Read Vacaciones con papá Online
Authors: Dora Heldt
Mientras la señora Berg hablaba se me ocurrió una cosa: me imaginé a mi padre con dos niñas pequeñas que lo tendrían todo el día ocupado. Él no dispondría ni de un minuto para inventar retorcidas teorías persecutorias con Gisbert von Meyer o cometer cualquier otro desvarío.
—Pero seguro que se divierte —interrumpí yo a Anna Berg—. Por desgracia, no tiene nietos, y eso que sería un abuelo estupendo. Lo mejor será que se lo preguntemos.
Salí tan de prisa que ellos casi no podían seguirme.
—Papá, puedes ir con las niñas a comprar las gorras.
Aparte de decirlo casi chillando, no fui consciente de la velocidad a la que iba, de manera que no pude parar a tiempo y me di tal golpe contra la mesa que el café se salió de las tazas. Mi padre se levantó de un salto, asustado.
—¡Christine! Como un elefante en una cacharrería. Ten un poco de cuidado, mujer.
Limpió el charco que se formó en la mesa con su pañuelo de tela y se contuvo al ver venir a Anna y a Dirk Berg. Entonces me hizo a un lado de prisa y les sonrió.
—Buenos días. ¿Qué?, ¿cuál es el plan para hoy? ¿Necesitan algún consejillo?
La cara que puso Kalli me hizo intuir cómo habían sido las mañanas anteriores. Me incliné hacia él y susurré:
—No me digas más: le propones cosas a Heinz que luego él hace pasar por suyas, ¿a que sí?
—Eh…, sí. Pero hoy no pienso decirle nada, a ver cómo se las apaña. —Parecía un tanto enfurruñado.
Anna Berg apoyó una mano en el hombro de Lena.
—Hoy no hará falta, nos han invitado a salir a navegar en un barco de vela. Lo cierto es que íbamos a decir que no, por las niñas, pero si de verdad quiere ocuparse de ellas hasta esta tarde… ¿O es demasiado atrevimiento?
Mi padre contestó:
—Pero, por favor, será coser y cantar.
Las pequeñas estaban radiantes; Dirk Berg las observaba un tanto escéptico.
—No es que sean las niñas de siete años más tranquilas del mundo. A mi suegra casi siempre le resultan demasiado revoltosas.
—Bendito sea Dios. Ustedes no se preocupen, he criado a tres hijos y todos…
Me lanzó una mirada sumamente crítica, que yo devolví. Mi padre continuó:
—… han salido bastante bien educados. Todos sanos y… también independientes, la verdad. No, debo decir que me han, que nos han, a mi mujer y a mí, salido bien.
—Papá, sólo serán unas horas, no es una adopción ni un intercambio.
—Ay —de nuevo esa mirada crítica—, creo que tú serías demasiado mayor para ellas. —Se volvió de nuevo hacia los padres—. No, está bien. Así que buen viento y buena mar. Dime, Kalli, ¿quieres acompañarnos?
Kalli miró a mi padre, a las niñas y por último a mí.
—Lo considero una obligación.
—Bien. —Mi padre le dio unas palmaditas condescendientes a su amigo—. Pues entonces propón algo que puedan hacer en Norderney dos hombres mayores con dos jovencitas.
Mientras Kalli pensaba, Anna y Dirk Berg se agacharon para hacerles unas advertencias en voz baja a Emily y a Lena antes de dejarlas. No deberían haberse molestado, ya se encargarían mi padre y Kalli de sabotearlo todo.
Un cuarto de hora después estaba recogiendo el lavavajillas con Gesa cuando Marleen se nos acercó con cuatro tazas de café.
—Es que es increíble. —Dejó las tazas en la mesa—. No vayáis a pensar que nuestro equipo de jubilados se ha molestado en quitar sus cosas. Hasta han dejado la mesa allí plantada.
Miré por la ventana.
—¿Ya se han marchado? Mi padre ni siquiera se ha despedido.
