Read Vacaciones con papá Online
Authors: Dora Heldt
Más tarde, después de ducharme, estaba sentada en el borde de la bañera, quitándome la pintura de las manos con aguarrás, mientras Dorothea se maquillaba. Tosió y dejó el rímel.
—Madre mía, qué peste. ¿Por qué tienes pintura por todas partes?
Yo me frotaba el antebrazo con el trapo.
—Ni idea. Cuando pinto siempre me pongo perdida. Por eso no me gusta hacerlo.
—Dale las gracias a tu padre. Imagínate que esta noche conoces al amor de tu vida y hueles a aguarrás. Adiós muy buenas.
—Gracias, tú siempre dando ánimos. Bueno, listo, prácticamente está. —Me miré las manos y los brazos y cerré el bote.
—Pero si tienes manchas por todas partes.
—No salen. Pero ya no tengo la pantorrilla manchada de boli. No se puede tener todo.
Oí algo en el pasillo y supe que era mi móvil, que dio tres pitidos y vibró. Un mensaje. Me levanté de un salto y Dorothea sonrió.
—Hueles a aguarrás.
—Puede que sea Ines.
No era.
«Estaré a partir de las nueve en el Surfcafé, en la playa del norte. Me gustaría tomarme una copa de vino tinto contigo mirando el mar. Hasta luego, espero. Un saludo, Johann.»
—A juzgar por esa sonrisa tan tonta, no era Ines.
Dorothea pasó por delante de mí camino de su habitación.
—No, era Johann Thiess, quiere verme a las nueve. En el Surfcafé. ¿Qué hago con Heinz?
La voz de Dorothea sonó a hueco: le hablaba al armario.
—Podrías emborracharlo. O, mejor, darles el soplo a las señoras Weidemann-Zapek y Klüppersberg, decirles que esta noche está a su entera disposición.
Me mostré escéptica. Luego se me pasó por la cabeza otra cosa.
—¿Qué me pongo?
Dorothea me pasó una falda corta de flores.
—Esto. Con una camiseta blanca.
Me puse ambas cosas, Dorothea asintió en señal de aprobación y acto seguido me maquillé con sumo cuidado y me perfumé el doble de lo que solía.
Dorothea cruzó los dedos.
—¡Suerte!
A mí me pareció un tanto exagerado, al fin y al cabo sólo había quedado para tomar una copa de vino con uno de los huéspedes de Marleen. Pese a todo, me sentía bien.
Le envié un mensaje: «Intentaré ir. Un saludo, C.» La respuesta llegó justo cuando Dorothea y yo llegábamos a la mesa del Milchbar a la que ya estaban sentados Kalli, mi padre y, por desgracia, también Gisbert von Meyer. Este último se levantó de un salto.
—Heinz, ahí está tu hija. Christine, te he guardado este sitio a mi lado.
Me pregunté si mi padre ya habría hecho algún chanchullo con él usándome a mí como moneda de cambio y por eso él me tuteaba tan alegremente y con tanta soltura. Pero soy una persona educada.
—Se lo agradezco, pero prefiero sentarme de espaldas al mar.
Menuda estupidez, pensé cuando el móvil vibró y dio tres pitidos. Mi padre se volvió hacia mí.
—Hija, no seas siempre tan apocada. Y algo te zumba.
—Gracias. —Me saqué el móvil del bolso y pulsé el icono del sobre. «Faltan dos horas. Tengo ganas de verte, J.»
—¿Buenas noticias? —GvM se inclinó hacia adelante para poder ver la pantalla del teléfono. Yo me guardé el móvil. Cuando miraba con tanta curiosidad parecía un hurón.
—Saludos de Luise.
Me senté al lado de Kalli, y Gisbert se dejó caer en su silla, chasqueado.
—No la conozco.
Dorothea le sonrió.
—Yo sí. ¿Nils todavía no ha llegado?
—Sí. —Mi padre señaló el interior—. Se me había olvidado por completo que esto es autoservicio. Nils ha ido por las bebidas. Si queréis tomar algo, tenéis que ir a buscarlo. Espera. —Se sacó el monedero del bolsillo del pantalón y me lo pasó por debajo de la mesa—. Toma, Christine, hoy pago yo. Pedid algo bueno.
