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Authors: Barbara Hambly

Tags: #Fantasía, Aventuras

Vencer al Dragón (29 page)

BOOK: Vencer al Dragón
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En la calidez adormecida del despertar, Jenny oyó murmurar a John:

—Creí que eras tú que me llamabas. —Su aliento era sólo un toque leve contra el cabello de ella. Jenny parpadeó y terminó de despertarse. La luz había cambiado de nuevo. Venía el alba.

—¿Qué? —dijo ella y se sentó, sacudiéndose el pelo de la cara. Todavía se sentía mortalmente cansada pero estaba hambrienta. Gareth estaba de rodillas junto al fuego, despeinado y sin afeitar con los anteojos resbalando por la punta de la nariz, haciendo tortas en la sartén. Ella notó que se las arreglaba mejor de lo que había podido John en toda su vida.

—Pensaba que nunca ibais a despertaros —dijo Gareth.

—Yo también lo pensaba, héroe —murmuró John. Su voz estaba demasiado débil para llegar muy lejos, pero Jenny la oyó y sonrió.

Se puso de pie con esfuerzo, volvió a subirse la falda sobre la camisa arrugada, ató el jubón y se colocó las botas mientras Gareth ponía agua a hervir sobre los carbones para el café, un trago negro y amargo muy popular en la corte. Mientras el muchacho buscaba más agua del arroyo en los bosques más allá de la destruida casa de la fuente, Jenny cogió algo de agua hervida para renovar las cataplasmas de John y bendijo la simplicidad de las curaciones de los seres humanos; el olor de las hierbas pronto llenó el pequeño claro entre las ruinas con el aroma cálido, extraño del trago negro. John se durmió de nuevo, incluso antes de que Jenny hubiera terminado con el vendaje, pero Gareth buscó algunos panes y miel y se sentó con Jenny junto al fuego del desayuno.

—No sabía qué hacer, os fuisteis tanto tiempo —dijo él con la boca llena de torta—. Pensé en seguiros, que tal vez necesitabais ayuda, pero no quería dejar a John solo. Además —agregó con una sonrisa picara—, nunca me las he arreglado para rescataros de nada hasta ahora.

Jenny rió y dijo:

—Hiciste bien.

—¿Y la promesa?

—La cumplí.

Él dejó escapar el aliento con un suspiro e inclinó la cabeza como si se hubiera librado de un gran peso. Después de un rato, dijo con timidez:

—Mientras os esperaba, hice una canción…, una balada. Sobre la muerte de Morkeleb, el Dragón Negro de la Pared de Nast. No es muy buena…

—No sirve —dijo Jenny con lentitud, y se lamió la miel de los dedos—. Morkeleb no está muerto.

Él la miró con los ojos muy abiertos, como aquella vez en que John le había dicho que había matado al Dragón Dorado de Wyr con un hacha.

—Pero pensé…, ¿la promesa no fue a John…, de matarlo si… si John no podía?

Ella meneó la cabeza y la nube oscura de su cabello se enredó en el vellón sucio del cuello de su chaqueta.

—Mi promesa fue a Morkeleb —dijo—, y le prometí que lo curaría.

Se puso de pie y caminó hasta donde estaba John, dejando atrás a Gareth que la miraba con una sorpresa incrédula, espantada.

Pasó un día antes de que Jenny volviera a la Gruta. Se quedó cerca del campamento, cuidando a John y lavando la ropa…, una tarea mundana pero necesaria. Para su sorpresa, Gareth le ayudó trayendo agua del arroyo sin hablar demasiado. Sabiendo que necesitaría su fuerza, Jenny durmió mucho pero sus sueños fueron inquietantes. Sus horas de vigilia estaban cargadas de la sensación de que la vigilaban. Se dijo a sí misma que eso era sólo porque Morkeleb, al despertar, debía de haber extendido su conciencia por el valle y probablemente sabía donde estaban, pero un cierto conocimiento extraño que había adquirido en los laberintos de la mente del dragón no le permitía creerlo del todo.

