Authors: Brian Lumley
—Pero mira, aquí hay unos signos heráldicos. Al menos supongo que lo son. Éste, el de más abajo, es… ¿un dragón? Sí, un dragón rampante, ¿lo ves? Y encima…, no puedo acabar de verlo.
—¡Porque el sol se está poniendo! —había gritado ella—. Se está haciendo de noche por momentos.
Pero, de todos modos, se había acercado a mirar por encima del hombro de él. El dragón esculpido aparecía con claridad ante sus ojos; era una criatura de soberbio aspecto tallada en la piedra.
—¡Y eso es un murciélago! —había dicho enseguida Georgina—. Un murciélago que vuela sobre la espalda del dragón.
Ilya se había apresurado a quitar más polvo y líquenes de las viejas estrías cinceladas, y había aparecido otro símbolo tallado. Pero el gran dintel, que había parecido firmemente asentado, se había movido de pronto y empezado a caer al derrumbarse la vieja pared.
Al empujar a Georgina hacia atrás, Ilya había perdido el equilibrio. Tratando de echarse atrás él mismo, su pierna había quedado de algún modo enganchada delante de él, directamente debajo del dintel que caía. Todavía tumbado allí, mientras caía la piedra, su grito de angustia y el horrible chasquido del hueso de la pierna al romperse y astillarse y abrirse camino a través de la carne, se había confundido con el chillido de Georgina.
Entonces, tal vez afortunadamente, Ilya había perdido el conocimiento. Ella había saltado para librarlo del dintel, y había descubierto que, si bien le había roto la pierna, no lo había atrapado. La parte inferior de la pierna se movió inútilmente y se dobló en un ángulo extraño al tocarla ella, pero, por milagro, no estaba sujeta. Entonces Georgina había visto y sentido la fractura, el hueso astillado que sobresalía de la carne y la ropa enrojecida, y los repetidos chorros de sangre sobre sus manos y su chaqueta.
Y eso era lo último que había visto, sentido u oído, hasta el momento en que había despertado. Mejor dicho, había visto otra cosa y la había olvidado al instante mientras caía al suelo. Esa cosa había permanecido olvidada, más exactamente, reprimida: era el tercer símbolo, tallado encima del dragón y del murciélago, que había parecido burlarse de ella en el momento de desmayarse…
—¿Georgy? ¡Estamos aquí!
La voz de Anne rompió el hechizo.
Georgina, reclinada en la parte de atrás del coche y con los ojos entrecerrados y el semblante súbitamente pálido, se sobresaltó y se puso rígida. Había estado a punto de recordar algo sobre el lugar donde Ilya había muerto, algo que había querido reprimir. Ahora aspiró agradecida el aire y esbozó una sonrisa.
—¿Ya hemos llegado? —consiguió decir—. Yo… ¡debería estar a muchos kilómetros de distancia!
Anne llevó el gran coche al aparcamiento de detrás de la iglesia y frenó suavemente. Entonces se volvió a mirar a su pasajera.
—
¿Seguro
que estás bien?
Georgina asintió con la cabeza.
—Sí, estoy bien. Tal vez un poco cansada, pero eso es todo. Vamos, ayúdame a llevar la cesta.
La iglesia era de piedra vieja, vitrales de colores y arcos góticos, con un cementerio a un lado, donde las lápidas estaban inclinadas y revestidas de líquenes verde grisáceos. Georgina no podía soportar los líquenes, sobre todo cuando cubrían viejas inscripciones talladas en losas medio derrumbadas. Miró hacia el otro lado al cruzar deprisa el cementerio y doblar la esquina reforzada de la iglesia, dirigiéndose a la entrada. Anne, que sostenía la otra asa de la cesta, tuvo que trotar un poco para seguirla.
—¡Dios mío! —protestó—. ¿Crees que vamos a llegar tarde?
Y en realidad, casi era así.
