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Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tags: #Histórico

Viracocha (14 page)

BOOK: Viracocha
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—¡Costeño…! Era un costeño. Apestaba a pescado y sudor: era un costeño.

—¡Buscadlo…! —La orden no admitía réplica y se diría que el congestionado rostro del Gobernador de Cajamarca presagiaba un ataque de apoplejía—. ¡Buscadlo dondequiera que se esconda! ¡Pronto!

Se quedó allí sentado sobre su inmenso trasero, atónito ante el hecho increíble de que hubiesen asesinado a un hombre en su propio palacio, y cuando la víctima exhaló el último suspiro y entre cuatro criados lo sacaron de la estancia, comenzó a arrancarse los cabellos a puñados para lanzarlos al aire como si con ello pretendiera espantar a los demonios que se habían adueñado de su casa.

—La maldición de Sopay ha caído sobre Cajamarca… —sollozaba—. Cosas horribles ocurrirán en los tiempos venideros ya que no supe dar protección a un huésped… —Se empapó las manos con la sangre que encharcaba el suelo y manchó con ella las paredes y sus vestiduras—. La sangre de un elegido de Pachacamac ensucia mis muros y mis manos… —añadió—. La venganza del dios que mueve el mundo se abatirá sobre mi cabeza, mi familia y mi ciudad…

Resultaba de todo punto inútil tratar de consolarle, puesto que se diría que se había vuelto sordo y ciego a cuanto no fueran sus lamentos y sus tenebrosas predicciones de desgracias sin cuento, y tan sólo volvió a recuperar el juicio cuando varios soldados hicieron su aparición arrastrando a un hombrecillo ensangrentado, tembloroso y escuálido que ni fuerzas tuvo para intentar erguirse cuando le depositaron en el suelo.

—Es «costeño»… De Túmbez —señaló el oficial que mandaba el grupo—. Escapaba hacia el Norte.

—¿Por qué lo has hecho? —quiso saber Hanco Queché—. ¿Quién te envía?

—Mi señor Chili Rimac —fue la respuesta, apenas perceptible.

—¿Chili Rimac? —se asombró el gordinflón—. ¡No puedo creerlo!

—Nos obligó a matar al dios negro para curtir su piel, y luego nos ordenó acabar con el dios blanco donde quiera que estuviese… —puntualizó el «costeño»— Ninguno de nosotros puede regresar a Túmbez hasta que haya muerto.

—¿Cuántos sois?

—No lo sé.

—¿Por qué tenéis que hacerlo?

Se diría que la pregunta sorprendía profundamente al hombrecillo que jamás se había atrevido a analizar las razones de una orden de su amo.

—No lo dijo —replicó al fin.

—¿Hay alguno otro en Cajamarca?

—No, que yo sepa.

Hanco Queché permaneció unos instantes rumiando cuanto acababa de escuchar, y por último hizo un gesto con la mano indicando que lo sacaran de allí.

—Quemadlo a fuego lento para que sobreviva una semana. Si muere antes os quemaré a vosotros… Quiero que sus gritos se escuchen en toda Cajamarca para que alejen a los demonios de Sopay y aplaquen las iras de Pachicamac. Que sufra lo que ningún ser humano haya sufrido nunca.

—Él no tiene la culpa —intervino Alonso de Molina—. No es más que un siervo de Chili Rimac…

—¡No te metas en esto! —suplicó Chabcha Pusí—. El Gobernador sabe lo que hace.

Éste por su parte le había dirigido una larga y severa mirada, y tras arrancarse violentamente un nuevo mechón de cabellos que dejó caer a sus pies, masculló mordiendo casi las palabras.

—Chili Rimac tiene sangre real y por lo tanto nada puedo hacer contra él, más que elevar mis quejas a Huáscar… Y a este hombre debo castigarle, no sólo por haber ofendido mi honor, sino por no haber sabido cumplir la orden de su Señor… —Lanzó un hondo suspiro y resultaba evidente que se sentía profundamente desorientado—. Si Chili Rimac tiene razones que desconozco para matarte, no soy yo quién para oponerme a ellas, y tanto te ruego que abandones cuanto antes Cajamarca.

—¿Sin escolta…?

Hanco Queché dudó un instante, lo que aprovechó Chabcha Pusí para intervenir en un tono de voz altivo y firme que sorprendió a todos.

—Te recuerdo, Hanco Queché, Gobernador de Cajamarca, que tengo órdenes directas de Nuestro Señor el «Inca», de llevar sano y salvo a este hombre a su presencia. Tu obligación por tanto es ayudarme porque, además, acuso a Chili Rimac de asesino, traidor a Huáscar y vasallo del bastardo Atahualpa, a cuya causa sirve.

El gordo le miró como si estuviese viendo a todos los demonios del infierno.

