Veneno Mortal (19 page)

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Authors: Dorothy L. Sayers

Tags: #Intriga, Policíaco

BOOK: Veneno Mortal
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Lord Peter, que respaldaba en la sombra todo aquello, estaba en el extranjero cuando la señorita Murchison entró a formar parte de la «residencia felina», y ella no lo había visto hasta hacía unas semanas. Iba a ser la primera vez que hablaba con él cara a cara. Una persona bastante rara, pensaba, pero decían que era listo. En fin…

Abrió la puerta Bunter, que parecía estar esperándola y la acompañó inmediatamente a un salón revestido de estanterías con libros. Había varios grabados muy buenos, una alfombra Aubusson, un piano de cola, un sofá Chesterfield enorme y varios sillones de piel marrón que parecían muy cómodos y acogedores. Las cortinas estaban corridas, en la chimenea ardía un buen fuego y ante ella había una mesa con un servicio de té de plata cuyos delicados contornos eran un regalo para la vista.

Cuando entró, su jefe emergió de las profundidades del sillón en el que estaba acurrucado, dejó la carpeta negra que había estado examinando y la saludó con la voz tranquila, ronca y fatigada que ya había oído en el despacho del señor Urquhart.

–Qué gentileza venir aquí, señorita Murchison. Un día asqueroso, ¿eh? Supongo que le apetecerá merendar. ¿Le gustan los panecillos con mantequilla, o prefiere algo más moderno?

–Gracias. Me encantan los panecillos con mantequilla –contestó la señorita Murchison mientras Bunter aguardaba cortésmente a su lado.

–¡Estupendo! No te preocupes, Bunter. Ya nos arreglaremos nosotros con la tetera. Ponle otro cojín a la señorita Murchison y ya te puedes marchar. Bueno, supongo que ha vuelto al trabajo, ¿no? ¿Cómo está nuestro querido señor Urquhart?

–Está bien. –La señorita Murchison no era precisamente muy habladora–. Pero hay algo que quería contarle…

–Hay tiempo de sobra –la interrumpió Wimsey–. Venga, que no se le enfríe el té.

La atendió con una cortesía y un desvelo que encantaron a la señorita Murchison, quien elogió los ramos de grandes crisantemos broncíneos repartidos por la habitación.

–Me alegro de que le gusten. Mis amigos dicen que da un toque femenino a la casa, pero la verdad es que es Bunter quien se encarga de todo. Aporta un poquito de color y esas cosas, ¿no le parece?

–Pero los libros parecen muy masculinos.

–Ah, sí… Es que son mi pasatiempo, ¿sabe? Los libros y los crímenes, claro. Pero los crímenes no resultan muy decorativos, ¿verdad? No me apetece nada coleccionar sogas de verdugo ni abrigos de asesinos. ¿Qué se puede hacer con esas cosas? ¿Está bien el té? Tendría que haberle pedido que lo sirviera usted, pero es que me parece fatal invitar a una persona y que ella tenga que hacer todo el trabajo. Por cierto, ¿qué hace cuando no trabaja? ¿Tiene alguna pasión secreta?

–Voy a conciertos –contestó la señorita Murchison–. Y cuando no hay conciertos pongo algo en el gramófono.

–¿Se dedica a la música?

–No… Nunca he podido permitirme el lujo de aprender como es debido. Supongo que tendría que haberlo hecho, pero se gana más dinero trabajando de secretaria.

–Me imagino que sí.

–A menos que seas una figura, y yo nunca lo habría sido. Y los músicos de segunda son una lata.

–Y además lo pasan fatal –replicó Wimsey–. Me pone malo verlos en los cines, pobrecillos, tocando esas paparruchas horrendas, con tentempiés de Mendelssohn y bocaditos arrancados de la
Inconclusa.
Tome un emparedado ¿Le gusta Bach, o solo los modernos?

Fue contoneándose hasta el taburete del piano.

–Lo que usted prefiera –respondió la señorita Murchison, un tanto sorprendida.

