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Authors: Barbara Hambly

Tags: #Fantasía, Aventuras

Vencer al Dragón (10 page)

BOOK: Vencer al Dragón
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Los Meewinks que lo rodeaban parloteaban como almas condenadas. Tal vez había unos cincuenta, todos armados con sus cuchillitos de acero o de concha afilada. Cuando entraron en la casa, Jenny vio cómo uno de ellos se arrastraba y daba una cuchillada a Gareth en la rodilla. El muchacho tenía las costillas desgarradas por una docena de esos intentos y las botas pegajosas en los arroyos de sangre; dio una patada a su atacante en la cara, haciéndola rodar unos dos pasos entre la multitud. Era la mujer vieja que John casi había matado en el bosque.

Sin decir ni una palabra, John se arrojó contra la multitud maloliente y enfurecida. Jenny saltó tras él, guardándole la espalda; la sangre del primer giro de la espada de él la salpicó en el rostro y alrededor de ellos, el ruido se elevó como el fragor de una tormenta en el mar. Los Meewinks eran un pueblo pequeño, aunque algunos de los hombres eran tan altos como Jenny; ella sentía que el alma le crujía por dentro cuando cortaba las caras blancas, blandas, de gente no más grande que un niño y arrojaba la punta pesada de la alabarda contra esos pequeños estómagos panzones y los veía caer, vomitando, jadeando, ahogándose. Pero había tantos… Se había atado la falda de cuadros desvaídos a la altura de las rodillas para pelear y sintió manos que las aferraban y tiraban de ellas. Un hombre cogió un gran cuchillo de carnicero de entre las cosas que había sobre la mesa y trató de dejarla inválida. La hoja de la alabarda se hundió sobre la mejilla y le abrió la cara hasta el otro lado de la mandíbula. El grito desgarró aún más el corte. El olor de la sangre lo cubría todo.

Pareció que sólo le llevaba unos segundos cruzar la habitación.

—¡Gareth! —aulló Jenny, pero él quiso golpearla con el cinto. Era lo suficientemente baja para ser una Meewink y él había perdido los anteojos. Levantó la alabarda; el cinturón se enganchó alrededor de la hoja y ella se lo arrancó de las manos—. ¡Soy Jenny! —gritó mientras los golpes de la espada de John seguían cayendo a su alrededor. John los defendía a ambos mientras los salpicaba con gotas volátiles de sangre coagulada. Jenny asió la muñeca huesuda del muchacho y lo arrastró por los escalones hacia la habitación—. Ahora, ¡corre!

—Pero no podemos… —empezó él, mirando de nuevo a John y ella lo empujó con violencia hacia la puerta. Después de lo que pareció ser una lucha momentánea con un deseo de no parecer un cobarde abandonando a sus salvadores, Gareth corrió. Pasaron la mesa y en ese momento, Gareth tomó un gancho de carne y lo hizo girar contra las caras regordetas, pálidas que los rodeaban y contra las manitas con sus cuchillos hirientes. Había tres Meewinks apostados en la puerta, pero todos se alejaron gritando frente a la fuerza del arma de Jenny. Detrás de ella, la maga oía la cacofonía chillona que subía alrededor de John como en un crescendo; sabía que ellos eran más, y su deseo de volver a pelear tiraba de ella como una soga mojada. Apenas si pudo obligarse a abrir la puerta con furia y arrastrar a Gareth a la carrera a través del claro que había frente a la casa.

Gareth se detuvo, aterrorizado.

—¿Dónde están los caballos? ¿Cómo vamos a…?

A pesar de su baja estatura, Jenny era fuerte; el empujón casi hizo caer a Gareth.

—¡No hagas preguntas!

Ya había algunas formas pequeñas, encorvadas que corrían en la oscuridad de los bosques. El fango que había bajo sus pies se coló en las botas de Jenny cuando empujó a Gareth hacia delante hacia donde ella, al menos, veía los tres caballos, y oyó tragar saliva a Gareth cuando se acercaron lo suficiente para que los hechizos perdieran su eficacia.

