Veneno Mortal (8 page)

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Authors: Dorothy L. Sayers

Tags: #Intriga, Policíaco

BOOK: Veneno Mortal
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–Es usted muy generoso…

–No, no, en absoluto. Es mi pasatiempo. No me refiero a las propuestas de matrimonio, sino a investigar cosas. En fin, adiós y tal. Y volveré a visitarla, si se me permite.

–Daré orden al lacayo para que sea anunciado –replicó la presa con expresión seria–. Me encontrará siempre en casa.

Wimsey bajó por la sombría calle poco menos que exultante.

Creo que lo voy a conseguir… Está dolida, claro, y no me extraña, después de ese bruto asqueroso… pero no siente repulsión… no soportaría resultar repulsivo… Tiene la piel como la miel… debería vestir de rojo oscuro… granate, y llevar un montón de anillos, muy antiguos… Podría alquilar una casa, claro… Pobre chiquilla, haré todo lo posible para compensarla, claro que sí… Encima, tiene sentido del humor, y cabeza… desde luego, no voy a aburrirme… Despertarme y tener por delante un día lleno de cosas estupendas… y después volver a casa y meterme en la cama… eso también será estupendo… y mientras ella escribe, yo podría salir a lo mío, y así no nos aburriríamos ninguno de los dos… No sé yo si Bunter estaba en lo cierto con este traje… siempre me ha parecido un poco oscuro, ahora, eso sí, tiene buena caída…

Se detuvo frente a un escaparate para mirar furtivamente su reflejo. Le llamó la atención un gran cartel de colores:

GRAN OFERTA ESPECIAL
SOLO UN MES

–¡Dios mío! –dijo en voz baja, serenándose de repente–. Un mes… cuatro semanas. Treinta y un días. No queda mucho tiempo. Y no sé ni por dónde empezar.

5

–Vamos a ver –dijo Wimsey–. ¿Por qué se mata a la gente?

Se encontraba en el despacho de la señorita Katharine Climpson. El local era teóricamente una agencia de mecanografía, y de hecho, había tres eficaces mecanógrafas que de vez en cuando realizaban un trabajo excelente para escritores y hombres de ciencia. Al parecer, el negocio era próspero, porque con frecuencia tenían que rechazar encargos debido a que el personal estaba trabajando a toda máquina. Pero en otras plantas del edificio se desarrollaban otras actividades. Solo trabajaban mujeres, la mayoría ya de cierta edad, pero había algunas aún jóvenes y atractivas, y, si se hubiera consultado el registro de la caja fuerte, se habría descubierto que todas ellas estaban clasificadas en el grupo despiadadamente conocido como «clases pasivas». Había solteras con pequeñas pensiones, o sin ninguna clase de ingresos; viudas sin familia; mujeres abandonadas por maridos peripatéticos que vivían de una reducida pensión alimentaria y que antes de haber sido contratadas por la señorita Climpson no tenían otros recursos que el
bridge
y el cotilleo de las casas de huéspedes. Había maestras jubiladas y decepcionadas; actrices sin trabajo; personas emprendedoras que habían fracasado con sombrererías y salones de té, e incluso un puñado de jovencitas prometedoras pero hartas de fiestas y clubes nocturnos. Daba la impresión de que aquellas mujeres dedicaban la mayor parte del tiempo a contestar anuncios. Caballeros solteros que deseaban conocer a damas dotadas de ciertos atributos con vistas al matrimonio; sexagenarios vivarachos que necesitaban un ama de llaves para apartadas zonas rurales; caballeros de ingenio con planes financieros a la caza y captura de capital; cabañeros literatos deseosos de colaboración femenina; caballeros convincentes dispuestos a contratar jóvenes talentos para producciones teatrales en provincias; caballeros benévolos que podían decir a la gente cómo ganar dinero en su tiempo libre: esa clase de caballeros era la más propensa a recibir solicitudes de trabajo del personal que dirigía la señorita Climpson. Podría haber sido pura coincidencia que tales caballeros tuvieran que aparecer con cierta frecuencia ante los magistrados por cargos de fraude, chantaje o intento de proxenetismo, pero el hecho es que la oficina de la señorita Climpson contaba con una línea telefónica directa con Scotland Yard y que pocas señoras que trabajaban allí estaban tan desprotegidas como parecían. Y también es un hecho que, si alguien hubiera investigado a fondo, habría localizado el dinero que cubría los gastos de alquiler y de mantenimiento del local en la cuenta bancaria de lord Peter Wimsey. Su señoría solía ser un tanto reservado respecto a esta empresa suya, pero de vez en cuando, encerrado con el inspector jefe Parker u otros amigos íntimos, se refería a ella como «mi residencia felina».