Gesa sonrió.
—Ha salido ganando con el cambio: una hija mayor a cambio de dos pequeñas.
—¿Se han ido los tres con las niñas? ¿Carsten también?
—No —Marleen negó con la cabeza—, Carsten se ha ido a tomar café con Nils y Dorothea. Quiere someter al tercer grado a Dorothea. Heinz y Carsten aún no están muy seguros de si consentir esa relación.
Gesa me dirigió una mirada compasiva.
—¿Cómo lo aguantas? Dorothea se besuquea un poco y a Heinz le falta tiempo para avisar al padre; tú hablas dos veces con el señor Thiess y éste pasa a ser un cazafortunas de inmediato. La verdad, no es de extrañar que viváis solas.
—Bueno, tan malo…
—No es necesario que lo defiendas, mujer. —Gesa cogió su mochila—. Heinz me parece entrañable, pero no me gustaría tenerlo de padre. Bueno, me voy, nos vemos mañana, que paséis un buen día.
Marleen profirió un leve suspiro.
—Estas chicas jóvenes dicen lo que piensan sin más. Y nosotras las arpías siempre tan diplomáticas. No es justo.
—Cierto. Quizá tuviéramos que ser más decididas de vez en cuando.
En ese momento se oyó un petardeo escandaloso, supimos que era un ciclomotor y las dos nos agachamos al mismo tiempo.
—Vamos, Christine, es tu oportunidad. Decídete y lánzate sobre él.
Procuré asomarme por la ventana de forma que el motorista no me viera. Gisbert von Meyer se dirigió a la pensión sin quitarse el casco.
—Míralo. —Sólo me salió un graznido—. Esos bracitos, esas piernecitas y ese pedazo de casco en la cabecita. Como no se lo quite, me da algo.
—Hola, ¿no hay nadie? —La voz sonaba hueca, al parecer ni siquiera se había levantado la visera.
Marleen se dominó.
—Al fin y al cabo, es de la prensa.
Cogió aire y chilló:
—¡A la derecha, en la cocina!
Gisbert se sobresaltó, pues ya estaba en la puerta, con el casco bajo el brazo.
—Buenos días, señoras, espero no molestar.
Intenté esbozar una sonrisa diplomática.
—Claro que no, aquí nunca hay nada que hacer. Nos dedicamos a dar vueltas y mirar por la ventana. ¿Qué tal?
Él, radiante, se alisó el ralo cabello pelirrojo.
—Estupendamente, gracias. Quería invitarte a hacer una pequeña excursión por la isla, Christine, he traído otro casco.
Miré la moto. En efecto, del manillar colgaba una monstruosidad rojo chillón. Marleen tosió, no me fue difícil leerle el pensamiento. Gisbert movió la mano a modo de invitación.
—Entonces, ¿vienes?
—No, gracias. —No quise mirar a Marleen—. Lo siento mucho, pero aún tenemos que ocuparnos de algunas cosas, preparativos y demás, no puedo irme ahora.
Desilusionado, se dirigió a Marleen.
—Pero en el bar andan con lo del suelo y aquí todo está listo. —Gisbert señaló la ordenada cocina.
Marleen reparó en mi mirada de desesperación.
—Servilletas —repuso con gravedad—. Aún tenemos que doblar servilletas. Para la inauguración.
—Ah —contestó él, y comenzó a tamborilear con los finos dedos en el casco—. Pero eso no puede llevar mucho tiempo.
A mí se me ocurrió algo mejor.
—Y estoy esperando a que me llame mi novio.
Gisbert ladeó la cabeza y esbozó una sonrisilla.
—No tienes novio, me lo ha dicho Heinz. O… —Algo se le pasó por la cabeza, se le veía el cerebro en ebullición. Se irguió—. Si no es hoy, otro día será. Seguro. Por cierto, ¿dónde está Heinz?
—Se ha ido. Kalli y él están haciendo de niñeras.
Gisbert von Meyer se limpió unas pequeñas perlas de sudor de la enrojecida frente.