Gisbert von Meyer se puso en pie.
—Espera, yo te ayudo.
—Gracias. —Dorothea y yo nos levantamos a la vez—. Ya vamos nosotras dos.
En el autoservicio vimos a Nils, que llevaba una bandeja con cuatro vasos de cerveza y un zumo de manzana. Besó a Dorothea y a mí me sonrió.
—Así que tu padre confía en mí para que pida las bebidas. Creo que estoy avanzando.
—Que te devuelva el dinero, a ésta quería invitar él.
Nils me miró con cara de susto.
—Por el amor de Dios, ahora que acabo de apuntarme un tanto. No estoy tan loco.
Dorothea asintió con gravedad.
—Christine, ¿no ves que entonces se gastará el dinero en drogas?
Nils se quedó perplejo.
—¿Qué? ¿Cómo que en drogas?
Le di unas palmaditas tranquilizadoras en la espalda.
—Después te lo explicamos. Hablando de drogas, no llevarás encima ninguna pastilla que podamos echar en el zumo de manzana y que deje grogui a ése, ¿no?
Nils, que no entendía nada, se fue con su bandeja a la mesa.
Cuando volvimos, Kalli, Onno, mi padre y su nuevo amigote se habían enzarzado en una discusión sobre si el HSV era una cantera de futbolistas.
—Y ¿dónde jugó Franz Beckenbauer? —Interpelaba mi padre.
—Pero eso fue hacia el final de su carrera.
—¿Y Günther Netzer?
—Heinz, ése nunca jugó en el Hamburgo.
GvM movió el índice ante las narices de Kalli.
—Pero fue mánager.
Kalli se retrepó en su asiento.
—¿Qué tiene eso que ver con la cantera? Ése fue un campo de refugiados para profesionales venidos a menos.
Mi padre esbozó una leve sonrisa.
—No tienes ni idea, Kalli. A ésos los pulieron en el Hamburgo, y luego llevaron el mundial a Alemania.
Nils miró primero a mi padre, luego a mí y rompió a reír.
—Eso sí que no tiene ni pies ni cabeza.
Mi padre lo fulminó con la mirada y se dirigió a Gisbert.
—No se puede hablar seriamente de fútbol cuando hay delante gente que se piensa que sabe algo y cree que debe meter baza en la conversación aunque no tenga ni idea. Dicho sea de paso, mi hija Christine sabe mucho de fútbol, se separó hace tres años y vive sola en Hamburgo.
Gisbert me miró con interés. Yo eludí su mirada y empecé a sudar. Mi padre volvió a sacar dinero.
—¿Por qué no vais los dos a pedir una ronda?
Gisbert volvió a levantarse en el acto, y Kalli vio mi cara de espanto.
—No te muevas, Christine, esta ronda es mía. Vamos, Onno, échame una mano.
Me sentí aliviada, y Gisbert von Meyer decepcionado.
Poco después llegaron Marleen y Gesa. Mi padre insistió en acompañarlas a pedir, ya que quería pagar. Cuando volvieron, miré disimuladamente el reloj: eran las ocho y media, y me puse a darle vueltas a cómo evitar esa ronda. Había pensado ausentarme arguyendo que me dolía la cabeza, pero tal y como estaban las cosas gracias a mi padre, era evidente que GvM me acompañaría a casa. Escabullirme era imposible: el hurón con bermudas de cuadros no me perdía de vista.
Dorothea, que me había estado observando, le dijo algo en voz baja a Nils, que asintió y se echó hacia adelante.
—Y dígame, señor Von Meyer, ¿dónde aprendió a escribir así? La verdad es que nos reímos mucho con su columna sobre los visitantes de un día.
Mi padre y GvM miraron asombrados al hippy melenudo. Nils sonrió como si tal cosa.
—Mi padre siempre lee sus artículos, a diario.
Halagado, Gisbert se puso cómodo.
