Read Ventajas de viajar en tren Online

Authors: Antonio Orejudo

Ventajas de viajar en tren (7 page)

BOOK: Ventajas de viajar en tren
3.68Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—Saussure se escribe con Van der Hoffen en flamenco, y en flamenco el verbo
sank,
igual que
ejecutar
en español, se emplea para recitar poesía, pero también para asesinar —explicó.

Montoro buscó por todas partes la respuesta de Van der Hoffen hasta que dio con ella. Lo importante, con todo, no fue encontrar la carta, por lo demás intrascendente y evasiva, sino los documentos que se encontraban junto a ella, en el archivo privado de Hoffen. Uno de estos documentos era una especie de diario en el que Van der Hoffen explicaba que desde los tiempos de la primitiva poesía heroica ciertos poetas habían aprendido a diseminar en sus textos con fines variados palabras o sonidos diversos, los
anagramas.
Montoro mismo había descubierto
eso
nada menos que en Garcilaso de la Vega. Cuando se topó con aquel fenómeno, todavía en Alemania, no había sabido darle sentido, había pensado que era simple casualidad o, como mucho, un jueguecito retórico. Pero a la luz del diario de Van der Hoffen, todo adquiría una nueva dimensión. Garcilaso de la Vega había salido de Toledo contra su voluntad, para acompañar a Carlos V por Italia y Francia. Durante este período había escrito los versos en los que Montoro detectó anagramas antes de saber que se llamaban así y antes de saber que existía una técnica para componerlos. Garcilaso diseminó total o parcialmente,
anagramáticamente,
la palabra TOLEDO: aquí TO, allí LE, allá DO o TLE o ELT, o íntegramente, TOLE-DO, para persuadir al Emperador de que volviera, para que no se olvidara de aquella ciudad. Y para probar sus palabras, Montoro leyó unos versos de la
Primera Égloga:

Tú, que ganaste obranDO
un nombre en TODO EL munDO
y un graDO sin segunDO,
agora estés atento sólo y daDO
al íncliTO gobierno deL EstaDO
albano, agora vuELTO a la otra parte,
resplandeciente, armaDO,
representanDO en tierra EL fiero MarTe;

Montoro levantó la vista y miró a Helga, a la que creyó subyugada.

—¿No notas nada?

Helga negó con la cabeza. A Montoro no pareció importarle.

—Lo cierto es que la técnica consiste precisamente en que no se note, que se grabe en el inconsciente, pero que no se note. No obstante, si uno lo sabe de antemano, lo capta. Escucha:

espera, que en TornanDO
a ser restituiDO
al ocio ya perdiDO,
LuEgo verás ejercitar mi pluma
por la infinita, innumerabLE suma
de Tus virTuDes y famosas obras,
antes que me consuma,
faltanDO a ti, que a TODO EL munDO sobras.

Montoro volvió a mirarla, esperando su reacción.

—¿Y ahora? ¿Has notado la palabra TOLEDO?

—No.


Al íncliTO gobierno deL EstaDO
—repitió Montoro con una irritación que asustó a Helga.

—Quizás ahí sí —concedió ella.

—Claro, mujer, si pones de tu parte se oye perfectamente. Pero lo gordo no es esto; si todo se quedara en ir o no ir a Toledo, la cosa no tendría importancia.

Helga lo oyó hablar de un grupo de poetas y escritores que desde hacía muchos siglos hasta hoy formaban una logia conocedora de sofisticadas técnicas hipnóticas, que utilizaban para sugestionar a los lectores, capaz de anular el juicio y de hacer creer a quien leyese sus escritos lo que a ellos pudiera convenirles o lo que les encargaba el patrón de turno. Él, Montoro, había desentrañado su poderosa y desconocida técnica. Desde entonces lo seguían, dijo, lo llamaban por teléfono, lo presionaban de todas las maneras imaginables para que no hiciera público este estudio, pero a él le daba igual que lo asesinaran, como estaba seguro de que acabarían haciendo.

—Descubrir que mis escritores favoritos, los grandes, Helga, los que tú sabes, los únicos que me han impedido hasta ahora perder definitivamente la fe en el ser humano, pertenecen a la indecente secta de los anagramáticos ha sido para mí una decepción tan grande, que todas las amenazas que recibo para que no publique el libro, todos los registros a que me someten, las persecuciones y hasta las agresiones que he sufrido me resultan inofensivas comparadas con el daño que me ha hecho todo esto.

A esas alturas de su discurso, Helga Pato lloraba en silencio y sin lágrimas visibles la pérdida de Montoro. Lo lastimoso, con serlo, y mucho, no era haberlo perdido, sino que aquellos delirios seniles que nublarían para siempre su luminosa inteligencia le hacían sufrir. ¿Para qué llevar una vida de trabajo y de honestidad intelectual? ¿Para qué consagrarse a la lectura y al estudio? ¿Para que luego una mala conexión neuronal pusiera en tela de juicio las cuatro cosas, verdaderas o falsas, en las que uno se había ido apoyando para avanzar a trompicones en esta selva de vida? Amar los libros, para que luego fueran los libros, precisamente los libros, quienes se convertían en los fieros enemigos, en los fantasmas malignos que lo iban a perseguir en sus noches de vigilia e insomnio.

