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Authors: Dorothy L. Sayers

Tags: #Intriga, Policíaco

Veneno Mortal (16 page)

BOOK: Veneno Mortal
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–Bueno, supongo que es por la costumbre que tenemos los abogados de tomar precauciones. No es que se me ocurriera la idea del veneno entonces… porque en ese caso, huelga decirlo, habría insistido en que se llevara a cabo una investigación allí mismo. Lo que me rondaba la cabeza era la posibilidad de una intoxicación alimenticia. No botulismo, porque los síntomas no coincidían, sino contaminación por los utensilios de cocina o por un bacilo en los alimentos. Me alegro de que no fuera nada de eso, si bien la realidad resultó infinitamente peor en cierto sentido. La verdad, supongo que en todos los casos de enfermedad súbita e inexplicable debería realizarse un análisis de las secreciones, como una parte más del proceso, pero el doctor Weare parecía convencido, y yo confié plenamente en su opinión.

–Por supuesto –replicó Wimsey–. No es normal que se te ocurra que van asesinando por ahí a la gente… aunque supongo que sucede con más frecuencia de lo que se podría pensar.

–Probablemente, y si yo me hubiera ocupado alguna vez de una causa criminal, podría haber albergado ciertas sospechas, pero me dedico sobre todo a traspasos de escrituras… trámites de testamentos, divorcios… ese tipo de cosas.

–Hablando de testamentos… –dijo Wimsey, como sin darle demasiada importancia–, ¿tenía el señor Boyes ciertas expectativas económicas?

–Ninguna en absoluto, que yo sepa. Su padre no es ni mucho menos un hombre acomodado: el típico párroco rural con un estipendio pequeño, una casa parroquial enorme y una iglesia en ruinas. En realidad, toda la familia pertenece a la desfavorecida clase media profesional: demasiados impuestos y muy poco soporte económico. No creo que a Philip Boyes le hubieran quedado más de unos cientos de libras, incluso si hubiera sobrevivido a todos.

–Yo tenía la idea de que había una tía rica por alguna parte.

–No, no… a menos que se refiera a la anciana Cremorna Garden. Es una tía abuela, por parte de madre, pero no tiene nada que ver con ellos desde hace muchos años.

En ese momento lord Peter tuvo uno de esos momentos de iluminación que sobrevienen cuando dos hechos sin relación entre sí toman contacto mentalmente. Con el entusiasmo por las noticias de Parker sobre el sobre de papel blanco, no había prestado suficiente atención a lo que le había contado Bunter sobre la merienda con Hannah Westlock y la señora Pettican, pero de repente recordó algo sobre una actriz, «con un nombre como Hyde Park o algo por el estilo». El reajuste mental se realizó tan rápida y mecánicamente que su siguiente pregunta se disparó casi sin pausa.

–¿No es la señora Wrayburn, que vive en Windle, Westmorland?

–Sí –contestó el señor Urquhart–. Acabo de ir a verla. Ah, claro, usted me escribió allí. La pobre viejecita lleva unos cinco años bastante senil. Qué vida tan terrible… sufriendo ella y haciendo sufrir a los demás. A mí me parece una crueldad que no se pueda quitar de en medio a esos pobres viejos, como se haría con un animal manso… pero la ley no nos permite ser tan misericordiosos.

–Sí, y la Sociedad Nacional para la Prevención de la Crueldad contra los Animales nos pondría como hoja de perejil si dejáramos sufrir a un gato –dijo Wimsey–. Absurdo, ¿no? Pero esa gente está cortada por el mismo patrón que los que escriben a los periódicos protestando por tener perros en casetas frías y no dan importancia (ni un penique, si a eso vamos) al hecho de que los caseros permitan que una familia de trece personas duerma en un sótano sin desagües, sin cristales en las ventanas ni ventanas en las que ponerlos. Me pone furioso, a veces, aunque por lo general soy el típico idiota pacífico. Pobre Cremorna Garden… Pero ya debe de tener sus años. No durará mucho, supongo.