Se daba cuenta de que Gareth también la vigilaba, sobre todo cuando creía que ella no se daba cuenta.

También notaba otras cosas. Nunca había sido tan consciente de los caminos y las vueltas del viento y de las actividades insignificantes de los animales en los bosques que la rodeaban. Se encontró presa de contemplaciones extrañas y de un raro conocimiento de cosas antes insospechadas: cómo crecían las nubes y por qué el viento corría como lo hace, cómo saben los pájaros el camino al sur y por qué, en algunos lugares del mundo, en cierto momento, pueden oírse voces que hablan con claridad en el aire vacío. Le hubiera gustado creer que esos cambios la asustaban porque no los comprendía, pero lo cierto era que la razón de su miedo era que los entendía.

Mientras dormía por la tarde, oyó que Gareth le hablaba de eso a John y los vio y los escuchó a través de las profundidades de sus sueños alterados.

—Ella lo curó —oyó murmurar a Gareth y era consciente del príncipe en cuclillas junto a la cama de pieles de oso y capas en la que yacía John—. Creo que le prometió hacerlo a cambio de que él la dejara pasar para buscar las drogas.

John suspiró y movió un poco una mano vendada sobre su pecho.

—Tal vez hubiera sido mejor que me dejara morir.

—¿Creéis…? —Gareth tragó saliva, nervioso y echó una mirada hacia Jenny como si supiera que aún dormida, ella lo oía—. ¿Creéis que la ha hechizado?

John se quedó callado por un momento, mirando los abismos de cielo sobre el valle y pensando. Aunque el aire estaba quieto abajo, grandes vientos desgarraban la atmósfera por encima, reuniendo enormes masas de nubes grises como el carbón, cegadoramente blancas, contra los flancos flacos de las montañas. Finalmente, dijo:

—Creo que si hubiera otra mente controlando la suya, yo me daría cuenta. O me gusta halagarme pensando así. Dicen que nunca hay que mirar a los ojos de un dragón para que no pueda realizar sus hechizos. Pero ella es fuerte.

Volvió la cabeza un poco y miró el lugar en que estaba tendida Jenny, tratando de enfocarla con sus ojos miopes y castaños. La piel desnuda a los lados de los vendajes de sus brazos y pecho estaba lívida de golpes y sembrada de pequeñas cicatrices donde los eslabones quebrados de la cota de malla se habían arrastrado sobre ella.

—Cuando soñaba con ella, no parecía lo mismo que estando despierta. Cuando deliraba, soñé con ella…, y era como si ahora fuera más ella misma, no menos. —Suspiró y miró a Gareth—. Antes estaba celoso de ella, ¿sabes? No de otro hombre, sino celoso de ella misma, de esa parte de ella que no me daría nunca…, aunque sabe Dios para qué lo quería yo entonces. ¿Quién fue el que dijo que los celos son el único vicio que no da ningún placer? Pero eso fue lo primero que tuve que aprender sobre ella y tal vez lo más difícil que haya aprendido jamás sobre cualquier cosa…: que ella es de ella misma y que lo que me da, me lo da porque quiere dármelo y por lo tanto es más precioso. A veces, una mariposa viene a sentarse en tu mano abierta pero si la cierras, de una forma o de otra, la mariposa…, y su decisión de estar allí, se van.

Desde allí, Jenny se dejó ir a sueños más profundos, sueños de la oscuridad terrible de Ylferdun y de la magia profunda que había sentido agazapada en los Lugares de Curación. Como si hubiera una gran distancia, vio a sus hijos, sus niños, a quienes nunca había querido concebir y había dado a luz sólo para John, pero a quienes amaba de una manera inquieta, sin quererlo y con un corazón desesperadamente dividido. Con su vista de maga, los veía sentados en su cama con cortinas en la oscuridad mientras el viento arrojaba nieve contra las paredes de la torre; no dormían, se contaban cuentos sobre la forma en que su padre y su madre matarían al dragón y volverían con caravanas y caravanas de oro.