La señorita Climpson sirvió el té antes de contestar. Llevaba varias pulseritas en las enjutas muñecas, cubiertas de encaje, que tintineaban belicosamente con cada movimiento.

–La verdad es que no lo sé –dijo, tomándoselo como si se tratase de un problema psicológico–. Pero es algo tan peligroso, y tan terriblemente perverso, que te preguntas cómo es posible que alguien tenga la desfachatez de acometer semejante cosa. Y hay que ver el poco provecho que suelen sacar.

–A eso me refiero –replicó Wimsey–. ¿Qué intentan sacar? Por lo visto, algunas personas lo hacen simplemente por divertirse, como esa alemana, como se llame, que disfrutaba viendo morir a la gente.

–Qué gustos tan extraños –dijo la señorita Climpson–. Sin azúcar, ¿no? Verá, mi querido lord Peter: he tenido el penoso deber de asistir en muchos lechos de muerte, y, aunque casi todos, como el de mi pobre padre, eran muy cristianos y preciosos, no podría decir precisamente que me divirtiera. Desde luego, cada cual tiene su idea de la diversión, y personalmente nunca me ha interesado demasiado George Robey, aunque Charlie Chaplin siempre me hace reír, pero de todos modos, asistir a los moribundos conlleva detalles desagradables que difícilmente podrían ser del gusto de nadie, por depravado que sea.

–Estoy completamente de acuerdo con usted –repuso Wimsey–. Pero en cierto sentido debe de ser divertido sentirse como si se pudiera controlar los asuntos de la vida y la muerte, ¿comprende?

–Eso es una violación de la prerrogativa del Creador –replicó la señorita Climpson.

–Pero es fabuloso saberte divino, por así decirlo. Allá arriba, por encima del mundo, volandero como una bandeja
[5]
. Reconozco la fascinación, pero por cuestiones prácticas esa teoría es endiabladamente… perdón, señorita Climpson, todos mis respetos por los personajes sagrados… quiero decir, deja mucho que desear, porque puede adaptarse tan bien a una persona como a otra. Si tengo que buscar a un obseso homicida, me corto el cuello inmediatamente.

–No diga eso ni en broma –suplicó la señorita Climpson–. Por su trabajo aquí… tan bueno, tan valioso, merecería la pena vivir aun con las más tristes decepciones personales. He visto los terribles resultados de esa clase de bromas, y a veces de lo más sorprendentes. Había un joven que conocíamos, muy dado a hablar de una manera verdaderamente insensata… De eso hace ya mucho tiempo, querido lord Peter, cuando usted era aún niño, pero incluso entonces los jóvenes eran muy alocados, por mucho que digan ahora de los años ochenta… y un día le dijo a mi pobre madre: «Señora Climpson, si hoy no cobro una buena cantidad de piezas, me pego un tiro». Era muy aficionado al deporte; iba con su escopeta y al ir a pasar por encima de una cerca se le enganchó el gatillo en el seto, se disparó el arma y le hizo pedazos la cabeza. Yo era muy joven, y me afectó muchísimo, porque era un hombre muy apuesto, con unos bigotes que eran la admiración de todas, aunque hoy día provocarían sonrisas, y con la explosión quedaron arrancados, quemados, y con un agujero espantoso en un lado de la cabeza… Bueno, eso dijeron, porque naturalmente a mí no me permitieron verlo.