Mientras el muchacho subía como podía al lomo de Martillo de Batalla, Jenny se arrojó sobre Luna, cogió las riendas de Osprey y volvió hacia la casa esparciendo el fango a su alrededor como si hubiera volcado un plato de avena. Levantó la voz para poder gritar por encima del clamor interior de la casa y llamó:

—¡JOHN!

Un momento después, una confusión de figuras emergió a través de la puerta baja, como una manada de lobos tratando de derrumbar a un oso. El brillo blanco de la luz mágica mostró la espada de Aversin ensangrentada hasta el mango, la cara desgarrada y cubierta de su propia sangre y de la de sus atacantes, el aliento brotando como un chorro de vapor de su boca. Había Meewinks colgando de sus brazos y su cinturón, tratando de romper y morder el cuero de sus botas.

Con un grito de batalla como el de una gaviota, Jenny cabalgó hacia ellos, haciendo girar su alabarda como una guadaña. Los Meewinks se alejaron, silbando y crujiendo los dientes, y John se libró de los últimos y se arrojó a la montura de Osprey. Un pequeño niño Meewink corrió tras él y se aferró del cuero del estribo y trató de cortarlo en la ingle con el pequeño cuchillo de concha; John hizo girar su brazo hacia abajo y alcanzó al niño en las sienes estrechas con las puntas de su brazalete; lo arrojó lejos, como hubiera hecho con una rata.

Jenny dio media vuelta a su caballo con violencia y volvió hacia donde Gareth todavía se aferraba a la montura de Martillo de Batalla en el borde del claro. Con la precisión de los jinetes de un circo, Jenny y John se dividieron para tomar las riendas del potro, uno de cada lado, y con Gareth entre los dos, se hundieron en la noche.

—Listo. —Aversin hundió un dedo en un charco de agua y dejó caer una gota sobre la sartén de hierro en equilibrio sobre el fuego. Satisfecho, hizo una torta con la pasta de cereal y la dejó caer en su lugar. Luego, miró a Gareth, que estaba tratando de no llorar mientras Jenny le ponía una mezcla hiriente de hierbas sobre las heridas—. Ahora puedes decir que has visto a Aversin, Vencedor de Dragones, correr como el diablo para huir de un grupo de septuagenarios de metro veinte. —Sus manos heridas y vendadas hicieron otra torta y el color gris del amanecer brilló en sus anteojos mientras sonreía.

—¿Nos perseguirán? —preguntó Gareth con voz débil.

—Lo dudo. —John levantó un copo de pasta de cereal de las puntas de sus brazaletes—. Ya tienen bastante con sus propios muertos. Eso los mantendrá alimentados por un tiempo.

El muchacho tragó saliva, asqueado, aunque ahora que había visto los instrumentos que había sobre la mesa de la casa de los Meewinks, ya no tenía dudas de lo que habrían hecho con él.

Después del rescate, Jenny había insistido en que cambiaran el campamento lejos de la densa oscuridad de los bosques. El amanecer los había encontrado en un terreno relativamente abierto sobre los márgenes informes de un pantano, donde grandes extensiones de agua helada reflejaban un cielo acerado entre los toques negros de mil cañas. Jenny había trabajado, congelada, agotada, para poner sus hechizos alrededor del campamento, luego se había dedicado a los contenidos de su bolsa de remedios, dejando que John hiciera el desayuno, en contra de su buen juicio. Gareth había buscado en su equipaje los anteojos retorcidos y estropeados que habían sobrevivido a la huida en las ruinas del norte, y ahora colgaban deformes sobre la punta de su nariz.