—Bueno, como yo siempre digo, el arte también es un oficio. Veamos, fui al colegio en Emden, corría el año 1968, y después…
Dorothea me tiró de la manga de la camiseta y dijo en voz baja:
—Ven conmigo.
Miré a mi padre, que seguía con interés la detallada carrera del columnista estrella de Norderney mientras Onno y Kalli hablaban de la pesca del bacalao. Yo seguí a Dorothea afuera.
—Presta atención: ve al servicio y cuenta hasta cincuenta. Cuando salgas, procura estar pálida y con mala cara, del resto me encargo yo.
Me dejó allí sin más, y no me quedó más remedio que fiarme de ella. Ya casi eran las nueve.
Cuando salí del cuarto de baño con mala cara, mi padre estaba frente a la puerta. Me pasó el brazo por los hombros, con la preocupación pintada en el rostro.
—¿Tan mal estás? ¿Hay algo que pueda hacer? Ya, lo sé, qué pregunta tan tonta. Como si yo, padre y hombre, supiera algo de vuestras cosas de mujeres. ¿Quieres que Dorothea te lleve a casa? ¿O Gesa? Ellas al menos sabrán lo que hay que hacer. ¿Habrá en la pensión una bolsa de agua caliente? Antes tu madre siempre andaba con bolsas de agua caliente. Decía que iban bien. Así que…
—Heinz.
Dorothea, que se nos había unido, lo interrumpió. Yo intentaba averiguar qué me pasaba. A juzgar por la preocupación de mi padre, debía de tratarse por lo menos de un aborto.
—Heinz, Nils y yo la llevamos. Tú ve con el resto.
—¿Hace falta enredar a Nils? Podéis decir que le duele la cabeza. Bueno, hija, ve a acostarte. De todas formas, yo no puedo hacer nada. Si quieres algo, llama, ¿eh?
Me besó en la frente con ceremonias.
—Cuídate, hija.
Después de empujarme hacia la salida, Dorothea me miró con aire triunfal.
—Ha salido a pedir de boca.
—Y ¿qué es lo que tengo?
—Unos dolores tremendos, la regla. Y te resulta embarazoso porque acabas de conocer a GvM y preferirías no tener que hablar con él de algo así tan pronto. Heinz lo ha entendido perfectamente. Ahí viene Nils.
—¿Qué, Christine?, ¿aún te tienes en pie? —Me miró compasivo—. Nuestro escritorzuelo va por el examen de selectividad, ni se ha enterado de que me he levantado. ¿Nos vamos?
Eran las nueve. Escruté a mis cómplices.
—No pensaréis venir conmigo…
—Pues claro que no. —Dorothea rodeó la cadera de Nils con el brazo—. Nosotros nos vamos a la playa a ponernos románticos. Tal vez coincidamos después. —Lo dijo con una sonrisa lasciva—. Y ahora echa a correr, que llegas tarde.
Respiré profundamente y me puse en marcha.
Cuando llegué al Surfcafé, sentía punzadas en el costado. Me detuve un instante para coger aliento y olisquearme el antebrazo. Olía levemente a aguarrás, pero a cambio yo volvía a respirar con normalidad, al corazón me costó más mantenerlo a raya. Eché un vistazo a la terraza del local y de pronto lo vi. Por regla general, no me gustaba nada el color rosa. Johann Thiess llevaba unos vaqueros y una camisa rosa, ocupaba la tercera mesa por la izquierda y estaba sencillamente divino.
Las piernas me temblaban; me dirigí a su mesa con paso inseguro.
—Hola. Lo siento, no he podido venir antes.
Las cuerdas vocales tampoco me respondían. Johann se levantó despacio, me agarró el codo, se inclinó y me besó en la mejilla.
—Me alegro de que hayas venido.
Me acomodé en la silla de enfrente sin terminar de creer que lo hubiera conseguido. Christine Schmidt estaba en Norderney, en la playa, media hora antes de la puesta de sol, con el hombre más guapo que había visto en los últimos veinte años, sin contar los del cine y la tele. Y ese hombre la miró con sus ojos color miel y dijo con una voz rebosante de erotismo:
—¿Vino tinto?
