la delicadeza que pudo. En cuanto despegó la tela, la sangre manó de la herida.

Entonces vio la herida, un orificio con los bordes desgarrados en el lado izquierdo de la cintura. No parecía haber afectado ningún órgano vital, pero sangraba en abundancia.

Sabía que el orificio de salida era mucho más grande, y le dolía horrores. Poole, por su preparación en el ejército, sabía lo que podía esperar, pero nunca había imaginado que el dolor sería tan brutal e implacable.

Apartó la mano de la herida mientras se deslizaba hasta el suelo. Una vez más, recordó las palabras del instructor: «Si están en una situación de combate, es inútil tumbarse y esperar a que llegue un médico. Tienen que aprender a trabajar con el dolor. El dolor es su amigo. Significa que no están incapacitados del todo. Así que metan el dolor en una caja.

Cierren la caja y tiren la llave. Después metan la caja en otra más grande. Ciérrenla. Tiren la llave. Luego metan la caja en otra todavía más grande. Ciérrenla, pero esta vez no tiren la llave, guárdenla en el bolsillo. Después dejen esta caja a un lado. La abrirán más tarde, cuando tengan tiempo».

Poole permaneció quieto durante unos segundos e intentó respirar con cierta regularidad.

Luego levantó la mano derecha y consultó su reloj: las 16.27.

Se sujetó de nuevo a la pasarela, se arrodilló y después, con un esfuerzo supremo, se puso de pie. El mundo se inclinó peligrosamente, y cerró los ojos, bien sujeto a la pasarela, mientras esperaba a que las cosas se tranquilizaran. Al cabo de unos segundos, abrió los ojos.

En la sombra de la cúpula, las grietas y los relieves de la meseta formaban un laberinto de grises y marrones. Buscó la pistola, pero lo único que vio en el paisaje monocromático fue el fusil M-24, allí donde le había dicho al hombre que lo dejara caer. Volvió la cabeza a la derecha. A unos quince metros distinguió la pequeña caja de control que había visto antes de descubrir el cadáver en la hondonada.

Dio un paso, después otro, y cerró los ojos de nuevo cuando el mundo se bamboleó.

Lentamente, como un anciano, se agachó para recoger el fusil. El dolor fue como un latigazo, y apretó las mandíbulas para reprimir un alarido. Le pareció que estaba a punto de perder el conocimiento y esperó a que pasara el mareo. A continuación se levantó tambaleante y, con el fusil preparado, se acercó al hombre del mono marrón.

Yacía boca arriba, las piernas separadas, el brazo derecho extendido y el izquierdo sobre el pecho. No se veía ninguna herida. Poole se preguntó por un momento si todo aquello no era más que obra de su imaginación, que era él quien estaba tendido en la grieta a punto de exhalar el último suspiro.

Entonces vio el agujero sanguinolento donde había estado el ojo derecho, y el charco negro debajo de la cabeza, que se escurría por las fisuras de la piedra.

Poole se volvió. Jadeaba mientras hacía lo imposible para meter el dolor en la caja. Tenía muy presente que continuaba sangrando, pero no tenía tiempo para ponerle remedio. El fusil le pesaba en la mano. Lo que realmente necesitaba hacer de inmediato era desactivar la caja de control.

Caminó lentamente hacia la base de la cúpula. Sujetándose de la balaustrada de la pasarela para darse impulso, avanzó paso a paso, atento al recorrido del cordón detonador que serpenteaba hasta la caja. Ahora veía, a unos treinta metros de la base de la cúpula, la parte superior del muro trasero de Utopía. Por detrás de este se extendía un techo de cemento que iba de un extremo a otro del cañón. La azotea parecía una maraña de antenas, chimeneas, tubos de ventilación, casetas de ascensores y plataformas de lanzamiento de fuegos de artificio. Más allá del borde, y quizá a unos sesenta metros más abajo, estaba el aparcamiento de los empleados y, un poco más lejos, la carretera de servicio que bajaba desde la desolada meseta hasta la autopista 95.

Poole no prestó mucha atención. Solo le interesaba la caja que tenía cada vez más cerca.

Intento no pensar en el tiempo, no pensar en que, en cualquier momento, el camión blindado saldría del subterráneo, John Doe o alguno de los secuaces apretaría el botón del transmisor y se tardaría una eternidad en recoger los minúsculos restos de Angus Poole. Si conseguía llegar a la caja de control y neutralizarla, quizá tendrían una oportunidad.

La caja estaba bien sujeta en uno de los travesaños de la pasarela, y los cordones detonadores seguían diversas direcciones. Poole intentó arrodillarse, pero otro latigazo de dolor lo hizo caer al suelo. Se levantó con la ayuda del fusil a modo de bastón, y procuró dominar la tortura del dolor el tiempo necesario para coger la caja y desactivar el aparato infernal.