—¿Te has vuelto loco? —exclamó—. ¿Cómo te atreves a lanzar semejante acusación contra un miembro de la familia real…? ¿Sabes a lo que te expones?

—A ser quemado a fuego lento en la plaza del Cuzco… —admitió el «curaca» seguro de sí mismo—. Pero mi acusación ya ha sido lanzada y por lo tanto estás obligado a recibirla y obrar en consecuencia. Si no la escuchas se te podrá acusar de cómplice de Chili Rimac y recibirás idéntico castigo si resulta culpable.

—¡Sopay, el maligno, me visitó esta noche y se quedó en mi casa para siempre…! —se lamentó el adiposo hombretón cerrando los ojos en un ademán que mostraba a las claras su profunda desolación—. Después de una larga vida de lucha y sacrificios, se me ofrecía una vejez tranquila y una muerte honorable, pero he aquí que todo resulta destruido en un instante… —Se volvió a Alonso de Molina—. Te daré cinco hombres pero vete… —Luego fulminó al «curaca» con la vista—. En cuanto a ti, si nadie me pregunta prefiero olvidar la acusación que has hecho, pero no quiero volver a verte jamás por Cajamarca. Ni a ti, ni a ningún hombre blanco, sea o no «Viracocha». Traen mala suerte.

Abandonó la estancia con toda la dignidad que le permitía su abultada barriga y su enorme trasero, y una hora después Alonso de Molina, Chabcha Pusí y cinco tristes soldados atravesaban la plaza en que comenzaban a prepararse las parrillas sobre las que un asesino sería asado a fuego lento, para emprender decididos el camino hacia el Sur…

A poco más de un kilómetro de la ciudad, y aprovechando la primera luz del alba, el español se volvió a admirar su hermoso emplazamiento en mitad de un fértil valle bañado por dos limpios arroyos, asombrándose por la perfección con que estaban construidos sus macizos edificios de piedra, el majestuoso palacio del Gobernador dominado por una altiva torre, o la plaza empedrada y triangular.

Poco podía imaginar entonces, que aquella tranquila ciudad y aquella amplia plaza serían testigos de la sangrienta batalla que permitiría a sus antiguos compañeros de armas apoderarse del «Inca» y de su Imperio.

El «curaca», que marchaba en primer lugar todo lo aprisa que le daban de sí las piernas, reparó muy pronto en que se había detenido y le chistó imperativamente para que reiniciara la marcha.

—¡Vamos! —dijo—. No es momento de pararse. Tenemos que buscar un lugar donde escondernos antes que el camino comience a transitarse. Viajaremos de noche.

—¿Por qué?

—Porque me preocupan más los asesinos de Chili Rimac que los soldados de Atahualpa. —Le miró desconcertado—. ¿Qué demonios le hiciste para que te persiga de ese modo?

—No tengo ni idea, pero te juro que no pienso abandonar este país sin haberle ajustado las cuentas…

—Ya oíste al Gobernador: únicamente el «Inca» puede juzgar a un miembro de la familia real.

El español le apuntó acusadoramente con el dedo.

—¡No me vengas con ésas! —exclamó—. Acabaré con ese cerdo donde quiera que se meta.

—De momento es él quien parece tener más posibilidades de acabar contigo —sentenció el «curaca» que, alzar el rostro y observar cómo el sol pugnaba por su aparición entre dos cumbres, lanzó una rápida ojeada a su alrededor y acabó señalando el espeso bosquecillo que coronaba una diminuta colina—. Nos escondemos allí hasta que oscurezca —dijo.

Lo hicieron, y Alonso de Molina agradeció el descanso, puesto que aún no se sentía con fuerzas como para emprender una larga caminata y necesitaba tiempo y calma para meditar a fondo, ya que los acontecimientos se precipitaban de tal forma y tan confusamente, que aún no había tenido ocasión de reflexionar sobre ellos y sobre cuánto pudieran significar de cara al futuro.

Tumbado bajo un árbol, contemplando el sereno vuelo de un cóndor que giraba una y otra vez en el cielo al acecho de una posible presa, se preguntó una vez más las razones por las que Chili Rimac le odiaba con tanta intensidad y no encontró respuesta.

Pasó recuento, punto por punto, a sus relaciones con el hombre que había acudido a recibirle a la playa convirtiéndose en su primer anfitrión en Túmbez, y no pudo recordar que durante todo el tiempo que pasaran juntos tuviera un solo gesto agrio, una palabra dura o el más mínimo detalle que hiciese sospechar que había incurrido en su desagrado hasta el punto de desear su muerte.

Sus relaciones con el altivo «Orejón» de sangre real habían sido siempre correctas y nada en su forma de comportarse permitía predecir que estuviera esperando su marcha para matar y despellejar a Ginesillo, ni para enviar tras su pista a toda una manada de asesinos.

