Vampiros (13 page)

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Authors: Brian Lumley

BOOK: Vampiros
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El último año en Rumania había sido muy triste, porque sabía que
era
el último; sin embargo, al acercarse el final del curso, se había sentido dichoso. Once años después de la guerra, el ambiente de las ciudades en recuperación no había sido bueno para él. Londres tenía
smog
, y Bucarest, niebla; ambas ciudades estaban contaminadas por los gases tóxicos y, para Ilya, también lo estaban los libros mugrientos de las bibliotecas y las aulas. Su salud se había resentido un poco a causa de todo ello.

Habrían podido volver a Inglaterra cuando él terminó su contrato, pero un médico de Bucarest se lo desaconsejó.

—Quédense todo el invierno —recomendó—, pero no en la ciudad. Váyanse al campo. Largos paseos en un ambiente claro y fresco; eso es lo que necesita. Y por la noche, un buen fuego de leña, y mucha tranquilidad. Saber que la nieve es espesa fuera, pero que por dentro está caliente. Esto es muy satisfactorio. Hace que uno se alegre de vivir.

Había parecido un consejo razonable.

Ilya no tenía que empezar a trabajar en el Ministerio de Asuntos Exteriores hasta el final de mayo; pasaron la navidad en Bucarest con unos amigos; después, al empezar el año, tomaron el tren para Slatina, al pie de los Alpes. En realidad, la población estaba en la ladera de una estribación, pero sus moradores decían siempre que estaba «al pie de los Alpes». Allí alquilaron una casa que era un antiguo granero y que estaba apartada de la carretera de Pitesti, y se instalaron en ella antes de que empezasen las verdaderas nevadas del año.

A finales de enero, salieron las máquinas quitanieves para limpiar las carreteras, y sus azules y acres gases de escape contaminaron el aire claro y frío; los residentes iban al trabajo pataleando con fuerza; embozados hasta las orejas, parecían grandes fardos ambulantes más que personas. Ilya y Georgina asaban castañas en el hogar y hacían planes para el futuro. Hasta entonces habían procurado no tener hijos, pues les había parecido que su vida era demasiado inestable; pero allí…, allí sintieron que era el momento de empezar.

En realidad, habían empezado hacía casi dos meses, pero Georgina no estaba aún segura. Sólo lo sospechaba.

Pasaban los días en la población, cuando la nieve se lo permitía, y las noches en su destartalada casita alquilada, donde leían o hacían el amor delante del fuego. Por lo general, lo último. Un mes después de salir de Bucarest, había desaparecido la tos irritante de Ilya y éste había recobrado casi todas sus fuerzas. Con típico celo rumano, las gastaba pródigamente con Georgina. Había sido como una segunda luna de miel.

A mediados de febrero ocurrió lo imposible: tres días consecutivos de cielo despejado y de brillante sol, y toda la nieve que se fundía, de manera que, al amanecer el cuarto día, casi pareció que había empezado la primavera. «Otros dos o tres días de buen tiempo», les decían los vecinos con aire convencido, «¡y les parecerá que nunca han visto nieve! Aprovéchenlos ahora, pues, mientras puedan.» Y Georgina e Ilya habían decidido aceptar la sugerencia.

Con los años y las lecciones de Ilya, Georgina se había convertido en una buena esquiadora. Podría pasar mucho tiempo, antes de que tuviesen otra oportunidad. Allí abajo, en la llamada estepa, lo único que quedaba de la nieve eran unos montones grises y sucios en las orillas de las carreteras; pero unos kilómetros más arriba, en dirección a los Alpes, todavía podía encontrarse mucha.

Ilya alquiló un coche para un par de días —un destartalado y viejo Volkswagen— y esquíes. Y a la una y media de la tarde del fatídico cuarto día iniciaron la subida a las estribaciones alpinas. Se detuvieron para almorzar en una pequeña posada del extremo norte de Ionesti, donde comieron
goulash
regado con café espeso, seguido de sendos tragos de
slivovitz
para limpiarse la boca.

Después continuaron el ascenso hacia una región donde la nieve era todavía espesa sobre los campos y los setos. Y fue desde allí que Ilya observó la corcova de unos montes bajos y grises a algo así como un kilómetro y medio hacia el oeste, y salió de la carretera hacia un camino, para acercarse un poco más.

Por fin, el camino había estado lleno de baches bajo la nieve y ésta se había hecho más profunda, para gran contrariedad de Ilya. Para evitar un atasco, maniobró y puso el pequeño coche en la dirección por la que habían venido, para poder regresar con más facilidad cuando hubiesen terminado con su ejercicio deportivo.


¡Landlaufen!
—había declarado él, bajando los esquíes de la baca.

Georgina se había lamentado:

—¿A campo traviesa? ¿Hasta aquellos montes?

—¡Son blancos! —declaró él—. Resplandecientes de nieve en polvo sobre suelo duro y firme. ¡Perfecto! Tal vez hay un kilómetro hasta allí, luego una lenta subida hasta la cima y un divertido slalom entre los árboles. Estaremos de vuelta aquí cuando se nos eche encima el crepúsculo.

