Read Vacaciones con papá Online
Authors: Dora Heldt
Lo seguí con la mirada cuando pasó por delante, solícito, para ir a la cocina. Como me trajera también un cenicero, me daría algo. Sacó fuera el termo y una taza y señaló la silla con aire cómplice.
—Te lo he servido. Me voy al bar.
—Pero ¿no querías afeitarte antes?
—Ah, sí —volvió a pasarse la mano por la barbilla—, pero puedo hacerlo luego. He leído que con barba uno parece más autoritario, seguro que no viene mal para recibir a los de los muebles del continente. No vayan a pensar que pueden mangonearnos a nosotros, los isleños. Bueno, tómate tu tiempo, hasta luego. Si quieres puedes llamar a tu madre.
—¿Por qué?
Respondió en un tono marcadamente cándido.
—Por nada, vosotras a veces habláis de cosas de mujeres, ¿no? Y a ella le gusta hablar por teléfono. Tú hazlo.
Desapareció con una sonrisa y poco después se cerró la puerta. Me llevé el teléfono a la terraza y marqué el número de la habitación de mi madre. Lo cogió a la primera y contestó con esa voz segura que ponen las madres cuando intuyen que al hijo le va mal. Sólo oír ese tono hizo que se me saltaran las lágrimas.
—Ay, mamá, qué complicado es todo.
La respuesta llegó con voz aterciopelada.
—Tu padre me insinuó algo, ¿qué ha pasado?
Lo solté todo, como cuando se abre una válvula. Empecé a hablar sin orden ni concierto: Johann, el hombre más guapo que he visto en mi vida, sus pestañas, el móvil de Gisbert, la noche de amor, sus ojos, Bremen, Gesa y la señora mayor del hotel, Hubert, que ahora también metía baza, Marleen, que estaba en contra, Kalli y sus labores de vigilancia, la pelea, Mechthild y Hannelore haciendo de cebo, mi corazón roto, mi padre, que me traía café y por un instante incluso había estado dispuesto a cambiar de cama.
Cuando por fin cogí aire, recordé avergonzada la edad que tenía. Podría haberme limitado a contarle a mi recién operada madre lo mejor de las vacaciones. Se me había taponado la nariz, no tenía pañuelo, los ruidos que hacía al respirar hasta a mí me parecían bochornosos.
—Hija, ¿no tienes un pañuelo?
—Sí, un momento. —Abrir el bolso y buscar los pañuelos de papel con una sola mano me dio tiempo a volver a ser una persona adulta—. Perdona, he dormido mal.
Mi madre pasó por alto la afirmación.
—No sé por qué estáis armando semejante lío cuando sólo hay dos posibilidades: o el tal Thiess es un delincuente y entonces es cosa de la policía, pero papá y su
troupe
saldrán en el periódico, o no es nada y te puedes enamorar tranquilamente, pero entonces los hombres tendrán que pedirle disculpas. ¿Cuál es el problema?
Odio el pragmatismo cuando no es el momento.
—Mamá, no se puede…
—Además, estáis ahí para echarle una mano a Marleen. Y tenéis que acabar hoy, mañana es la inauguración. Como si tuvierais tiempo para jugar a los detectives.
—Yo no estoy jugando a nada.
—Deberías vigilar a tu padre. Creo que ve demasiada televisión, siempre anda viendo delitos por todas partes, ya sabes. Y tú contrólate, no es tan fiero el león como lo pintan. Además, no creo que mi hija se enamore de un farsante, no es así como te hemos educado.
Hizo una pausa. Yo intenté dar con una frase que le quitara hierro al asunto, pero antes de que se me ocurriera, mi madre se me adelantó:
—Mira, pensándolo bien, todo esto es una estupidez. Christine, tienes cuarenta y cinco años. Si hay algo que no entiendes, pregúntale sin más al muchacho y no te mosquees por culpa de un puñado de jubilados.
—Mamá, es que…
—Y nada de lloros. Ve al bar y ponte a trabajar o no podréis inaugurarlo mañana. Y cuida de tu padre y de Kalli, no vayan a llevarse una bronca.