En la escalinata de delante de la iglesia, esperaba el novio de Anne, George Lake. Habían vivido juntos durante tres años y acababan de fijar una fecha para la boda; iban a ser los padrinos de Yulian. Se habían celebrado varios bautizos esa mañana; el último grupo de felices padres, padrinos y parientes, estaba saliendo, radiante la madre al sostener a su hijo con el traje de bautizo. George pasó junto a ella y bajó corriendo la escalera, tomó la cesta y dijo:
—He presenciado todas las ceremonias: cuatro bautizos, con todos sus murmullos y rezos y remojones… ¡Y llantos! Creí que era justo que uno de nosotros estuviese aquí desde el principio hasta el fin. Pero el viejo vicario, ¡Señor, qué latoso es! ¡Que Dios me perdone!
George y Anne podrían haber sido hermano y hermana, incluso gemelos. «Hechos el uno para el otro», pensó Georgina. Ambos medían un metro setenta y cinco y eran un poco rollizos, aunque no gordos, los dos eran rubios, de ojos grises y voz suave. Pocas semanas separaban sus fechas de nacimiento: George era Sagitario, y Anne, Capricornio. Por tanto, él a veces metía la pata, y ella tenía la sensatez propia de su signo para sacarlo del apuro. Ésta era la interpretación que daba Anne de su relación, como partidaria que era de la astrología.
Dejaron que Georgina tuviese las manos libres para arreglarse un poco, tomaron la cesta entre los dos y entraron en la iglesia. La puerta de doble hoja era de roble, bajo un arco gótico, y estaba medio abierta hacia fuera en el rellano de la escalinata. De pronto sopló una ráfaga de viento, que levantó el confeti del día anterior en fuertes remolinos y cerró la puerta de golpe ante sus narices.
Antes había habido algún rayo de sol filtrándose entre las finas nubes grises, pero ahora éstas parecían acumularse, y el sol se fue apagando como una luz hasta oscurecerse visiblemente.
—No hace bastante frío para que nieve —dijo George, mirando el cielo como buen conocedor—. Mi pronóstico es que va a llover.
—¿A cántaros? —preguntó Anne, todavía impresionada por el golpe de la puerta.
—¡Al carajo! —dijo, irreverente, George—. ¡Entremos!
Un momento después, el vicario abrió la puerta desde dentro. Era delgado, aunque empezaba a engordar un poco con los años, y casi calvo. Su única ventaja era su alta estatura, que le permitía mirar a todos de arriba abajo. Tenía pequeños los ojos, agrandados por las gafas de gruesos cristales, y una nariz surcada de venitas y picuda, que hacía que su cabeza pareciese una veleta. Su delgadez daba la impresión de una mantis religiosa, pero al mismo tiempo le otorgaba un aire de buho.
¡Un ave rapaz!
, pensó George, sonriendo para sí. Pero al mismo tiempo observó que el apretón de manos del viejo vicario era afectuoso y consolador, aunque tembloroso, y que su sonrisa era reflejo de una pura bondad. Tampoco carecía de ingenio.
—Me alegro de que hayas podido llegar —dijo, señalando con la cabeza la cesta de Yulian. El niño estaba despierto y miraba de un lado a otro. El vicario le hizo una mamola y añadió—: Jovencito, siempre es conveniente llegar temprano para el bautizo, puntual para la boda, ¡y con retraso para el entierro!
Después miró hacia la puerta y frunció el rostro. La súbita ráfaga de viento se había extinguido, llevándose el confeti.
—¿Qué ha pasado? —dijo el viejo, arqueando las cejas—. ¡Qué raro! Creía que el cerrojo estaba en su sitio. Pero, en todo caso, el viento tiene que ser fuerte para cerrar de golpe una puerta tan pesada como ésta. Tal vez se prepara una tormenta. —Al pie de la puerta, el cerrojo se arrastró chirriando sobre el surco que había trazado en las viejas baldosas, y se introdujo con un chasquido en su agujero al dar el vicario un último empujón a la puerta—. ¡Ya está!
