Viaje al centro de la Tierra (12 page)

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Authors: Julio Verne

Tags: #Aventuras

BOOK: Viaje al centro de la Tierra
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—Ofvanför.

—Parece que es preciso subir más —dijo mi tío.

Después preguntó a Hans el motivo de su respuesta.

—Mistour —repuso el guía.


La místour
—repitió uno de los islandeses, con acento de terror.

—¿Qué significa esa palabra? —pregunté, inquieto.

—Mira —dijo mi tío.

Dirigí hacia la llanura la vista y vi una inmensa columna de piedra pómez pulverizada, de arena y de polvo que se elevaba girando como una tromba; el viento la empujaba hacia el flanco del Sneffels sobre el cual nos encontrábamos; aquella cortina opaca, tendida delante del sol, producía una gran sombra que se proyectaba sobre la montaña. Si la tromba se inclinaba, nos envolvería sin remedio entre sus torbellinos. Este fenómeno, bastante frecuente cuando el viento sopla de los ventisqueros, se conozca con el nombre de
mistour
en islandés.


Hostigt, has tíg
—gritó nuestro guía.

A pesar de no poseer el danés, comprendí que era preciso seguir a Hans sin demora. El guía comenzó a circundar el cono del cráter, pero descendiendo con objeto de facilitarnos la marcha.

No tardó mucho la tromba en chocar contra la montaña, que se estremeció a su contacto; las piedras, suspendidas por los remolinos del viento, volaron en forma de lluvia, como en las erupciones. Nos hallábamos, por fortuna, en la vertiente opuesta y al abrigo de todo peligro; pero, a no ser por la precaución del guía, nuestros cuerpos, desmenuzados, convertidos en polvo impalpable, hubieran ido a caer lejos como el producto de algún desconocido meteoro.

Esto no obstante, no consideró Hans prudente que pasásemos la noche en la vertiente del cono. Proseguimos nuestra ascensión en zigzag; empleamos aún cerca de cinco horas en recorrer los 1.500 pies que nos quedaban que subir todavía; en revueltas, contramarchas y sesgos perdimos lo menos tres leguas.

Yo no podía más; me moría de frío y de hambre. El aire un tanto rarificado de tan elevadas regiones no bastaba a mis pulmones.

Por fin, a las once de la noche, en plena obscuridad, llegamos a la cumbre del Sneffels; y, antes de buscar abrigo en el interior del cráter, tuve tiempo de ver el sol de la media noche en la parte inferior de su carrera, proyectando sus pálidos rayos sobre la isla dormida a mis pies.

Capítulo XVI

Cenamos rápidamente y se acomodó cada cual todo lo mejor que pudo. La cama era bien dura, el abrigo poco sólido y la situación muy penosa a 5.000 pies sobre el nivel del mar. Sin embargo, mi sueño fue tan tranquilo aquella noche, una de las mejores que había pasado desde hacía mucho tiempo, que ni siquiera soñé.

A la mañana siguiente nos despertó, medio helados, un aíre bastante vivo; el sol brillaba espléndidamente. Abandoné mi lecho de granito y me fui a disfrutar del magnífico espectáculo que se desarrollaba ante mi vista.

Me situé en la cima del pico sur del Sneffels, desde el cual se descubría la mayor parte de la isla. La óptica, común a todas las grandes alturas, hacía resaltar sus contornos, en tanto que las partes centrales parecían obscurecerse. Hubiérase dicho que tenía bajo mis pies uno de esos mapas en relieve de Helbesmer. Veía los valles profundos cruzarse en todos sentidos, ahondarse los precipicios a manera de pozos, convertirse los lagos en estanques y en arroyuelos los ríos.