—¡Pero son más de las tres! —protestó ella.

—Entonces será mejor que nos pongamos en marcha. Vamos, será muy bueno para nosotros…

—¡Muy bueno para nosotros! —repitió ahora tristemente Georgina, con la imagen de él todavía clara al cabo de un año: alto y moreno y apuesto al levantar los esquíes de la baca del coche y arrojarlos sobre la nieve.

—¿Qué? —Anne Drew, su joven prima, la miró por encima del hombro—. ¿Decías algo?

—No. —Georgina sonrió con tristeza y sacudió la cabeza. Se alegraba de la interrupción de otro de sus recuerdos, pero al mismo tiempo lo lamentó. La cara de Ilya flotaba en el aire, se desvanecía superpuesta a la de su prima—. Soñaba despierta, eso es todo.

Anne frunció la frente y volvió a centrar la atención en la conducción del coche. «Soñar despierta», pensó. Sí, Georgina lo había hecho mucho durante los últimos doce meses. Parecía que había algo en ella, es decir, algo diferente del pequeño Yulian, que no había nacido a su debido tiempo. Dolor, sí, desde luego, pero más que eso. Era como si se hubiese tambaleado durante doce meses en el borde de un colapso nervioso y sólo la continuación de Ilya en Yulian lo había impedido. En cuanto a soñar despierta, a veces parecía tan lejana, tan desprendida del mundo real, que resultaba difícil traerla a él de nuevo. Pero ahora, con el pequeño…, ahora tenía algo a lo que aferrarse, un áncora, algo por lo que vivir.

Bueno para nosotros
, repitió Georgina, pero esta vez para sus adentros, amargamente.

Porque no había sido «buena» para ellos aquella última travesura fatal en la nieve de los montes cruciformes, sino todo lo contrario. Había sido terrible, trágica. Una pesadilla que había vivido mil veces en el año transcurrido y que perduraría durante diez mil más, estaba segura. Adormecida por el calor del coche y el zumbido de su motor, volvió a sus recuerdos…

Habían encontrado un viejo cortafuego en la ladera del monte y habían empezado a subir hacia la cima, deteniéndose de vez en cuando para recobrar aliento y protegerse los ojos contra la blancura deslumbradora. Cuando llegaron jadeantes a la cresta, el sol estaba bajo y la luz empezaba a menguar.

—Ahora todo será cuesta abajo —había observado Ilya—. Un vivo slalom entre los arbolitos que han crecido en el cortafuego, y después un lento descenso de vuelta al coche. ¿Lista? ¡Vamos allá!

Y todo lo demás había sido… ¡un desastre!

Los arbolitos que él había mencionado eran en realidad árboles bastante crecidos. La capa de nieve, acumulada en el cortafuego, era mucho más profunda de lo que él había presumido, de manera que sólo las copas de los pinos —que parecían pequeños— se alzaban orgullosas sobre la blanca superficie. A medio camino, él había pasado demasiado cerca de uno de aquéllos, y una rama, justo debajo de la superficie, que semejaba una simple mata de hierba, se había enredado en su esquí derecho. Él se había erguido, saltado y resbalado durante más de veinte metros, en un revoltijo de anorak blanco y palos y esquíes y brazos y piernas, antes de enredarse con otro «arbolito» y detenerse en su veloz descenso.

Georgina, que se había retrasado mucho y esquiaba con más prudencia, lo había visto todo. El corazón pareció subirle a la garganta y, tras lanzar un grito, surcó la nieve con sus esquíes hasta llegar al sitio donde yacía despatarrado su marido. Había soltado de inmediato sus esquíes y los había clavado en la nieve para no perderlos; luego se había arrodillado junto a Ilya. Éste se apretaba los costados y no paraba de reír, y las lágrimas producto de la risa rodaban y se helaban en sus mejillas.

—¡Payaso! —dijo ella, y le golpeó el pecho—.
¡Payaso!
¡Me has dado un susto de muerte!

Él se había reído aún más fuerte al tiempo que le agarraba las muñecas y la sujetaba. Entonces había mirado sus esquíes y dejado de reír. El de la derecha estaba roto y se sostenía por una astilla donde se había partido a unos quince centímetros por delante de la grapa.

—¡Ay! —había exclamado entonces, con cara preocupada.

Y se había sentado sobre la nieve para mirar a su alrededor. Había sido entonces cuando Georgina comprendió que la cosa era grave. Podía verlo en los ojos de él, por la manera de fruncir los párpados.

—Vuelve al coche —le había dicho él—. Pero con cuidado; no hagas como yo y rompas tus esquíes. Pon el coche en marcha y abre la calefacción. No hay mucho más de un kilómetro y medio; así, cuando yo vuelva, habrás calentado el viejo cacharro. Sería una tontería que nos helásemos los dos.

