La insuficiencia o el fracaso se convierten, con independencia de cualquier voluntad e intención, en una acción o por lo menos en una condición culpable, como en ocasiones —a menudo— ocurre en la Biblia y en la tragedia griega. El sino —como ha puesto de relieve con extraordinaria potencia Aldo Magris en su obra fundamental sobre el destino en el mundo antiguo— amenaza con absorber también al juicio, porque el hombre parece nacer predestinado a la culpa que lo mancilla, y ello resulta intolerable a cualquier exigencia de libertad. Es verdad que, en los momentos más intensos —para bien y para mal— de la existencia, nos parece advertir dicho destino, la totalidad que nos abarca, engloba y determina, lo que no se puede querer ni elegir y se identifica con las experiencias decisivas de la vida, como cuando nos enamoramos y el amor nos llega no por nuestra voluntad, sino en obediencia a una ley profunda, que en ese momento nos trasciende y nos dice nuestra verdad. Esta gracia —incluso cuando es gracia y no maldición— es terrible y parece poner en peligro o negar la libertad y la responsabilidad humana. Heráclito identificaba el destino con el carácter, pero eso no hace menos inquietante la sombra que se proyecta sobre la libertad humana.
Tal vez haya aquí un límite objetivo a la comprensión humana, la incapacidad de comprender cómo la necesidad —esa necesidad que se advierte en algunos momentos fundamentales de la existencia— se concilia con la libertad, sin la que es inconcebible e inaceptable cualquier concepto del bien. Esa conciliación y la capacidad de advertirla significarían quizás la salvación y la felicidad; a veces nos da la impresión de captarlas, pero se escapan al intentar aferrarlas definitivamente en un concepto. A mí, por ejemplo, me pareció captarlas viendo durante un largo espacio de tiempo, junto a mí, a una persona que aceptaba la suerte que veía avanzar hacia ella, que aceptaba sin rebelarse la necesidad de la muerte, y al mismo tiempo la combatía hasta el límite de sus fuerzas, poniéndole difícil su avance para arrancarle cuanta más vida y gozo posibles. Los siete monjes trapenses que fueron asesinados por los fundamentalistas, en la Argelia de 1996, aceptaron su suerte con una valentía absoluta, sin intentar esquivarla, pero diciéndoles al mismo tiempo a sus asesinos que no fueran a creer bajo ningún concepto que era voluntad de Dios el que la muerte tuviera que llegarles por sus manos; aceptaban la necesidad y al mismo tiempo se resistían a ella. Tendríamos que ser capaces, como estos hermanos, de aceptar la insondable parábola de los obreros de la viña y a la vez trabajar desde la primera hora.
El enfrentamiento entre Lutero y Erasmo es también un enfrentamiento acerca de la historia, acerca de su itinerario libre y obligado. Como ha escrito Noventa en páginas memorables, existe una desconcertante contradicción en el hecho de que el luteranismo funde la modernidad y contribuya asimismo al rigor moral, mientras que es la línea católica (que encuentra expresión también en Erasmo) la que funda —haciendo hincapié en el libre albedrío, en la importancia de la ética de la acción y la libre responsabilidad del hombre— los principios básicos de la conciencia moderna, de la ética y la libertad, a menudo por lo demás negándolos en el terreno práctico. Paradójicamente, principios inmorales producen rigor moral y viceversa.
Si miramos desde lejos el curso de la historia, estamos tentados a verlo como algo fatal, como algo que se nos antoja patético querer detener o modificar con intervenciones morales, de la misma forma que nos parecería patético oponernos con ideales o con medidas arcádicas, de idilio pastoril, al desarrollo tecnológico que ha ido asumiendo cada vez más, para Occidente, la apariencia del destino. Pero si atendemos a nuestra existencia individual, advertimos, con la misma ineludible concreción, el
quantum
de libertad del que ésta dispone; cada uno, si mira dentro de sí mismo, sabe bien cuáles son y cuáles han sido los límites de sus elecciones y sus acciones, pero también qué posibilidades estaban en sus manos y dejó perder por su sentido de la responsabilidad. Precisamente debido a que la razón, como sostenían los ilustrados, es una débil llamita en la noche, su valor es mucho mayor; es menester protegerla y no apagarla desde luego por coquetería con las tinieblas o el misterio. Si miramos hacia el futuro, justamente porque nos damos cuenta de lo fuertes que son las presiones que tienden a encauzarlo por una vía obligatoria, no nos queda más que seguir siendo ilustrados, ajenos a toda retórica del progreso, pero irónicos, humildes, empedernidos partidarios de la fe en la razón, en la libertad y la posibilidad de incidir, por supuesto que con modestia, en el curso del mundo y trabajar por un progreso real de la humanidad.