—Adrián, ¿no tienes a nadie que venga a cuidarte mientras tú trabajas en esta formidable obra? —le preguntó Helga con los ojos secos, sin asomo de ironía. Pero Montoro no contestó, la miró sin entender qué decía, y le prometió solemnemente enviarle en un plazo no superior a tres meses la primera redacción de su libro. La muerte le llegó dos meses después. Lo encontraron derribado sobre un pupitre en la biblioteca pública de Nueva York con una carpeta llena de folios en blanco.

En cuanto a W, a Helga le parecía extraño que en todo este tiempo nadie la hubiese llamado a casa de Montoro para comunicarle su muerte. Se suponía que W debía de haberse ido consumiendo poco a poco hasta desaparecer, pero al regresar de Estados Unidos se lo encontró inclinado sobre su atril de cerezo, con las gafas apoyadas sobre la punta de la nariz. Al principio no supo qué manipulaba; primero pensó que era arcilla y eso la desconcertó; pero en seguida, al aproximarse, se dio cuenta de la situación. W no regresó jamás de aquel ensimismamiento o estupor, y todos los especialistas a quienes Helga Pato consultó estuvieron de acuerdo en que la Clínica Internacional era la más adecuada para ingresarlo. La clínica estaba apartada de los caminos más transitados, y a ella se accedía por una estrecha carretera que conducía entre pinos hasta una enorme cancela de hierro forjado, donde un guardia de seguridad comprobaba la identidad de los visitantes. «Clínica Internacional», podía leerse escuetamente a la entrada. No había indicación alguna acerca de su especialidad y ningún signo externo indicaba que en realidad se trataba de un manicomio.

Helga quiso salir de allí en cuanto puso un pie en el interior. No fue el personal lo que le desagradó; los empleados le resultaron encantadores. El jefe médico, el doctor Crespo, que se había declarado admirador de su marido, y que el primer día la invitó a almorzar, se encargó de explicarle los pormenores del ingreso. Era la luz tornasolada, o esa misma atmósfera de sosiego y amabilidad que se respiraba y que tan benigna debía de ser para los trastornos de personalidad, lo que convertía la clínica en un lugar onírico, en un paréntesis irreal e inquietante abierto en el fragor del mundo. A Helga la luz y la tranquilidad angelical la enervaron. Había algo lúgubre y morboso en aquella placidez, algo que la desasosegaba tanto que en cuanto pudo se montó en el pequeño autobús que la clínica ponía a disposición de los visitantes, y dio por concluidos los trámites de ingreso sin poder evitar un cierto alivio cuando el portón del sanatorio se cerró a sus espaldas. Fue a la vuelta, en el tren, cuando conoció al doctor Sanagustín, y cuando éste, después de haber hablado sin descanso sobre lo divino y lo humano, se apeó para comprar unos bocadillos, y desapareció.

Ahora volvamos al tren, e imaginemos que Helga Pato abre la carpeta roja de Sanagustín para buscar la dirección exacta de ese chalet de Galapagar donde no le recogen la basura, o un teléfono de contacto para localizarlo al llegar a casa. Imaginemos que sus ojos no encuentran lo que buscan, sino que tropiezan con una palabra que en seguida llama su atención:

Coprofilia. Autismo. El paciente presenta un marcado desinterés por el mundo exterior. Alteradas las funciones de relación, habla y motilidad. Fluctuaciones del nivel de vigilancia. Negativismo, catalepsia, trastornos vegetativos, alteraciones de la micción y de la defecación. Ideas parásitas.

