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Authors: Antonio Orejudo

Ventajas de viajar en tren (2 page)

BOOK: Ventajas de viajar en tren
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Pues nada, todo empezó cuando mi mujer y yo nos mudamos de casa, y compramos un chalet adosado en una urbanización de Galapagar, que pertenecía a un político que no sé si le sonará, José María Thybaut se llama, un observador de la ONU que siempre está velando por los intereses de los más desfavorecidos, lo ha tenido que ver en la tele alguna vez. Bueno, pues este José María Thybaut nos dejó en la puerta de la casa un montón de basura, que los basureros no querían recoger porque decían que ellos sólo estaban obligados a recoger la basura de los residentes. Se lo crea o no, la basura sigue pudriéndose en mi puerta tres años después de todo aquello. Ahora ya me he olvidado del asunto, sobre todo después del secuestro, pero al principio, cuando empezó todo, salí mucho en la televisión, en la radio y en los periódicos denunciando el caso, que me parecía intolerable. La primera vez que oí hablar de este paciente, Martín Urales de Úbeda, fue a un matrimonio que había tenido un problema semejante. Se habían cambiado de casa, el antiguo dueño les había dejado muebles y basura en la puerta, y los basureros se habían negado a recogerla. Un buen día recibieron una carta de Martín Urales de Úbeda desde el Hospital Psiquiátrico de Carabanchel para que fueran a verlo, que a él también le había sucedido lo mismo. El marido se había negado, pero su esposa acudió. Nadie sabe de qué hablaron. A las pocas semanas la mujer se tiró al camión de la basura. Esta era la única noticia que tenía yo de Martín Urales de Úbeda cuando a los pocos meses recibí una carta firmada, no por Martín, sino por Amelia Urales de Úbeda, que recuerdo a la perfección. Decía textualmente:

Estimado Ángel Sanagustín, la mayor ilusión de mi padre siempre fue que mi hermano Martín ingresara en la Academia Militar de San Javier, Murcia. Aunque mi hermano no tenía vocación, por contentarlo ingresó en la academia y se hizo militar. El día que lo aceptaron simuló para él, para mi padre, una falsa alegría muy grande, y brindó con champán junto a nosotros. Luego se marchó a la Academia de San Javier, y desde Murcia nos escribía todas las semanas cartas que mi padre leía y releía en su silla de ruedas bajo la ventana del salón; mi padre era paralítico, le volaron las piernas en un atentado. En sus cartas mi hermano nos contaba la vida diaria del cuartel, deteniéndose en anécdotas que mi padre sabía apreciar mucho mejor que mi madre o yo. En Navidades venía a casa con el uniforme de alférez, porque a mi padre le gustaba verlo así; y, vestido de paseo, sacaba a mi padre a dar una vuelta por el barrio. Cuando se licenció de teniente, fue destinado primero a Angola, con un ejército de paz, y luego a Italia como agregado militar de la embajada. Estuvo por esos mundos de Dios dos o tres años. De vuelta a España le destinaron a Valladolid y luego a Madrid; pero por muy poco tiempo. Cuando estalló la guerra en Yugoslavia, le mandaron para allá. De vez en cuando nos llamaba desde un teléfono de campaña y nos enviaba mensajes enigmáticos, mensajes cifrados decía mi padre, que no lográbamos descifrar: «Volveré en mi forma verdadera —decía— cuando viere con presta diligencia derribar los soberbios levantados, y alzar a los humildes abatidos por poderosa mano para hacerlo». Quiere decirnos algo, aseguraba mi padre, y se quedaba mirando por la ventana, con la vista perdida, temiendo en silencio y en secreto que su hijo se hubiera vuelto majareta. Un buen día, sin previo aviso, mi hermano cortó con nosotros todo tipo de comunicación; durante meses fue como si se lo hubiera tragado la tierra. Nosotros nos veíamos todos los telediarios, con la esperanza de que lo sacaran en las noticias, vivo o muerto, pero nunca salió. Hasta que una tarde apareció en casa, de paisano, con aspecto de vagabundo, sucio, barbudo y con un solo brazo. Me han echado, dijo por todo saludo. Nosotros estábamos comiendo en ese momento, y mi padre no pudo preguntar nada porque tenía una croqueta en la boca, pero en cuanto la deglutió quiso saber de dónde lo habían echado, temiéndonos los tres lo peor. Del Ejército del Aire, dijo mi hermano. Y nos explicó lo sucedido.