Pasó la mano por la pulida superficie. Con un esfuerzo, centró la mirada en la caja.

No era un receptor, sino sencillamente una caja de empalmes. Poole parpadeó, aturdido por la sorpresa y la incredulidad. Un poco más allá vio una escalerilla que comenzaba en la pasarela. Un cable más delgado salía de la caja y subía por uno de los soportes de la escalerilla. La mirada de Poole siguió el recorrido del cable y allí estaba, el maldito transmisor que buscaba. El dinamitero lo había colocado debajo de una segunda pasarela, a unos quince metros por encima de la primera, para que el transmisor de John Doe tuviese un campo visual despejado.

Le cedieron las rodillas y cayó sobre el suelo pedregoso.

—Dios —gimió—. Oh, no. No, no, no.

Quince metros; para el caso daba lo mismo que hubiesen sido ciento cincuenta. Era imposible que pudiera subir hasta allí. Cerró los ojos. Era demasiado tarde, demasiado tarde para llegar al receptor, demasiado tarde para desactivar el mecanismo de disparo, demasiado tarde para alejarse a una distancia prudencial. En realidad, demasiado tarde para todo.

16:28 h.

Heladero, sentado al volante del camión blindado, mantenía una mano apretada contra los auriculares. En su rostro había una expresión de intriga. Al cabo de unos segundos, bajó la mano y sacudió la cabeza.

—¿Qué pasa? —le preguntó Earl Crowe, que ocupaba el asiento del pasajero.

—No lo sé, pero juraría que he oído a alguien que reía.

Crowe miró a Béisbol y Cascanueces, y después se encogió de hombros como una manifestación de que no tenía ninguna importancia.

John Doe, que se había quedado solo en el compartimiento de carga, había cogido un fajo de unos de los cofres y se entretenía en hacer palomitas de papel con los billetes. Tenía el transmisor de infrarrojos a su lado. Consultó su reloj.

—¿Alguna noticia de Búfalo de Agua?

Heladero sacudió la cabeza.

—Le daremos otros sesenta segundos.

Se hizo el silencio en el interior del camión. John Doe acabó de hacer la palomita, la dejó a un lado con mucha delicadeza, cogió otro billete y empezó una segunda. Pasó el minuto.

Doe miró al conductor.

—Muy bien, nos vamos —anunció—. Búfalo de Agua puede volver caminando a Las Vegas.

Heladero apretó el botón del micrófono.

—Utopía Central, aquí Nueve Eco Bravo. Problema resuelto. Nos vamos.

—Utopía Central confirma —respondió una voz—. Ya era hora. Informe cuando llegue a la carretera. Cambio y fuera.

Heladero puso en marcha el escáner que sintonizaba las emisoras de la policía. Después miró el panel que tenía en el tablero a la derecha y apretó un interruptor señalado como controlador de carga. El motor aumentó de revoluciones. Heladero quitó el freno de mano y pisó el acelerador.

—Caballeros, estamos en marcha —anunció.

El sonido del motor cambió en el momento en que Warne y Peccam corrían para reunirse con Smythe. Sonó más fuerte.

Después se oyó un chistido de los frenos de aire, el ruido del cambio de marchas y el de los engranajes de la transmisión.

Warne y Peccam intercambiaron una mirada.

Durante una fracción de segundo solo se oyó el rugido del motor y los jadeos de Peccam.

—¿De verdad lo conseguiremos? —preguntó el técnico.

—No lo sé. Eso espero. —Warne miró a Smythe—. Bueno, ¿cómo lo disparamos?

Smythe movía los labios, pero las palabras eran inaudibles. Warne se acercó.

—No hay apoyo —decía el experto—. No hay un equipo contra incendios. No hay personal de carga. No hay observadores, no hay monitores. —Parecía estar contando algo con los dedos; quizá eran todas las normas locales, estatales y federales que iban a saltarse.

Todo el pasillo pareció vibrar con el estruendo del camión que se acercaba. En cualquier momento aparecería.

—¡Smythe! ¡Enséñeme cómo!

Smythe lo miró, sobresaltado.

—Tiene que quitar el capuchón protector de la mecha.

Warne arrancó los protectores de las mechas que salían de los morteros.

—Se enciende la mecha con el bastoncillo. Con el brazo extendido. Hay una demora muy corta, quizá de medio segundo, para apartarse a una distancia segura. Protéjase la vista del fogonazo. Es probable que lo ciegue…

—¿Se enciende la mecha con qué?

—Con el bastoncillo. —Smythe le señaló un manojo de varillas rojas que se parecían a las largas cerillas para encender las chimeneas.

Warne cogió una y la observó.

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