Viaje al fin de la noche (66 page)

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Authors: Louis-Ferdinand Céline

Tags: #Drama

BOOK: Viaje al fin de la noche
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Sin embargo, si hubiéramos permanecido así, ofendidos, pero sin manifestarlo, no habría ocurrido nada. Hoy sigo siendo del mismo parecer, cuando lo pienso.

A fin de cuentas, fue culpa mía que volviéramos a hablar y que la disputa se reanudara al instante y con más fuerza. Con las palabras todas las precauciones son pocas; parecen mosquitas muertas, las palabras, no parecen peligros, desde luego, vientecillos más bien, ruiditos vocales, ni chicha ni limonada, y fáciles de recoger, en cuanto llegan a través del oído, por el enorme hastío, gris y difuso, del cerebro. No desconfiamos de las palabras y llega la desgracia.

Palabras hay escondidas, entre las otras, como guijarros. No se reconocen en especial y después van, sin embargo, y te hacen temblar la vida entera, en su fuerza y en su debilidad… Entonces viene el pánico… Una avalancha… Te quedas ahí, como un ahorcado, por encima de las emociones… Una tormenta que ha llegado, que ha pasado, demasiado fuerte para uno, tan violenta, que nunca la hubiera uno imaginado sólo con sentimientos… Así, pues, todas las precauciones son pocas con las palabras, ésa es mi conclusión. Pero, primero, voy a contar cómo fue: el taxi seguía despacio tras el tranvía a causa de las obras… «Rrron…» y «rrron…», hacía. Una cuneta cada cien metros… Sólo, que yo no podía conformarme con eso, el tranvía delante. Yo, siempre charlatán e infantil, me impacientaba… Me resultaba insoportable aquella marcha de entierro y aquella indecisión por todas partes… Me apresuré a romper el silencio para preguntar a gritos por qué iba pisando huevos. Observé o, mejor, intenté observar, pues ya casi no se veía, en su rincón, a la izquierda, en el fondo del taxi, a Madelon. Mantenía la cara vuelta hacia fuera, hacia el paisaje, hacia la noche, a decir verdad. Comprobé con rencor que seguía tan terca.

Y yo tenía que hacer la puñeta, desde luego. Me dirigí a ella, sólo para que volviera la cara hacia mí.

«¡Oye, Madelon! —le pregunté—. ¿No tendrás un plan para que nos divirtamos que no te atreves a proponernos? ¿Quieres que nos detengamos en alguna parte antes de regresar? ¡Dilo sin falta!…»

«¡Divertirse! ¡Divertirse! —me respondió como insultada—. ¡Sólo pensáis en eso, vosotros! ¡En divertiros!…»

Y de pronto lanzó toda una serie de suspiros, profundos, conmovedores como pocos he oído en mi vida.

«¡Yo hago lo que puedo! —le respondí—. ¡Es domingo!»

«¿Y tú, Léon? —le preguntó entonces a él—. ¿Tú? ¿Haces tú también todo lo que puedes? ¿Eh?» Sin rodeos.

«¡Ya lo creo!», le respondió él.

Los miré a los dos en el momento en que pasábamos ante los faroles. La cólera en persona. Madelon se inclinó entonces como para besarlo. Estaba visto y bien visto que aquella tarde no íbamos a dejar de meter la pata ni una sola vez.

El taxi volvía a avanzar muy despacio por culpa de los camiones, en constante caravana por delante de nosotros. Eso le molestaba precisamente, a él, que lo besara, y la rechazó con bastante brusquedad, hay que reconocerlo. Desde luego, no era un gesto amable precisamente, sobre todo delante de nosotros.

Cuando llegamos al final de la Avenue de Clichy, a la Porte, era ya noche obscura, las tiendas estaban encendiendo las luces. Bajo el puente del ferrocarril, que resuena siempre tan fuerte, oí que volvía a preguntarle: «¿No quieres besarme, Léon?» Volvía a la carga. Él seguía sin responderle. De repente, ella se volvió hacia mí y me increpó a las claras. Lo que no podía soportar era la afrenta.

«¿Qué más le has hecho a Léon para que se haya vuelto tan malo? Anda, atrévete a decírmelo en seguida… ¿Qué le has contado?…» Asimismo me provocaba.