–La verdad es que todos pensábamos que se nos iba el otro día. Le está fallando el corazón, pobrecilla… Tiene más de noventa años, y le dan ataques de vez en cuando, pero algunas de estas damas provectas tienen una vitalidad increíble.

–Me imagino que es usted prácticamente el único pariente vivo que le queda…

–Me imagino que sí, salvo un tío mío que vive en Australia. –El señor Urquhart admitió la relación familiar sin preguntar cómo se había enterado Wimsey–. No es que el hecho de que yo esté allí le sirva de nada, pero además soy quien lleva sus asuntos, así que es conveniente que esté allí cuando pasa algo.

–Ah, desde luego. Y, si lleva sus asuntos, probablemente sepa cómo ha dejado su dinero.

–Sí, claro, pero si me disculpa no veo qué tiene que ver con el problema actual.

–Pues verá –dijo Wimsey–. Se me acaba de ocurrir que a lo mejor Philip Boyes se había metido en algún lío de dinero (ocurre hasta en las mejores familias) y que, bueno… quizá decidió tomar el camino más corto. Pero si tenía ciertas expectativas con la señora Wrayburn, y la vieja… quiero decir, la pobre anciana, estaba a punto de abandonar este embrollo mortal, pues entonces… habría esperado, o habría reunido una bonita cantidad sobre la base del contrato ejecutorio tras el fallecimiento, o algo. Entiende lo que quiero decir, ¿no?

–Ah, ya… Intenta presentar argumentos a favor de un suicidio. Bueno, estoy de acuerdo con usted en que es la defensa más esperanzadora que pueden proponer los amigos de la señorita Vane, y en ese sentido podría apoyarlo. Eso sí, siempre y cuando la señora Wrayburn no le haya dejado nada a Philip. Y que, yo sepa, él no tenía el menor motivo para suponer tal cosa.

–¿Está seguro?

–Completamente. Aún más… –El señor Urquhart vaciló–. Bueno, puedo decirle que Philip me lo preguntó un día, y me vi obligado a decirle que no tenía la menor posibilidad de que le dejara nada.

–Ah… ¿O sea que se lo preguntó?

–Pues sí.

–Es un dato importante, ¿no? ¿Y cómo, cuánto tiempo hace?

–Pues… unos dieciocho meses, creo. No estoy completamente seguro.

–Y como la señora Wrayburn está senil, supongo que Philip Boyes no podía albergar la esperanza de que cambiara el testamento, ¿no?

–Ni la menor esperanza.

–No, claro. Bueno, creo que podemos sacar alguna conclusión. Una gran decepción, por supuesto… Podría pensarse que confiaba demasiado en eso. Por cierto: ¿es mucho?

–Una buena cantidad… unas setenta u ochenta mil.

–Menuda rabia, pensar en que todo eso se lo lleva a la tumba y tú no puedes ni olerlo. Ah, por cierto, ¿y usted? ¿No le queda nada? Perdóneme, soy demasiado preguntón y esas cosas, pero lo que quiero decir es que teniendo en cuenta que usted lleva años cuidándola y es el único pariente que tiene a mano, por así decirlo, sería un tanto excesivo, ¿no?

El abogado torció el gesto, y Wimsey le pidió disculpas.

–Sí, ya sé… He sido terriblemente insolente. Es un fallo que tengo. Y, además, saldrá todo en los periódicos cuando la señora palme, así que no sé por qué tendría que sonsacarle a usted. Olvídelo… y perdone.

–En realidad, no hay razón alguna por la que no deba saberlo –dijo el señor Urquhart con calma–. Aunque por instinto profesional, no suelo revelar los asuntos de mis clientes. Lo cierto es que yo soy el legatario.

–¿Ah, sí? –dijo Wimsey, decepcionado–. Pero en ese caso… la historia flaquea un poco, ¿no? O sea, en ese caso, a lo mejor su primo pensaba que podía recurrir a usted… quiero decir, naturalmente, yo no sé qué ideas tenía usted sobre…

El señor Urquhart negó con la cabeza.

