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Authors: Barbara Hambly

Tags: #Fantasía, Aventuras

Vencer al Dragón (8 page)

BOOK: Vencer al Dragón
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—Puede haber pasado el día después de tu partida, héroe —señaló John, saltando sobre la montura de su caballo de recambio, llamado Vaca—. Y si no revisamos todo con cuidado y estamos alerta, no llegaremos
nunca.

Pero la hosca mirada que el muchacho lanzó a la espalda de John, cuando éste se alejó a caballo, dijo a Jenny, más claro que cualquier palabra, que aunque Gareth no podía discutir esa afirmación, tampoco la creía.

Esa noche acamparon entre los abedules desiguales del accidentado campo en que los valles daban paso a las viejas espesuras de los bosques de Wyr. Cuando acamparon y ataron las mulas y caballos, Jenny se movió con cuidado por los límites del claro, un lugar abierto al borde de la ribera alta de un arroyo cuyo ruidoso torrente se fundía con el sonido marino del viento entre los árboles. Jenny tocó la corteza de los árboles y el tallo empapado de las bellotas, las avellanas y las hojas que se pudrían bajo sus pies, mientras trazaba sobre ellos signos que sólo los magos pueden ver, signos que esconderían el campamento de los que pudieran pasar cerca. Al mirar de nuevo hacia la luz temblorosa y amarilla del fuego nuevo, vio a Gareth agachado junto a las llamas, temblando en su capa mojada, y lo vio desdichado y muy desamparado.

Sus labios llenos, cuadrados, estaban apretados y juntos. Desde que sabía que ella era la amante de su antiguo héroe, casi no le había hablado. Su resentimiento al ver que John la incluía en la expedición todavía era obvio, al igual que su suposición muda de que se había incluido ella misma por un deseo de meterse en todo y de no perder de vista a su amante. Pero Gareth estaba solo en una tierra extraña, y era evidente que nunca antes se había alejado de la comodidad de su casa; estaba solo y desilusionado, y aterrorizado por lo que encontraría al volver.

Jenny suspiró y cruzó el claro hacia él.

El muchacho la miró con recelo cuando ella buscó en el bolsillo de su chaqueta y sacó un pedazo largo de cristal ahumado con cadena que había usado Caerdinn para colgar alrededor de su cuello.

—No puedo ver al dragón —dijo—, pero si me dices el nombre de tu padre y algo sobre tu casa en Bel, al menos podré conjurar sus imágenes y decirte si están bien.

Gareth volvió la cara.

—No —dijo. Luego, después de un momento, agregó a disgusto—: Gracias de todos modos.

Jenny cruzó los brazos y lo miró por un momento bajo la luz saltarina y anaranjada del fuego. Él se hundió un poco más en su manchada capa carmesí y no quiso mirarla a los ojos.

—¿Es porque crees que no puedo hacerlo? —preguntó por fin—. ¿O porque no quieres que te ayude un mago?

No contestó, aunque su labio inferior se abrió un poco en el medio. Con un suspiro de exasperación, Jenny se alejó de él y fue hacia John, quien estaba de pie cerca del bulto de los paquetes cubierto de pieles aceitadas, mirando la oscuridad de los bosques.

El se dio media vuelta cuando la oyó acercarse, y los rayos perdidos de la luz del fuego arrojaron chispas de color naranja sucio sobre el metal de su jubón remendado.

—¿Quieres una venda para tu nariz? —le preguntó, como si ella hubiera tratado de acariciar a un hurón y hubiera recibido un mordisco a cambio. Ella rió con ganas.

—Antes no me ponía reparos —dijo, más herida de lo que creía por la enemistad del muchacho.

John la rodeó con su brazo y la apretó contra él.