—Siempre han sido pequeños —continuó John, mientras se acercaba al montón de paquetes donde estaba sentado el muchacho y dejaba que Jenny le vendara las rodillas cortadas—. Después de que las tropas del rey dejaron las Tierras de Invierno, los bandidos asaltaban siempre sus aldeas y les robaban toda la comida que tenían. Nunca pudieron contra un hombre armado, pero una aldea entera podía derrumbar a uno o mejor aún, esperar a que se durmiera y atacarlo cuando estaba soñando. En los tiempos de hambre, el caballo de un bandido podía mantener a toda una aldea durante una semana. Supongo que empezaron por los caballos.

Gareth tragó saliva de nuevo y pareció que iba a vomitar.

John puso sus manos sobre el cinturón tachonado de metal.

—Generalmente atacan justo antes del amanecer, cuando el sueño es más profundo, por eso quise cambiar las guardias, para ser el que se enfrentara con ellos, y no tú. Fue un Murmurador lo que te sacó del campamento ¿verdad?

—Su…, supongo que sí. —El muchacho miró el suelo y una sombra cruzó su cara flaca—. No sé. Fue algo…

—Jenny percibió un estremecimiento.

—Yo los vi una vez o dos en mi guardia… ¿Jen?

—Una vez. —Jenny lo dijo brevemente. Odiaba la memoria de las sombras que lloraban en la oscuridad.

—Toman cualquier forma —dijo John, sentado en el suelo junto a ella, con los brazos alrededor de las rodillas—. Una noche uno incluso tomó la forma de Jen, a pesar de que ella estaba acostada a mi lado… Dice Polyborus en sus
Selecciones,
o tal vez es esa media firma de Terencio en el
De fantasmas,
que leen tus sueños y toman las formas que ven en ellos. ¿Por Terencio?, ¿o Polyborus?, o tal vez es en Clivy, aunque es un poco demasiado exacto para Clivy…, tengo la impresión de que eran mucho más raros que ahora, sean lo que sean.

—No sé —dijo Gareth con voz tranquila—. Deben de haber sido raros, porque yo nunca oí hablar de ellos, o de los Meewinks. Después de que eso… me atrajera hacia el bosque, me atacó. Corrí, pero no pude encontrar el campamento de nuevo. Corrí y corrí…, y luego vi la luz de esa casa… —Se quedó callado y tembló.

Jenny terminó de vendar la rodilla de Gareth. Las heridas no eran profundas, pero, como las de la cara y las manos de John, estaban hechas con maldad, no sólo los cortes de cuchillo sino también los desgarrones pequeños, como medias lunas de los dientes humanos. Ella también los tenía y la experiencia le había enseñado que esas heridas eran más sucias que las flechas envenenadas. Por lo demás, le dolía todo el cuerpo, lo sentía paralizado con los músculos duros y la fatiga general de la batalla, algo que suponía que las baladas de Gareth olvidaban mencionar como resultado inevitable del combate físico. Se sentía fría por dentro también, como cuando trabajaba los hechizos de la muerte, algo que nunca se mencionaba en las baladas, donde toda muerte se realizaba con una confianza noble y serena. Esa noche había tomado las vidas de al menos cuatro seres humanos, seres humanos a pesar de haber nacido y haberse criado en una tribu caníbal; había dejado inválidos a otros que morirían cuando se les infectaran las heridas en esa atmósfera de decadencia fétida, o serían asesinados por sus hermanos.

Para sobrevivir en las Tierras de Invierno, Jenny se había convertido en una asesina competente. Pero cuanto más estudiaba y se transformaba en curadora, cuanto más aprendía de la magia y de la vida de la cual surgía la magia, tanto más odiaba lo que hacía. Vivía en las Tierras de Invierno y había visto lo que le hacía la muerte a los que la prodigaban sin pensarlo mucho.

Las aguas grises del pantano empezaron a brillar con la luz remota del amanecer más allá de las nubes. Con el movimiento suave de miles de alas, los gansos salvajes se levantaron de sus nidos negros de espadaña y buscaron de nuevo los caminos del cielo sin color. Jenny suspiró, agotada hasta la médula. Sabía que no podían permitirse descansar, sabía que no habría descanso hasta que cruzaran el gran río Salvaje y entraran en las tierras de Belmarie.