Se frotó las manos y movió la cabeza, satisfecho.
«A fin de cuentas el viejo no es tan fastidioso», pensaron los tres, mientras los conducía hacia la pila bautismal.
En el pasado, el viejo clérigo había bautizado a Georgina; también la había casado, y estaba enterado de que había enviudado. Ésta era la iglesia que habían frecuentado sus padres en el ocaso de sus vidas, y a la que había asistido su padre de muchacho y de joven. No había necesidad de largos preliminares, y el vicario comenzó enseguida. Al dejar George y Anne la cesta, y tomar Georgina a Yulian en brazos, empezó a salmodiar.
—¿Ha sido ya bautizado este niño, o no?
—No —dijo Georgina, sacudiendo la cabeza.
—Que sea bienvenido —dijo gravemente el vicario—, pues todos los hombres son concebidos y nacen en pecado…
«Pecado», pensó Georgina, al escuchar las palabras del viejo. «Yulian no fue concebido en pecado.» Ésta había sido siempre una parte de la ceremonia que le había disgustado. «¿Pecado? Concebido en alegría y amor y dulcísimo placer, sí…, a menos que el placer fuese considerado pecado…»
Miró a Yulian en sus brazos; estaba despierto y miraba al vicario mientras éste leía en su libro. La cara del niño tenía una curiosa expresión; no del todo vacía, no exactamente boba. Había algo intenso en ella. Pero los bebés tienen toda clase de expresiones.
—… que Tú mires con piedad a este chiquillo; límpialo, santifícalo con el Espíritu Santo. Que él…
El Espíritu Santo. Los espíritus se habían agitado al pie de los árboles inmóviles en los montes cruciformes, pero no eran santos. ¡Eran infernales!
Un trueno retumbó a lo lejos y los altos vitrales de colores se iluminaron por un instante con el resplandor de un relámpago remoto, antes de sumirse en una oscuridad más profunda. Pero había una lámpara encendida sobre la pila bautismal, suficiente para los ojos del vicario detrás de sus gruesas gafas. Se estremeció visiblemente al leer las frases, pues la temperatura pareció descender de pronto de un modo espectacular.
El viejo se interrumpió un momento, miró hacia arriba y pestañeó. Miró las caras de los tres adultos y, después, la del pequeño, se detuvo en ella unos instantes y volvió a pestañear rápidamente. Contempló la lámpara de encima de la pila y, luego, los altos ventanales. A pesar de sus temblores, el sudor brillaba en su frente y encima de su labio superior.
—Yo… yo… —dijo.
—¿Está usted bien? —George estaba preocupado. Asió el brazo del vicario.
—Sólo un resfriado. —El viejo trató de sonreír, pero sólo consiguió parecer más enfermo. Sus labios se pegaron a los dientes, que eran postizos y bailaban un poco. Se disculpó inmediatamente—: Lo siento, pero esto no es de extrañar. Aquí hay mucha corriente de aire, ¿saben? Pero no se preocupen, no los dejaré plantados. Terminaremos con esto. Ha sido una indisposición repentina; eso es todo.
La sonrisa enfermiza se extinguió en su semblante.
—Después de esto —dijo Anne—, debería pasar el resto del fin de semana en la cama.
—Creo que lo haré, querida.
El vicario volvió torpemente a su texto.
Georgina no dijo nada. Sentía algo extraño, irreal, desenfocado. ¿Fruncían el entrecejo las iglesias? Ésta lo hacía. Se había mostrado hostil desde el momento en que habían llegado. Esto era lo que inquietaba al vicario: también él podía sentirlo, pero no sabía qué era.
«Pero ¿cómo sé yo lo que es?», se preguntó Georgina. «¿Lo había sentido antes?»