—Se siente estafado, eso es todo —dijo con naturalidad—. Y ya que es totalmente imposible que se haya engañado a sí mismo sobre sus sueños, es obvio que debe de haber sido uno de nosotros, ¿no? —Se inclinó para besarla, la mano firme contra la nuca bajo el anillo enrollado de su trenza. Más allá, entre los abedules fantasmales, los arbustos crujían con fuerza; un momento después un crujido más suave, más firme, murmuró algo en las ramas desnudas por encima de su cabeza. Jenny olió la lluvia casi antes de sentir sus dedos leves sobre la cara.

Detrás de ella, oyó maldecir a Gareth. Un momento después, el muchacho se les unía atravesando el claro y limpiando las gotas de sus lentes; el cabello, en mechones lacios contra las sienes.

—Parece que nos hemos superado —dijo sombrío—. Hemos escogido un lugar precioso para acampar…, lástima que no haya refugio. Hay una cueva bajo el corte de la ribera del río.

—¿Sobre el límite de la crecida? —preguntó John, con un brillo travieso en los ojos.

—Sí —dijo Gareth a la defensiva—. Al menos, no está muy abajo en la ribera.

—¿Suficientemente grande para meter los caballos, suponiendo que podamos llevarlos hasta allá abajo?

El muchacho se erizó.

—Puedo ir a ver.

—No —dijo Jenny. Gareth abrió la boca para protestar por esa arbitrariedad pero ella lo cortó—. He puesto hechizos de guardia y protección alrededor de este campamento…, no creo que sea bueno que los atravesemos. Ya es casi de noche…

—Pero nos vamos a mojar.

—Has estado mojado durante días, héroe —señaló John con alegre brutalidad—. Al menos aquí sabemos que estamos a salvo por el lado del arroyo…, a menos, claro, que desborde la ribera. —Echó una mirada a Jenny, que estaba todavía en el círculo de su brazo; ella también era consciente de la mirada sombría de Gareth—. ¿Qué hay de ese hechizo de protección, amor?

Ella meneó la cabeza.

—No sé —dijo—. A veces los hechizos sirven contra los Murmuradores, a veces no. No sé por qué…, si es por algo de los Murmuradores o es algo en los propios hechizos. —O porque, se dijo a sí misma, sus poderes no eran lo suficientemente fuertes como para hacer un hechizo verdadero contra ellos.

—¿Murmuradores? —preguntó Gareth, incrédulo.

—Una especie de diablo vampiro —dijo John, con un tono de irritación en la voz—. No importa ahora. Sólo quédate dentro del campamento.

—¿Ni siquiera puedo ir a buscar refugio? No me iré lejos.

—Si sales del campamento, nunca podrás volver —le ladró John—. Si estás tan ansioso por no perder tiempo en este viaje, mierda, supongo que no querrás que pasemos los próximos tres días buscando tu cuerpo, ¿verdad? Vamos, Jen, si no quieres hacer la cena, la haré yo…

—Ya la hago yo, ya la hago yo —aceptó Jenny con una prisa que no era broma, no del todo al menos. Mientras iban de nuevo hacia el fuego humeante y protector, ella se volvió a mirar a Gareth, todavía de pie al borde del círculo de hechizos que brillaba levemente. Con su vanidad herida por las últimas palabras, el muchacho levantó una bellota y la arrojó con furia contra la oscuridad húmeda, que murmuró y crujió y luego volvió al ritmo incesante de la lluvia.