Me soné la nariz y le prometí que lo haría. Al fin y al cabo, tenía razón.
Cuando llegué al comedor, Gesa ya se había ocupado de todo. Fui a disculparme, pero ella me puso la mano en el brazo con cara de pena y me dijo:
—Hoy me he despertado muy temprano. Ve a desayunar, después habrá trabajo de sobra en el bar.
Me senté a nuestra mesa un tanto alelada. Mi padre ya se había ido, y ante mi plato había un vasito con cuatro margaritas. En la mesa de al lado las gemelas me miraron con curiosidad.
—¿Es tu cumpleaños? —preguntó Emily.
—No. —Aparté un poco el vaso—. ¿Son vuestras las flores?
Lena sacudió la cabeza.
—Te las ha puesto tu papá. ¿De verdad no es tu cumpleaños?
—De verdad. Y ¿ha sido Heinz?
—Sí. —Emily asintió con vehemencia—. Entonces puede que lo haya hecho porque sí. Yo también quiero.
—Se lo diré.
Me untaba un panecillo cuando en la habitación entraron Dorothea y Nils.
—Buenos días, Christine. Necesito urgentemente un café. Acaban de llegar los muebles. Nils ha dejado el plano en la barra, en él pone claramente dónde va cada cosa, así que podemos desayunar con tranquilidad. —Dorothea cogió la cafetera antes incluso de sentarse—. Ay, qué detalle. ¿Un admirador secreto? ¿O el de siempre?
—¡Dorothea! —Nils puso el mismo tono que mi madre—. Buenos días, Christine. ¿Te importa?
Los invité a sentarse con un gesto, tenía la boca llena.
—Gracias. —Se sentó enfrente de mí y me miró con atención—. ¿Y? ¿Has dormido bien?
—Sí, ¿por qué?
La respuesta fue vacilante.
—Bueno…, como no andas del todo bien y tal…
Lo escruté y él rehuyó mi mirada. Dorothea se encogió de hombros.
—Ayer por la tarde tu padre nos informó con mucho teatro de que atraviesas una crisis personal y hemos de tener un poco de consideración.
Ella sonrió y yo me atraganté.
Nils le dio un empujón.
—Dorothea, era confidencial.
El panecillo mordido aterrizó en mi plato.
—Pero si no es verdad. ¿Por qué no dijiste nada? No quiero que mi vida sentimental ande en boca de todos.
Dorothea me cogió el pan y se lo comió.
—Pensé que si Heinz se preocupaba por su hija tendría menos tiempo para espiar. Es por tu bien. —Señaló las margaritas—. ¿Son de las niñas?
—No.
Toqué con cuidado las flores, una hoja se cayó. Me quiere…
Tal vez Heinz me las hubiera puesto allí para que yo pudiese consultar al oráculo. Al hacer el vaso a un lado, se cayó otra hoja. No me quiere… Sólo era un juego infantil y absurdo.
—Me voy al bar. —Me levanté y cogí el vasito—. Por cierto, ha sido Heinz.
Los tres clavamos la vista en las cuatro margaritas. Cayó otra hoja. Me quiere… Por favor. Dejé el vaso en la mesa con cuidado y me fui al bar con la cabeza bien alta.
El camión con matrícula de Hamburgo estaba atravesado en el patio. Unos hombres bajaban los muebles, cubiertos de plástico, y los metían en el bar. Entré detrás de un hombre rubio que cargaba con una mesa.
En el bar había un ruido ensordecedor. La radio estaba a todo volumen, Hubert, Kalli y Carsten se hacían comentarios a grito pelado de punta a punta, los hombres movían a un lado y a otro las diferentes partes y en algún lugar sonaba un móvil. Crucé la habitación tapándome los oídos y le bajé el volumen a Lolita, que en ese momento acometía el estribillo de
Männer, Masten und Matrosen
, «Hombres, mástiles y marineros». En el silencio que se instaló, el móvil sonaba con más fuerza aún.