—… acercaron los niños a Cristo, para que los tocase, y Sus discípulos rechazaron a los que los traían…
Georgina sintió que la iglesia gruñía a su alrededor, tratando de expulsarla. No, tratando de expulsar… ¿a Yulian? Miró al pequeño y éste la miró a su vez: su cara esbozó una de esas sonrisas que no son tales, de los niños pequeños. Pero miraba fijamente, sin pestañear. Y al mirarlo ella, vio que aquellos ojos tan queridos giraban en sus cuencas para fijarse en el viejo vicario. No había en ello nada malo; sólo que parecía una acción tan deliberada…
«¡Yulian es un niño corriente!», se dijo Georgina, negando sus pensamientos. No era la primera vez que había tenido aquella impresión y lo había negado, y ahora debía hacerlo de nuevo.
¡Es un niño corriente!
Era cosa de ella, no del pequeño. Lo estaba culpando de lo de Ilya. Era la única explicación.
Miró a George y a Anne y ellos le sonrieron, tranquilizadores. ¿Acaso no sentían el frío, el ambiente extraño? Evidentemente, pensaban que estaba preocupada por el vicario, por la ceremonia. Aparte de eso, no sentían nada. Bueno, tal vez sentían la corriente de aire; pero eso era todo.
Georgina sentía más que el frío. Y lo mismo le ocurría al vicario. Ahora se saltaba líneas, leía deprisa y casi de forma mecánica; parecía más un lúgubre robot que un ser humano. Eludía mirarlos, en especial a Yulian. Tal vez podía sentir los ojos del pequeño mirándolo sin pestañear.
—Queridos hermanos —salmodió, dirigiéndose a Anne y George, los padrinos—, habéis traído aquí a este niño para ser bautizado…
«Tengo que parar esto.» Los pensamientos de Georgina se hacían cada vez más estrafalarios. Empezó a sentir pánico. «Tengo que hacerlo antes de que… antes de que ocurra… pero, que ocurra ¿qué?»
—… para librarlo del pecado, para santificarlo con…
Fuera, pero ahora mucho más cerca, retumbó el trueno, acompañado de un relámpago que iluminó las ventanas del oeste y proyectó rayos caleidoscópicos de brillantes colores al interior. El grupo alrededor de la pila bautismal fue primero amarillo, después verde y, por último, carmesí. Yulian era como de sangre en brazos de Georgina; sus ojos eran como de sangre cuando miraron al vicario.
En el fondo de la iglesia, debajo del pulpito, casi inadvertido durante todo el tiempo, un hombre de aspecto fúnebre había estado barriendo las losas del suelo. Ahora, sin ningún motivo visible, tiró la escoba, se arrancó el delantal y, lo enrolló, y salió casi corriendo de la iglesia. Los otros pudieron oír cómo gruñía, como irritado por algo. Otro relámpago lo pintó de azul, de verde y por último de blanco, como una fotografía sin revelar, al llegar a la puerta y perderse de vista.
—Es un excéntrico. —El vicario, que parecía un poco más dueño de sí, frunció el rostro, y pestañeó ante su brusca desaparición—. Limpia la iglesia porque le «gusta». Al menos, así lo dice.
—¿Podemos continuar? —dijo George, que por lo visto se había cansado de las interrupciones.
—Desde luego, desde luego —dijo el viejo, que miró de nuevo el libro y se saltó algunas líneas más—. ¿… prometéis que velaréis por él, que renunciará al diablo y a sus obras, y creerá constantemente…?
Yulian también estaba harto. Empezó a patalear y a hacer acopio de aire para una sesión de berridos. Su cara se hinchó y empezó a volverse un poco azul, lo cual significaba normalmente que la frustración y la cólera empezaban a hervir debajo de la superficie. Georgina no pudo retener un profundo suspiro de alivio. A fin de cuentas, ¿qué era Yulian, sino un bebé indefenso?
—… los deseos de la carne… que fue crucificado, muerto y sepultado; que descendió a los infiernos y resucitó al tercer día; que Él…