A mi derecha se sucedían innumerables ventisqueros y multiplicados picos, algunos de los cuales aparecían coronados por un penacho de humo. Las ondulaciones de estas infinitas montañas, cuyas capas de nieve les daban un aspecto espumoso, me recordaban la superficie del mar cuando las tempestades la agitan. Si me volvía hacia el Oeste, contemplaba las aguas del océano, en toda su majestuosa extensión, cual si fuese continuación de aquellas aborregadas cimas. Apenas distinguían mis ojos dónde terminaba la tierra y daban comienzo las olas.

Me abismé, de esta suerte, en el éxtasis alucinador que producen las altas cimas, y esta vez sin vértigo alguno, pues, al fin, me iba acostumbrando a estas contemplaciones sublimes. Mis deslumbradas miradas se bañaban en la transparente irradiación de los rayos solares; me olvidé de mi propia persona y del lugar en que me encontraba para vivir la vida de los trasgos o de los silfos, imaginarios habitantes de la mitología escandinava; me embriagué con las voluptuosidades de las alturas, sin acordarme de los abismos en que dentro de poco me sumergiría mi destino. Pero la llegada del profesor y de Hans, que vinieron a reunirse conmigo en la extremidad del pico, me volvió a la realidad de la vida.

Mi tío se volvió hacia el Oeste y me señaló con la mano un ligero vapor, una bruma, una apariencia de tierra que dominaba la línea de las olas.

—Groenlandia —me dijo.

—¿Groenlandia? —exclamé yo.

—Sí; sólo dista de nosotros 35 leguas, y, durante los deshielos, llegan los osos blancos hasta Islandia sobre los témpanos que arrastran las corrientes hacia el Sur. Pero esto importa poco. Nos hallamos en la cumbre del Sneffels; aquí tienes sus dos picos, el del Norte y el del Sur. Hans va a decirnos ahora qué nombre dan los islandeses a éste en que nos encontramos.

Formulada la pregunta, el cazador respondió.

—Scartaris.

Mi tío me dirigió una mirada de triunfo.

—¡Al cráter! —exclamó entusiasmado.

El cráter del Sneffels tenía forma de cono invertido, cuyo orificio tendría aproximadamente media legua de diámetro. Calculé su profundidad en 2.000 pies, sobre poco más o menos. ¡Júzguese lo que sería semejante recipiente cuando se llenase de truenos y llamas!

El fondo de este embudo no debía medir arriba de 500 pies de circunferencia, de suerte que sus pendientes eran bastante suaves y permitían llegar fácilmente a su parte inferior.

Involuntariamente comparaba yo este cráter con un enorme trabuco ensanchado, y la comparación me llenaba de espanto.

«Introducirse en el interior de un trabuco» pensaba en mi fuero interno, «que puede estar cargado y dispararse al menor choque, sólo puede ocurrírsele a unos locos».

Pero para retroceder era tarde. Hans, con aire indiferente, se colocó de nuevo al frente de la caravana; yo le seguía sin despegar los labios.

A fin de facilitar el descenso, describía el cazador, dentro del cono, elipses muy prolongadas. Era preciso marchar por entre rocas eruptivas, algunas de las cuales, desprendidas de sus alvéolos, se precipitaban a saltos hasta el fondo del abismo. Su caída determinaba repercusiones de extraña sonoridad.

Algunas partes del cono formaban ventisqueros interiores. Hans avanzaba entonces con la mayor precaución, sondando el suelo con su bastón herrado para descubrir las grietas. En ciertos pasos dudosos se hizo necesario atarnos unos a otros por medio de una larga cuerda a fin de que si alguno resbalaba de improviso, quedase sostenido por los otros. Esta solidaridad era una medida prudente; mas no excluía todo peligro.

Sin embargo, y a pesar de las dificultades del descenso por pendientes que Hans desconocía, se efectuó aquél sin el menor incidente, si se exceptúa la caída de un lío de cuerdas que se le escapó al islandés de las manos y rodó sin detenerse hasta el fondo del abismo.