–Esta noche me apetece el
Concierto italiano.
Suena mejor al clavicémbalo, pero es que aquí no tengo. A mí me parece que Bach sienta bien al cerebro, que tranquiliza y tal.

Tocó el concierto hasta el final, y tras una pausa de unos segundos, inició uno de los
Cuarenta y ocho
. Tocaba bien y producía una curiosa sensación de potencia controlada, algo inesperado e incluso ligeramente inquietante en un hombre tan delicado y de modales tan estrafalarios. Cuando hubo acabado, preguntó, aún sentado ante el piano:

–¿Ha hecho alguna averiguación sobre la máquina de escribir?

–Sí. La compraron nueva hace tres años.

–Bien. Por cierto, creo que podría tener razón sobre la relación de Urquhart con el Megatherium Trust. Esa observación suya puede resultar muy valiosa. Se merece una mención de honor.

–Gracias.

–¿Alguna novedad?

–No… salvo que la tarde después de que fuera usted a visitarlo al despacho, el señor Urquhart se quedó un buen rato allí escribiendo algo a máquina cuando ya nos habíamos ido todos.

Wimsey esbozó un arpegio y preguntó:

–¿Cómo sabe cuánto tiempo se quedó y qué estuvo haciendo si ya se habían marchado todos?

–Usted había dicho que quería enterarse de cualquier detalle inusual, por pequeño que fuera. Me pareció inusual que se quedara allí solo, y estuve paseando por Princeton Street y Read Lion Square hasta las siete y media. Entonces vi que apagaba la luz y se marchaba. A la mañana siguiente observé que habían quitado de su sitio unos papeles que yo había dejado debajo de la funda de mi máquina de escribir. Así que llegué a la conclusión de que él había estado mecanografiando algo.

–¿No sería la asistenta la que quitó de su sitio los papeles?

–Imposible. Si no quita ni el polvo, mucho menos la funda de una máquina de escribir.

Wimsey asintió con la cabeza.

–Tiene usted el potencial de una detective de primera categoría, señorita Murchison. Muy bien. En ese caso, habrá que acometer nuestra pequeña empresa. Vamos a ver… ¿Comprende que le voy a pedir que haga algo ilegal?

–Sí, lo comprendo.

–¿Y no le importa?

–No. Me imagino que si me pillan usted correrá con los gastos.

–Sin duda.

–¿Y si voy a la cárcel?

–No creo que llegue a tanto. He de reconocer que corremos cierto riesgo, es decir, si me equivoco con lo que creo que está ocurriendo, que tenga que declarar por intento de robo o por posesión de herramientas para abrir cajas de caudales, pero eso es lo máximo que puede ocurrir.

–Bueno, supongo que forma parte del juego.

–¿Lo dice en serio?

–Sí.

–Estupendo. Entonces… ¿Se acuerda de la caja fuerte que llevó al despacho del señor Urquhart cuando estaba yo allí?

–Sí, con el nombre de Wrayburn.

–¿Dónde la guardan? ¿En el despacho de fuera, donde usted podría cogerla?

–Sí. En una estantería, con otras.

–Bien. ¿Tendría usted la posibilidad de quedarse a solas en el bufete durante media hora más o menos?

–Pues… A la hora del almuerzo. En teoría me voy a las doce y media y vuelvo a la una y media. El señor Pond sale a esa hora, pero el señor Urquhart a veces vuelve. No puedo tener la certeza de que no fuera a pillarme, y supongo que parecería un poco raro que me quedara después de las cuatro y media. A menos que fingiera haber cometido un error y dijera que me quedaba para corregirlo. Sí, eso podría hacer. Podría llegar antes por la mañana, cuando la asistenta esté todavía allí… ¿o importaría mucho que me viera?

–No importaría demasiado –contestó Wimsey, pensativo–. Probablemente pensaría que estaba haciendo algo con la caja por su trabajo. Elija usted el momento más adecuado.