Todo empezó cuando lo enviaron a Yugoslavia para investigar el asesinato de cierta doctora sevillana que había levantado un hospital en Sarajevo, donde se atendía a huérfanos de guerra. Él, que siempre ha sido muy cumplidor, siguió a rajatabla las normas prescritas para este tipo de casos, y se entrevistó con los miembros de su equipo médico y con los de su círculo de amistades en busca de algún indicio esclarecedor. El caso no parecía tener misterio: uno de los huerfanitos, considerando a la doctora culpable de su orfandad, se había vengado de ella. A mi hermano también le pareció la conclusión más razonable, y ésa fue la tesis que comenzó a argumentar en el informe cuando uno de los camilleros, a quien ya había entrevistado ese mismo día, llamó a su puerta y le dijo textualmente:

—¿Quién no se sentiría deslumbrado por una morenaza que viene sola a los Balcanes y levanta un hospital infantil con sus propias manos? Era realmente asombroso verla ir y venir, de aquí para allá, dando siempre las órdenes precisas, tratando con firmeza al perezoso, poniendo a los malvados un pajarillo en plena nuca, derribando los soberbios levantados y alzando a los humildes abatidos. Salvó la vida de muchos, cuidó de todos y no quiso nunca que su trabajo se confundiese con la caridad, que de todos los egoísmos, solía repetir, es el más perverso porque se disfraza de altruismo y generosidad. Para que su esfuerzo no resultara baldío se preocupó siempre de enseñar lo que sabía, de modo que hoy yo puedo continuar lo que su muerte ha interrumpido. Hace unos años las subvenciones, que nunca fueron abundantes, aunque sí suficientes para sobrevivir, empezaron a escasear. Las medicinas se agotaban y los aparatos eléctricos dejaban de funcionar; faltaban el agua y la comida; los niños caían como moscas y todos nos temimos que, de seguir así las cosas, habríamos de poner fin a nuestro proyecto. Pero un buen día todo cambió. La escasez se tornó copia; la nada alumbró la luz, el agua manó de las piedras y del cielo cayó el maná. Yo le pregunté abiertamente por el milagro, pero no obtuve contestación. Repetí la pregunta varias veces y en todas ellas me dio la callada por respuesta hasta que una noche entró en mi cuarto de improviso y, envuelta en llanto, la doctora Linares me dijo textualmente:

—Como sabes, desde que vine a Yugoslavia vivo exclusivamente para satisfacer las exigencias del hospital cualesquiera que éstas sean. Por eso, cuando hace ya algunos meses nos negaron todas las subvenciones y estuvimos a punto de cerrarlo, decidí prostituirme. Seleccioné mis clientes entre los observadores de la ONU, mandos de la OTAN, miembros del séquito papal y altos representantes de organizaciones no gubernamentales. Durante algunos meses hubo algo más de dinero, suficiente para no claudicar, pero insuficiente para cubrir nuestras necesidades. Una noche, al término de un servicio, cierto cliente, al que llamaremos Cristóbal de la Hoz, me dijo que tenía un grupo de amigos muy poderosos, con mucha mano en la cosa caritativa, que estarían encantados de poderme ayudar. Me dijo cuánto dinero podría obtener en subvenciones de la OTAN, de la Unión Europea y del Papa; sin contar la millonaria calderilla que se comprometían a obtener de los presupuestos españoles, a cambio, para empezar, de un huerfanito al mes. Te puedes imaginar cómo reaccioné. Despachéle sin miramientos, y me olvidé del encuentro mientras pude, hasta que nuestra situación se hizo insostenible. Los niños se nos morían, recuérdalo, y apenas teníamos dinero. El que ganaba con mis servicios sólo cubría el gasto de comida. Y por si esto fuera poco, el banco amenazaba con ejecutar la hipoteca. Entonces acudieron a mi memoria las palabras de aquel cliente, y no tuve más remedio que considerar su propuesta en términos económicos: un niño a cambio de cien. Al decir esta frase me eché a llorar. Luego me repuse. Lo inmoral, me dije, era pararme a considerar mi refinado malestar espiritual en un infierno de dolor físico como éste. Así, pues, me puse en contacto con Cristóbal de la Hoz, que se mostró encantado y dispuesto a presentarme a sus amigos. Te ahorraré detalles. Sólo te diré que llegamos sin dificultad a un acuerdo económico que garantizaba no simplemente nuestra supervivencia, sino el crecimiento de nuestro orfanato. Recuerda que tú me preguntabas de dónde salía el dinero, y que yo te daba la callada por respuesta. Escogía el huerfanito mensual al azar con el propósito de partir mi responsabilidad con la fortuna. Nunca volvíamos a verlos. Mejor así. Suponía que escapaban después de las vejaciones. Hasta que la semana pasada, una noche, estando yo dormida, sentí que alguien llamaba a mi puerta. Abrí y en el umbral encontré a Cristóbal de la Hoz, que venía a medio vestir y traía el rostro desencajado. En seguida me advirtió que no quería ningún servicio. Le dejé pasar, le di de beber y después de tomar un baño me dijo textualmente:

—Desde que supe que mis amigos proporcionaban niños a quienes pudieran pagarlos, se fue apoderando de mí una curiosidad que no sé si era malsana o traducción de mi arrepentimiento por haber servido de intermediario. Tan interesado debieron de verme en saber qué hacían con los niños, que una noche, algo borrachos, me dijeron: Venga, te vamos a enseñar qué hacemos con los huerfanitos, y me llevaron a la última planta subterránea del hotel donde me alojaba, que era de acceso restringido. En una de las habitaciones habían instalado un estudio con una cámara de esas que filman el calor a través de los muros. Al otro lado del tabique estaba la suite, en la que dentro de unos instantes iba a comenzar el show, dijeron. Nos sentamos frente a un monitor donde podía verse una cama vacía, y nos servimos unas copas mientras esperábamos. En seguida apareció un grupo de tres personas que inspeccionaron palmo a palmo la habitación. Los guardaespaldas, dijeron mis amigos. Poco después apareció un conocido monarca, acompañado de uno de tus huerfanitos. Mientras presenciábamos entre risas sus sofocos y sus bellaquerías, mis amigos me explicaron la triple vía de sus ingresos: el conocido monarca pagaba una buena suma, y además se le obligaba a mover los hilos de tu subvención. Manipulando digitalmente su rostro, se obtenía un inocente vídeo pornográfico, uno de tantos, del que se hacían miles de copias que se distribuían por todo el mundo. Si hay gente dispuesta a pagar verdaderas fortunas por acostarse con un huerfanito, hay mucha más dispuesta a consolarse mientras lo ve. En los países del Este se los quitan de las manos; para mis amigos ha sido maravilloso el retorno a las libertades de los países comunistas. Además, cada operación constituía una inversión dormida, como decían ellos: estos vídeos serían durante décadas material sensible para el chantaje, ya que en caso de apuro siempre se podían esgrimir para obtener favores políticos o, simple y llanamente, dinero. Estaban explicándome esto cuando fueron interrumpidos por una llamada de teléfono. Perdónanos un momentillo, me dijeron, nos ha surgido un problema, ahora volvemos. Cuando me quedé solo, estuve contemplando los numeritos de Su Majestad, pero en seguida me aburrí, me levanté y deambulé por aquella especie de estudio, inspeccionándolo todo ocularmente. En aquel examen, provocado más por la tardanza y el aburrimiento que por la curiosidad, vi que en un estante se amontonaban centenares de cintas de vídeo, cada una de las cuales llevaba en el lomo el nombre de su protagonista. No puedes imaginarte quiénes han pasado por allí, creo que estaban todos. No resistí la tentación de robar la protagonizada por la conocida esposa de un político conservador. Me apeteció ver alguno de aquellos numeritos solo en mi habitación, con un whisky. Pude habérsela pedido a mis amigos, pero me dio no sé qué y preferí llevármela sin permiso. Al poco rato regresaron, conversamos algo más y finalmente me marché. Una vez en mi habitación tomé una ducha, me serví un whisky y me puse cómodo. Reconozco haber disfrutado viendo disfrutar a la respetable esposa del hombre público. Para tu tranquilidad te diré que el huerfanito no parecía sufrir; la señora en cuestión está todavía de muy buen ver, y he de reconocer que derrochaba ternura con la criatura. Y sucedió una casualidad. Un instante antes de terminar la película, llamaron por teléfono. Bajé el volumen de la tele, pero no detuve el vídeo, gracias a lo cual pude comprobar mientras hablaba que después de la filmación, la pantalla quedaba en negro unos instantes para iluminarse a continuación, cinco minutos después. Y lo que vi no fueron sofocos ni bellaquerías, sino unas horribles imágenes que me han descabalado por dentro. El huerfanito, todavía desnudo, comía con avidez un generoso bocadillo de jamón serrano sin advertir que entre sus tiernas lonchas habían disimulado un anzuelo que se tragaba creyendo que era tocino. En ese momento el sedal se tensaba y el huerfanito era elevado como un salmón de río y suspendido hasta que sus vísceras se desprendían y caía sin ellas, desplomado y vacío como un juguete roto. El desprendimiento se filmaba a cámara lenta y se tomaban primeros planos de sus gestos de extremo y entrañable dolor. Al día siguiente llamé a uno de mis amigos, con el que tenía más confianza, Leandro Cabrera, y me reuní con él en un lugar público aparentando normalidad. Cuando estuvimos frente a frente, saqué la cinta de vídeo y tirándola sobre la mesa le dije que me parecía monstruoso que se dedicaran a la filmación de muertes, y que no era eso lo que habíamos pactado. Le exigí que me dijera la verdad, y entonces él, tras una larga pausa y sin ocultar el fastidio que le producía contestarme, me dijo textualmente:

—Dinero. Esa es la única verdad, Cristóbal. Yo soy un profesional de la economía de mercado y he sido adiestrado para extraer el máximo beneficio de la materia prima. Como sé que en el fondo eres morboso, te diré que aunque la filmación de la muerte genera más beneficios que la prostitución y el chantaje, nada es comparable al precio que pagan las farmacias por las vísceras infantiles. Nosotros las tripas las estamos vendiendo por una fortuna a una firma que fabrica un alimento especial que comen las ocas. Los cuerpos inertes, limpios y vaciados, se los queda un excéntrico taxidermista de Nueva York, que los llena de serrín y los vende al detall entre la progresía neoyorkina, que valora un huevo el arte hiperrealista de este tío. Las autoridades nos toleran porque rebajamos los índices de paro juvenil, si es que no participan simbólicamente, un uno por ciento, en el negocio. Y en cuanto a ti, Sherlock Holmes, qué te voy a decir; que has tocado fondo y estás metido en un buen lío; mi empresa te va a buscar por todo el planeta hasta dar contigo y, quién sabe, a lo mejor tu cuerpo termina expuesto en alguna galería y tus tripas sirven de alimento para las ocas que dan el foie oficial de la familia olímpica. Aunque no te lo mereces, voy a interceder por ti, Cristóbal, amistad obliga; intentaré que no te extraigan los globos oculares, que, secados convenientemente, se convierten en unas gomas cojonudas que borran boli y tinta de impresora. Que los ojos, por lo menos, te los dejen. Venga, Cristóbal, dame un abrazo.

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