A mediodía ya habíamos llegado. Levanté la cabeza y vi el orificio superior del cono a través del cual se descubría un pedazo de cielo de una circunferencia en extremo reducida pero casi perfecta. Solamente en un punto se destacaba el pico del Scartans, que se hundía en la inmensidad.

En el fondo del cráter se abrían tres chimeneas a través de las cuáles arrojaba el foco central sus lavas y vapores en las épocas de las erupciones del Sneffels. Cada una de estas chimeneas tenía aproximadamente unos cien pies de diámetro y abrían ante nosotros sus tenebrosas fauces. Ya no tuve valor para hundir mis miradas en ellas; pero el profesor Lidenbrock había hecho un rápido examen de su disposición, y corría jadeante de una a otra, gesticulando y profiriendo palabras ininteligibles. Hans y sus compañeros, sentados sobre trozos de lava, le contemplaban en silencio, tomándole sin duda, por un loco.

De repente, lanzó un grito mi tío; yo me estremecí, temiendo que se hubiera resbalado y hubiese desaparecido en alguna de las simas. Pero no; lo vi en seguida con los brazos extendidos y las piernas abiertas, de pie ante una roca de granito que se erguía en el centro del cráter como un pedestal enorme hecho para sustentar la estatua de Plutón. Se hallaba en la actitud de un hombre estupefacto su estupefacción se trocó inmediatamente en una alegría insensata.

—¡Axel! ¡Axel! —exclamó—. ¡Ven! ¡Ven!

Acudí inmediatamente. Ni Hans ni los islandeses se movieron de sus puestos.

—¡Mira! —me dijo el profesor.

Y, participando de su asombro, aunque no de su alegría, leí sobre la superficie de la roca que miraba hacia el Oeste, grabado en caracteres rúnicos, medio gastados por la acción destructora del tiempo, este nombre mil veces maldito:

—¡Arne Saknussemm! —exclamó mi tío—; ¿dudarás todavía?

Sin responderle, me volví a mi banco de lava, consternado. La evidencia me anonadaba.

Ignoro cuánto tiempo permanecí sumido en mis reflexiones; lo que sé únicamente es que, al levantar la cabeza, sólo vi a mi tío y a Hans en el fondo del cráter. Los islandeses habían sido despedidos, y bajaban a la sazón las pendientes exteriores del Sneffels, para volver a Stapi. Hans dormía tranquilamente al pie de una roca, sobre un lecho de lava; mi tío daba vueltas por el fondo del cráter como la fiera que cae en la trampa de un cazador. Yo no tenía ni ganas de levantarme ni fuerzas para hacerlo, y, siguiendo el ejemplo del guía, me entregué a un doloroso sopor, creyendo oír ruidos o sentir sacudidas en los flancos de la montaña.

De este modo transcurrió aquella primera noche en el fondo del cráter.

A la mañana siguiente, un cielo gris, nebuloso y pesado se extendía sobre el vértice del cono. Aunque no lo hubiera notado por la obscuridad del abismo, la cólera de mi tío me lo habría hecho ver.

Pronto comprendí el motivo, y un rayo de esperanza brilló en mi corazón. Ved por qué.

De las tres rutas que ante nosotras se abrían, sólo una había sido explorada por Saknussemm. Según el sabio islandés, debía reconocérsela por la particularidad, señalada en el criptograma, de que la sombra del Seartaris acariciaba sus bordes durante los últimos días del mes de junio.

Se podía considerar, pues, aquel agudo pico como el gnomon de un inmenso cuadrante salar, cuya sombra de un día determinado señalaba el camino del centro de la tierra.

Ahora bien, oculto el sol, toda sombra era imposible, faltando, por consiguiente, la anhelada indicación. Estábamos a 25 de junio. Si el cielo permanecía cubierto por espacio de seis días, sería necesario aplazar la observación para otro año.

