Valentine, Valentine (14 page)

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Authors: Adriana Trigiani

Tags: #Romántico

BOOK: Valentine, Valentine
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—Hay un delantal en la percha.

—¿Tengo que trabajar para conseguir mi cena?

—Esa es la regla.

Detrás de mí, como era de esperar, hay un delantal blanco limpio. Lo paso por mi cabeza, huele a lejía y está almidonado. Roman se pone frente a mí y cruza los cordones del delantal a mi espalda, luego los pasa al frente y ata los extremos con un nudo apretado. Después me da una palmada en las caderas. Eso no era necesario, pero ya es demasiado tarde. Estoy aquí y él da palmadas. «Déjate llevar», me digo a mí misma. Roman me entrega un cucharón de madera.

—Remueve —dice, y señala una cazuela que cuece a fuego lento. Dentro brilla una buena cantidad de un suave y dorado
risotto
[10]
. De la cazuela surge una mezcla de aromas de mantequilla sin sal, crema de leche y azafrán —. Y no pares.

Las suelas de mis sandalias se pegan al recubrimiento del suelo, formado por una serie de hojas rectangulares de hule dispuestas alrededor de las zonas de trabajo.

Roman se apoya en una rodilla y desata los cordones de mis sandalias plateadas de cabritilla, estilo
gladiador
(tienen unos cordones lisos y blancos que suben más allá del tobillo). Cuando retira la sandalia de mi pie, la calidez de su mano me provoca un escalofrío que recorre mi columna vertebral.

—Bonitos zapatos —dice cuando se levanta.

—Gracias, los he hecho yo.

—Toma —dice, y saca de debajo de la mesa de cortar un par de zuecos rojos de plástico como los suyos—. Ponte estos, no los he hecho yo.

Luego me quita la sandalia izquierda y me calza el zueco, como si fuera el príncipe de la Cenicienta.

Doy unos pasos con ellos.

—Yo calzo un delicado número cuarenta. ¿Estos de qué número son, del cuarenta y siete?

—Cuarenta y cuatro. Pero no tienes que caminar mucho. Estarás removiendo mientras los lleves puestos.

Toma mis zapatos y los cuelga de la percha donde estaba el delantal.

—Ahora vuelvo —dice, y se encamina hacia el restaurante.

Mientras remuevo el arroz me miro los pies, me recuerdan a los del niño de la marca de pinturas Dutch Boy como aparecía en una valla publicitaria de Sunnyside, en Queens. También me recuerdan los zapatos de mi padre, que solía ponerme cuando era pequeña, pisando fuerte para fingir que era mayor.

Ahora que estoy sola, echo un vistazo con calma a la cocina. Mi mirada pasa del fregadero a la fotografía de una mujer desnuda, de perfil y con unos pechos enormes, que se inclina hacia una pila de platos sucios. Me guiña un ojo. El pie de la foto dice: «El trabajo de una mujer no termina nunca».

—Esa es Bruna —dice Roman detrás de mí.

—Vaya con la pila de platos.

—Es la santa patrona de las cocinas.

—¿Y de los chefs?

A partir de este momento, mantendré la mirada fija en el risotto.

Él me quita la cuchara y dice:

—Y bien, ¿por qué has decidido llamarme?

—Tú me lo pediste y yo tengo unos modales impecables, así que lo hice.

—No creo que sea por eso. —Vierte un poco de sal en su mano y la agrega a la cazuela—. Me parece que te gusto un poco.

—Ya te lo diré cuando pruebe tu comida.

—Me parece justo —dice Roman, luego sacude la cabeza y sonríe.

El ayudante del camarero entra en la cocina desde el restaurante con una enorme bandeja de platos sucios y los deja en el fregadero. Habla en español con Roman, este le da veinte dólares que saca de su bolsillo. El chico le da las gracias, se quita el delantal y se va.

—Roberto tiene otro trabajo en otro restaurante —me explica Roman—. Algún día tendrá el suyo. Yo también empecé lavando platos.

—¿Cuántos empleados tienes?

—Tres a jornada completa: el ayudante del chef, la camarera y yo. Tres a tiempo parcial: el ayudante del camarero y otros dos camareros. En el restaurante solo caben cuarenta y cinco personas, pero tenemos las reservas completas cada noche. Tú sabes lo que es llevar un pequeño negocio en Nueva York. Siempre trabajas horas extras. Incluso cuando el restaurante no está lleno de clientes, tengo que prepararlo todo o debo levantarme temprano para ir al mercado o ponerme a trabajar para ampliar el menú.

Mientras Roman remueve el risotto observo que sus manos están muy limpias y que tiene las uñas muy bien cortadas.

—Y es un negocio caro. Algunos días tengo la sensación de que solo gano para sobrevivir.

Me muevo hasta el fregadero y le doy la espalda a Bruna.

—Debes de estar haciendo algo más que sobrevivir si buscabas un piso en el edificio de Richard Meier.

—La agente inmobiliaria me enseñaba el local para un futuro restaurante a nivel de calle. Luego se ofreció a mostrarme uno de los pisos —dice, y sonríe—. Tenía curiosidad. Entonces, te vi. —Roman remueve el risotto—. Vaya edificio que tiene tu abuela.