Gareth habló de nuevo, con tranquilidad.

—Aversin…, lord John…, lo lamento. No había entendido nada de las Tierras de Invierno. —Levantó la vista, los ojos grises cansados e infelices detrás de los anteojos rotos—. Y no había entendido nada sobre vos. Yo os…, os odiaba porque no erais lo que…, lo que yo había pensado que debíais ser…

—Sí, me he dado cuenta —dijo John con una breve sonrisa—. Pero lo que sentías sobre mí no era cosa mía. Lo que sí era cosa mía era ver que estuvieras a salvo en una tierra que no conocías. Y en cuanto a no ser lo que esperabas… Bueno, sólo sabes lo que sabes, y lo único que sabías eran esas canciones. Quiero decir, es como con Polyborus y Clivy y los otros. Yo sé que los osos no nacen sin forma, que no es cierto que sus madres los esculpen con la lengua, como dice Clivy, porque he visto oseznos recién nacidos. Pero por lo que sé, tal vez los leones sí nazcan muertos, aunque personalmente no me parece probable.

—No —dijo Gareth—. Mi padre tenía una leona, como mascota, cuando yo era muy pequeño. Sus cachorros nacieron vivos, como gatitos grandes. Tenían manchitas.

—¿En serio? —Aversin estaba realmente agradecido por ese nuevo fragmento de sabiduría que agregaría a la obstruida habitación de su mente—. No digo que los Vencedores de Dragones no sean heroicos, porque Selkythar y Antara Damaguerrera y los otros tal vez lo fueron, y tal vez lo hayan hecho con espadas y en armadura dorada y plumas. Sólo sé que yo no lo soy. Si hubiera podido elegir, nunca me habría acercado a ese maldito dragón pero nadie me preguntó sí quería o no. —Sonrió y agregó—: Lamento haberte desilusionado.

Gareth le sonrió también.

—Supongo que alguna vez tenía que llover el día de mi cumpleaños —dijo, un poco tímido de nuevo. Luego dudó, como si peleara contra algún obstáculo interior—. Aversin, escuchad —tartamudeó. Luego, tosió cuando el viento cambió y el humo voló hacia ellos.

—¡Por el Dios de mi abuela, son las tortas, mierda! —John maldijo y corrió hacia el fuego, con un taco tras otro—. Jen, no es culpa mía…

—Sí que lo es. —Jenny se acercó caminando más tranquila para ayudarle a levantar los últimos restos miserables de la sartén y los arrojó en las aguas del pantano con un sonido lechoso—. No debería haberte confiado el desayuno. Ahora ve y atiende a los caballos y déjame cocinar, que para eso me trajiste. —Levantó el cuenco de comida. Aunque tenía la cara firme en una expresión severa, el toque de sus ojos en los de John fue como un beso.

4

En los días siguientes, Jenny notó con interés el cambio de actitud de Gareth hacia ellos. En general, parecía volver a la amistad confiada que le había demostrado después de que ella lo rescatara de los bandidos entre las ruinas, antes de que supiera que era la amante de su héroe, pero no era exactamente lo mismo. Esa actitud alternaba con un nerviosismo creciente y con silencios extraños y tensos en las conversaciones. Si había mentido acerca de algo en el fuerte, pensaba Jenny, ahora lo lamentaba…, pero no lo suficiente como para confesar la verdad.

Fuera cual fuese la verdad, ella sintió que había estado muy cerca de saberla el día siguiente al rescate de los Meewinks. John se había adelantado para explorar el ruinoso puente de piedra que cruzaba el torrente del río Serpiente, dejándolos solos con los caballos y mulas de refresco en el silencio profundo de los bosques de invierno.

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