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Authors: Juana Salabert
Pero ahora, en los inicios del verano del 42, había otras infancias. Las de sus dos hijos, por ejemplo. Fuera sonaban las cinco, terminaba el toque de queda, y se levantó de la silla desvencijada donde había pasado la noche de fines de junio. Escrutó el grabadito enmarcado. «Lo siento, madre», suspiró, mientras lo descolgaba del empapelado de la pared, «pero esta vez la sirena sólo podrá ayudarnos yéndose».
Maurice Blain no era rico. Era buena persona y no hizo preguntas. Le miró a los ojos, y enseguida a la estrella amarilla, contó los billetes y luego bajó la vista y musitó, con súbito acento avergonzado: «en el fondo, madame, considerémoslo un préstamo. Cuando los aliados... quiero decir que se la cuidaré. Y que algún día volverá a sus manos». El dinero, calculó ella, de espaldas al nerviosismo del hombre que doblaba el anónimo grabado y lo introducía en un cilindro de cartón, bastaría.
Sólo poseía esa suma y un nombre, a guisa de esperanza. El nombre de Sebastián Miranda. Un
sefardim
oriundo de Salónica que había vivido buena parte de su juventud en Berlín, donde fue condiscípulo de su marido, y se había enfrentado meses atrás, durante una tormentosa asamblea, con la dirección en pleno de una UGIF
(UGIF: Unión General de Israelitas de Francia.
Organización creada a instancias de los ocupantes nazis, muy controvertida, surgida de la teoría del «mal menor»,
muy criticada, con razón, tras la liberación.)
de comportamiento más que sospechoso, arteramente creada por orden de los ocupantes de un día para otro... Se contaban, siempre a media voz, muchas cosas acerca de ese Miranda a quien había entrevisto fugazmente en Madrid en 1935... Era incluso posible que el propio Arvid, o alguno de sus amigos de los pertenecientes a la emigrada Asociación Cultural Heinrich Heine, se lo hubiese presentado en su entonces recién alquilada sede de la calle San Bernardo, aunque no lo recordaba, porque llevaba desde 1933, fecha en la que abandonó Alemania con la muerte en el alma, tras de las elecciones que dieron el triunfo a ese Adolf Hitler de bigotillo ridículo y discursos aterradores, inmersa en la decidida tarea de olvidar a demasiadas gentes y a tantos lugares y a muchas cosas, todo aquello que le dolía atrozmente en la memoria como un ataque a lo que de veras había importado hasta que Arvid la convenció de que si no marchaban cuando aún era posible hacerlo iban a verse convertidos sin tardanza, incluso a ojos de sus propios vecinos, amigos o compañeros de trabajo, en parias irremediables y en chivos expiatorios de todos los males habidos y por haber, e incluso en inspiradores de ese Tratado de Versalles que selló la derrota del 18, y fue firmado cuando ni el uno ni la otra habían siquiera podido recoger sus uniformes de soldado y enfermera voluntaria en ciernes.
Le costó bastante contactar con él, pero al fin lo consiguió a primeros de julio.
Y ahora, mientras caía la noche sobre el Velódromo de Invierno, y contemplaba a su hijo dormido y escuchaba las quejas de la señora Bloch describiéndole las colas frente a los escasos y ya hediondos servicios, supo que era demasiado tarde. Una semana más y los niños habrían tenido su oportunidad; «el veintitrés por la mañana», le había sonreído Miranda, volviéndole a meter en su bolso el sobre lleno de dinero y tomándole enseguida la mano helada entre las suyas en aquel garaje abandonado de la calle Varenne, «y no se olvide del asunto de los zapatos. Es importante que el calzado sea adecuado, porque si cruzar la línea de demarcación es peligroso, atravesar los Pirineos en sandalias equivale a un fracaso seguro. O a la muerte. Mándemelos bien equipados. Del resto me encargo yo. Y mi gente». Todo inútil, se dijo, porque el monstruo había terminado por atraparlos y la suerte estaba echada.
«Papá estuvo una vez aquí. Para las carreras, supongo. O tal vez para algún acto.» Sintió los dedos de su hija sobre los suyos y trató de dominar el temblor de su cuerpo. Se forzó a responder con fingida animación. «Bueno, tu padre era, quiero decir que es, un gran aficionado al ciclismo.
De joven se recorrió media Alemania en bicicleta. Tendríamos que ir pensando en descansar, no te parece... Sin duda mañana nos dirán algo... Puede que mañana...»