—Ya lo sabemos.

La camarera, vestida con sombrero y gabardina, asoma por la puerta.

—Me voy.

—Gracias, Celeste. Saluda a Valentine.

—Encantada —dice, y se va.

—Es muy guapa.

—Está casada.

—Eso está bien.

Interesante. Roman aclara que la bonita camarera está casada.

—¿Eres una fanática del matrimonio?

—Solo en el buen sentido —digo, y me deslizo hacia la encimera limpia que está cerca del fregadero—. ¿Y tú?

—No soy un fanático —dice.

—Por lo menos eres sincero.

—¿Has estado casada? —pregunta él.

—No. ¿Y tú?

—Sí.

—¿Tienes hijos?

—No —dice con una sonrisa.

—Espero que no te moleste que te haga estas preguntas corno si fuera la encuestadora del censo.

Se ríe.

—Tienes un estilo inusual.

—No me preocupa el estilo. Si así fuese, te hubiera descartado cuando te vi con la camiseta de Campari y los pantalones cortos de rayas. Parecían los pantaloncillos que llevan los guardias de seguridad del Vaticano.

—¡Ah!, estás en contra de los colores chillones.

—En realidad no. Sencillamente me gusta que los hombres vistan algo más que su ropa de acción.

Roman toma una cuña de parmesano añejo y ralla un poco sobre el risotto.

—Y si no recuerdo mal, tu vestuario de esa noche era espectacular.

Me pongo del color de los tacones de aguja de santa Bruna. Él ríe.

—¿Y ahora por qué estás tan avergonzada?

—Si te viera desnudo en una terraza, fingiría que no he visto nada. Por educación.

—Vale, supongamos que te he conocido en la calle y que llevabas un vestido encantador como el que no llevabas esa noche. ¿No crees que imaginaría cómo te verías sin él? Así que se puede decir que nos hemos saltado un paso.

—No saltes pasos. De hecho… —digo sin pensarlo—, nunca salgo con italianos.

Él deja la cuchara y con el borde de su delantal, usándolo como una manopla, levanta la cazuela del fogón.

—¿Puedo preguntar por qué?

—La infidelidad.

Roman echa la cabeza hacia atrás y ríe.

—Bromeas. ¿Descartas a un grupo completo de hombres por algo que no te han hecho solo porque crees que lo harán? Ese comentario está lleno de prejuicios.

—Creo en el
ADN
. Pero deja que lo explique en términos culinarios. Hace diez años se pusieron de moda los productos de soja. Come soja, bebe soja, deja de tomar lácteos porque te matarán, así que dejé de comer queso y leche y empecé con la soja. Bueno, la soja me sentaba mal, pero persistí porque todo lo que leía declaraba que la soja era buena, a pesar de que mi cuerpo me decía lo contrarío. Cuando se lo conté a la abuela, me dijo: «Los italianos, a lo largo de nuestra historia, nunca comimos soja. El queso, los tomates, la crema, la mantequilla y la pasta han formado parte de nuestra dieta durante siglos y nos han alimentado. Deshazte de la soja». Y lo hice. Cuando empecé a comer los alimentos de mis ancestros otra vez, me sentí mil veces mejor.

—¿Y eso qué tiene que ver con salir con italianos?

—Se aplica el mismo principio. Los hombres italianos han construido miles de años de historia Romántica a partir de la noción de la madre y la puta. Se casan con la madre y se divierten con la puta. Tendrías que volver a los etruscos acompañado por el doctor Phil para cambiar la manera de pensar de los italianos. Y creo que es imposible cambiar la naturaleza esencial de nuestra gente y, en particular, la naturaleza de nuestros hombres. Ya está el risotto.

—He preparado una mesa para nosotros —dice él, luego abre la puerta—. Por favor.

Lo sigo al comedor, donde la cortina de la ventana está bajada a la mitad. Debe de haber cincuenta velas de diferentes tamaños y formas colocadas por todo el restaurante, proyectando redes de luz rosada sobre las paredes. Filas de parpadeantes velas votivas, sobre bases de cristal tallado, están dispuestas en pequeños nichos de piedra debajo del mural; sus diminutas llamas anaranjadas forman un coro.

Miro mi reloj. Son las dos de la madrugada. Casi nunca como después de las siete. No había estado fuera tan tarde desde que me mudé al Village. No lo puedo creer, estoy, de hecho, divirtiéndome. Pillo mi reflejo en el espejo y esta vez, milagrosamente, no hay ningún número 11 en mi entrecejo. O me ha transformado el tratamiento facial del vapor intensificador de la juventud que surgía de la cazuela de risotto o me gusta la manera en que se desarrolla la noche.

—Adelante, por favor, siéntate —dice él.

—Esto es precioso.

—Es solo el telón de fondo.

Roman coloca en la mesa un plato de flores de calabacín rebozadas delicadamente.

—¿De qué?

—De nuestra primera cita. Quítate el delantal.