–Entiendo adonde quiere ir a parar, y es natural que lo piense, pero lo cierto es que enajenar el dinero de tal manera se habría opuesto frontalmente al deseo expreso de la testadora. Incluso si hubiera podido hacerlo de manera legal, no debería haberlo hecho desde el punto de vista moral, y tuve que dejárselo claro a Philip. Naturalmente, podría haberle ayudado de vez en cuando con pequeñas cantidades de dinero, pero a decir verdad no me gustaba la idea. En mi opinión, la única esperanza de salvación para Philip habría sido salir adelante con su trabajo. Era un tanto dado a… en fin, no me gusta hablar mal de los muertos, pero sí, a contar demasiado con los demás.

–Ah, ya. Y seguramente la señora Wrayburn pensaba lo mismo, ¿no?

–No exactamente, no. Era algo bastante más grave. Consideraba que su familia la había tratado mal. En definitiva… bueno, como ya hemos llegado tan lejos, no me importa entregarle las
ipsissima verba
de la señora Wrayburn. –Tocó un timbre que había en su mesa–. Aquí no tengo el testamento propiamente dicho, pero sí el borrador. Sí, señorita Murchison, ¿sería tan amable de traerme la caja fuerte con el rótulo de «Wrayburn»? El señor Pond le indicará dónde está. No pesa mucho.

La señora de la «residencia felina» salió silenciosamente en busca de la caja.

–Esto va contra las normas, lord Peter –añadió el señor Urquhart–, pero en algunas ocasiones demasiada discreción es tan perjudicial como muy poca, y me gustaría que usted comprendiera perfectamente por qué me vi obligado a adoptar esta actitud intransigente hacia mi primo. Ah, gracias, señorita Murchison.

Abrió la caja con una llave de un manojo que sacó de un bolsillo de los pantalones y revolvió varios papeles. Wimsey lo observó con la expresión de un perrito tonto que espera que le den una chuchería.

–¡Vaya por Dios! –exclamó el abogado–. Pero si esto no es… ¡Ah, claro! Hay que ver lo despistado que soy. Lo siento; está en la caja fuerte de mi casa. Me lo llevé para consultarlo en junio pasado, cuando la enfermedad de la señora Wrayburn nos dio otro susto, y con la confusión tras la muerte de mi primo me olvidé por completo de volver a traerlo aquí. Sin embargo, lo esencial es que…

–No se preocupe –interrumpió Wimsey–. No hay prisa. Si fuera a su casa mañana, ¿podría verlo?

–Faltaría más… si lo considera importante. Le pido mil perdones por el descuido. Mientras tanto, ¿hay algo más que pueda decirle sobre el asunto?

Wimsey le hizo unas cuantas preguntas, cubriendo el terreno que ya había surcado Bunter en sus investigaciones, y se despidió. La señorita Murchison había vuelto a su trabajo en el despacho de fuera. No levantó la vista cuando Wimsey pasó junto a ella.

«Es curioso que todo el mundo esté tan dispuesto a prestar ayuda en este caso –reflexionó mientras iba a toda prisa por Bedford Row–. Responden de buena gana a preguntas que no tengo derecho a plantear y se deshacen en explicaciones totalmente innecesarias. Parece que nadie tiene nada que ocultar. Increíble. A lo mejor resulta que ese tipo en realidad se suicidó. Espero que sí. Y ojalá pudiera interrogarlo. Se las haría pasar moradas, maldito sea. Ya tengo unos quince análisis distintos de su carácter… todos diferentes. No es nada caballeroso suicidarse sin dejar una nota explicando que lo has hecho… Causas problemas a la gente. Cuando yo me vuele la tapa de los sesos… Ya está bien. Espero no querer hacerlo. Espero no necesitar querer hacerlo. A madre no le gustaría, y además es un asco. Pero empieza a disgustarme esta historia de que ahorquen a la gente. Para sus amigos es algo deplorable… No voy a pensar en la horca. Me pone nervioso».