–Pero ¿qué tengo que hacer? ¿Robar la caja?

–No exactamente. ¿Sabe abrir una cerradura con una ganzúa?

–Pues lamento decirle que no.

–Muchas veces me planteo para qué vamos a la escuela –dijo Wimsey–. No aprendemos nada realmente útil, o eso parece. A mí no se me da nada mal abrir una cerradura con una ganzúa, pero como no tenemos mucho tiempo y como usted va a necesitar un cursillo intensivo, será mejor que recurramos a un experto. ¿Le importaría ponerse el abrigo y venirse conmigo a ver a un amigo?

–En absoluto. Con mucho gusto.

–Vive en Whitechapel Road, pero es un hombre muy agradable, si dejas a un lado sus convicciones religiosas, aunque a mí, personalmente, me resultan bastante reconfortantes. ¡Bunter! ¡Avisa para que venga un taxi!

En el trayecto hasta el East End, Wimsey no paró de hablar de música, para desasosiego de la señorita Murchison, quien empezó a pensar que tanto empeño en evitar hablar sobre el objeto de aquella excursión tenía algo siniestro.

–Por cierto, esta persona a la que vamos a ver, tendrá nombre, ¿no? –se atrevió a preguntar, interrumpiendo una perorata de Wimsey sobre la fuga.

–Pues ahora que lo dice, creo que sí, pero nunca lo llaman así. Es Rumm
[18]
.

–Bueno, quizá no tanto si se dedica… esto… a dar clases de descerrajar puertas.

–Quiero decir que su nombre es Rumm.

–Bueno, ¿y qué?

–Pues que su apellido es Rumm, maldita sea.

–Ah, usted perdone.

–Pero como se ha hecho abstemio, no usa ese nombre.

–Bueno, entonces ¿cómo hay que llamarlo?

–Yo lo llamo Bill, pero cuando era el número uno de su profesión lo llamaban Bill el Aciegas. En su época era extraordinario –respondió Wimsey mientras el taxi se detenía ante la entrada de un estrecho patio.

Tras pagar al taxista (que, evidentemente los había tomado por asistentes sociales hasta que vio la propina y entonces no supo qué pensar de ellos), Wimsey llevó a su acompañante por el sucio callejón. Al final había una casita, de cuyas ventanas iluminadas surgían los potentes sones de un coro apoyados por un armonio y otros instrumentos.

–¡Vaya por Dios! –exclamó Wimsey–. Reunión tenemos. Qué le vamos a hacer.

Tras esperar hasta que se hubo desvanecido el son de «Gloria, gloria, gloria» para dar paso a una ferviente oración, Wimsey golpeó con energía la puerta. Una niña pequeña asomó la cabeza, y al ver a lord Peter soltó un chillido de alegría.

–¡Hola, Esmeralda Hyacinth! –dijo Wimsey–. ¿Está papá en casa?

–Sí, señor, por favor, señor, les va a encantar. ¿Quiere entrar? Ah, y una cosa, señor, por favor…

–Dime.

–Por favor, señor, ¿va a cantar «Nazaret»?

–No, no pienso cantar «Nazaret» de ninguna de las maneras, Esmeralda. Ya lo sabes.

–Pero si papá dice que «Nazaret» no es nada frívolo, y usted lo canta muy bien –dijo Esmeralda, dejando la boca abierta.

Wimsey se cubrió la cara con las manos.

–Esto me pasa por haber cometido una estupidez en una ocasión –dijo–. Jamás se olvida. Bueno, Esmeralda, no te prometo nada. Ya veremos. Pero quiero hablar de unas cosas con papá cuando acabe la reunión.

La niña asintió con la cabeza. En aquel mismo momento se apagó la voz que entonaba la oración, entre aleluyas, y aprovechando la ocasión Esmeralda abrió la puerta de golpe y dijo en voz muy alta:

–¡Están aquí el señor Peter y una señora!