La voz se le quebró. Miró en derredor suyo, espantada. París le había resultado siempre una capital tan hermosa... La más hermosa. La había amado desde mucho antes de conocerla o de habitarla, de niña había estudiado con ahínco el francés, incluso a escondidas, hasta dominarlo a la perfección, guiada por el solo y ferviente afán de perderse alguna vez por unas calles de nombres hechizantes y mil veces leídos en los planos, que hubiera podido recorrer incluso a ciegas, porque los pasos a dar en ellas le venían dictados de antemano por la memoria premonitoria del deseo. «Ésta es la única ciudad del mundo donde en estas circunstancias me siento de veras a salvo, casi podría decir que al fin estamos en casa», proclamó triunfante a su llegada a Austerlitz, al bajarse del tren nocturno que los alejó de la terrible España en guerra, y Arvid, quien tras el estallido de esa espantosa guerra civil había vuelto a insistir, ciertamente sin demasiado empeño, sobre la posibilidad de emigrar a Puerto Rico, donde Konrad, su hermanastro, afirmaba defenderse bastante bien —qué culpable se sentía al recordar su empecinamiento en no salir de Europa—, le estrechó los hombros sin responderle, la vista perdida en el bullicio de los andenes. Pero ahora las únicas palabras que acudían a su mente eran «Tarde. Muy tarde. Demasiado tarde».
A sus espaldas estalló un tumulto de gritos. Su hija de trece años, que de pronto y bajo aquella iluminación mortecina y pavorosa pareció contar muchos más, alzó el rostro sin expresión hacia los brazos metálicos de los proyectores. «Jean, Emmanuel, id a ver qué está pasando», rogó Edith Vaisberg, y la señora Bloch prorrumpió en un llanto histérico.
Unas filas más atrás, una mujer embarazada que acababa de romper aguas se había cortado las venas con los pedazos rotos de un espejo de polvera, dijo a su regreso y sin aliento Jean, el mayor de los Vaisberg. Contó, demudado, que la mujer sangraba mucho. Sólo hablaba checo, añadió, y estaba atendiéndola un médico austríaco que pedía a gritos, en alemán y en francés, gasas, algodones, pañuelos limpios, trozos de tela, lo que fuese.
Entonces la señora Bloch, alsaciana que llevaba más de treinta años en París y cuyo único hijo, Edgar, había caído en las Ardenas durante el invierno del 40, se secó los ojos con una punta del delantal, antes de desanudarlo y de tendérselo al muchacho que continuaba de pie, y pronunció una última frase antes de sumirse en un silencio definitivo del que nada ni nadie, ni siquiera la nuera y los tres nietos a su cargo, lograrían después hacerle desistir. Dijo, con voz serena, que les deseaba buena suerte a esa mujer y a su hijo aún no nacido. Simplemente, esperaba que hubiesen muerto.
Lo despertó el rumor de balas de una lluvia ventiscada de aguacero sobre las ventanas y el enlosetado del patio y al incorporarse sobre la cama revuelta creyó, durante unos segundos, vislumbrarla de nuevo tal y como la había percibido en la media luz rotatoria del sueño: tan joven y misteriosa, con la expresión ausente y los ojos meditabundos de quien aún no termina de creerse la muerte propia.
Soplaba en el cuarto un calor antiguo de caldera de buque y se levantó, tambaleante, para accionar el aire acondicionado y prender las luces. Del piso bajo le llegaron en sordina, cuando abrió la puerta que comunicaba el dormitorio con la galería circular, diálogos confusos de algún canal televisivo de los de habla hispana, y no necesitó consultar los relojes de la pieza para saber que pronto amanecería y que Milita se preparaba sus panqueques, tazón de leche en mano, de espaldas al noticiero local o a alguna vieja cinta de cow-boys. Cerró de nuevo la puerta sobre la oscuridad del corredor, y volvió junto al desorden de papeles amontonados la noche antes encima del escritorio y cuatro butacas. Los fajos de cartas con matasellos español se apilaban, en atadillos cronológicamente ordenados, dentro del baúl Mundo, de remaches de hojalata corroídos por la humedad y etiquetas de olvidadas navieras adheridas a sus costados como lapas. El cartapacio, guardado durante dos décadas a su nombre en la caja de seguridad bancaria alquilada por su madre, estaba a su lado. Lo había ido a recoger, tal y como Ilse dejó escrito, la pasada semana, exactamente la misma mañana en que cumplió treinta y tres años, pero aún no se había decidido a abrirlo... Iba a hacerlo días atrás cuando lo llamaron del consulado español para avisarle de la muerte del anciano.