–Pobrecillo –dijo su señoría–. Bueno, descartemos de momento la obsesión homicida. ¿Por qué más mata la gente?

–Existe la… pasión –respondió la señorita Climpson, tras una ligera vacilación antes de pronunciar la palabra–. Porque no me gustaría llamarlo amor cuando es algo tan disoluto.

–Esa es la explicación que ofrece la acusación –dijo Wimsey–. No la acepto.

–Por supuesto que no, pero… ¿no es posible que haya otra desgraciada joven que mantuviera una relación con el señor Boyes y sintiera deseos de vengarse de él?

–Sí, o un hombre celoso. Pero la dificultad está en el tiempo. Se necesita un pretexto verosímil para darle arsénico a alguien. No te tropiezas con un tipo que está llamando a una puerta y le dices: «¿Qué, un traguito?».

–Pero hay diez minutos sobre los que no se ha dado ninguna explicación –replicó sagazmente la señorita Climpson–. ¿No es posible que entrase en un establecimiento a tomar un refrigerio y que se topase con un enemigo?

–¡Diantres! Claro que es una posibilidad. –Wimsey escribió una nota y movió la cabeza, dubitativo–. Pero es demasiada coincidencia, a no ser que tuvieran una cita para verse allí. De todos modos, vale la pena indagar, y también es evidente que la casa del señor Urquhart y el piso de la señorita Vane no son los únicos sitios donde Boyes podría haber comido o bebido algo entre las siete y las diez y media de aquel día. Entonces, bajo el encabezamiento de «Pasión», tenemos lo siguiente: 1) la señorita Vane (descartada
ex hipothesi
); 2) amantes celosos; 3) ídem rivales. Lugar: bar (pregunta). Y ahora pasemos al siguiente móvil, es decir, el dinero. Un móvil muy bueno para matar a alguien que lo tenga, si bien bastante flojo en el caso de Boyes. Pero de todos modos tengamos en cuenta el dinero. Se me ocurren tres subtítulos: 1) robo (muy improbable); 2) un seguro, o 3) una herencia.

–Qué mente tan preclara –dijo la señorita Climpson.

–Cuando yo muera se encontrará la palabra «eficacia» escrita en mi corazón. No sé cuánto dinero llevaría Boyes, pero no creo que fuera mucho. Sí podrían saberlo Urquhart y Vaughan, pero tampoco tiene mucha importancia, porque el arsénico no es la droga más adecuada para robar a alguien. Tarda relativamente mucho en empezar a hacer efecto, y la víctima no queda totalmente impotente. A no ser que supongamos que el taxista lo drogó y le robó, no había nadie que pudiera beneficiarse de un crimen tan absurdo.

La señorita Climpson asintió y untó con mantequilla otro bollito con pasas.

–Entonces, un seguro. Aquí entramos en el terreno de lo posible. ¿Tenía Boyes un seguro? Al parecer, a nadie se le ha ocurrido averiguarlo. Probablemente no. Esta gente que escribe es poco previsora y no se preocupa de bobadas como los seguros, pero habría que saberlo. ¿Quién podría beneficiarse? Su padre, su primo (posiblemente), otros familiares (si existen), sus hijos (si existen) y supongo que la señorita Vane, si firmó la póliza cuando vivía con ella. También cualquiera que le hubiera prestado dinero con el respaldo de ese seguro. Hay muchas posibilidades. Ya me siento mejor, señorita Climpson, más fuerte y contento. O estoy empezando a comprender el asunto, o es su té. Parece una buena tetera, muy resistente. ¿Queda algo dentro?

–¡Claro que sí! –contestó la señorita Climpson con entusiasmo–. Mi pobre padre decía que yo tenía muy buena mano para sacar el máximo provecho de una tetera. El secreto consiste en llenarla a medida que se va bebiendo y no dejarla nunca vacía por completo.

