La poesía citada al principio es una extraordinaria poesía sobre la muerte, sobre su irrepresentabilidad, sobre su radical mutilación, que llega al corazón y deja sin aliento. El poeta —acaso varios poetas, que confluyeron en un único canto— no dice nada acerca de su dolor, de sus afectos, de la persona que ha perdido. Expresa solamente el asombro frente a esas cosas que continúan existiendo, encantadoras e indiferentes: la luna, el fluir del agua, el susurro de las hojas mecidas por el viento, la oscilación de la canoa en el río. Nada revela tanto la pérdida de un individuo como la continuación de la vida en el mundo, que se aleja cada vez más de los ojos que ya no la pueden mirar.
Es el escándalo intolerable, la herida de la muerte que, como la de Filoctetes, el héroe griego abandonado en la isla de Lemnos, no puede cerrarse y sigue escociendo y apestando el aire. «Lo finito no soporta la finitud. Por lo menos lo humano finito», escribe Rossana Rossanda en su
Vida breve
, libro de rara intensidad escrito junto a Filippo Gentiloni. «Los ojos de un animal moribundo», prosigue, «tienen un estupor insostenible.» Desde luego, las cosas existen, y no sólo en la mente y en los sentidos que las perciben; «i robbîn», los objetos son, dice un proverbio milanés. La realidad hayla, está ahí, irrefutable. Pero las cosas adquieren sentido en la manera en que se viven y son inseparables de las personas amadas con las cuales y por las cuales se viven, y cuyo rostro —se dice en la
Conchiglia
[Concha] de Marisa Madieri— «se diluye en las cosas, confiándose a ellas», queda custodiado por ellas al mismo tiempo que custodia, que encierra en sí su significado. Cada una de las personas que amamos está entretejida en nuestra vida, es una parte de nosotros que contiene una parte del mundo; es un horizonte, en el que se colocan las cosas, que pueden quedar borradas si ese horizonte se desvanece, como quedan borradas las imágenes en una pantalla que se apaga.
Los hombres y las cosas de sus vidas —sobre todo los lugares— se compenetran y se confieren recíprocamente valor; algunos lugares se bastan por sí solos para hacernos compañía, porque contienen, como los círculos en el tronco de los árboles, la existencia que se ha vivido en ellos y a las personas con las que se ha compartido esa existencia, contribuyendo a darle forma y sentido. Para los viejos, los lugares impregnados de su vida terminan por serles más necesarios que las personas gracias a las que esos lugares asumieron en el tiempo aquel significado.
El anónimo poeta piaroa podría decir por consiguiente también lo contrario, extraer confortación de la presencia de aquel río, de aquel viento, de aquella luna y aquella canoa, sentir y encontrar en ellos a esa persona amada, presente y viva como ellos, y sentir la continuidad más allá de la laceración. Los dos sentimientos no se excluyen, sino que se integran respectivamente, merced a ese privilegio de la poesía de estar más allá del principio de contradicción, privilegio que puede permitirle expresar en el mismo verso la felicidad y la desesperación, decir que la vida tiene sentido y al mismo tiempo que es absurda. Las filosofías, las religiones o las psicologías de alguna manera tienen que entender, interpretar, exorcizar o clasificar a la muerte, mitigar su anómala incomprensibilidad e irrepresentabilidad, encajarla en los moldes del concepto y de la mente, lo mismo que la desmesura del cielo queda encuadrada en el marco de una ventana. A diferencia de ellas, la poesía, que no por eso es superior o más profunda, se despreocupa de las consecuencias de sus propias epifanías, aun en el caso de que éstas puedan llegar a ser devastadoras para el orden de la vida.
Cabe que la muerte sea incluso benéfica y ahorre infinitas desolaciones a una vida inmortal; no en vano el Judío errante, en la leyenda, está condenado, como máxima pena, a la imposibilidad de morir. La existencia del individuo está constituida también por el resto de las existencias que le acompañan, y se ensancha hasta abarcar a quienes le han precedido y a quienes vendrán detrás de él; cada uno se apoya y al mismo tiempo recibe el peso de la solidaridad y la responsabilidad de la especie. Tal vez también nosotros, observa Giuliano Toraldo de Francia, seamos como las partículas elementales, que van continuamente más allá de ellas mismas, generando otras del seno de sí mismas y de las virtualidades que llevan consigo.
Pero todo ello no aminora el escándalo del sufrimiento y la muerte. El poeta piaroa, que tras la desaparición de una persona amada ha oído el susurro de las hojas y ha visto fluir el agua como si nada hubiera sucedido, ha captado para siempre un estupor indecible, el dolor de que el universo continúe como antes, alejándose del que muere, la cruel infidelidad e indiferencia de todo sobrevivir.
