Utopía y desencanto (31 page)

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Authors: Claudio Magris

Tags: #Ensayo

BOOK: Utopía y desencanto
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El héroe de Hesse, portador de esa verdad y del sentido unitario de la vida, es el vagabundo, el viandante, el hombre sin casa y sin valores, el anarquista sin dueño. Vagabundos sin vínculo alguno que los ate, sin patria ni códigos de valor preconstituidos son Goldmundo y Knulp, Siddharta y Harry Haller, el lobo estepario; viandantes, es decir, nómadas del espíritu son Demian, su amigo Sinclair y el pintor Klingsor, que en todas partes y en ninguna se encuentra en su casa; desarraigado de toda
religio
humana y social es Klein, empleado falso y fugitivo. Viandantes en sentido espiritual son también no sólo los eternos peregrinos del relato alegórico
Viaje a Oriente
, sino también los niños, tan presentes en la narrativa de Hesse (de
Bajo las ruedas
a
Peter Camenzind
pasando por
Alma infantil
), si es verdad que, por lo menos a partir del romanticismo, el vagabundo es el hombre que se sustrae a su aplastamiento por el engranaje social para ser solamente él mismo, libre, feliz y tarambana como el tunante de Eichendorff, porque sólo es capaz de vivir e incapaz de adaptarse a cualquier reducción utilitarista de su persona.

Como antítesis del adulto unidimensional, el niño representa la vida íntegra, cuando no pasa a representar en cambio la integridad vital ya triturada por el mundo adulto. Los héroes de Hesse son los herederos del holgazán romántico de Eichendorff, que sólo vale para vagar por los bosques negándose a cualquier integración en el universo burgués. Tal vez la más extraordinaria poesía de Hesse sea la poesía del vagabundeo, la poesía de la calle y las estaciones, del largo caminar y de la breve pausa, de la familiaridad aventurera con la que el viandante se adentra en el mundo lejano, extranjero y sin embargo tan cercano.
Narciso y Goldmundo
, la sin embargo redundante y enfática novela medieval centrada una vez más en la desavenencia-identidad de mundo y espíritu, es una novela de la vida libre y vagabunda, incoercible como la naturaleza a través de la cual se desarrolla su deambular y dulce como el amor, la pausa de amor breve pero intensa que el camino ofrece siempre al vagabundo.

El viandante no sólo tiene sin embargo el atributo de la libertad, sino también una función social. Su cometido es el de introducir desorden en el estrecho orden de los burgueses, el de sacudir a los sedentarios de la entumecida y por consiguiente cruel limitación de su campo de visión y mostrarles los horizontes lejanos de otras posibilidades de vida, como hace con sus mujeres encendiendo en ellas —en el breve encuentro del que le es dado gozar, puesto que la caducidad es su destino— la nostalgia de las lejanías. El viandante es el anarquista que destruye los valores codificados para allanar el camino hacia otros; es el portador o la encarnación de la vida cambiante y una en sus cambios, que hace añicos cualquier forma agarrotada y monolítica de vida. Es pues la voz de la corriente vital que desquicia las certidumbres de los sistemas particulares cristalizados, pero esa anarquía suya recibe también una carga de compromiso moral y humanístico, porque se dirige no ya a predicar lo indistinto o la indiferencia hacia lo individual, sino a liberar las posibilidades vitales que todo código reprime e inhibe.

Al místico viandante-asceta indio, cuya inalterable sonrisa está dirigida a las cosas supremas y es indiferente a las miserias terrenas, le sigue el modelo del agudo y escéptico vagabundo chino, que busca la paz del corazón enmendando las deformaciones humanas y las mentiras sociales. El viandante es pues espíritu, porque es el espíritu lo que mella la rencorosa y pávida seguridad burguesa, pero es sobre todo sensualidad, voz del deseo rebelde que reivindica —como el pecador Goldmundo ante el santo Narciso— su propia plenitud libre y creativa. El viandante es el artista, capaz, al igual que Goldmundo, de «conjurar con el espíritu el encantador sinsentido de la vida que pasa, y de transformarlo en sentido», en cuanto que representa al hombre ligado a la sensualidad, que el mismo Narciso reconoce más cercana al gran origen materno y superior al espíritu paterno.

El viandante es pues para Hesse, como le había enseñado su amadísimo Nietzsche, el destructor de los viejos valores. Hesse es en efecto de los primeros en advertir la carga revolucionaria de las grandes figuras de las que suele apoderarse la ideología conservadora, gracias desde luego a sus contradicciones y errores: Nietzsche y Hamsun, viandantes y grandes poetas del vagabundeo, son dos de sus autores preferidos. Ya en
El retorno de Zaratustra
, pone en boca del desdeñoso e irónico solitario nietzscheano recriminaciones y burlas contra los pecados filisteos alemanes, como el nacionalismo y la obsesión de ser incomprendidos y traicionados. Naturalmente, Hesse está demasiado desencantado como para no entender que desde los tiempos de Eichendorff han cambiado también el destino y el itinerario del viandante. El paisaje en el que se aventura el trotamundos moderno ya no es la amistosa libertad del bosque, en el que cabe ser despreocupados y felices, sino que es el mucho más inhóspito paisaje ciudadano, el adoquinado de la inhumana y alienada metrópolis moderna en la que están en vigor leyes anónimas y rígidas que ponen mucho más duramente a prueba la libertad del individuo.