Asentí, hablar no podía, tal vez debería morderme de nuevo la rodilla. Me controlé.
—¿Y bien? ¿Qué has hecho hoy?
—He dado un paseo en bicicleta para ver un poco la isla. Y a la vuelta me he dado un baño. En la playa nudista. Nunca había visto una playa tan ancha, ha sido estupendo.
—Sí, la verdad es que es bastante ancha.
¡Señor, dame cerebro!
Johann le hizo una seña a la camarera y, cuando ésta se acercó, pidió dos copas de vino tinto. La siguió con la mirada.
—Un buen sitio para trabajar. Ver a diario la puesta de sol y sólo a veraneantes de buen humor. No está mal.
En ese preciso instante la pareja de la mesa de al lado empezó a discutir porque Hans-Günther ya iba por la cuarta cerveza y a Margot no le parecía bien.
—¿Sólo a veraneantes de buen humor? Ya ves. ¿Es la primera vez que vienes a Norderney?
Johann asintió y esperó hasta que la camarera nos hubo dejado las copas.
—Sí. Y me gusta, la isla es bonita.
—Y ¿cómo se te ocurrió venir?
Él se encogió de hombros, con la mirada perdida.
—La verdad es que ni lo sé, creo que me lo recomendó un compañero del trabajo. ¿Tú vienes a menudo?
—Estos últimos años, sí, pero suelo ir a Sylt. Mis padres viven allí. Hablando de compañeros de trabajo, ¿a qué te dedicas?
—A algo muy aburrido, trabajo en un banco. ¿Y tú?
—En una editorial.
Johann se sacó una cajetilla de tabaco del bolsillo de la camisa. Fumaba lo mismo que yo.
—Suena más emocionante que un banco. ¿Fumas?
—Sólo cuando no está mi padre delante. Gracias. —Cogí un cigarrillo, y él me dio fuego y se rió.
—Ah, sí, que estás con tu padre. Parece muy simpático, antes les ha dado calabazas a esas dos señoras tan cargantes con la mayor elegancia, me ha dejado impresionado.
—¿Dónde se las ha encontrado?
—Volvía de llamar por teléfono y ellas andaban al acecho. Él las ha hecho a un lado con gravedad y ha dicho: «Señoras, tengo pendientes cosas importantes que reclaman mi atención, pero no me olvido de ustedes.» Ellas lo han dejado pasar y han sonreído.
Estaba impresionada. Ni siquiera le habían tomado a mal lo del sitio de contactos.
Johann se levantó y se sentó junto a mí.
—Desde aquí se ve mejor la puesta de sol. —Su pierna rozaba la mía—. Es bonita, ¿no?
Asentí, y casi se me hizo un nudo en la garganta de la emoción.
—Y ¿cómo acaba en Norderney una oriunda de Sylt afincada en Hamburgo? —Se detuvo y comenzó a olfatear—. Oye, me huele como a aguarrás, ¿vendrá del mar?
Su rodilla aumentó la presión, que yo aguanté.
—Puede. ¿Que cómo acabé en Norderney? Por Marleen. Nos conocemos desde hace mucho, y vengo cuando necesita ayuda y yo tengo tiempo.
Johann apoyó el brazo en el respaldo de mi silla, con la mano rozándome el hombro. No estaba segura de si era sin querer. Esperaba que no.
—Me alegro de haberte conocido. El consejo de que viniera a Norderney ha valido la pena. ¿Crees que podríamos vernos más a menudo?
Ahora me acariciaba el hombro con el pulgar. Se me puso la carne de gallina.
—Me gustaría verte más a menudo, pero aún tenemos bastante que hacer. El fin de semana se inaugura el local. Me gusta, será un bar en toda regla, con
lounge
y demás pijadas. Y mi padre despidió a dos muchachos, por eso ahora tenemos que arrimar el hombro todos y a mí, bueno, a veces a mi padre se le olvida la edad que tengo y le da por aleccionarme, así que nada de cigarrillos, nada de alcohol, nada de chicos…