La habitación era pequeña, estaba hasta los topes de gente y hacía mucho calor. En un rincón se encontraba el armonio, con los músicos a su alrededor. En el centro, junto a una mesa redonda cubierta con un mantel rojo, había un hombre fornido, robusto, con cara de bulldog. Tenía un libro entre las manos, y cuando estaba a punto de anunciar otro himno vio a Wimsey y a la señorita Murchison y se acercó a ellos, tendiéndoles una mano enorme y cordial.

–¡Bienvenidos seáis! –dijo–. Hermanos, he aquí a un querido hermano y una querida hermana llegados de las guaridas de los ricos y la desenfrenada vida del West End para entonar con nosotros los cánticos de Sión. Cantemos y alabemos al Señor. ¡Aleluya! Sabemos que muchos vendrán del este y del oeste a participar en el banquete del Señor, mientras que muchos que se consideran los elegidos serán arrojados a las tinieblas exteriores. De modo que no digamos que este hombre, porque lleva un brillante monóculo, no es un vaso elegido, o que esta mujer, porque lleva un collar de diamantes y va en un Rolls Royce, no llevará una túnica blanca y una corona de oro en la Nueva Jerusalén, ni que a estas gentes, porque viajan en el Tren Azul o van a la Riviera, no se las verá fundiendo sus coronas de oro a orillas del Río del Agua de la Vida. A veces oímos eso en Hyde Park los domingos, pero es malo y absurdo y solo lleva a conflictos y envidias, no a la caridad. Todos hemos sido ovejas descarriadas, y yo bien puedo decirlo, habiendo sido un malvado pecador hasta que aquí este caballero, porque sin duda lo es, me puso la mano encima mientras le estaba reventando la caja de caudales y fue el instrumento de Dios para desviarme del ancho camino que lleva a la destrucción. ¡Ah, hermanos, qué día tan feliz para mí! ¡Aleluya! ¡Cuántas bendiciones recayeron sobre mí por la gracia del Señor! Unámonos todos para dar gracias por la misericordia del Cielo con el ciento dos. Esmeralda, dale un himnario a nuestros queridos amigos.

–Lo siento –le dijo Wimsey a la señorita Murchison–. ¿Lo soportará? Supongo que es la traca final.

El armonio, el arpa, el sacabuche, el salterio, el dulcémele y toda clase de sonidos musicales estallaron con una estridencia casi capaz de hacer estallar los tímpanos, la concurrencia elevó la voz al unísono, y la señorita Murchison, al principio con timidez y después con gran fervor, se quedó estupefacta al darse cuenta de que estaba entonando aquel conmovedor cántico:

Entrando a raudales por las puertas,

entrando a raudales por las puertas de la Nueva Jerusalén

bañadas por la Sangre del Cordero.

Wimsey, que parecía encontrarlo muy divertido, cantaba alegremente sin el mínimo bochorno. La señorita Murchison no pudo decidir si porque estaba acostumbrado a aquel ejercicio o porque era una de esas personas inalterables, autosuficientes e incapaces de concebir que estén fuera de lugar en ningún entorno.

Sintió gran alivio cuando el acto religioso tocó a su fin tras el himno y los feligreses se despidieron entre apretones de manos. Los músicos vaciaron educadamente en la chimenea la humedad condensada en los instrumentos de viento y la señora que tocaba el armonio tapó las teclas con una funda y se acercó a saludar a los huéspedes. Fue presentada simplemente como Bella, y la señorita Murchison llegó a la acertada conclusión de que era la esposa del señor Bill Rumm y la madre de Esmeralda.

–Bueno, predicar y cantar es un trabajo que seca el gaznate –dijo Bill–. Tomarán una taza de té o de café, ¿no?

Wimsey explicó que acababan de tomar té, pero rogó a la familia que empezara a comer.

–Aún no es la hora de la cena –dijo la señora Rumm–. Bill, si haces lo que tengas que hacer con la señora y el señor, a lo mejor después les apetece tomar algo con nosotros. Hay manitas de cerdo –añadió, esperanzada.

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