Valentine, Valentine (37 page)

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Authors: Adriana Trigiani

Tags: #Romántico

BOOK: Valentine, Valentine
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—Sí —respondemos la abuela y yo al mismo tiempo.

—Abuela, no sé cómo puedes decir que dormiste bien, los truenos eran tan fuertes.

—Ah, sí, es verdad —concuerda ella.

—Me sorprende que hayas podido dormir.

—No ha sido fácil —dice, sin levantar los ojos de su periódico.

—Todo ese estruendo, los estallidos, los truenos y los rayos…

—¡Menuda noche! —dice la abuela, y continúa hojeando el diario.

—Abuela, te he pillado.

—Valentine, ¿adónde quieres llegar? —dice la abuela, y baja el periódico. Por suerte, seguimos siendo los únicos clientes del Spolti Inn.

—Me he despertado esta mañana cuando casi eran las cinco. Llovía, me he levantado a cerrar las ventanas y te he visto fuera.

—Ah —dice. Coge de nuevo el periódico y finge que lo hojea—. Tenía jet lag y fui a caminar un poco.

—¿Con la falda de ayer?

—Ya… —dice bajando el diario, y se sonroja—. Es suficiente.

—A mí me parece excelente.

—¿De verdad?

—Claro.

—Es un poco raro… —empieza.

—¿Para mí? ¿Conocer tu nueva faceta?

—Bueno, sí —se aclara la garganta—, y no es una faceta, soy yo.

—La apruebo, de hecho, más que la apruebo, me alegro por ti. Es bastante difícil encontrar el amor en este mundo, y que tengas un… —me cuesta decir la palabra «amante», así que digo—, amigo… es un regalo. Entonces, ¿por qué fingir que no está pasando? No necesitas recorrer la montaña de madrugada y fingir que has estado aquí. Empaca tus cosas y quédate con él. Lo que pase en Arezzo se queda en Arezzo.

La abuela se ríe y dice:

—Gracias —bebe su café y añade—, eso también va para ti.

—Eh, ya lo cojo.

Miro hacia fuera. Siento como si Nueva York y todos sus problemas estuvieran a millones de kilómetros de distancia. Por un momento me olvido del concurso de Bergdorf, del aumento de nuestra deuda y de la agonía de tratar con Alfred. Incluso decido aparcar a Roman hasta que lleguemos a Capri, porque empiezo a cansarme de analizarnos. Por ahora solo veo la primavera que se despliega en Italia, con los diminutos brotes verdes que se abren paso a través de las ramas grises.

—Pero antes de que te vayas —le digo a la abuela—, necesito saber una cosa.

—¿Sí?

—¿Cuánto satén duquesa de doble cara consideras que necesitamos en la tienda?

Espero a Gianluca en la acera, frente al Spolti Inn. La niebla de la mañana se ha levantado y ha dejado los adoquines limpios y mojados y el aire lleno de vida.

Arezzo es famoso por su clima ventoso de alta montaña y hoy no decepciona. Llevo un vestido sin mangas rosado que hace juego con la torera que mi madre encontró rebajada al setenta y cinco por ciento en Loehmann. Demos honor a quien honor merece, mi madre insiste en que es posible encontrar cosas increíbles en Loehmann, siempre y cuando busques. La torera fue uno de sus grandes triunfos, pues está hecha de un magnífico cachemir de tejido apretado, color arena.

Gianluca detiene el coche, sale de él, y lo rodea para abrirme la puerta.

—Buenos días —dice.

—Buenos días —digo. Me llega como un silbido el olor de su piel mientras me subo: es vivificante, huele a limón. Gianluca cierra la puerta del coche, asegurando la manija como si fuera el candado de una caja fuerte. Estoy segura de que Dominie le advirtió que si llegaba a caerme por accidente de su coche, lo mataría en nombre de mi abuela.

Gianluca rodea la parte delantera del coche y ocupa el asiento del conductor. Vamos en un modelo viejo de Mercedes, pero el interior todavía huele a cuero nuevo y el exterior azul marino está pulido para lograr un acabado vítreo.