1996
Dios, dicen las Escrituras, creó al hombre a su imagen y semejanza; Erasmo de Rotterdam, cristiano fiel y humanista irreductible hasta el extremo de haberse convertido en el símbolo mismo del Humanismo, cita con fervorosa adhesión esas palabras que celebran lo que para él era el sumo valor, la dignidad del hombre, puesta al arrimo incluso de la perfección divina. Como filólogo acostumbrado a descifrar con exactitud no sólo los textos antiguos, sino también los rostros de las personas, a Erasmo no se le escapaba lo difícil que era a veces reconocer los rasgos de Jesucristo en la bestial catadura de los hombres fielmente retratados por Bruegel o El Bosco; no se le escapaba cómo tanto la crueldad como el dolor, tanto el mal infligido como el sufrido por el hombre volvían precarias esas palabras bíblicas, en las que él creía. Ante los individuos bendecidos por la suerte con todas las virtudes del espíritu, de la mente y el corazón, con inclinación hacia el bien, y ante los individuos desfigurados desde el principio por la enfermedad, por la brutalidad de los sentimientos, por la monstruosidad y las inclinaciones infames, Erasmo se preguntaba cómo era posible, en esos casos, hablar de la justicia y la misericordia de Dios.
Erasmo plantea esta cuestión en su diatriba
De libero arbitrio
, en 1524; un año después Lutero le da una respuesta escueta e inexorable en su
De servo arbitrio
. La confrontación entre los dos textos y sus autores, cultural y antropológicamente tan distintos, constituye un momento central de un debate que hizo época y que contempla el nacimiento y desarrollo de la Reforma protestante y —gracias a ésta, a la respuesta católica y a una nueva relación con el legado de la civilización clásica— del mismo mundo moderno.
De formas distintas y antitéticas, Erasmo y Lutero bautizan al mundo moderno y acaban siendo arrollados por su impetuoso y demoníaco desarrollo, que tiende a desembarazarse de los valores que dieron lugar a su nacimiento. Si el espíritu erasmista de búsqueda, laico y tolerante, es uno de los ideales de los que se adorna la modernidad, ésta destruye la sabiduría humanística y el equilibrio que Erasmo extrae de la civilización clásica y de su connubio con el cristianismo; en la nueva Europa no habrá sitio para el ideal clásico de sabiduría. Un proceso de secularización cada vez más difuso, típico producto de ese mundo moderno impensable sin el protestantismo, pondrá cada vez más en entredicho la religiosidad luterana y su absolutismo, mientras que la conciliación erasmista entre fe, razón y saber acabará por disolver, como observa Quinzio, las verdades religiosas en un posibilismo aparentemente liberal en el que la tolerancia es a menudo el rostro asumido por la indiferencia. Si los siglos que vinieron después parecen haber desmentido ambas arengas, de defensa y acusación del libre albedrío, ello no es óbice para que su significado no sólo permanezca, sino que se renueve continuamente y se vuelva a proponer, en formas culturales distintas, a cada generación, toda vez que —como la tragedia griega o la predicación budista de Benarés sobre el dolor— la disputa entre Erasmo y Lutero constituye uno de esos episodios que nacen de un momento histórico concreto y están culturalmente impregnados de él, pero trascienden la historia y la cultura de las que han surgido para afrontar las cosas últimas y plantear las preguntas esenciales sobre la vida y su significado o su absurdo.
El vínculo profundo con su época —y con los aspectos de ésta que pueden resultar lejanos a las generaciones sucesivas— es el signo de su universalidad, auténtica sólo cuando el individuo se sumerge en su propio tiempo asumiendo sus cargas y sus límites, mientras que quien pretende hablar desde un pulpito sustraído a la contingencia y la relatividad de la vida, sin mancha de su sudor ni de su sangre, no pasa de ser un vacuo retórico. Jesucristo, que tanto para Erasmo como para Lutero es Dios hecho carne, no anuncia su Evangelio desde un cielo eterno e inmutable, sino desde la promiscuidad de la historia, con sus violencias, sus peleas y sus miserias.
Incluso la derrota, por lo menos parcial, de Erasmo y de Lutero es un signo de la perenne vitalidad de su contienda, ya que un pensamiento grande sigue animando las conciencias y la realidad sólo mientras no ha sido aceptado y por consiguiente, de alguna forma, fatalmente integrado y neutralizado por el mundo y sigue por tanto contraponiendo a la realidad, a las cosas tal como son, las cosas tal como debieran ser. La Cruz —venerada por ambos, aunque Lutero le reprochara a Erasmo que prefiriera la tranquilidad de los estudios— es el símbolo por excelencia de una verdad confirmada por un clamoroso fracaso, por una muerte humillante que Jesucristo padeció en soledad, casi abandonado hasta por sus mismos discípulos.
La cuestión debatida por Erasmo y Lutero hace referencia a la esencia del hombre, de su libertad y su destino; a su posibilidad o imposibilidad de salvarse sin la ayuda de la gracia divina. Ambos rechazan la tesis de Pelagio, tildada de herética, según la cual el hombre, redimido por el sacrificio de Cristo y por el bautismo, posee la salvación en sus propias manos y no tiene ninguna necesidad ulterior de la ayuda divina. Erasmo, como filólogo que exige una escrupulosa verdad del texto para el conocimiento de la verdad religiosa y que postula la unidad de ciencia y fe, se encuentra ante fragmentos de las Escrituras que parecen afirmar el libre albedrío y ante otros que parecen negarlo, y los afronta, interpreta, coteja y discute para desentrañar sus dudas y contradicciones. Aspira a conciliar a toda costa la gracia, cuya contribución le parece indispensable para la salvación, y la libertad de la razón y de la voluntad del hombre, sin las que éste, mero instrumento de una inexorable necesidad, sería moralmente irresponsable, indigno tanto de ser salvado como de ser castigado. Para Erasmo —que no por nada permanece fiel al catolicismo, a pesar de las denuncias de intolerancia autoritaria e inmoralidad formuladas contra la Iglesia y de la condena de sus libros en el Índice por parte de ésta—, la fe le es necesaria al hombre, pero le son asimismo necesarias las obras, realizadas en libertad y responsabilidad; es necesaria la moralidad de las acciones buenas y justas.