Igual que su admirado Knut Hamsun, cuyos vagabundos sin ley yerran por los bosques de la Nordland pero también entre las más amargas piedras de Cristiania, también Hesse hace caminar a sus nómadas por los bosques, como a Siddharta, o entre los campos, como a Goldmundo o Knulp, pero asimismo por la ciudad y el mundo burgués, como a Klein y Harry Haller. En ambos casos el nómada tiene que volver a espabilar la vida de los sedentarios, pero mientras que en el mundo arcaico preburgués conserva intacta su indómita y gozosa libertad, en la tortuosa y lacerada sociedad burguesa el viandante se encuentra amenazado en lo más íntimo de sí mismo, está obligado a vivir en él mismo las laceraciones y cadenas contra las que se alza en rebeldía, en una rebeldía que se hace estridente y cuyo heroísmo sólo puede ponerse de manifiesto en la disonancia. De la misma forma que el viandante nietzscheano o hamsuniano es fatalmente reacio y soberbio respecto a la desenfadada y abandonada soltura del zascandil de Eichendorff, también Klein y Harry Haller dan muestras, no ya de la regia integridad de Goldmundo y Siddharta, sino de una angustiosa escisión y una sañuda cautela defensiva.

En el mundo moderno hasta el viandante, hasta el destructor de valores, se ha convertido en un burgués, por lo menos en parte: es un complemento del mundo burgués, como se dice en
El lobo estepario
, y alberga también en él a un burgués, del que se esfuerza por desprenderse. Hesse entendió la pegajosa potencia de la sociedad, que se insinúa en el ánimo de sus mismos rebeldes, surgiendo y renaciendo en ellos en forma de un malestar que los paraliza o deforma. La burguesía, escribe también Hesse en
El lobo estepario
, prospera merced a la fuerza anómala de sus
outsiders
. El viandante moderno, que se nutre de ese malestar que él siente más que los otros, asume necesariamente rasgos inseguros y malignos y símbolos inquietantes: es el Caín de
Demian
, orgulloso del estigma de inaccesibilidad que lleva marcado en la frente, es el solitario hostil al rebaño o el guerrero germánico cuyo fatalismo exalta la caducidad y el desorden contra la duración de la forma latina, es el nómada que desprecia los valores patrios y el
ethos
de la compasión para celebrar la fraternidad de las armas y la crueldad del
amor fati
, es el aventurero que ama el desafío por el desafío mismo o el hijo pródigo que quiere ir siempre hacia adelante y no detenerse nunca, con una ansiosa incertidumbre que nada tiene que ver con la resuelta valentía de Ulises, dispuesto a aceptar los desafíos pero sobre todo atento para evitarlos —en cuanto no necesitaba demostrarse a sí mismo ni a los demás su coraje— y errabundo por deseo de volver a casa, aunque estuviera siempre listo para gozar de las paradas imprevistas.

Demian
es también un retrato de esta inquietud, con su sutil y ambigua representación del
pathos
del crepúsculo europeo, que arrastra a todos e incluso a los dos protagonistas a la exaltación de la guerra y a la fiebre de una destrucción sacrificial. En
Demian
y en
El último verano de Klingsor
parece como si Hesse se identificara hasta el fondo con la ebriedad de muerte de la vieja Europa, con la voz de la gran Madre aniquiladora que llama a la destrucción. También en
Narciso y Goldmundo
la Madre primigenia esboza sobre el abismo de la vida y la putrefacción una sonrisa enigmática y cruel. Pero en
Demian
, como para conjurar las posibles consecuencias ético-políticas de ese canto a la muerte, se dice que toda furia homicida hacia otro hombre se dirige, sin saberlo, contra la imagen de algo que está en el corazón del que mata.

Los valores que el viandante destruye y renueva hacen referencia sobre todo, en sus formas más diversas, al sentido del yo, principio cardinal de la civilización burguesa. Igual que en el ejercicio religioso de la inspiración y la expiración, ese camino hacia el yo pasa a través de la liberación del yo. Siddharta se consagra a la despersonalización, logra durante algunos instantes convertirse en garza o chacal, persigue el regreso a un estadio del yo todavía no prisionero de la jerarquizada unidad estoico-burguesa, a un estadio de confiada familiaridad con todas las cosas y de incesante metamorfosis, o sea de participación en el ser viviente al completo. Para llegar a esa meta hay muchos caminos y ninguno, todos son buenos y todos malos, hace falta voluntad de concentración pero también hace falta saber deshacerse de esa voluntad; la meta está aquí y en cualquier otro sitio, tal vez es inalcanzable y tal vez se ha alcanzado ya desde el principio. Siddharta descubre que los hombres-niños, las criaturas inmersas en la superficialidad, saben amar, a diferencia de él mismo, que es incapaz, e intenta hacerle comprender a Govinda que el mundo, tal como es, es perfecto en cada uno de sus instantes, es ya la perfección buscada por los ascetas. Para Harry Haller, el tortuoso intelectual fuera de la ley y mártir de su propia inteligencia exasperada, la sabiduría suprema consiste en aprender a bailar y a amar las cosas frívolas. Hesse parece oscilar entre San Agustín, conforme al cual quien busca ha encontrado ya, y Kafka, para el que quien busca no encuentra y sólo a quien no busca lo encuentra la gracia.