Después de eso, dejaron las tierras plegadas de colinas rocosas y arroyos saltarines y entraron en los restos tenebrosos de la gran selva de Wyr. Aquí los robles inmensos y los espinos se apretaban contra el camino, atacando las caras de los viajeros con ramas colgantes y ásperas y musgo húmedo, y los cascos de los caballos con raíces escabrosas y ráfagas mojadas de hojas muertas. El entramado negro de ramas desnudas sólo dejaba pasar una fracción de la pálida luz del sol, pero la lluvia seguía goteando entre él con un ritmo interminable, triste en los matorrales de helechos y avellanos muertos. El suelo era peor, húmedo e inestable, o inundado en pantanos de agua plateada en la que se
alzaban los árboles, hundi
dos hasta la altura de la rodilla y pudriéndose lentamente; y Aversin señaló que los pantanos del sur se expandían de nuevo. En muchos lugares, el camino estaba cubierto, bloqueado con árboles caídos, y el trabajo de limpiarlo o hacer un sendero entre los arbustos alrededor de esos obstáculos los dejaba helados y exhaustos. Hasta para Jenny, acostumbrada a las durezas de la vida en las Tierras de Invierno, era agotador, y tanto más porque no había descanso; se acostaba molida de noche y despertaba molida en el gris pálido de los primeros albores para reanudar el viaje.

Era fácil imaginar lo que significaba el viaje para Gareth. A medida que se sentía más y más cansado, su humor empeoraba y se quejaba con amargura cada vez que se detenían.

—¿Y ahora qué estamos buscando? —preguntó una tarde cuando John ordenó la quinta detención en tres horas y armado con su pesado arco de caza desmontó y se desvaneció en el entramado espeso de avellanos y zarzas junto al camino.

Había estado lloviendo casi toda la tarde y el muchacho se dejó caer con desesperación sobre el lomo del Estúpido Ruano, uno de los caballos de refresco que habían traído del fuerte. Al otro recambio, el que ahora montaba Jenny, John le había puesto el nombre de Ruano Más Estúpido, un nombre que era muy apropiado, desafortunadamente. Jenny sospechaba que, en los peores momentos, Gareth la culpaba hasta por la baja calidad de los caballos del fuerte. La lluvia había cesado pero el viento frío todavía los mordía a través del tejido de sus ropas; cada tanto, una ráfaga sacudía las ramas por encima de sus cabezas y los salpicaba con la lluvia que había quedado en ellas y a veces con una hoja empapada de roble que bajaba como un murciélago muerto.

—Está buscando el peligro. —Jenny también escuchaba, los nervios de punta, buscando el silencio que colgaba como aliento retenido entre los árboles amontonados, oscuros.

—No lo encontró la última vez, ¿no? —Gareth puso sus manos enguantadas bajo su capa para calentarlas y tembló. Luego miró hacia arriba con ostentación, buscando lo poco que quedaba de cielo, calculando la hora y luego recordando los días que llevaban de camino. Ella olió el miedo bajo su sarcasmo—. O la vez anterior…, por supuesto.

—Y por suerte —replicó ella—. Creo que entiendes muy poco los peligros de las Tierras de Invierno.

Gareth sofocó un grito y su mirada quedó fija. Jenny siguió los ojos hacia la forma oscura de Aversin; los cuadros de la capa hacían a John casi invisible en la oscuridad de los árboles. Con un movimiento único y lento, había levantado el arco y colocado la flecha, pero todavía no había disparado.

Jenny siguió la trayectoria de la flecha hacia la fuente del peligro.

Apenas visible entre los árboles, un pequeño viejecito delgado se inclinaba con el dolor de la artrosis para buscar leña en el interior seco de un tronco podrido. Su esposa, también flaca, vieja y andrajosa, con el cabello fino y blanco colgando lacio sobre los hombros estrechos, sostenía una canasta de paja para recibir la madera caída. Gareth dejó escapar un grito de horror.

—¡No!

Aversin movió la cabeza. La vieja, alertada, levantó la vista y dio un alarido agudo, dejó caer la canasta y escondió la cara entre las manos. El paquete de madera seca cayó al suelo pantanoso a sus pies. El viejo la cogió del brazo y los dos empezaron a huir torpemente hacia la selva más profunda, sollozando y cubriéndose la cabeza con los brazos como si pensaran que era posible detener una flecha de guerra con un escudo de carne tan leve.

Aversin bajó el arco y dejó que sus blancos escaparan ilesos hacia la húmeda espesura.

Gareth resollaba.