—Teléfono. —Mi padre, que estaba en mitad del bar con un dibujo en la mano, levantó un instante la vista—. Suena un teléfono. A ver, joven, ese sillón va en el rincón de la derecha. Hay que preguntar antes. Que alguien coja ese dichoso teléfono.
—Uy, si es el mío. —Carsten se sacó el móvil del bolsillo del pecho; debía de estar sordo, por lo menos había sonado diez veces—. ¿Sí, hola?
Sostenía el aparato con dos dedos, lejos de la oreja.
—¡Nils! No te entiendo. ¿Qué?… ¿Que me lo acerque? ¿Te has vuelto loco? Luego se te ponen malas las orejas… Lo ha leído Heinz… ¿Qué?… Pues claro que sabemos dónde va cada cosa, como si fuéramos tontos… Tómate tu tiempo, nosotros nos encargamos… Sí, sí, la hoja, claro… Adiós. —Pulsó concentrado una tecla y se guardó el teléfono—. El señor interiorista tiene miedo de que metamos la pata. Y tendríais que haber visto cómo era su cuarto de pequeño. Ahí no había plano que valiera, tuvo que hacerlo papi. Sin mí habría sido una leonera.
—Ya, así son los hijos. —Kalli retiró el plástico de una silla—. Olvidan con facilidad y se creen que lo saben todo.
De pronto mi padre se plantó a mi lado y me dio un golpecito.
—¿Qué? ¿Bien?
—Gracias por las flores.
Él le restó importancia.
—Bah, estaban ahí y se me cayó la llave, y había una un poco aplastada y la salvé. Son bonitas, ¿no?
Asentí.
—Sí, mucho. Enséñame el plano y os echo un cable.
Mi padre se pegó el dibujo al pecho.
—No, con uno que dirija, basta, de lo contrario esto es un caos. Ayuda a Kalli, que está quitando el plástico, pero no lo deja muy bien puesto que digamos.
—Qué más da, si va a ir a la basura.
—¿Te has vuelto loca? Ese plástico es muy resistente, se puede volver a utilizar. Seguro que Marleen lo guarda.
Yo tenía mis dudas, pero me distrajo Hubert, que le dijo a uno de los hombres:
—¿Tiene las manos limpias, joven? Ese sillón es blanco, cójalo sólo por el plástico.
El joven dejó el sillón donde estaba y miró a su alrededor pidiendo ayuda. Su compañero le hizo un gesto tranquilizador y le indicó que saliera. Hubert lo siguió con la mirada cabeceando.
—Es que tienen unas ocurrencias… Ah, buenos días, Christine, ¿todo bien?
—Claro, buenos días. ¿Qué puedo hacer?
—Podrías traer café y té —propuso tímidamente Kalli—. Se lo hemos dicho a Gesa, pero todavía no lo ha hecho. Pero sólo si no te importa. Bueno, como no estás del todo bien.
Empecé a intuir la teatralidad con que mi padre había descrito mi vida amorosa la tarde anterior.
—Kalli, ni estoy enferma ni soy retrasada. Pero iré por el café.
Él se sobresaltó.
—Eh…, no, no quería decir eso… ¿Te importaría traer té también? Pero sólo si es posible.
Onno se arrodilló ante su caja de herramientas, que estaba entre mi padre y yo. Mientras rebuscaba en ella, dijo:
—Cuando murió el perro de mi hermana ella también estuvo muy triste. Luego mi cuñado le compró un cachorro y algo ayudó.
Sopesé perpleja si Onno querría decir lo que yo me temía. Kalli frunció el ceño y se me adelantó:
—Pero Thiess no ha muerto.
—Además, ¿qué iba a hacer Christine con un cachorro? —apuntó mi padre—. Un animalito requiere mucho tiempo, para educarlo y demás, y ella no lo tiene.
Cerré la boca y fui por las bebidas.
Gesa, que vertía café en un termo, alzó la vista un instante cuando entré en la cocina.