En esta búsqueda paradójica —y basada en la paradoja como toda mística— la poesía de Hesse está forzada a veces a la tautología a la que se ve forzado todo místico, que sólo puede decir que las cosas son como son. La vehemente y monótona revelación de la identidad existente entre el Uno y lo Múltiple imprime a veces a la página de Hesse el carácter de una vibrante pero tautológica duplicación o reproducción de las cosas, que podría prolongarse hasta el infinito en un infinito inventario del mundo. Si en este inventario todo es equivalente a todo y todo participa igualmente de la divinidad de la vida, se desmorona también el sentido de la epifanía y de su repetición en la página, porque la vida divina está ya siempre y en cualquier parte sin necesidad de ninguna iluminación y todos participan de ella en el mismo grado, hasta el mismo burgués filisteo que parece su negación y que la poesía estaría llamada a despertar, contraviniendo así su conciencia de que no existe diferencia entre quien duerme y quien vela. Hesse comete a menudo el pecado poético de describir explícitamente y enumerar como en una suma esa unidad de la vida que la poesía aprehende de veras cuando la capta indirectamente y por un instante, como en el cielo que el tolstoiano príncipe Andrea herido vislumbra alto y total encima de él; es decir, cuando la capta como un fondo que se puede evocar de refilón hablando de otras cosas, pero que es menester renunciar a decir o a representar pormenorizadamente, si no se quiere violar en el discurso su indefinible plenitud. La totalidad es el resuello que se advierte en la mazurca de Natasha, en
Guerra y paz
, no la teorización o la declaración de la presencia de ese resuello en aquel baile.

Las parábolas de Hesse acerca de la identidad de la vida, vehementes y cautivadoras, se reducen a narrar y repetir siempre la misma historia, como las tres vidas que se suponen escritas por Josef Knecht al final de
El juego de los abalorios
. Pero Hesse sabe realizar el milagro de dar encanto y novedad a cada historia, de hacerla cada vez igual y cada vez nueva como las olas del río o el soplo del viento en el cañaveral. Hesse parece consciente de los peligros inherentes al oxímoron del misticismo filosófico o de la filosofía mística, cuando le hace decir a Narciso que si Goldmundo hubiera llegado a ser un pensador, se habría convertido en un místico, uno de esos pensadores-no pensadores incapaces de desprenderse de las representaciones y llegar al concepto, pero también de desprenderse del concepto para dirigirse a las representaciones porque, como artistas fracasados que son, no saben ni representar ni abstraer. Las más eficaces plasmaciones de la totalidad mudable e idéntica le salen a Hesse cuando renuncia a precisarla y definirla y se limita a aludirla en imágenes que remiten a otra cosa: las cambiantes formas del fuego o el oscuro centelleo de las sombras que se mecen en el fondo del lago.

Del mayor intérprete del sentido dionisíaco de la vida, es decir de Nietzsche, Hesse extrae la más revolucionaria acepción de la figura del viandante, que informa sobre todo a
El lobo estepario
. Como lector agudo y sin prejuicios que era, Hesse comprendió que el superhombre nietzscheano no aludía a un hombre de excepción, potenciado y elevado por encima de la masa, sino más bien a una figura tendente hacia un nuevo estadio antropológico, a una nueva forma de individuo que planeaba más allá de las tradicionales fronteras del sujeto burgués, más allá de los límites de la construcción estoico-humanista del yo. El
Übermensch
es el viandante heroico que afronta y vive esa fase de tránsito de una medida de hombre a otra. El lobo estepario, destructor de las certidumbres burguesas y arrendatario de las habitaciones amuebladas de los burgueses, se encuentra en ese estadio de paso, en parte ligado todavía a la individualidad tradicional y en parte ya más allá de ella: «el hombre», dice la disertación contenida en
El lobo estepario
, «no es una forma fija y permanente […] sino que es en cambio un intento, una transición, un puente estrecho y peligroso tendido entre la naturaleza y el espíritu». Harry Haller no es una unidad psicológica jerarquizada en las estructuras convencionales del Ego sino una multiplicidad de núcleos psíquicos, un agregado provisional de pulsiones y energías libidinales liberadas de la represión de la conciencia y desenfrenadas en su carga centrífuga.

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