Erasmo no es el conciliador y superado humanista que nos sugiere la oleografía. Hay un momento en el que se eleva quizás por encima de Lutero, cuando habla de la arcana sensación instintiva que le induce a no creer en la lucha, en la polémica, en el enfrentamiento en el que pone todo su empeño. Con todo lo humanista y hombre de diálogo que es, Erasmo siente que éste —si no se basa en una previa afinidad electiva o en una sustancial cercanía de puntos de vista, que entonces lo hacen superfluo— es vano. El filólogo y polemista que cree en la razón y en la palabra advierte que lo esencial se decide antes de la palabra, en las móviles e inaferrables profundidades de la vida que acercan y alejan inexorablemente a los hombres; se da cuenta de que en el diálogo se convence sólo a quien está ya convencido y de que el destino de la palabra y la razón es equívoco. Esta conciencia —para quien, como Erasmo, cree humanística y racionalmente en la palabra— no es menos trágica que la visión luterana del pecado. La grandeza de Erasmo estriba en su simbiosis de fe e ironía, que se ayudan una a la otra respectivamente y ayudan a vivir. La reticencia, la elusión, la irónica sonrisa de Erasmo son la expresión de una amabilidad que conserva incluso cuando se asoma a la nada —y son la expresión de la extraordinaria fuerza de quien, aun sabedor de la vanidad de su raciocinio, no deja de perseverar con tenacidad en la razón, porque se niega a creer que esa nada sea la verdad definitiva.
1995
En el año 1641 un reservado y elusivo secretario de un príncipe publicó en Nápoles un pequeño tratado que, casi tres siglos más tarde, sería desempolvado y arrebatado a las zarpas del olvido por Benedetto Croce. Aquel breve texto, que oculta su densidad tras un tono leve y afable —con la discreción de la verdadera inteligencia, que se siente siempre en desajuste con la ambigüedad de lo real y la complejidad de toda existencia— se titulaba
Della dissimulazione onesta
[Del honesto disimulo]; su autor, Torquato Accetto, se había puesto a escribir movido por la nostalgia de una vida sencilla e inocente y la melancólica conciencia de la inevitable malicia de la existencia, que torna tan precaria cualquier sencillez y tan indefensa cualquier inocencia. En la torneada e inquieta arquitectura de su prosa, transparente e insondable como el agua limpia pero profunda, parece haberse insinuado la espléndida y desmigajada realeza de aquella ciudad de Nápoles que amaba Torquato Accetto, la majestuosidad de una historia secular estratificada y agrietada en las decoraciones de los palacios, la línea curva de sus ensenadas marinas y de sus cúpulas, la sucesión de los imperios y su mezcla de vida y de muerte, un gran teatro del mundo en el que cada peripecia humana, y la propia ineluctabilidad del destino, parecen un breve papel representado conforme a un designio divino.
Nacido en las postrimerías del siglo XVI y autor también de unas rimas, Accetto fue secretario de los duques de Carafa: un cargo que la literatura de su tiempo considera a menudo como «feliz», el privilegio de quien conoce los secretos de su señor y subordina a la salvaguardia de éste su vocación literaria. En el desempeño de esas funciones el escritor experimenta la humillación del intelectual sometido, pero se inicia asimismo en la impersonalidad y los poderes de la escritura, en esas revelaciones que conceden solamente las palabras, su secuencia, sus asonancias, sus concatenaciones. El secretario es el escritor que pone su arte creativo y combinatorio al servicio de los sueños, de los caprichos, de la grandeza o banalidad de otros.
Pero al transcribir lo que otros le dictan, el secretario aprende el secreto de cada una de sus escrituras. Escribir es siempre transcribir; del mismo modo que el amanuense medieval copiaba un texto antiguo, todo escritor transcribe un texto escondido e inaferrable, el libro indecible de la vida, las palabras grabadas en las cosas, en la nervadura de una hoja o la polvareda de los acontecimientos, las verdades captadas al vuelo y por casualidad en la frase de alguien o en la expresión de un rostro, un gesto o una sombra en una cara que desvelan una dimensión desconocida de la existencia, una historia ejemplar acaecida a un amigo. Tal vez lo que distinga al verdadero escritor, por pequeño que éste sea, es la conciencia de no ser autor o creador, sino un casual contenedor o un atento verbalizador de las epifanías que recibe en don. Con todas sus cancillerías y sus secretarios, el Barroco, esa civilización que sabía que el único creador posible era el eventual Dios del universo, captó esa esencia de la poesía, con un sentimiento que es nuestro y que impregna la resignada grandeza de Borges.
Del honesto disimulo
, observaron en su día Giorgio Manganelli y Salvatore Nigro, es el resultado de un sinfín de tachaduras, omisiones y podas de un texto originario, que por lo demás el propio autor, en su dedicatoria, declara haber reducido a una tercera parte, exponiéndose a suprimirlo por completo, a fuerza de enmiendas. Torquato Accetto invita a los lectores a reconocer las cicatrices de esos cortes postulando una literatura como cancelación, supresión, no-dicho, silencio.