Gianluca pisa el acelerador como si fuera a despegar de la línea de salida de una carrera de la Nascar.

—¡Jo! —le digo—. ¿Podrías no pasar de los ciento cincuenta kilómetros por hora?

Navego por mis correos electrónicos. Le respondo a Wendy sobre el hotel, a Gabriel sobre el cuero y a mi madre sobre la abuela. Roman me escribe:

Sueño contigo y Capri. R.

Le respondo:

¿En ese orden? V.

—¿Te gusta esa cosa, verdad? —Gianluca señala mi teléfono.

—No podría vivir sin él. Estoy en contacto permanente con toda la gente que conozco. ¿Cómo podría ser algo malo?

Se ríe y dice:

—¿Cuándo piensas?

—Es curioso que lo preguntes. De hecho ayer por la noche lo apagué y me sumergí en la bañera, luego leí un poco.

—Va bene, Valentina —dice. Qué raro, solo mi padre me había llamado Valentina—. No me gustan esas cosas, adondequiera que vayas suenan esos pitidos y los tonos absurdos.

—Lamento decirlo, Gianluca, pero creo que estas cosas… —sostengo en alto mi móvil—, llegaron para quedarse.

—¡Aj! —dice, como si quisiera descartar todo lo que suene a comunicación contemporánea con un movimiento de la mano.

—Ah, perdona. He sido grosera al estar enviando correos en vez de hablar contigo —digo, y guardo el teléfono en mi bolso. Alcanzo a ver que la orilla de su labio se convierte en una sonrisa. Vale, Gianluca, pienso, eres italiano. Eres un hombre. Esto se trata de ti—. Soy tuya —le digo.

En recompensa a mi completa atención, Gianluca disminuye la velocidad para mostrarme la fachada de una iglesia rococó, un altar a la Virgen colocado al lado de la carretera por algún campesino devoto o un árbol indígena que solo crece en esta parte del mundo. A las afueras de Prato toma la salida de la autopista y vuelve a la carretera. Agarro la manija de la puerta mientras damos saltos por un camino de grava.

Gianluca disminuye la velocidad y veo un lago entre los árboles, que brilla como un tafetán de seda azul pálido. Los bordes del agua se desdibujan entre la fronda salvaje de tallos verdes que se doblan y tuercen frente a la costa. Guardo esta combinación de colores en mi memoria. Qué sensual sería crear un zapato azul pálido con un adorno de plumas verde oscuro. Bajo la ventanilla para verlo mejor. El sol cae sobre el agua como un montón de flechas plateadas.

—Es uno de mis lugares preferidos. El lago Argento. Aquí vengo a pensar.

El fascinante silencio se rompe con el pitido de mi teléfono móvil. Me mortifica haber estropeado el lugar sagrado de Gianluca.

—Adelante, cógelo. No puedo luchar contra el progreso.

Miro a Gianluca, que se ríe, y luego me río. Busco en mi bolso y reviso mi móvil. Roman escribe:

Tú estás primero, siempre. R.

Sonrío.

—¿Buenas noticias? —me pregunta Gianluca.

—Oh, sí —digo, guardando el teléfono otra vez.

El edificio de la sedería Prato es un complejo moderno y laberíntico, pintado de sencillo beige, y cercado por una alta alambrada de hierro decorado. Los jardines alrededor del límite le dan un aspecto pulcro.

Muchos de los diseñadores importantes vienen aquí a comprar tela. La vieja guardia de los visionarios europeos, desde Karl Lagerfeld y Alberta Ferretti hasta nuevos talentos como Phillip Lim y Proenza Schouler viajan a Prato. Algunos diseñadores incluso recogen los retales del suelo y los zurcen en diseños de tela propios; es evidente que hasta el ruido de esta fábrica es valioso.

Gianluca muestra su carné de identidad mientras pasamos por la puerta del guarda. Me piden mi pasaporte. Gianluca lo abre en la página de la foto y lo pasa al guarda.