—¿Se le puede llamar a algún número si surge alguna emergencia?
Marleen se sacó un móvil del bolsillo de los vaqueros.
—Se dejó el teléfono fuera junto con las tazas de café y las cartas. Así que no hay forma de avisarlo.
—¿Y Kalli?
Yo me iba impacientando.
—Gisbert von Meyer, no hay ninguna emergencia, y Kalli no tiene móvil.
Pasé por delante de él poniendo buen cuidado en mantener la suficiente distancia. En el pasillo, oí su voz de pito agitada:
—Marleen, que no se ponga al teléfono, por favor. Es cuestión de vida o muerte. Necesito hablar con Heinz.
Sus pasos en el patio recordaban a John Wayne de joven.
Esperé a oír la moto antes de volver con Marleen, que miraba a Gisbert cabeceando.
—El señor Von Meyer está como un cencerro, ¿no?
—Marleen, no olvides que es de la prensa.
—Y ¿por eso espera que vuelva el cazafortunas?
—Eso me figuro. Nunca ha tenido entre manos un reportaje así. ¿De verdad tenemos que doblar servilletas?
—Claro que no, sólo era para echarte un capote. Voy a ver a los currantes, tú puedes irte a la playa.
La perspectiva de pasar unas horas con un libro en la arena era excelente.
—Genial. Te cojo la bici. Nos vemos esta noche en la cena, hasta luego.
Poco después iba por el paseo marítimo con el sol dándome en la cara y el viento en la espalda. Mis pensamientos volvieron a la noche anterior en el Haifischbar, a la historia que había contado Gisbert. Me sacudí la vaga sensación que me invadió y pensé en el mensaje que me había mandado Johann: «… para que volvamos a vernos pronto.» Volvería, yo no era tan ingenua como la camarera esa de Emden. A fin de cuentas, a mis cuarenta y cinco años tenía un matrimonio y varios amantes a mis espaldas y sabía algunas cosas de los hombres. Por lo menos, eso esperaba y, a decir verdad, con una vehemencia que me hacía pedalear cada vez más de prisa.
Después de bañarme dos veces y leer cuarenta páginas de una novela policíaca me cansé de estar en la playa. Sacudí la arena de la toalla, recogí las cosas y decidí ir al centro a comprarme un vestido. Antes de que le hubiera quitado el candado a la bicicleta oí un silbido. Los tiempos en los que aún reaccionaba al oír algo así habían terminado, razón por la cual también pasé por alto el segundo silbido. Sin embargo, después oí algo que ya no pude ignorar.
—Christine, ¿estás sorda?
El corazón se me desbocó. Me volví de prisa y lo vi. Johann llevaba vaqueros, una camisa y una americana. Vino hacia mí, y yo sólo veía esos ojos color miel y esa sonrisa; ese hombre no era ningún delincuente. Cuando lo tuve delante, cerré los ojos… y me besó.
—Ya he vuelto. No ha podido ser antes.
—Creímos…, bueno, yo no, pero ahora da lo mismo, me… —balbucía de la emoción.
Él me miró desconcertado.
—¿Has tomado demasiado el sol? ¿Te encuentras bien?
Dejé de pensar en lo que estaba pensando.
—Sí. ¿Cómo has sabido que estaba aquí?
—Primero fui a la pensión. Y le pregunté a Marleen por ti.
—¿Te ha visto alguien más?
—No, ¿por qué?
Dejé el bolso en el portabultos y evité el contacto visual para disimular el alivio que sentía.
—No, por nada. ¿Qué ibas a hacer?
—No lo sé. Primero quería verte. Podríamos ir al centro a tomar café o a comer algo. O de compras. Ah, por cierto —se metió la mano en el bolsillo interior de la americana y sacó un sobre—, tu dinero. Y gracias otra vez por prestármelo.
Cogí el sobre y lo metí en el bolsillo lateral del bolso. Por un instante oí una voz interior que sonaba como la de mi padre: «Cuéntalo.» No le hice caso.