Pero el escritor barroco exorciza el silencio, porque su literatura no es el soliloquio del arrogante o infeliz vacío interior, tan amado luego por los románticos, sino que es en cambio «conversación civil», diálogo de la interioridad con el mundo, en el que el individuo descubre su propia verdad y la de los demás, aprendiendo a respetar una y otra. El honesto disimulo cubre momentáneamente la verdad para protegerla de los malentendidos y las deformaciones, para impedir que se manifieste de forma inoportuna, dando a entender entonces falsamente lo que no es, que se convierta en impertinencia indiscreta o fanatismo intolerante, faltando a la caridad hacia los demás o poniéndose ingenuamente a su merced.
La simulación es falsa, finge y opina lo que no es; esa cultura de hoy que celebra la simulación, las máscaras que no cubren nada y los sistemas de comunicación que no tienen nada que decir, es un arcadismo pastoril, que se hace la ilusión de que entre tanto torbellino y congreso literario la vida fluye ufana e inocente como en el Edén, inmune a la violencia y al mal. Accetto ama la inocencia y la edad de oro, el instante y la eternidad en que la verdad pueda resplandecer sin velos, pero sabe que nadie vive en el paraíso terrenal y que la existencia es también milicia contra la malicia que anida en ella, como enseñaba Gracián, el jesuita barroco. Quien ignora la complejidad y los conflictos de la vida, y se imagina una realidad enteramente idílica y de estilo desenfadado, se expone a sí mismo y a los demás al atropello y al engaño, y termina por ser víctima o incauto cómplice de quienes abusan inmoralmente de su poder, porque no se da cuenta de que abusan.
En las páginas de Accetto no encontramos ninguna reconvención, sino la desenvuelta levedad del espíritu clásico, al que la conciencia de la ambivalencia de las cosas no quita la benevolencia y el placer, y sí hallamos en cambio la libertad del cristiano, que ama el mundo sin apartar o velar sus rasgos inquietantes. Su libro es en el fondo un comentario de la palabra evangélica, que exhorta a ser prudentes como serpientes y sencillos como palomas. La cultura clásica, con su pasión por la totalidad y la distancia, es sobre todo la capacidad de comprender esa palabra de Cristo: la aguda conciencia de la ambigüedad de la vida, del mal que estamos siempre expuestos a infligir y a sufrir, hace auténtica y profunda la sencillez, da generosidad y fuerza al amor, dispone a acoger la gracia de la existencia y a abandonarse a su juego. La ironía vigilante protege el encanto, permite ser infantiles sin estar infantilizados y rehuir las insidias sin ceder al fatigado cinismo del decepcionado de profesión.
La ambigüedad no se puede ni acariciar ni rechazar; está en las contradicciones de las cosas y de nuestro ánimo y el único modo de adecuarnos a ella es intentar desentrañarla aun a sabiendas de que no lo conseguiremos, sin complacernos melindrosamente en ello y sin obtusos desdenes. Quien está en la precaria frontera del orden conoce abismos que le son desconocidos a la banalidad estereotipada y mecánica de la locura, a la monotonía repetitiva y egocéntrica del excéntrico, del estrafalario, del previsible y aburrido gracioso incapaz de escuchar a los demás. El honesto disimulo se mueve en esas lindes y quien indaga en ellas está pendiente de hacer el uso estrictamente necesario de él para no herir y no ser heridos; lo usa como tutela y no en detrimento de la pureza del corazón. Es mucho más sutil que los unilaterales teóricos del poder que, en las grandes cortes del siglo XVII, aprenden y predican el cinismo absoluto, la ficción total. Su arte es más sutil, porque, viendo a los hombres como corderos en medio de los lobos, no olvida la prudencia de la serpiente, pero tampoco la sencillez de la paloma.
Los filósofos, desde lo absoluto de sus sistemas, han denigrado a menudo a los moralistas, perplejos escrutadores de las costumbres y los secretos pliegues de la acción. Schleiermacher, teólogo y filósofo romántico, despreciaba a Knigge, barón jacobino autor de un minucioso tratado acerca de las distintas formas de comportamiento. Pero Schleiermacher anunciaba también con intrepidez el advenimiento de una vida pura y beatíficamente desligada de toda ley y esa inocencia, añadía, somos nosotros, nuestra joven generación, los que la inauguramos.
El moralista barroco exhorta a no caer en esa ridícula presunción, a no creer que se esté continuamente llamados a anunciar un nuevo verbo y a dudar de estar en lo cierto, a advertir irónicamente la vanidad de cada uno. En la soledad de su cancillería provinciana de Andria, que le hacía padecer lo suyo, Accetto no pierde nunca de vista el sentido de sus límites; no cede a los halagos del aislamiento, que con frecuencia le hacen concebir al solitario, desconocido para el mundo, la ilusión de considerarse depositario de una verdad confirmada por el martirio de la injusticia que padece. Uno puede también ser objeto de un agravio y estar sin embargo agraviando, sin que ninguna de las dos cosas justifique a la otra.