Me paso el delantal por la cabeza y lo pongo sobre el respaldo de una silla que está en la mesa vecina. Desdoblo la servilleta sobre mi regazo, cojo una flor de calabacín y la muerdo. La delicada hoja, cubierta de crujiente rebozado, es tan ligera como la organza.

Roman vuelve a la cocina y sale con una barra de pan caliente, envuelta en una brillante tela blanca. Luego regresa a la cocina.

Durante su ausencia observo la disposición de la mesa, cada detalle es correcto y está calculado. Nunca había visto este diseño de vajilla, así que le doy la vuelta al plato del pan y miro el sello. Los platos son de la Umbría, tienen un diseño atrevido llamado Falco, que muestra unas plumas blancas, pintadas a mano, sobre un fondo verde. El dibujo da un tono de color al tablero de la mesa, lacado en negro.

Roman reaparece con una pequeña salsera que coloca sobre la mesa. Descorcha una botella de chianti de la Toscana y sirve el vino en mi copa, y a continuación llena la suya. Se sienta a la mesa, levanta su copa y dice:

—Buen vino, buena comida y una buena mujer…

—¡Oh, sí! ¡Por Bruna! —digo, y levanto mi copa.

Cuando Roman sirve una cucharada de risotto en mi plato, una nube de aroma de mantequilla se eleva en el aire. El risotto es un plato difícil de preparar. Su elaboración es complicada, se debe remover el arroz hasta que los granos se hinchen o hasta que el brazo se caiga, lo que suceda primero. Es una cuestión de medir el tiempo, porque si remueves demasiado el arroz se convierte en engrudo y si lo remueves demasiado poco obtienes un caldo. Lo pruebo y digo:

—Eres un genio —él casi se sonroja—, ¿dónde aprendiste a cocinar?

—Me enseñó mi madre. Teníamos un restaurante en Chicago, en Oak Law, se llamaba Falconi's.

—Entonces, ¿por qué has venido a Nueva York?

—Soy el menor de seis hermanos. Todos trabajábamos en el negocio familiar, pero mis hermanos nunca dejaron de mirarme como si fuera el bebé de la familia. Ni siquiera cuando cumplí treinta pude romper con esa tontería del orden de nacimiento. Ya sabes cómo es eso, ¿no?

—Alfred es el jefe, Tess es la inteligente, Jaclyn es la guapa y yo soy la graciosa.

—Exacto. Yo he trabajado para mi familia desde que era un adolescente. Mi madre me enseñó a cocinar, luego fui a la escuela y aprendí un poco más. Con el tiempo quise usar lo que había aprendido y hacer algunos cambios en el restaurante. Muy pronto quedó claro que ellos preferían el restaurante tal como estaba. Después de varias discusiones y casi a punto de ahogarme en las lágrimas de mi madre, me fui. Y qué mejor lugar para hacerte un nombre como chef italiano que Little Italy.

Roman llena los vasos de nuevo. Él y yo tenemos mucho en común. Nuestro pasado es similar, no solo la parte italiana, sino la manera como nuestras familias nos han tratado. Aunque los dos tomamos decisiones valientes y hemos tenido cierta experiencia en la vida real, nuestras familias no han cambiado su percepción de nosotros.

—¿Cómo decidiste meterte en el negocio familiar? —pregunta Roman—. Hoy en día no hay muchos zapateros.

—Bueno, yo era profesora de literatura en un instituto de Queens, pero los fines de semana venía a la ciudad para ayudar a la abuela en la tienda. Con el tiempo, ella empezó a enseñarme cosas sobre la fabricación de zapatos que iban más allá del embalaje y la distribución. Poco tiempo después quedé enganchada.

—No hay nada como trabajar con las manos, ¿no crees?

—Me consume por completo, mental y físicamente. A veces, al final del día estoy tan cansada que me cuesta subir las escaleras. Pero el trabajo en sí es solo una parte. Me encanta dibujar, diseñar los zapatos, crear nuevas ideas y luego pensar cómo realizarlas. Algún día diseñaré zapatos.

El vino me hace sentir cómoda. Acabo de revelar mis sueños a un hombre que casi no conozco, hasta un punto que rara vez me permito, incluso a solas.

—¿Cuánto tiempo has trabajado con tu abuela? —pregunta Roman.

—Casi cinco años.

Roman levanta de su plato una flor de calabacín.

—Cinco años. Eso significa que tienes…

Ni siquiera parpadeo al decir:

—Veintiocho.

Roman inclina la cabeza y me mira desde un ángulo distinto.

—Yo hubiera dicho que eras más joven.

—¿De verdad? —Nunca había mentido acerca de mi edad, pero como ya casi tengo treinta y cuatro, me pareció un buen momento para empezar.

—Me casé cuando tenía veintiocho —explica Roman—. Me divorcié a los treinta y siete. Ahora tengo cuarenta y uno —recita con rapidez los números, sin la menor vacilación.

—¿Cómo se llamaba?

—Aristea, era griega. Hasta hoy nunca he visto una mujer más hermosa.

Cuando un hombre te dice que la mujer más hermosa del mundo es su ex esposa, y lleva más de una hora mirando tu rostro, el comentario te sienta como una anchoa podrida.

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