—¡No! —había dicho rotundamente ella—. Volveremos juntos. Yo…

—Georgina —había dicho él a media voz, lo cual significaba que empezaba a enfadarse—. Mira, si volvemos juntos, esto querrá decir que llegaremos
los dos
mojados, cansados y con mucho, mucho frío. Yo me lo merezco, pero tú no. Si haces lo que digo, te calentarás muy pronto, y yo me calentaré poco después. Además, se está acercando la noche. Vuelve tú al coche, a la luz del crepúsculo, y podrás encender los faros, que me servirán de guía. También tocarás el claxon de vez en cuando, para que sepa que estás bien y disfrutando del calor, lo cual será para mí un nuevo aliciente. ¿Comprendes?

Ella lo había comprendido, pero sus argumentos no la habían hecho vacilar.

—Si permanecemos juntos, ¡al menos
estaremos
juntos! ¿Y si yo me cayese y no pudiera seguir adelante? Tú volverías al coche y yo no estaría allí. Y entonces ¿qué? Y yo tendría mucho miedo, Ilya. ¡Por mí y por ti!

Durante un segundo, él entrecerró los ojos todavía más. Pero entonces asintió con la cabeza.

—Desde luego, tienes razón. —Miró de nuevo a su alrededor. Después, quitándose los esquíes, dijo—: Está bien, te diré lo que vamos a hacer. Mira hacia allá abajo.

El cortafuego continuaba durante tal vez medio kilómetro, cuesta abajo y en fuerte pendiente. A ambos lados, grandes árboles, algunos de ellos muy viejos estaban apiñados, con la nieve amontonada debajo de los que estaban más cerca del cortafuego. Y lo estaban tanto unos de otros que sus ramas se entrelazaban a menudo. No habían sido talados desde hacía al menos quinientos años. A sus pies, la nieve era desigual, separada del suelo por una gruesa capa de agujas de abetos que la cubría como un manto.

—El coche está allí —dijo Ilya mientras señalaba hacia el este—, detrás de la curva del monte y más allá de los árboles. Atajaremos entre éstos hacia el sendero, y después seguiremos las huellas de nuestros esquíes para volver al coche. Nos ahorraremos tal vez medio kilómetro y nos será mucho más fácil andar por allí que por los sitios donde la nieve es más profunda. Al menos, para mí. Cuando estemos en el sendero, podrás ir esquiando, pero despacio, y cuando avistemos el coche, te adelantarás y lo pondrás en marcha. Pero tenemos que darnos prisa. Habrá poca luz debajo de aquellos árboles y, dentro de media hora, se habrá puesto el sol. No quisiera que estuviésemos todavía en el bosque mucho después de eso.

Entonces cargó con los esquíes de Georgina y salieron del cortafuego en busca del refugio y el silencio de los árboles.

Al principio habían avanzado deprisa, tanto que él casi había dejado de preocuparse. Pero había algo opresivo en la falda del monte, una quietud demasiado intensa, una impresión de siglos que habían pasado o estaban pasando como el «tictac» de un gran reloj, y de algo que esperaba, que observaba, de manera que Georgina sólo deseaba salir de allí y volver a campo abierto. Presumía que Ilya sentía también ese extraño
genius loci
, pues hablaba muy poco e incluso su respiración era silenciosa mientras caminaban en diagonal entre los árboles, moviéndose de un tronco a otro, evitando todo lo posible los lugares más abruptos.

Entonces habían llegado a un sitio donde unas piedras inclinadas sobresalían del suelo y de las hojas muertas; después tenían que salvar una pendiente muy empinada y rocosa hasta una zona nivelada. Y cuando él la ayudó a bajar, habían observado la mano del hombre debajo de los oscuros árboles.

Estaban sobre unas losas revestidas de líquenes, delante de… ¿un mausoleo? Al menos, eso era lo que parecían aquellas ruinas. Pero ¿aquí? Georgina, nerviosa, había apretado el brazo de Ilya. Difícilmente podía considerarse aquello un lugar sagrado, por mucho que se forzase la imaginación. Parecía como sí se moviesen allí presencias invisibles y comunicaran su movimiento al aire húmedo sin agitar las telarañas y las ramas muertas que pendían como dedos de la penumbra más intensa de las copas. Era un lugar frío, pero carente de la calidad estimulante del frío del invierno; un lugar donde el sol raras veces había entrado en… ¿cuántos siglos?

Construida con piedra tosca de la propia ladera, la tumba se había derrumbado hacía tiempo; la mayor parte del techo de pesados bloques yacía en un montón de cascotes sobre las losas del suelo, rotas a su vez y levantadas por el lento crecimiento de las grandes raíces. Una piedra rota, apoyada ahora en una arruinada pared lateral, habían constituido antaño el dintel de la amplia entrada de la tumba; había grabado en ella un escudo de armas, difícil de distinguir en la penumbra.

Ilya, a quien siempre habían fascinado las cosas antiguas, se había arrodillado al lado de la piedra caída y limpiado el polvo de la leyenda tallada.

—¡Vaya, vaya! —había dicho a media voz—. ¿Qué sacaremos en limpio de esto?

Georgina se había estremecido.

—¡Yo no quiero sacar nada! Es un lugar completamente horrible. Marchémonos de aquí; sigamos adelante.

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