Se despertó cuando el sol había bajado tres cuartos en el cielo hacia la cresta aguda del acantilado. El viento había cambiado; ahora todo el valle olía a nieve y a agujas de pino de las altas laderas. El aire en las sombras inclinadas y cambiantes era frío y húmedo.

John estaba dormido, envuelto en todas las mantas y capas del campamento. Se oía la voz de Gareth en los bosques cerca de la pequeña fuente de piedra, cantando tonadas desafinadas y románticas sobre la pasión, para placer de los caballos. Jenny se movió en su silencio habitual. Se ató el jubón, se puso las botas y la chaqueta de cuero de oveja. Pensó en comer algo pero decidió que no. La comida quebraría su concentración y sentía que necesitaba cada hilo de fuerza y capacidad que pudiera reunir para estar alerta.

Se detuvo por un momento y miró a su alrededor. La vieja sensación desagradable de que la vigilaban volvió a ella, como si una mano le tocara el codo. Pero también sentía el tintineo leve del poder de Morkeleb en la parte posterior de su mente y sabía que la fuerza del dragón volvía mucho más rápidamente que la del hombre al que casi había matado.

Tendría que actuar y actuar ahora y la idea le llenaba de miedo.


Salva a un dragón, hazlo tu esclavo
—había dicho Caerdínn. Jenny era consciente ahora de la pequeñez de sus propios poderes y eso la aterrorizaba, sobre todo porque sabía contra qué tendría que medirlos. O sea que al final así era como había pagado por el amor de John, se dijo, con ironía. Lo había pagado con una batalla que no podía esperar ganar. Involuntariamente, otra parte de ella pensó que al menos no era la vida de John sino la de ella misma la que estaría en juego y meneó la cabeza maravillada por las tonterías del amor. Con razón siempre se advertía a los poderosos contra el amor, pensó.

Y en cuanto al dragón, tenía la sensación, casi el instinto, de lo que debía hacer, una sensación extraña a ella y sin embargo, terriblemente clara. Le latía el corazón cuando eligió una capa zaparrastrosa de la pila bajo la cual yacía John. Las brisas leves jugaron con los bordes cuando se la colocó sobre los hombros; sus colores se desvanecieron entre los tonos mudos de la maleza y la piedra cuando caminó en silencio hasta el borde de la Ladera una vez más y tomó el sendero que llevaba a la Gruta.

Morkeleb ya no estaba en la Sala del Mercado. Jenny siguió su olor a través de las puertas interiores macizas y a lo largo del Gran Pasaje, un olor que era acre pero no desagradable, muy distinto del hedor ardiente y metálico de sus venenos. Los ecos leves de los pasos de la maga eran como agua lejana que goteara silenciosa en las bóvedas del pasaje. Sabía que Morkeleb los oiría, sentado sobre su oro en la oscuridad. Pensó que hasta oiría el latido de su corazón.

Como había dicho Dromar, el dragón tenía su nido en el Templo de Sarmendes, unos cientos de metros abajo por el pasaje. El Templo había sido construido para los hijos de los hombres y por lo tanto lo habían tallado en forma de habitación y no de cueva. Desde las puertas recamadas de oro y marfil, Jenny miró a su alrededor; sus ojos perforaron la oscuridad absoluta y vieron cómo las estalagmitas que se elevaban desde el suelo habían sido talladas como pilares y cómo se habían construido paredes para disimular la forma irregular de la roca original de la caverna. El suelo estaba alisado en un solo nivel; la estatua del dios, con su lira y su arco, había sido esculpida en mármol en las canteras reales de Istmark, al igual que el altar con sus guirnaldas talladas. Pero nada de eso podía ocultar el tamaño del lugar, ni la grandeza enorme, irregular de sus proporciones. Sobre esas paredes clásicamente modestas se arqueaba el techo, un laberinto de cristal y sinter que ponía al lugar la marca de algo fabricado por la naturaleza y tímidamente convertido en hogar por el hombre.