11

Wimsey se presentó en casa del señor Urquhart a las nueve de la mañana del día siguiente, justo cuando el caballero en cuestión estaba desayunando.

–Había pensado que podría encontrarlo aquí antes de que fuera a su bufete –dijo su señoría, como disculpándose–. Muchísimas gracias, pero ya me han dado el rancho. No, de verdad, gracias… Nunca bebo antes de las once. No es bueno para las tripas.

–Bueno, pues le he encontrado el borrador –dijo el señor Urquhart en tono cordial–. Échele un vistazo mientras me tomo el café, si no le importa. Deja un poco al descubierto los trapos sucios de la familia, pero eso ya es historia. –Cogió una hoja de papel mecanografiada de una mesita y se la tendió a Wimsey, quien automáticamente se dio cuenta de que estaba escrita con una máquina Woodstock, con la «p» minúscula desportillada y la «A» mayúscula un poco desplazada–. Será mejor que le aclare los vínculos familiares de los Boyes y los Urquhart, para que comprenda el testamento –añadió mientras volvía a la mesa para seguir desayunando–. El antepasado común es John Hubbard, un banquero sumamente respetable de principios del siglo pasado. Vivía en Nottingham, y como solía ocurrir en aquellos tiempos, el banco era un negocio familiar. Tuvo tres hijas: Jane, Mary y Rosanna. Les dio una buena educación, y deberían haber recibido una herencia medianamente decente, pero el pobre hombre cometió los errores de costumbre: hizo especulaciones imprudentes, se fue de la mano con los clientes… en fin, lo de siempre. El banco quebró y las hijas no heredaron ni un penique. Jane, la mayor, se casó con un tal Henry Brown. Era maestro, muy pobre y de una moralidad repulsiva. Tuvieron una hija, Julia, que acabó casándose con un coadjutor, el reverendo Arthur Boyes, y que fue la madre de Philip Boyes. A la segunda hija, Mary, le fue mucho mejor económicamente, si bien se casó con alguien por debajo de su clase. Aceptó la mano de un tal Josiah Urquhart, que estaba metido en el negocio del encaje. Supuso un gran golpe para los padres, pero como Josiah en realidad venía de una familia bastante decente y era una persona honrada, tuvieron que conformarse. Mary tuvo un hijo, Charles Urquhart, que logró desprenderse de los degradantes vínculos del comercio. Entró en el bufete de un abogado, le fue bien, y al final pasó a formar parte del bufete, como socio. Era mi padre, y yo soy su sucesor en el negocio jurídico.

»La tercera hija, Rosanna, era de otra pasta. Era muy hermosa, cantaba extraordinariamente bien, bailaba con elegancia y encima era una jovencita muy atractiva y malcriada. Sus padres se quedaron horrorizados cuando se escapó y empezó a dedicarse al teatro. Borraron su nombre de la Biblia familiar, y Rosanna se empeñó en dar fundamento a sus peores sospechas. El Londres de la época estaba loco por ella. Con el nombre artístico de Cremorna Garden cosechó un éxito tras otro, cada cual más vergonzoso. Y lo cierto es que era inteligente, nada que ver con el tipo de Nell Gwynne
[15]
. Era de las que lo aceptan todo y todo lo guardan: dinero, joyas, pisos amueblados, caballos, carruajes, cualquier cosa, y lo transformaba en fondos monetarios sólidos. Nunca se prodigó con nada salvo con su persona, que consideraba suficiente para devolver cualquier favor, y supongo que así sería. Yo no la vi hasta que era ya una anciana, pero antes del derrame que le destrozó el cerebro y el cuerpo aún conservaba restos de una belleza extraordinaria. A su modo, era una anciana astuta, y codiciosa. Tenía esas manos pequeñas, regordetas, apretadas, que no se abren jamás… salvo para coger dinero. Usted conocerá a esa clase de personas.

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