Una vez que hemos aparcado, espero que Gianluca rodee el coche y me abra la puerta. Fue amable respecto al pitido de mi móvil, así que no menosprecio sus modales italianos. Cuando me abre la puerta, me da la mano para ayudarme a salir. En el momento en que nuestras manos se tocan, un ligero escalofrío me recorre la espalda. Debe de ser el aire de la primavera, que sopla fresco bajo el sol caliente.

Atravesamos la entrada, donde hay una pequeña recepción con una ventana. Gianluca va hacia la ventana y pide ver a Sabrina Fioravanti. En pocos minutos, una mujer de más o menos la edad de mi madre, con unas gafas de lectura y una cadena alrededor del cuello, nos saluda y dice:

—¡Gianluca!

Él le besa las dos mejillas.

—La
signora
Fioravanti.

Ella me coge de las manos, encantada de conocerme.

—¿Cómo está Teodora? —pregunta con interés.

—Le va bien.

—Vecchia? —dice la
signora
—. Como yo.

—Solo en los números, no en el espíritu —digo. Empiezo a pensar en lo que mi abuela de ochenta años estará haciendo en este mismo instante.

Sigo a Sabrina al interior de la fábrica, hasta el departamento de acabados, ahí se prensan las sedas y se montan en rollos, que recogen la tela hasta formar bobinas gigantes que alcanzan el tamaño del tronco de un árbol. No puedo evitar tocar las telas, el mantecoso satén de algodón, bordado con hilos de oro puro, y el terciopelo cortado con cuadrados de seda cruda.

—¿Necesitas telas de doble cara? —me pregunta Sabrina.

—Sí —digo, sacando la lista de mi bolso—. Y tafetán con un refuerzo de terciopelo y, si tenéis, seda estriada.

Respiro profundamente.

—¿Hay algún problema? —me pregunta Gianluca y señala las profundas líneas que forman un número 11 en mi entrecejo—. Pareces preocupada.

—No, solo estoy pensando —miento—. Y, cuando pienso, me vuelvo cejijunta.

—¿Qué?

—Ya sabes, el ceño fruncido. No le prestes atención.

Sabrina vuelve con un joven que carga un montón de muestras de tela. Me llevará la mayor parte del día mirarlas. Ahora sé por qué tengo el ceño fruncido. Esto es mucho trabajo y la abuela no está aquí para guiarme. Está demasiado ocupada dejándose cortejar por Dominic bajo el sol de la Toscana para venir a esta fábrica y elegir entre cientos de muestras de tela y encontrar la que necesitamos. Me siento abandonada, eso es todo. Pero ya es demasiado tarde, ya estamos aquí y tendré que hacerlo sola.

Sabrina se va. Levanto un taburete y pongo el bolso encima de una mesa que está detrás de mí. Gianluca coge otro y se sienta frente a mí ante la mesa de trabajo. Coloco mi lista en la mesa y empiezo a seleccionar las telas.

—Vale. —Miro a Gianluca—. Primero necesito un resistente satén quebrado beige.

Gianluca elige entre un montón y tira de una tela. La levanta.

—Demasiado rosado en el beige —le digo—. Más dorado.

Pongo aparte las telas que serían demasiado endebles, incluso si nosotras las reforzáramos. Gianluca sigue mis instrucciones, luego empieza a hacer una pila de abundantes variedades. Encuentro un satén pesado de dos caras con adornos de enredaderas en filigrana dorada. Me pregunto si podríamos prescindir del bordado y sin entusiasmo lo aparto a un lado.

—¿No te gusta esa? —me dice.

—Me encanta, pero no creo que pueda cortar alrededor del patrón.

Gianluca coge una muestra y dice:

—Claro que puedes. Solo compra más y repite el patrón por el otro lado. —Extiende la tela sobre la mesa y luego la pliega por debajo—. ¿Lo ves? Lo mismo sucede con el cuero.

—Tienes razón.

Pongo la seda con enredaderas encima del montón de telas para comprar. Hay demasiadas para escoger y la selección es apasionante. Con cada muestra que cojo imagino zapatos: burato, rayón, tela acolchada, velvetón, tercianela, seda de paño fino con rayas tono sobre tono. Me dejo llevar por la diversión y el proceso gana velocidad mientras buscamos durante un buen rato.