–La herencia –continuó lord Peter–. ¿Tenía algo que dejar? No creo que fuera mucho. Debería pasarme a ver a su editor. ¿O es que le había caído algo recientemente? Su padre o su primo deberían saberlo. El padre es párroco… «Un oficio muy rentable», como le dice el matón al chico nuevo en uno de los libros del deán Farrar. Me parece muy raro. No creo que hubiera mucho dinero en la familia, pero nunca se sabe. A lo mejor alguien le ha dejado una fortuna a Boyes por su cara bonita o porque le gusta su obra. En tal caso, ¿a quién se la dejó Boyes? Pregunta: ¿hizo Boyes testamento? Pero estoy seguro de que la defensa ha tenido en cuenta estas cosas. Me estoy deprimiendo otra vez.

–Tome un emparedado –dijo la señorita Climpson.

–Gracias, o a lo mejor un poco de heno –replicó Wimsey–. No hay nada como eso cuando te sientes desfallecido, como bien apuntaba el Rey Blanco
[6]
. Bueno, con eso más o menos podemos eliminar el móvil del dinero, pero nos queda el chantaje.

La señorita Climpson, que había aprendido algo sobre el chantaje por su relación profesional con la «residencia felina», asintió con un suspiro.

–¿Quién era ese hombre, ese Boyes? –preguntó Wimsey retóricamente–. No sé nada de él. Podría haber sido un canalla de la peor calaña. Podría haber sabido cosas innombrables sobre sus amigos, ¿por qué no? O a lo mejor estaba escribiendo un libro para poner en evidencia a alguien, de modo que había que eliminarlo a toda costa. Maldita sea, si su primo es abogado. ¿Y si hubiera estado cometiendo desfalcos o algo y Boyes lo hubiera amenazado con chivarse? Estuvo viviendo en casa de Urquhart, y tuvo todas las oportunidades del mundo de enterarse. Urquhart le pone arsénico en la sopa y… ¡Ahí está la pega! Pone arsénico en la sopa y él también la toma. Imposible. El testimonio de Hannah Westlock echa por tierra esa posibilidad. Tendremos que volver al misterioso desconocido del bar. –Reflexionó unos momentos y añadió–: Y también está el suicidio, que es por lo que me inclino a pensar. Suicidarse con arsénico es una estupidez, pero no sería el primer caso. Por ejemplo, el duque de Praslin… si es que fue realmente suicidio. Pero ¿dónde está el frasco?

–¿Qué frasco?

–Bueno, tenía que llevarlo en algún sitio. Podría haber sido en un papel, si era en polvo, aunque eso me parece un poco raro. ¿Han buscado un frasco o un papel?

–¿Y dónde podrían buscarlo? –preguntó la señorita Climpson.

–Ahí está la cuestión. Si no lo llevaba encima, podría estar en cualquier parte cerca de Doughty Street, y menudo lío buscar un frasco o un papel que tiraron hace por lo menos seis meses. Detesto los suicidios… Son tan difíciles de probar… En fin, el mundo es de los audaces, y también el mundo del papel. Mire una cosa, señorita Climpson. Tenemos aproximadamente un mes para solucionar esto. El trimestre de otoño acaba el veintiuno, y estamos a quince. No creo que la vista sea antes de esa fecha, y el trimestre de invierno empieza el doce de enero. Probablemente comenzarán pronto, a menos que podamos aducir razones para un aplazamiento. O sea, cuatro semanas para recoger nuevas pruebas. ¿Reservará sus energías y las del personal? Todavía no sé qué necesitaré, pero es probable que necesite algo.

–Por supuesto, lord Peter. Usted sabe que es un inmenso placer hacer cualquier cosa por usted… incluso si la oficina no fuera propiedad suya, que lo es. Solo tiene que decírmelo, a cualquier hora del día o de la noche, y haré cuanto esté en mi mano para ayudarlo.

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