En ambos casos se trata de una visión que, precisamente porque está permeada por el sentido de lo sagrado, se revela particularmente apta para comprender el caos contemporáneo, sus verdades y sus ídolos. Broch propone valores fuertes, aunque clandestinos en el delirio de su época que es todavía la nuestra; si el amplio consumo de literatura austríaca se ha visto a menudo influenciado por la infatuación por lo excéntrico, lo irracional o lo sofisticado, Broch —con la claridad de su ética, de su formación científica y su concepción religiosa opuestas en igual medida a cualquier chabacana coquetería con lo oculto— es mal bocado para ese gusto, que él mismo repudia tachándolo de kitsch y al que le contrapone el sentido de la totalidad de la vida, impregnada de un significado que le confiere unidad.
Esta unidad de la vida —y del extraordinario estilo poético-filosófico que la refleja y al mismo tiempo la funda, como ha escrito Broch en memorables y excelentes ensayos—se ha roto hecha añicos, y él pone al descubierto tanto esa disgregación como la estéril complacencia respecto a ella o los falsos intentos de esconderla, restaurando ideales resquebrajados o sustituyendo los auténticos valores perdidos por edificantes sucedáneos ideológicos o sentimentales.
Broch es un genial desenmascarador del sonambulismo, o sea de ese autoembotamiento con el que los hombres se esconden a sí mismos su propio vacío, con una hórrida buena fe que es la mayor falsificación y que inducía a la abuela de Biagio Marin, tal como cuenta el poeta, a decirle: «Acuérdate de que quien peca por ignorancia, por ignorancia se condena». Marin, con toda justicia, consideraba esas palabras como una de las grandes enseñanzas morales de su vida. Si a veces —en determinadas circunstancias en las que, a pesar de todo esfuerzo, no es de veras posible darse cuenta de la situación y de los valores que están realmente en juego— la así llamada buena fe puede ser un atenuante, más a menudo es en cambio un agravante, puesto que es el resultado de una prolongada labor de corrupción de la propia conciencia, aturdida, embriagada o empañada por la costumbre de la mentira y el mal, hasta el extremo de llegar a ser incapaz de distinguir el bien del mal, a convencerse de estar en lo cierto incluso cuando se mancha de culpas porque se niega a mirar cara a cara a la realidad, a la dificultad y la responsabilidad en la elección, a la necesidad de juzgar y de ser juzgada. Si se comete una violencia o una injusticia a sabiendas de que se hace daño, existe al menos la posibilidad de enmendarse y de reparar los agravios; posibilidad que no cabe cuando se es tan obtuso como para no darse cuenta de lo que se hace o tan arrogante y ciego como para considerarlo justo. Casi todos los peores culpables actúan con una horrorosa buena fe y cometen sus delitos con ignorancia; los racistas que linchan a un pobre desgraciado extranjero están convencidos de que, de una u otra forma, éste se merece su violencia y de que está bien extirparlo de la sociedad. Si hay un Día del Juicio, esa ignorancia, esa especie de obscena inocencia, probablemente se les achacará en su contra, como creía la abuela de Marin.
Dicha ignorancia no sólo hace referencia a la dimensión moral, sino que afecta a la relación con toda la realidad, la existencia y la historia, y a la incapacidad de mirarlas cara a cara sin rémoras, de aguantar su desnuda y abrasadora tensión. Cuanto más lacerante se vuelve esa tensión, tanto más se defienden de ella —lográndolo— los hombres que tienen miedo a no poder soportarla, y se defienden intentando ofuscar su percepción, vivir como sonámbulos, palabra que da título a la gran trilogía narrativa del Broch (1929-1932).
El mundo, para Broch, se parece a ese palco vacío reservado en todos los teatros de todas las ciudades del imperio habsbúrgico para la eventual visita del soberano, que como es obvio no aparece nunca o casi nunca por allí, de modo que el centro ideal de esa civilización es algo que falta, que no está, y que se afanan en cubrir con una gran profusión de ornamentos eclécticos, como los edificios falso-renacentistas o falso-góticos del Ring vienes. Tanto en los ensayos como en las novelas, Broch pone genialmente de relieve el agotamiento, la irrealidad —y por ende también la angustia, la impotencia vital y afectiva— de un mundo sin valores; mezclando elementos regresivos (como la idealización de la Edad Media) y una sensibilidad extraordinariamente capaz de sumergirse en el delirio de la época —especialmente en el espantoso delirio de los años de entre guerras—, Broch muestra la irracionalidad de una civilización que se cree racional porque cada uno de los compartimentos separados en los que ésta se ha desgajado funciona cuidadosamente, pero sólo por lo que a él se refiere, de manera que el conjunto —esto es, la vida, la realidad, la persona propiamente dicha— es un caos.