—¿Te gusta hacer zapatos? —me pregunta Gianluca.

—¿Tú qué dirías? —digo mientras reviso otro artículo de mi lista—. ¿Te gusta trabajar de curtidor?

—No mucho —dice. Ahora es Gianluca quien frunce el ceño—. Mi padre y yo siempre reñimos. Lo hemos hecho desde hace años, pero fue a peor cuando murió mi madre.

—¿Desde cuándo está viudo tu padre?

—Este noviembre se cumplen once años. —Recoge una pila de muestras de crujiente lino de la orilla de la mesa—. ¿Tus padres viven?

Asiento con la cabeza.

—¿Qué edad tienen? —me pregunta.

—Mi padre sesenta y ocho. Si alguna vez conoces a mi madre, no debes revelar el secreto, pero tiene sesenta y uno. En mi familia tenemos algo con la edad.

—¿Qué tenéis con la edad?

—No nos gusta envejecer.

—¿Y a quién sí? —sonríe.

—¿Qué edad tienes?

—Cincuenta y dos —dice—. Ya soy mayor.

—¿Para qué? —le pregunto—. ¿Para cambiar de oficio? Podrías hacerlo en un segundo.

Gianluca se encoge de hombros y dice:

—Trabajar con mi padre es mi obligación.

Parece resignado, pero no demasiado infeliz por su situación.

—En Estados Unidos, cuando algo no nos funciona, cambiamos. Volvemos a la escuela y desarrollamos una nueva habilidad o cambiamos de trabajo o de jefes. No hay necesidad de afanarse en algo que no te gusta.

—En Italia no cambiamos. Mis deseos no son lo más importante, tengo responsabilidades y las asumo. Mi padre me necesita. Le dejo que sea el jefe, pero su siesta se alarga conforme se hace más viejo.

—Lo mismo le pasa a la abuela.

—Tú trabajas en el negocio familiar… —Parece a la defensiva.

—Sí, pero yo lo elegí. Quería hacer zapatos.

—Aquí no elegimos, los sueños de la familia se convierten en nuestros sueños.

Pienso en mi familia y cómo esa sentencia solía ser cierta para nosotros. La familia estaba primero, pero ahora parece que mi generación lo ha olvidado. No podría trabajar con mi madre, pero con la abuela es diferente. La generación que nos separa a la abuela y a mí parece unirnos en un objetivo común. Nos entendemos de una manera que funciona en el trabajo y en casa. Quizá porque ella necesita ayuda y yo estaba ahí en el momento justo para dársela. Mis sueños y los sueños de la abuela de alguna manera se encontraron y al combinarse crearon algo nuevo para cada una de nosotras. Incluso ahora parece que ella me está pasando el relevo. Poco importa que el caballo esté cojo y ciego, para ella la compañía de zapatos Angelini es algo que merece la pena, y para mí, incluso con la deuda creciente y sabiendo que la producción de zapatos hechos a medida es un riesgo, significa un legado de incalculable valor. Solo espero que pueda mantenerlo para pasarlo a la siguiente generación.

Gianluca y yo entramos en un alto atrio en el centro del complejo donde los trabajadores de la fábrica hacen sus descansos. Algunos de los más jóvenes miran sus BlackBerries, otros chatean en sus teléfonos móviles, mientras que los empleados de mediana edad toman un expreso y comen fruta. Hay trabajadores que tienen casi la edad de la abuela, lo cual muestra una enorme diferencia respecto a casa. Aquí, los artesanos más viejos —los maestros—, son venerados y constituyen una parte fundamental del proceso de elaboración de las telas. Mi hermano Alfred debería ver esto para que entendiera por qué la abuela sigue trabajando. La satisfacción que un artesano busca, después de años de trabajo, es la perfección en sí misma. Tal vez no llegue a alcanzarla, pero después de años de estudio, formación y experiencia, puede acercarse. Esta es, en sí misma, una meta a la que merece la pena aspirar.

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