—¿Y bien? —Johann me observaba—. ¿Qué hacemos?
Podría haber hecho cualquier cosa con él, aunque me horrorizaba la idea de pasearme por la ciudad cogida de su mano y que de repente nos viéramos rodeados por mi padre, Kalli y dos niñas pequeñas con sendas gorras. Era demasiado arriesgado.
—Hoy lo tengo un poco complicado. Mi padre y su amigo Kalli están cuidando de las gemelas de los Berg, y creo que debería echarles un cable. Precisamente iba a buscarlos.
—Si quieres te acompaño.
Me puse a inventar una excusa como una loca.
—No es muy buena idea. Me…, mi padre… Johann, no me malinterpretes, pero mi padre se comporta de forma un tanto… rarita con los hombres que tienen algo que ver conmigo.
Vi claramente que no creía una sola palabra. Parecía dolido.
—Bueno, tampoco tenemos por qué hacer nada. Probablemente me haya equivocado.
Dejé caer la bicicleta y le pasé el brazo por la cintura.
—No, no te has equivocado. Es sólo que mi padre se ha emperrado con una cosa y no me gustaría que me viera contigo. ¿Quedamos esta noche? ¿Tarde?
No me apetecía contarle la historia para no dormir del cazafortunas cercado, pero tampoco quería que pensara que mi padre estaba loco.
—Bien. —Se agachó y se subió la pernera de los vaqueros—. Entonces no haré más preguntas, iré a correr a la playa para que se me pase la frustración. Llámame cuando te hayas librado del clan.
Me sentí aliviada al ver que no quería saber con qué se había emperrado mi padre.
—Luego te llamo. Hasta esta noche, entonces.
Él esbozó una sonrisa torcida y me dio un beso fugaz.
—Eso espero.
Mientras me dirigía al centro por el paseo marítimo, me abandoné a la alegría de saberlo de vuelta. Sin embargo, después me paré a pensar que no me había contado nada. Por otro lado, yo tampoco le había preguntado. Consideré una buena señal que sólo hubiera ido por el dinero y sus papeles. Ya podían ir buscándose a otro cazafortunas, mi padre y Gisbert.
Cuando estaba dejando la bicicleta delante de la oficina postal, volví a oír un silbido. Esta vez levanté sin más la cabeza: Dorothea y Nils venían hacia mí. Dorothea me sujetó la bici para que yo cogiera el bolso del portabultos con más facilidad.
—Vaya una pinta que traes. ¿Qué te ha pasado en el pelo? Y tienes arena en la barbilla.
Me toqué la cara y, en efecto, la tenía llena de arena. Y, pese a todo, él me había besado.
—He estado en la playa. —Me notaba el pelo estropajoso—. Y no me he peinado.
—¿A qué viene esa sonrisa tan tonta? —Dorothea me escrutaba con curiosidad—. No me digas que Jo…
—Chsss. —Me volví instintivamente y busqué el rostro de mi padre entre los transeúntes. Empezaba a sufrir manía persecutoria—. Sí, ha vuelto, pero no quiero que se enteren ni Heinz ni GvM.
Nils nos miraba ora a una, ora a la otra.
—¿Estáis hablando del cazafortunas? ¿El tipo de la pensión que no vive en Bremen?
—Vamos, Nils. —Dorothea desechó la idea con un gesto—. Heinz y Gisbert von Meyer se dan demasiada importancia. El tío se llama Johann Thiess, y seguro que no es ningún cazafortunas.
—¿Lo conocéis? ¿Por qué no lo habíais dicho?
—Eso, ¿por qué? —Reflexioné mientras miraba a Nils—. Los dos estaban tan seguros… Mi padre y el doctor Watson no nos habrían escuchado.
Dorothea opinaba lo mismo.
—Además, hay algunas cosas que no están claras. El resto te lo cuento en el ferry.
—¿Por qué vais a coger el ferry?