—¿Puedes llevar el café? No he tenido tiempo de hacerlo, la señora Weidemann-Zapek ha tirado al suelo el cuenco del queso fresco. El queso ha pringado todo el radiador, la habría estrangulado. Y me pregunta tan pancha si puedo llevarle más. ¿Quién se cree que es?
—Un gancho. —Abrí la nevera y saqué leche—. Las señoras forman parte de la resuelta milicia popular.
—Ese artículo absurdo está en el periódico de hoy. ¿Ya lo has visto?
Puse las tazas y los termos en una bandeja.
—No, ni tengo por qué. Mira tú por dónde ya me lo han leído en voz alta. Voy a llevar esto.
—¿Christine? —Gesa me agarró por el hombro.
—¿Sí?
—Lo siento. Si puedo hacer algo, dímelo.
Las tazas tintinearon cuando dejé la bandeja con fuerza en la mesa.
—Gesa, no sé qué os dijo Heinz ayer por la tarde, y creo que no quiero saberlo, pero estoy en plena posesión de mis facultades mentales y no me encuentro al borde de un ataque de nervios. Johann Thiess no es el primer hombre con el que me equivoco, aunque eso ni siquiera se haya demostrado, ni me ha hecho daño ni me ha desplumado, no ha sido para tanto, así que dejad de compadecerme de una vez. De verdad que es ridículo. Mi padre me regala margaritas, Onno quiere comprarme un perro, y Kalli se estremece cada vez que me acerco a él. Dejad que esté un poco de mal humor. Voy a llevar esto y luego me fumaré un cigarrillo en el jardín.
Dejé la bandeja en la primera mesa que vi y salí huyendo en el acto de Ted Herold, que gritaba en la radio
Vergeben, vergessen
, «Perdonado, olvidado». Los de los muebles parecían desesperados, mi padre les indicaba dónde tenían que ir gesticulando y a voz en cuello, y después Hubert y Kalli les enmendaban la plana. Todo estaba muy raro, cosa que a mí en ese momento me daba lo mismo. En la puerta me crucé con Gesa, que traía la segunda bandeja.
—Te he dejado café en el jardín. Ahora voy a fumarme un cigarrillo contigo. Madre mía, qué escandalera.
Pasó por mi lado y yo me fui despacio al jardín. El sol daba en el pequeño sofá de mimbre, me senté de cara a él y me sobresalté cuando Gesa se dejó caer a mi lado.
—La
troupe
va a parar para tomar café. Oye, ¿de verdad saben dónde van los muebles?
Me encendí un cigarrillo.
—Nils les ha dejado un plano.
—Ah… —Gesa jugueteaba con el mechero—. Pues no lo parece. Lo están poniendo todo en un rincón.
El timbre de una bicicleta nos hizo apagar de inmediato los cigarrillos. Sólo entonces nos inclinamos para ver quién era. Marleen dejó la bici en la caseta y vino hacia nosotras.
—Hola, ya he vuelto. ¿Hay café para mí?
Gesa se levantó.
—Te traigo una taza. La próxima vez di que eres tú. Lástima de cigarrillos.
—Vosotras, ¿cuántos años tenéis? —Marleen se sentó en el sitio que había dejado libre Gesa y se retrepó—. Odio tener que hablar con los bancos. Además, las conversaciones siempre duran más de lo que deberían. ¿Y bien? ¿Cómo vais?
—El camión de los muebles ya casi está vacío. De tiempo vamos bien. Por cierto, ¿por qué no le paraste los pies a mi padre ayer? Me tratan como si no estuviera bien de la cabeza. ¿Qué es lo que os contó?
—Mucho. —Marleen sonrió y bebió un sorbo de mi taza—. Nos contó todas las penas de amor de tu vida y lo duro que fue para él no poder sacudirles el polvo a esos hombres sin más. Y Kalli y Carsten añadieron que sus hijas lo habían pasado igual de mal, nosotras…
—¡Señora De Vries!
La voz sonó alta, impaciente y enfadada. Y era del joven rubio al que antes yo había visto descargando muebles. Ahora estaba delante del asiento, con la vena del cuello hinchada.