«¿Contarle? —le respondí—. ¡No le he contado nada!… ¡Yo no me meto en vuestras disputas!…»

Y lo más grande es que era verdad, que yo no le había contado nada en absoluto de ella, a Léon. Era muy dueño de quedarse con ella o separarse. No me incumbía, pero no valía la pena intentar convencerla, ya no se avenía a razones y volvimos a callarnos frente a frente, en el taxi, pero la atmósfera seguía tan cargada de bronca, que no se podía continuar así mucho rato. Había puesto, para hablarme, un tono de voz sordo, que nunca le había oído yo, un tono monótono también, como el de una persona del todo decidida. Echada hacia atrás como iba en el rincón del taxi, yo ya no podía apenas ver sus gestos y eso me fastidiaba mucho.

Sophie, entretanto, me tenía cogida la mano. Ya no sabía dónde meterse, Sophie, de repente, la pobre.

Cuando acabábamos de pasar Saint-Ouen, fue Madelon quien reanudó la sesión de quejas contra Léon y con una intensidad frenética, volviendo a hacerle preguntas interminables y en voz alta ahora a propósito de su afecto y su fidelidad. Para nosotros dos, Sophie y yo, era de lo más violento. Pero estaba tan soliviantada, que le daba absolutamente igual que la escucháramos: al contrario. Desde luego, yo me había lucido encerrándola en aquella jaula con nosotros, resonaba y eso le daba ganas, con su carácter, de hacernos la gran escena. Había sido otra iniciativa mía, muy ocurrente, lo del taxi…

Él, Léon, ya no reaccionaba. En primer lugar, estaba cansado por la tarde que acabábamos de pasar juntos y, además, siempre tenía sueño atrasado, era su enfermedad.

«¡Cálmate, mujer! —conseguí, de todos modos, hacerle entender a Madelon—. Ya reñiréis los dos al llegar… ¡Os sobra tiempo!…»

«¡Llegar! ¡Llegar! —me respondió entonces con un tono indescriptible—. ¿Llegar? No vamos a llegar nunca, ¡te lo digo yo!… Y, además, ¡que estoy harta de vuestros asquerosos modales! —prosiguió—. ¡Yo soy una chica decente!… ¡Valgo más que todos vosotros juntos, yo!… Hatajo de guarros. Ya podéis tomarme el pelo… ¡que no sois dignos de comprenderme!… ¡Estáis demasiado corrompidos, todos vosotros, para comprenderme!… ¡Ya no hay cosa limpia ni bonita que podáis comprender!»

Nos atacaba a fin de cuentas, en el amor propio y sin cesar, y de nada servía que yo permaneciera muy modosito en mi transportín, lo mejor posible, y sin lanzar ni un simple suspiro, para no excitarla más; a cada cambio de velocidad del taxi, volvía a lanzarse en trance. Basta una nimiedad en esos momentos para desencadenar lo peor y era como si gozara sólo con hacernos sufrir, ya no podía dejar de dar rienda suelta en seguida a su carácter y hasta el fondo.

«Pero, ¡no os creáis que esto va a quedar así! —siguió amenazándonos—. ¡Ni que vais a poder deshaceros de la chica a la chita callando! ¡Ah, no! ¿Eh? ¡No os lo vayáis a creer! No, ¡os va a salir el tiro por la culata! Desgraciados, que es lo que sois, todos… ¡Me habéis hecho una desdichada! ¡Os vais a enterar, con todo lo asquerosos que sois!…»

De repente, se inclinó hacia Robinson y lo cogió del abrigo y se puso a zarandearlo con los dos brazos. Él no hacía nada para desasirse. No iba yo a intervenir. Era casi como para pensar que le daba placer, a Robinson, verla excitarse un poco más aún en relación con él. Él se reía burlón, no era natural, oscilaba, mientras ella lo ponía verde, como un monigote, con la cabeza gacha y fláccida.

En el momento en que yo iba a hacer, pese a todo, un gesto de reconvención para interrumpir aquellas groserías, ella se me volvió y no queráis ver lo que me soltó incluso a mí… Lo que se tenía callado desde hacía mucho… ¡Me lanzó una buena, la verdad! Y delante de todo el mundo. «Tú, ¡estáte quieto, sátiro! —fue y me dijo—. ¡No te metas en donde no te llaman! ¡No te aguanto más violencias, amigo! ¿Me oyes? ¿Eh? ¡Es que no te las aguanto más! Si vuelves a levantarme la mano una sola vez, ¡te va a enseñar, Madelon, cómo hay que comportarse en la vida!… ¡A poner los cuernos a los amigos y después pegar a sus mujeres!… ¡Será jeta, el cabrón este! ¿Es que no te da vergüenza?» Léon, por su parte, al oír aquellas verdades, pareció despertar un poco. Dejó de reírse. Yo me pregunté incluso por un momentito si no iríamos a provocarnos, a canearnos, pero es que, en primer lugar, no teníamos sitio, siendo cuatro en el taxi. Eso me tranquilizaba. Era demasiado estrecho.