Broch es un gran artista cuando representa —por ejemplo en
Los sonámbulos
o en
Los inocentes
— la alienación del individuo que, una vez ha perdido un sistema de valores, lo reemplaza con ficticios y míseros simulacros, con los ídolos psicológicos, ideológicos o sentimentales que fabrica la opinión corriente; este individuo es el sonámbulo, que no quiere darse cuenta de que duerme o vaga en la irrealidad, dando riendas así a su propia nada y a su propia oscura angustia.
En las páginas de Broch esta grandiosa temática epocal desciende a la concreta realidad de la existencia, del cuerpo, de los sentimientos, del sexo. De formación matemática —y, también en esto, hijo de esa cultura austríaca que era grande sobre todo por su simbiosis de poesía y ciencia—, Broch desenmascaró la demonicidad del siglo, el mal totalitario —que padeció en sus propias carnes de judío exiliado en América durante el nazismo— y ese otro mal igualmente siniestro que es la impalpable, deliberadamente inconsciente connivencia con él, practicada hasta en los gestos cotidianos.
Nostálgico del orden, Broch sabía que la verdad de su tiempo era el desorden y que la tarea moral del poeta —como dijo Canetti en el discurso pronunciado en ocasión de su quincuagésimo aniversario— era la de ser el perro de su tiempo, no encerrarse en su propia pureza sino ir a olfatear por todos los rincones y por sórdidos que éstos fueran la verdad, tal vez repelente, de su época, aliviando así el dolor y sacando de su guarida al mal escondido entre las basuras.
Para Broch, la novela experimental de vanguardia —Joyce, Kafka— puede ser para la edad contemporánea lo que Homero y su gran estilo fueron para el mundo clásico. La novela se convierte según el escritor en un instrumento cognoscitivo para captar el espíritu de su época, narrando los avatares, los sentimientos y pensamientos de los hombres en los que se encarna. Para reflejar según la verdad una época —la contemporánea— que se ha disgregado en una atomización centrífuga y heterogénea y ha perdido toda unidad de valor y de estilo, la novela debe hacerse polifónica y polihistórica, asumir en su estructura la inconexa multiplicidad de estilos de la época y su falta de unidad y de centro. La novela debe ser al mismo tiempo narración épica, himno y lírica, reflexión ensayística, teoría filosófica que desciende y se vive en la existencia de los personajes, en una experimentación de las formas épicas que hace de Broch uno de los más audaces innovadores de la novela.
En una obra maestra como
La muerte de Virgilio
, Broch se lanza hasta las más extremas fronteras de la novela. «Poeta a mi pesar», como decía de sí mismo, Broch consideraba que el arte estaba llamado a expresar lo que la filosofía ya no era capaz de decir, o sea el valor o al menos la exigencia del valor; para realizar esta tarea el arte tenía que proclamar su propia insuficiencia, considerarse un criado —sin embargo insustituible— de algo más grande, a lo que él —pero sólo él— podía únicamente aludir. La poesía es para Broch el gesto que, en las fronteras de lo inexpresable, muestra lo que está más allá de esa frontera —«más allá del lenguaje», como dice la última frase de La muerte de Virgilio. Más allá de esa frontera está el absoluto y la poesía no puede alcanzarlo, pero puede conducir a los hombres hasta ese umbral, señalándoles que lo que cuenta de veras está más allá del umbral, pero recordando que la razón y la moral prohíben definir presuntuosamente lo indecible, como hacen en cambio los falsos profetas.
El poeta se parece a Moisés, que no puede entrar en la Tierra prometida, pero sabe indicar el camino que, a través del desierto, lleva en esa dirección. «La impotencia de la escritura para derrotar al mal en el mundo», como dice Cusatelli a propósito de Canetti, la siente intensamente también Broch, pero en esa conciencia estriba el significado —incluso moral— de la escritura propiamente dicha.
La muerte de Virgilio
, publicada en 1947 tras años de trabajo, expresa también con escalofriante poesía una dolorosa condena del arte. La novela es un monólogo interior de quinientas páginas que abarca las últimas horas de Virgilio, el irse apagando de su conciencia que, antes de diluirse en el Todo, revive toda su vida y funde al final simultáneamente todos los planos de la realidad —personal, histórica, cósmica— hundiéndose en su océano sin límites. Nacido de esa literatura austríaca tan sensible a la fluctuante relación entre la vida y la palabra, el libro constituye un esfuerzo extremo del lenguaje para expresar su propia extinción en el silencio, el último gesto de la forma al borde de lo informe. Igual que la palabra, el propio individuo se disuelve en lo infinito de la muerte, borrando, antes de desvanecerse, todos los falsos signos. Broch —subraya Ladislao Mittner— sabe afrontar a fondo, a todos los niveles, el absoluto de la muerte.