Renuncio a describir la cólera impotente del profesor Lidenbrock. Transcurrió el día sin que ninguna sombra viniese a proyectarse sobre el fondo del cráter. Hans no se movió de su puesto; sin embargo, debía llamarle la atención nuestra inactividad. Mi tío no me dirigió ni una sola vez la palabra. Sus miradas, dirigidas invariablemente hacia el cielo, se perdían en su matiz gris y brumoso.

El 26 transcurrió del mismo modo. Una lluvia mezclada de nieve cayó durante el día entero. Hans construyó con trozos de lava una especie de gruta. Yo me entretuve en seguir con la vista los millares de cascadas naturales que descendían por las costados del cono, cada piedra del cual acrecentaba sus ensordecedores murmullos.

Mi tío ya no podía contenerse. Había en realidad motivo para hacer perder la paciencia al hombre más cachazudo; porque aquello era naufragar dentro del puerto.

Pero con los grandes dolores el cielo mezcla siempre las grandes alegrías y reservaba al profesor Lidenbrock una satisfacción tan intensa como sus desesperantes congojas.

Al día siguiente, el cielo permaneció también cubierto; pero el domingo 28 de junio, el antepenúltimo del mes, con el cambio de luna varió el tiempo. El sol derramó a manos llenas sus rayos en el interior del cráter. Cada montículo, cada roca, cada piedra, cada aspereza recibió sus bienhechores efluvios y proyectó instantáneamente su sombra sobre el suelo. Entre todas estas sombras, la del Scartaris se dibujó como una arista viva y comenzó a girar de una manera insensible, siguiendo el movimiento del astro esplendoroso.

Mi tío giraba con ella.

A mediodía, en su período más corto, vino a lamer dulcemente el borde de la chimenea central.

—¡Esta es! ¡esta es! —exclamó el profesor entusiasmado—. Al centro de la tierra —añadió en seguida en danés.

Yo miré a Hans.


Forüt
—dijo éste con su calma acostumbrada.

—Adelante —respondió mi tío.

Era la una y trece minutos de la tarde.

Capítulo XVII

Comenzaba el verdadero viaje. Hasta entonces, las fatigas habían sido mayores que las dificultades; ahora éstas iban verdaderamente a nacer a cada paso.

Aún no había osado hundir mi investigadora mirada en aquel pozo insondable en que me iba a sepultar. Había llegado el momento. Todavía estaba a tiempo de decidirme a tomar parte en la empresa o renunciar a intentarla. Pero sentí vergüenza de retroceder delante del cazador. Hans aceptaba con tal tranquilidad la aventura, con tal indiferencia, con tan perfecto desprecio de todo lo que significase un peligro, que me abochornaba la idea de ser menos arrojado que él. Si me hubiese hallado solo, habría recurrido a la serie de los grandes argumentos; pero, en presencia del guía, no desplegué mis labios. Envié un cariñoso recuerdo a mi bella curlandesa, y me aproximé a la chimenea central.

Ya he dicho que medía cien pies de diámetro, o trescientos pies de circunferencia. Me incliné sobre una roca avanzada hacia su interior y dirigí hacia abajo mi mirada. Mis cabellos se erizaron instantáneamente. El sentimiento del vacío se apoderó de mi ser. Sentí desplazarse en mí el centro de gravedad y subírseme el vértigo a la cabeza como una borrachera. No hay nada que embriague tanto como la atracción del abismo. Ya iba a caer, cuando me retuvo una mano: la de Hans. Decididamente las prácticas que yo había efectuado en la Frelsers-Kirk de Copenhague, no habían sido suficientes.

Aunque mis ojos permanecieron tan poco tiempo fijos en el interior del pozo, me di cuenta de su conformación. Sus paredes, cortadas casi a pico, presentaban, no obstante, numerosos salientes que debían facilitar el descenso; pero si no faltaban escaleras, las rampas no existían en absoluto. Una cuerda amarrada al orificio hubiera bastado para sostenernos; pero ¿cómo desatarla al llegar a su extremidad inferior?

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