Y, además, que íbamos bastante deprisa ahora por el adoquinado de los bulevares del Sena y pegábamos unos botes, que no podíamos ni movernos…

«¡Ven, Léon! —le ordenó entonces—. ¡Ven! ¡Te lo pido por última vez! ¿Me oyes? ¡Ven! ¡Mándalos a freír espárragos! ¿Es que no oyes lo que te digo?»

Una comedia de verdad.

«¡Para el taxi, venga, Léon! ¡Páralo tú o lo paro yo misma!»

Pero él, Léon, seguía sin moverse de su asiento. Estaba clavado.

«Entonces, ¿no quieres venir? —volvió a insistir—. ¿No quieres venir?»

Me había avisado que lo mejor que podía hacer yo era quedarme tranquilo. Despachado. «¿No vienes?», le repetía. El taxi seguía a gran velocidad, la carretera estaba despejada ahora y pegábamos botes aún mayores. Como paquetes, para aquí, para allá.

«Bueno —concluyó, en vista de que él no le respondía nada—. ¡Muy bien! ¡De acuerdo! ¡Tú lo habrás querido! ¡Mañana! ¿Me oyes? Mañana, a más tardar, iré a ver al comisario y le explicaré, yo, al comisario, ¡cómo cayó en su escalera la tía Henrouille! ¿Me oyes, ahora? ¿Di, Léon?… ¿Estás contento?… ¿Ya no te haces el sordo? ¡O te vienes conmigo ahora mismo o voy a verlo mañana por la mañana!… A ver, ¿quieres venir o no? ¡Explícate!…» Era categórica, la amenaza.

En aquel momento, él se decidió a responderle un poco.

«Pero, bueno, ¡si tú estás pringada también! —le dijo—. ¡Qué vas a decir tú…!»

Al oírle responder aquello, ella no se calmó lo más mínimo: al contrario. «¡Me importa un comino! —le respondió—. ¡Estar pringada! ¿Quieres decir que iremos a la cárcel los dos?… ¿Que fui tu cómplice?… ¿Es eso lo que quieres decir?… Pero, ¡si no deseo otra cosa!…»

Y de pronto se echó a reír burlona, como una histérica, como si en su vida hubiera conocido cosa más graciosa…

«Pero, ¡si no deseo otra cosa, ya te digo! Pero, ¡si a mí me gusta la cárcel! ¡Te lo digo yo!… ¡No te vayas a creer que me voy a rajar por miedo a la cárcel!… ¡Iré cuantas veces quieran, a la cárcel! Pero tú también irás entonces, ¿eh, cabrón?… ¡Al menos, ya no te burlarás más de mí!… ¡Soy tuya, de acuerdo! Pero, ¡tú eres mío! ¡Haberte quedado conmigo allí! Yo sólo conozco un amor, ¿sabe, usted? ¡Yo no soy una puta!»

Y nos desafiaba, a mí y a Sophie, al mismo tiempo, al decir eso. De fidelidad hablaba, de consideración.

Pese a todo, seguíamos en marcha y Robinson seguía sin decidirse a detener al taxista.

«Entonces, ¿no vienes? ¿Prefieres ir a presidio? ¡Muy bien!… ¿Te la trae floja que te denuncie?… ¿Que te quiera?… ¿Te la trae floja también? ¿Eh?… ¿Y mi porvenir te la trae floja?… Todo te la trae floja, en realidad, ¿no es así? ¡Dilo!»