El olor del dragón era más espeso, aunque estaba limpio de podredumbre y basura. En su lugar, el suelo estaba lleno de oro, todo el oro de la Gruta, platos, vasijas sagradas, relicarios de santos y semidioses olvidados amontonados entre los pilares y alrededor de las estatuas; pequeños envases cosméticos que olían a bálsamo, candelabros con temblores de perlas que pendían como hojas de álamo en el viento de la primavera, tazas con bordes que brillaban con el fuego oscuro de las joyas, una estatua votiva de Salernesse, Señora de las Bestias, de un metro de alto y en oro macizo… Todas las cosas que los gnomos o los hombres habían fabricado en ese metal suave y brillante habían llegado hasta aquí desde los túneles más lejanos de la Gruta. El suelo era como una playa con las monedas envueltas que se habían desparramado desde los bolsos desgarrados y a través de todo eso, se veía el brillo de la oscuridad del suelo como agua reunida en pozos sobre la arena.

Morkeleb estaba tendido sobre el oro, las vastas alas plegadas a los costados del cuerpo, las puntas cruzadas sobre la cola, negro como el carbón y casi brillante, los ojos de cristal como lámparas en la oscuridad. El canto dulce, terrible, que Jenny había sentido con tanta fuerza había desaparecido, pero el aire vibraba alrededor del dragón con música inaudible.

—Morkeleb —dijo ella con suavidad y la palabra murmuró de vuelta hacia ella desde la selva de espinas brillantes por encima de su cabeza. Jenny sintió los ojos de plata sobre ella y buscó, a tientas, en el laberinto negro de esa mente.

¿Por qué oro?, preguntó. ¿Por qué los dragones desean el oro de los hombres?

No era lo que había pensado decirle y sintió que algo más se movía por debajo del enojo enroscado y los recelos del dragón.

¿Te parece que es asunto tuyo, mujer maga?

¿Asunto mío me dices, a mí que volví aquí para salvarte la vida? Hubiera sido mejor para mí y para ti que te dejara morir.

¿Por qué volviste entonces?

Había dos respuestas. La que ella le dio fue:

Porque quedó entendido que si tú me dabas el camino hasta el corazón de la Gruta, yo te curaría y te daría la vida. Pero en esa curación, tú me diste tu nombre, Morkeleb el Negro.

Y el nombre que dijo en su mente era la cinta de música que era el verdadero nombre del dragón, su esencia; y vio que él se encogía al oírlo.

Dicen: «Salva un dragón, hazlo tu esclavo, y por tu nombre harás lo que yo te pida.»

La onda de furia contra ella fue como una ola oscura y a lo largo de los flancos del dragón las escalas afiladas como cuchillos se levantaron un poco, como el pelo de un perro que se eriza. Alrededor de ellos en la negrura del Templo, el oro parecía susurrar, llevando en él la colina de la rabia del dragón.

Soy Morkeleb el Negro. No soy ni seré esclavo de nada ni de nadie, y menos que nada de una mujer humana, sea maga o no. Yo no cumplo los deseos de nadie, sólo los míos.

El peso amargo de los pensamientos extraños cayó sobre Jenny, con más fuerza que la oscuridad. Pero los ojos de ella eran los ojos de un mago, ojos que veían en la oscuridad; su mente tenía un tipo de fulgor iluminado que no había estado allí antes. No le tenía miedo ahora; una fuerza extraña que no había sabido que poseía se movía en su interior. Murmuró la magia del nombre del dragón como hubiera formado las notas sobre su arpa, en toda su complejidad de nudos, y lo vio encogerse un poco otra vez. Sus garras afiladas como navajas se movieron un poco sobre el oro.

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