A Broch le fascinan las épocas de transición, las épocas suspendidas entre el final de un sistema de valores (el «ya no») y la espera de uno nuevo (el «todavía no»), anticipado en la tensión utópica y mesiánica de la esperanza (el «sin embargo ya»). En dichas épocas —como en la contemporánea y, su espejo simbólico, la época de Augusto entre el paganismo moribundo y el advenimiento del cristianismo— la poesía indica una meta que ella misma no puede alcanzar y un vacío que no puede colmar. Virgilio se convierte en el prototipo del poeta moderno, que pone en duda su razón de ser y sólo de esa duda saca su autenticidad y justificación. En esas épocas de crisis, como la vivida por Virgilio o por Broch, la poesía revela sobre todo la necesidad de ir hasta el fondo de la crisis, de recorrer el camino en el desierto o en el vacío hasta dar apocalípticamente cumplimiento a la destrucción del mal y con él a la del viejo mundo, que debe perecer para que, mesiánicamente, pueda tener lugar la salvación y el nacimiento del nuevo.
La muerte de Virgilio
evoca con extraordinaria potencia la trama esencial de la vida, el amor, la angustia, la culpa, la felicidad, el sueño y la muerte. Broch consiguió escribir una obra muy atrevida y sin embargo comprensible, impregnada de problemática filosófica y tensión cognoscitiva y sin embargo disuelta en un canto lírico; logró crear un lenguaje que, con ser rico en conceptos y construcciones abstractas y a veces incluso pesadas, se resuelve en música y da la impresión de volver a los manantiales originales de cada expresión.
La poesía, que para Broch es «impaciencia de conocer», es refutación del poder. Virgilio es poeta porque quiere destinar la
Eneida
al fuego, para impedir que el sin embargo grande y sabio Augusto la usara para gloria del Imperio. El poeta moderno no puede celebrar, sino que debe negar cualquier Ciudad terrena; si el poeta homérico de los orígenes podía cantar a los ejércitos, a las jerarquías o los héroes, alabar a Augusto sería una mentira, igual que elogiar a un líder político del siglo XX. Si Virgilio renuncia al final a quemar la
Eneida
, es porque, como observa Renato Saviane, lo hace en nombre de un sacrificio todavía más elevado: comprende que debe asumir la responsabilidad de sus acciones y que, después de haber cantado al Imperio en su poema, no puede borrar ese sin embargo respetable compromiso con el poder y presentarse inocente y puro ante la muerte, sino que tiene que cargar, incluso en el último momento, con el fardo de esa culpa.
En una estupenda página de la novela, el poema virgiliano se despoja de nombres, se libera de toda gloriosa nomenclatura y de toda palabra con ínfulas de capturar lo inefable y vuelve a ser murmullo indistinto, resuello del mundo, fluir de la vida y desembocadura en la muerte, en el silencio del que nace y en el que vuelve a hundirse todo lenguaje. Con ser un escritor desigual, no exento de
pathos
redundante y de ideología retrógrada, Broch es una voz que nos ayuda a comprender nuestro presente y que, como escribe Luigi Forte, recorre «el camino de la angustia de un siglo» expresando la «gran nostalgia de una patria que nos es dado presagiar en el dolor, en la heladora soledad de toda criatura». Como toda gran obra poética, el libro de Broch hace ver lo mezquina que es una literatura incapaz de proyectarse más allá de sí misma.
1993
La novela, que en una de las muchas redacciones realizadas a lo largo de más de treinta años debía tener mil ochocientas páginas y que en su actual edición fragmentaria cuenta seiscientas, se llamaba, desde el primer momento,
Vencedores y vencidos
. Su quijotesco y pródigo autor, Herbert Eisenreich, no consiguió llevar a cabo su gigantesco proyecto ni tampoco mantener un título por el que sentía un especial aprecio desde hacía tantos años, puesto que, en el último momento, resultó legalmente inutilizable dado que le pertenecía ya a otro libro que, aunque fuera de otro género distinto, había sido publicado mientras tanto. Hasta el final y hasta los detalles más marginales, Eisenreich, huraño y paradójico escritor austriaco, fue el puntilloso estratega de sus propios naufragios y de sus propias derrotas. Estuvo corrigiendo, retocando, dando todavía un último acabado a su novela hasta el final, en las pruebas ya compaginadas, y su libro apareció con el título de
Die abgelegte Zeit
[El tiempo apartado] y con el subtítulo de «Un fragmento»; lo limaba y modificaba mientras combatía contra el cáncer que le estaba destruyendo, mellándole progresivamente la memoria.
Acaso nadie haya experimentado de forma tan trágicamente directa, tan en sus propias carnes, la verdad de aquel dicho de Flaubert según el cual una obra nunca se acaba, sino que, simplemente, en un determinado momento se desiste y se deja ya. Poco después de la publicación de la novela, Eisenreich falleció: en su empedernida y altiva lucha por dar por terminado su libro, se iba pareciendo cada vez más a uno de los personajes de su endeble novela, Josef Wurz, que en la ficción narrativa era también el autor del propio libro.