«Sí, en cierto sentido… —respondió él—. Tienes razón… Pero no más tú que otra, me la traes floja… ¡Sobre todo no te lo tomes como un insulto!… Tú eres simpática, en el fondo… Pero ya no deseo que me amen… ¡Me da asco!…»

No se esperaba que le dijeran una cosa así, ahí, en sus narices, y tanto la sorprendió, que ya no sabía cómo reanudar la bronca que había iniciado. Estaba bastante desconcertada, pero volvió a empezar, de todos modos. «¡Ah! ¡Conque te da asco!… ¿Cómo que te da asco? ¿Qué quieres decir?… Explícate, ingrato asqueroso…»

«¡No! No eres tú, ¡es que todo me da asco! —le respondió él—. No tengo ganas… No hay que tomármelo en cuenta…»

«¿Cómo dices? ¡Repítelo!… ¿Yo y todo? —Intentaba comprender—. ¿Yo y todo? Pero, ¡explícate! ¿Qué quiere decir eso?… ¿Yo y todo?… ¡No hables en chino!… Dímelo en cristiano, delante de ellos, por qué te doy asco ahora. ¿Es que no te empalmas como los demás, eh, cacho cabrón? ¿Cuando haces el amor? A ver, ¿no te empalmas? ¿Eh?… Atrévete a decirlo aquí… delante de todo el mundo… ¡que no te empalmas!…»

Pese a su furia, daba un poco de risa su manera de defenderse con esas observaciones. Pero no tuve mucho tiempo para divertirme, porque volvió a la carga. «Y ése, ¿qué? —dijo—. ¿Es que no se pone las botas, siempre que puede atraparme en un rincón? ¡Ese asqueroso! ¡Ese sobón! ¡A ver si se atreve a decirme lo contrario!… Pero decidlo todos, ¡que lo que queréis es variar!… ¡Reconocedlo!… ¡Que lo que necesitáis es la novedad!… ¡Orgías!… ¿Por qué no jovencitas vírgenes? ¡Hatajo de depravados! ¡Hatajo de cerdos! ¿Por qué buscáis pretextos?… Lo que os pasa es que estáis hastiados de todo, ¡y se acabó! Sólo, ¡que ya no tenéis valor para vuestros vicios! ¡Os dan miedo vuestros vicios!»

Y entonces fue Robinson quien se encargó de responder. Se había irritado también, al final, y ahora berreaba tan fuerte como ella.

«Pero, ¡claro que sí! —le respondió—. ¡Claro que tengo valor! ¡Y seguro que tanto o más que tú!… Sólo, que yo, si quieres que te diga la verdad… toda absolutamente… pues, ¡es que todo me repugna y me asquea ahora! ¡No sólo tú!… ¡Todo!… ¡Sobre todo el amor!… El tuyo como el de los demás… Ese rollo de sentimientos que andas tirándote, ¿quieres que te diga a qué se parece? ¡Se parece a hacer el amor en un retrete! ¿Me comprendes ahora?… Y los sentimientos que andas sacando para que me quede pegado a ti, me sientan como insultos, por si te interesa saberlo… Y ni siquiera lo sospechas, además, porque la asquerosa eres tú, que no te das cuenta… ¡Y ni siquiera te imaginas que eres una asquerosa!… Te basta con repetir los rollos que anda soltando la gente… Te parece normal… Te basta porque te han contado que no había nada mejor que el amor y que le da a todo el mundo y siempre… Bueno, pues, ¡yo me cago en ese amor de todo el mundo!… ¿Me oyes? Yo ya no pico, chica… ¡en su asqueroso amor!… ¡Vas lista!… ¡Llegas demasiado tarde! Yo ya no pico, ¡y se acabó!… ¡Y por eso te enfureces!… ¿Sigue interesándote hacer el amor en medio de todo lo que ocurre?… ¿De todo lo que vemos?… ¿O es que no ves nada?… ¡Más bien creo que te importa un pepino!… Te haces la sentimental, pero eres una bestia como no hay dos… ¿Quieres jalar carne podrida? ¿Con tu salsa a base de ternura?… ¿Te pasa así?… ¡A mí, no!… Si no hueles nada, ¡mejor para ti! ¡Es que tienes la nariz tapada! Hay que estar embrutecido como estáis todos para que no os dé asco… ¿Quieres saber lo que se interpone entre tú y yo?… Bueno, pues, entre tú y yo se interpone la vida entera… ¿No te basta acaso?»

«Pero mi casa está limpia… —se rebeló ella—. Se puede ser pobre y, aun así, limpio, ¡qué caramba! ¿Cuándo has visto tú que no estuviera limpia mi casa? ¿Eso es lo que quieres decir al insultarme?… Yo tengo el culo limpio, ¡para que se entere usted!… ¡Quizá tú no puedas decir lo mismo!… ¡ni los pies tampoco!»

«Pero, ¡si yo no he dicho nunca eso, Madelon! ¡Yo no he dicho nada así!… ¡Que tu casa no esté limpia!… ¿Ves como no comprendes nada?» Eso era lo único que se le había ocurrido para calmarla.

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