—¡Iba a matarlos! A esos pobres viejos…

Jenny asintió mientras John volvía al camino.

—Sí. —Ella comprendía la razón, pero, como cuando había matado al bandido moribundo en las ruinas de la vieja ciudad, se sentía sucia.

—¿Eso es todo lo que vais a decir? —se enfureció Gareth, horrorizado—. ¿Que sí? Los habría matado a sangre fría…

—Eran Meewinks, Gar —dijo John con voz tranquila—. Lo único que uno puede hacer con un Meewink es matarlo.

—¡No me importa cómo los llaméis! —gritó Gar—. ¡Eran viejos e inofensivos! ¡Lo único que hacían era juntar leña!

Una línea pequeña, recta, apareció entre las cejas rojas de John, que se frotó los ojos. Gareth, pensó Jenny, no era el único que se estaba cansando del viaje. —No sé cómo los llamáis en el lugar de donde vienes —dijo Aversin, cansado—. Su gente solía tener granjas en el valle del río Salvaje. Son…

—John. —Jenny le tocó el hombro. Había seguido la conversación sólo superficialmente; sus sentidos y su poder se esparcían por los bosques húmedos y olía el peligro en la luz que se desvanecía. El peligro parecía caminarle por la piel, un movimiento suave, como de chapoteo, en los claros inundados del bosque hacia el norte, un crujido leve que silenciaba los ruidos inquietos y pequeños de los zorros y los castores—. Deberíamos irnos. La luz ya se va. No recuerdo bien esta parte de los bosques, pero sé que nos falta bastante para encontrar un lugar donde acampar.

—¿Qué pasa? —La voz de John, como la suya, se había convertido en un susurro.

Ella meneó la cabeza.

—Tal vez nada. Pero creo que debemos irnos.

—¿Por qué? —gimió Gareth—. ¿Qué pasa? Hace tres días que huís de vuestras propias sombras.

—Correcto —aceptó John y había un tono peligroso en su voz tranquila—.

¿Has pensado en lo que podría pasar si tu sombra te alcanzara? Ahora monta y vamos en silencio.

Era casi noche cerrada cuando acamparon porque, como Jenny, Aversin estaba nervioso y le llevó un rato encontrar un lugar que su juicio de hombre de los bosques considerara relativamente seguro. Jenny rechazó uno porque no le gustó la forma en que se acercaban a él los árboles oscuros; John pasó de largo por otro porque el arroyo no se veía desde el lugar donde estaba el fuego. Jenny estaba hambrienta y cansada, pero el instinto de las Tierras de Invierno le decía que debían seguir moviéndose hasta que encontraran un lugar fácil de defender, aunque no sabía contra qué había que defenderse.

Cuando Aversin rechazó un tercer lugar, un claro casi circular con un arroyo pequeño, ahogado entre los helechos en un costado, el humor hambriento y desesperado de Gareth estalló.

—¿Qué tiene de malo éste? —preguntó, desmontando y recostándose contra el flanco del Estúpido Ruano para calentarse—. Se puede coger agua sin dejar de ver el fuego y es más grande que el otro lugar.

El disgusto brilló como el fulgor de un acero desenvainado en la voz de John.

—No me gusta.

—Bueno, pero ¿por qué, en nombre de Sarmendes?

Aversin miró a su alrededor en el claro y meneó la cabeza. Las nubes se habían abierto lo suficiente para dejar pasar una luz lavada de luna que brillaba sobre sus anteojos, sobre las gotas de lluvia en su cabello cuando empujó la capucha hacia atrás y sobre el extremo de su larga nariz.

—No me gusta. Eso es todo.

—Bueno, si no podéis decir por qué, ¿qué lugar queréis?

—Lo que querría —replicó el Vencedor de Dragones con su exactitud devastadora de siempre— es no tener a mi lado a un mocoso todo vestido de seda que me dice que un lugar es seguro porque quiere su cena.

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