En su sueño, se dijo pensativo, ella era y a la vez no era la muchacha del retrato enmarcado sobre el comodín que sus pupilas enrojecidas por el cansancio estudiaban en ese preciso momento con la misma extrañeza y desusada atención de la noche anterior. Allí, ella se hallaba sola -al revés que en la foto, donde el hombre que posaba a su vera sin llegar a rozarla la observaba de perfil-, caminando junto al alto muro de una tapia, y estaba muerta y aún no lo sabía. En la imagen, tomada sobre un puente, aparentaba, a lo sumo, unos dieciséis o diecisiete años, y no le sonreía al objetivo sin duda manejado por algún retratista callejero de hombros vencidos por el peso del trípode, el reúma, las muchas horas gastadas apostado por los muelles y ante el pórtico de Notre-Dame o el Arco de Triunfo, a la caza de oficiales y soldados estadounidenses —tal vez meses antes enfocara, paciente o avergonzado, a las últimas tropas de la Wermacht celebrando en ruidosos grupos su destino lejos del desmoronamiento de los frentes del este—. Aquella adolescente rubia y extraordinariamente guapa, de facciones de una delicadeza algo desmentida por la cortante transparencia de la mirada, tenía en el rostro la huella de un pesar inquebrantable. A sus espaldas se distinguía un horizonte de barcazas, un relumbre de edificios, y, en el ángulo inferior izquierdo de la cartulina que sostuvo mucho tiempo entre los dedos antes de volver a introducirla en la ranura del marco, podía leerse una fecha manuscrita: París, 15 de agosto de 1945.
No era la letra de su madre, pero una mera ojeada le había bastado para reconocer la inclinada escritura del autor de las cartas, remitidas desde España, que ella fue recibiendo año tras año -el último sobre, llegado a Villa Sirena el año anterior, unas horas después de su muerte, continuaba todavía sin abrir sobre la bandeja de la correspondencia- con una estricta frecuencia semanal. Acaso porque durante casi toda su infancia había fantaseado largamente con el desconocido que se casó con su madre por poderes a través del consulado español en San Juan de Puerto Rico cuando él estaba ya, o eso sospechaba, a punto de venir al mundo. Del hombre recién muerto al otro lado del mar cuyo apellido llevaba desde que tuvo uso de razón, de aquel padre nominal y remoto que le había dejado sus bienes y jamás se olvidó de mandarle por sus cumpleaños costosos regalos, acompañados de una simple tarjeta de visita firmada, conoció únicamente la voz. Después del entierro de Ilse, luego de rechazar fríamente las tibias condolencias de Konrad y sus ofertas de compra de la villa y de la tienda de antigüedades de la calle de la Luna, había marcado un número telefónico de una ciudad del norte de España. Lo había buscado en la voluminosa agenda materna (lo halló enseguida, subrayado en rojo), y el nombre de la ciudad, Finis, se le antojó, en tales circunstancias, desagradable y escabroso.
Dio entonces, aquella tarde, la noticia lo más escuetamente que pudo, lamentando, mientras hablaba, haber desechado por un impulso su idea inicial de comunicar el fallecimiento por escrito. Al terminar sobrevino entre ambos un largo silencio.
—Óigame... —por alguna razón absurda no se atrevía a tutearlo—. ¿Sigue usted ahí?
Del otro lado del mar
y
de la línea le llegó algo similar a un sollozo. Luego su interlocutor dijo algo extraño: «Temía tanto que se la esperase...» Y casi enseguida murmuró:
—Lo siento, pero ahora... ahora no soy capaz de seguir hablando. Te llamaré más tarde, por favor, perdóname.
Cumplió su palabra y telefoneó al cabo de unas horas, al inicio de la noche en San Juan. Parecía más tranquilo y se interesó por los detalles de la muerte por derrame cerebral (le aseguró que todo había sido muy rápido, su madre no llegó a recuperar la conciencia tras el colapso, y aun a distancia pudo discernir su evidente alivio), y recabó asimismo información sobre los penosos trámites subsiguientes. Tras un rato de conversación, le asombró descubrir que la charla con el anciano transcurría plácida y sin tropiezos, y que sus palabras alentadoras lo sosegaban, infundiéndole un sorprendente consuelo. Javier Dalmases de Lizana lo interrogaba con hábil elegancia acerca de su estado de ánimo e inmediatos proyectos, sin resultar en momento alguno desafortunado o indiscreto, y él olvidó que se había prometido a sí mismo mantenerse dentro de los límites de una nada comprometedora prudencia, tan alejada de la encendida curiosidad infantil como del resquemor que lo llevara, en su época de universitario, a proclamarle bien alto a un compañero católico de facultad que a la derecha de ciertos padres sólo alcanzaban a sentarse impostores a su imagen y semejanza. Pero tal vez también al español lo turbase esa ausencia de reproches, pues titubeó un poco al inquirirle sobre su reciente divorcio y su hija de tres años, que vivía en Nyack con Camilla. «Siempre, en todo momento he sabido de ti», pareció justificarse por un instante, «tengo incluso muchísimas fotos tuyas y bastantes de la niña... Ilse me las mandaba...».