Yo para mí que los pasajeros de un avión que se cae al océano o que se estrella contra el suelo son conscientes del desastre. Otra cosa es que estalle en pleno vuelo. En estos casos la muerte sobreviene de improviso y los pasajeros mueren en el acto, sin enterarse de nada. Son en cierto modo muertos que no saben que lo están. Deben de ser estos muertos por sorpresa los que se aparecen en las leyendas, los fantasmas, muertos que no logran asumir que lo están y vagan desconcertados, como almas en pena, como extranjeros en ciudades desconocidas, deteniéndose frente a cada iglesia, admirándose de todos los edificios y consultando periódicamente un plano en el que no logran situarse. Estos pasajeros del avión accidentado por sorpresa pongamos que están colocándose los auriculares o sintiendo en su paladar el tacto cálido de la chocolatina casi regalada, es decir, casi derretida, ya casi no se emplea el verbo
regalar
en el sentido de
derretir,
y es una pena, la chocolatina casi regalada, digo, que las compañías aéreas regalan de postre, y, acto seguido, ya no lo están haciendo. Ahora sí. Ahora no. Están muertos. Lo que no se sabe es si hacen algo después de muertos; si después del impacto, que a ellas, las almas, todas las almas, almas ya inmortales, les sobresalta como sobresalta a un cuerpo mortal el frenazo brusco de un automóvil, si después de esto, de convertirse en almas, continúan colocándose los auriculares o saboreando la chocolatina regalada o, más bien, lo que hacen es levantarse de sus asientos y mirar a su alrededor espantados por el desastre. Otra cosa es que el avión vaya perdiendo altura. La gente piensa que en estos casos debe de ser horrible el análisis de la caja negra; pero la gente piensa también que la caja negra es de color negro cuando es de color rojo. La gente piensa que en la caja negra quedan grabados los horribles alaridos del pasaje cuando descubre que el avión cae sin remedio y que apenas quedan sesenta segundos de vida, al menos de vida tal y como la ha conocido —el pasaje, singular— hasta ese momento. La gente imagina a los pasajeros aullando de pánico, convertidos —ahora sí, plural— en lobos para el resto —y para los restos—, dispuestos a aniquilarse entre ellos para salvarse; entregados con frenesí y con el rostro desfigurado por la crispación, irreconocible, a las tareas más dispares; quien golpea la ventanilla; quien se abre paso a codazos hasta la puerta sellada, y trata inútilmente de abrirla sin caer en lo absurdo de su intento; quien sale al pasillo y en pie mira a su alrededor, desorientado, convertido antes de tiempo en el ánima en pena, en el fantasma que buscará fallas en el vidrio que lo separa de la otra vida, recuperando de pronto una sensación de desamparo brutal que sólo experimentó cuando perdió en la infancia, en plena calle, la mano de sus padres; quien cierra los ojos y muere en silencio; quien los abre y grita que es injusto morir allí, morir así; quien tiene la sangre fría de plasmar en la bolsa del vómito, o en el borde de una revista, sus últimas impresiones con la esperanza, y al final así es, de que los equipos de rescate encuentren ese escalofriante testimonio, y lo entreguen a la prensa para su difusión: hay gente dispuesta a todo con tal de publicar una línea, aunque sea póstuma. Pero en la caja negra no quedan registrados los gritos del pasaje. Todo lo más, las horrorizadas primeras palabras, que en realidad son las últimas, del comandante o de uno de sus auxiliares cuando descubre que la caída es irremediable. Hay veces en las que se oye constatar con horrible incredulidad esa invariable evidencia: Nos caemos, nos caemos. Y se caen.

Depresión postesquizofrénica. Adinamia o astenia, depresión física y psíquica con debilitación muscular. La paciente presenta un trastorno depresivo aparecido tras un episodio esquizofrénico. Persisten los síntomas de la esquizofrenia catatónica, pero predominan los depresivos: desgana, apatía, abulia y sentimiento de irrealidad o extrañeza respecto al mundo externo o a sí mismo. Distanciamiento respecto al entorno. Disforia. La paciente presenta poca expresividad facial y lentificación de los movimientos espontáneos, disminución de la frecuencia del parpadeo, pocas inflexiones vocales y mirada huidiza. Síntomas de anhedonia, vacío emocional y flexibilidad cérea. Despersonalización.

Yo lo mío empezó como
101 dálmatas,
y
todo lo que sucedió después pude haberlo deducido de la primera noche, cuando lo conocí, porque todas las cosas están siempre en sus principios. Una noche que bajé a pasear a mi perro
Pingo;
al ver que trataba de aparearse con una perra, corrí a separarlo, pero en ese momento apareció su dueño, Emilio, a quien yo conocía de vista, porque tenía un quiosco de periódicos cerca de la plaza de toros, y me dijo que los dejara, que a él le gustaban los perros, que tenía una casa muy grande y que estaba buscando una camada. A mí me dio cosa, pero no dije nada y los dejé. Es muy raro estar ahí, en silencio, con un desconocido, mientras tu perro monta a la perra del otro. Cuando terminaron de hacerlo Emilio me dijo que fuera a visitarle al día siguiente, y aunque no me apetecía porque amaneció lloviendo, como no tenía nada mejor que hacer, fui a verlo al quiosco y estuve un rato allí, bajo la lluvia, poniéndome perdida y charlando con él a través del ventanuco. Podía haber tenido el detalle de invitarme a entrar, pero, según me dijo, para él el quiosco era su casa y significaba mucho que una mujer entrara allí. Me dijo que volviera otro día y yo le dije que bueno, pero no pensaba volver; lo que pasa es que como no tenía nada mejor que hacer, al ir a comprar el pan o a pasear al perro, me dejaba caer por allí. Cuando hacía buen tiempo él me enseñaba revistas de perros, y me hablaba todo el tiempo de razas y cruces; lo hacía con buena intención, pensando a lo mejor que a mí me interesaba todo eso, pero es que a mí me importaba tres pepinos, yo tenía mucho cariño a
Pingo
y preguntaba por la preñez de
Charla,
que era su perra, pero nada más.

Nos fuimos viendo casi a diario, y el mismo día que
Charlita
parió cinco cachorrillos preciosos, Emilio me pidió salir. Le dije que sí y entonces él me abrió las puertas del quiosco, y pude darles a los clientes el suplemento del domingo.

BOOK: Ventajas de viajar en tren
3.68Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Nothing to Ghost About by Morgana Best
Homeward Bound by Attalla, Kat
The Beast by Alianne Donnelly
The Age of Radiance by Craig Nelson
Edie Kiglatuk's Christmas by M. J. McGrath