Al objeto de encontrar una solución intermedia que no sea un mero compromiso, Erasmo se las ingenia como puede con múltiples distinciones y matices, afronta y sortea laberintos lógicos y teológicos que a su adversario, el «salvaje jabalí» de Lutero, le resultan sutilezas gramaticales. Si Erasmo matiza y distingue, Lutero —que se proclama bárbaro y balbuciente respecto a la maestría retórica del humanista— niega y afirma con nitidez, violencia y pertinacia. Inspirándose en San Pablo y en San Agustín y atacando a San Jerónimo —el santo traductor de la Biblia y símbolo para Erasmo de la conciliación entre cristianismo y clasicidad, amor religioso y amor filológico por la palabra— Lutero reitera, con una potencia en ocasiones prolija pero arrolladora, una única, monótona y terrible verdad: el hombre, por sí solo, no es nada más que carne destinada al mal y a la corrupción, esclavo del pecado y de la necesidad, irrefrenablemente inclinado a la maldad. El hombre por sí solo nada puede, está bajo el dominio de una Ley que le da a conocer y hace que se redoble el pecado y le impone unos mandamientos a los que debe pero no es capaz de atenerse, haciéndole por consiguiente todavía más culpable.
El hombre sólo puede salvarse gracias a la fe, reconociendo su absoluta miseria e invocando la misericordia divina; ninguna de las buenas obras que pueda realizar es susceptible de hacer de él un hombre justo y mucho menos de salvarle, porque todo lo que procede solamente de él no es más que el mal, aunque pueda parecer meritorio a la vista de los hombres. Al confesar su debilidad personal con acentos de conmovedor dramatismo, Lutero admite su propia turbación ante el escándalo del dolor que aplasta sin motivo a tantos inocentes, pero considera su turbación una debilidad carnal que es menester vencer y condena la pretensión humana de juzgar la acción divina cuando resulta injusta y cruel, según la medida de la moral y la justicia de los hombres. Dios está oculto, es irreductiblemente otro respecto a cualquier concepción humana. Si, como dicen las Escrituras, amó a Jacob y odió a Esaú ya desde que estaban en el mismo seno de su madre, no se le pueden pedir cuentas de lo que a los hombres les parece una intolerable injusticia.
Las paradojas de la religión ponen en dificultades a ambos contendientes: Erasmo, al que le corresponde la tarea intelectualmente más ardua de conciliar la libertad humana con la necesidad de la gracia, no logra explicar cómo sin esta última pueda nacer en el hombre un primer paso hacia el bien y la misma invocación de la gracia; Lutero no consigue explicar qué sentido tiene su exhortación a arrepentirse dirigida a unos hombres que, si no han recibido la gracia, no pueden acogerla y, si la han recibido, no tienen necesidad de sus palabras.
Lutero, que admira sinceramente a Erasmo y declara su propia deuda cultural respecto al mismo, se proclama un ignorante a su lado, pero en la disputa el verdadero escritor es él: tiene la potencia expresiva, la fuerza sanguínea y plebeya e incluso esa desmesura y esa exasperación facciosa que son lógicamente insostenibles y a menudo humanamente antipáticas, pero de las cuales la gran literatura tiene necesidad para iluminar el abismo y el delirio de la existencia. Erasmo es docto, refinado, pero su afable elegancia corre el riesgo de hacer de él a menudo un retórico más que un escritor.
Erasmo ama la paz y ante los laberintos inexplicables de la fe —y antes aún, de la vida misma— prefiere venerar lo impenetrable manteniéndose a distancia. Lutero sabe que Jesucristo no vino a traer la paz sino la espada y, a pesar de su consternación ante los violentos desórdenes del mundo, sabe que son un signo de la verdad de la palabra divina, que vino a traer el escándalo y a sacudir el orden del mundo. Sus afirmaciones resultan inaceptables para quien considera que no es posible vivir sin creer en la libertad del hombre, pero incluso quien crea en la libertad moral del hombre no puede dejar de sentir la impotencia, la debilidad, la incapacidad de aguantar el choque de una vida injusta y cruel, el absurdo de tener que obedecer a un mandamiento inaudito como el que nos insta a morir. Y es Lutero el que se enfrenta con la potencia devastadora de lo que nos trasciende. Kafka pone de manifiesto cómo nos sentimos culpables hasta sin haber cometido nada, cómo se percibe igual que si fuera una culpa la propia impotencia frente a la vida.