Justo antes de colgar lo invitó, lleno de timidez, a ir a verlo a España... Y era como si hubiese querido añadir algo más y no se hubiera atrevido a hacerlo. Había, por diversas razones de índole práctica, ido posponiendo una visita que la muerte repentina del anciano en mitad de una duermevela de siesta acababa de truncar, pero a partir del entierro de Ilse los dos habían adquirido la costumbre de llamarse por teléfono casi a diario. Y fueron las suyas unas extrañas conversaciones de tanteo, referían minucias, se detallaban el uno al otro irrelevantes episodios de sus vidas diarias, comentaban sucesos de carácter general, sin llegar nunca a rozar ni por asomo todas aquellas cuestiones que convirtieron su infancia y su primerísima juventud en un interrogante perpetuo al que nada ni nadie proporcionaba respuesta. De muy pequeño solía insistirle abiertamente sobre el asunto a su madre, pero al cabo de los años y, desazonado por sus continuas evasivas, se limitó a acecharla, observándola con inusitada atención los días en que le llegaba correo de ultramar. Ya no preguntaba abiertamente los «y por qué no dejas que te diga mamá y prefieres que te llame por tu nombre, por qué no conozco a ese padre al que no vemos jamás, por qué soy español si ni siquiera nací allí», pues conocía de antemano su consabido argumento de «oh, Hersch, cuanto menos sepan acerca de uno, mejor... mejor para todos. Además, tampoco tiene tanta importancia, preocúpate sólo de ti, tiempo tendrás después, de mayor, de vértelas con las dificultades y los problemas». Ilse lo había mandado a un caro colegio norteamericano y a la hora de rellenar, en los formularios de matrícula, la casilla correspondiente a su confesión religiosa, pareció dudar y luego la dejó en blanco. Esa noche lo despertó su llanto en la alcoba contigua. Y a la mañana siguiente él mismo completó, con su letra torpe de colegial, el espacio vacío. Apartó la taza de desayuno, bajo la atenta mirada de su madre, que fumaba de pie junto a las encimeras lacadas de blanco de la cocina, y escribió
«Jew»,
alzó después la vista hacia la figura que lo observaba inmóvil y aguardó. No su sorpresa, supo entonces intuitivamente, ni desde luego gesto alguno de conmiseración, temor o crítico rechazo, sino un reconocimiento y una gratitud presentidos desde el instante mismo en que sacó de la no estrenada cartera el sobre cuadrangular con el membrete de la George Washington School tamponado en una esquina, y esparció, pluma en mano, su voluminoso contenido de folletos y hojas de calco sobre la mesa, y adivinó que ella no necesitaba arrimarse a su silla para conocer qué palabra se disponía a trazar. Durante unos segundos se contemplaron ambos de hito en hito, la mujer que hablaba un español de marcadísimo acento extranjero y el niño de pelo indomable
(pelo malo,
que le dicen en Puerto Rico al cabello rizado) y talante demasiado tranquilo para su edad, con la hipnotizada fijeza de dos parientes largo tiempo separados que se reencuentran por azar al cabo de años de errancia, dificultades y sobresaltos, en un impersonal lugar de tránsito, y buscan, cada cual en el rostro del otro, la huella de los errores y aciertos propios, y el descalabro de esas vidas y compartidas confidencias, antaño soñadas, que no alcanzaron a llevar. Hubo entre ellos un silencio extremo y extraño, dijo él mucho después, al rememorar un episodio que nunca se borró de su mente, un silencio que parecía atronado de palabras pugnando por salir de sus escondites de oscuridad, era como si cada uno acertase a ver enteramente el interior del otro, como si aun sin rozarse palpasen a la par, en una misma y lenta caricia, los tatuados relieves de una herida invisible y común, y en el chispazo de esa súbita intensidad que los sobrecogió momentáneamente hallaran de improviso el camino de regreso al tiempo inmemorial en que los dos fueron sólo uno. «Me pareció que nunca antes me había fijado de veras en mi madre», añadió, «sin duda porque como todos los niños pequeños hasta entonces me había limitado a necesitarla. Quiero decir que en ese instante pensé en mi madre como en alguien que existía antes de que yo naciera... Creo que por vez primera tuve conciencia de que me quería. Me di cuenta, de una forma, claro, muy vaga e imprecisa, de que se había sentido orgullosa de mí. Y también de que tenía miedo. Dentro de ella latía un miedo espantoso, implacable. Y también algo más. En realidad, mucho más».