¿Por qué no le mató en Túmbez? ¿Por qué no aprovechó su sueño o cualquiera de aquellos momentos en que se encontraba inerme en compañía de una de las innumerables muchachas que con tanta prodigalidad le facilitaba…?

Tras mucho darle vueltas llegó a la conclusión de que no entendía a Chili Rimac porque en el fondo aún no había conseguido adaptarse a la idiosincrasia de una raza totalmente distinta a todas cuantas hubiera conocido hasta el presente, pues ni árabes, ni negros, ni aun aquellos fríos y distantes nórdicos que tratara en Flandes, se le antojaron nunca tan extraños como los menudos y cetrinos habitantes del Gran Imperio del Tihuntinsuyo. Podía deberse a una cuestión de temperamento, de costumbre o de clima, pero lo cierto era que, excepto Chabcha Pusí, con quien había logrado intimar hasta el punto de romper en contadas ocasiones la eterna coraza con que parecía protegerse, el resto de los incas que había conocido se le antojaban seres de otro planeta que a su vez le trataban como si fuera él el habitante de una distante galaxia.

¿Qué se podía esperar de un pueblo que apenas se reía? ¿Cómo adivinar lo que pasaba por la mente de aquel orgulloso «Orejón» de expresión tan altiva e impasible como una alpaca del páramo, que habitaba en un lujoso palacio rodeado de mujeres hermosas y atendido por criados y sin embargo se diría que la vida no le proporcionaba más que continuos sinsabores…?

Unas gentes cuya música se limitaba a caramillos, tambores y flautas melancólicas tenían sin duda enferma el alma, o al menos así se le antojaba a alguien que, como Alonso de Molina, había crecido al son de guitarras y panderetas.

«¡Qué lejos estoy de casa…! —fue lo último que murmuró al quedarse dormido—. ¡Qué lejos!»

N
aika se enamoró de Alonso de Molina en el momento mismo en que le vio.

Fue como si de improviso sus más íntimos sueños de niña, adolescente, o mujer, hubiesen cobrado forma en la figura de aquel gigantesco ser de espesa barba, ojos de color de cielo y manos como mazas que se adornaban con un peto de metal reluciente y hablaba con una voz tan profunda que parecía surgir de las entrañas mismas de la tierra.

Era como un dios llegado de una lejana estrella, pero era al propio tiempo un dios de fascinante envoltura humana; un hombre que abultaba casi el doble que cualquier otro hombre que hubiera visto nunca, y junto al cual su esposo, Chabcha Pusí, semejaba un chiquillo indefenso.

Llegó de noche, sucio y cansado, pero animoso y sonriente, como si el hecho de atravesar el país perseguido por los esbirros de Atahualpa o amenazado por los asesinos de Chili Rimac no constituyese más que una simple anécdota intrascendente, y Naika lo contempló mientras comía y bromeaba, preguntándose de qué estaban hechos sus blanquísimos dientes que tanto le atraían.

Deseaba tocarlo: ansiaba extender la mano y cerciorarse de que era de carne y hueso y no una visión fruto de un loco sueño sin sentido, pero temió quemarse o temió que tal vez con tan sólo rozarlo reventase como una de aquellas burbujas de colores que en ocasiones se deslizaban sobre un agua muy quieta.

Aspiró el olor bronco y desconocido que inundaba la estancia al igual que pudiera hacerlo el aroma de las flores silvestres en verano, y acurrucada en el rincón más oscuro espió sus ademanes sin percatarse que un helado sudor le recorría la espalda y una humedad caliente y dulce le empapaba los muslos.

¡Alonso!

Repitió en voz muy baja, una y mil veces, aquel nombre de sonoridad distinta y prodigiosa, y llegó a la conclusión de que jamás existió una palabra que llenara tanto su boca ni despertara tantos ecos extraños en su mente.

¡Alonso!

La fuerza de su risa estremeció la llama que iluminaba su rostro, y la potencia de su voz golpeaba en los oídos como los tambores de un ejército triunfante.

Él la miró dos veces.

Con curiosidad o admiración tal vez, nunca consiguió saberlo a ciencia cierta, pero en cuanto Chabcha Pusí la presentó como su esposa desvió la vista definitivamente, respetuoso con un amigo por el que sentía un aprecio profundo.

Se preguntó qué tenían en común dos seres tan distintos.

Chabcha era tan callado y serio que ni aun en los momentos más íntimos le había visto sonreír o realizar un solo gesto espontáneo, como si demostrar sus sentimientos aun a solas con la mujer que amaba resultase impropio de un hombre de su edad y su rango, mientras que Alonso reía de continuo, gesticulaba a todas horas y no parecía preocuparse en absoluto por conservar mas que la indiscutible dignidad de su persona requería.

¿Eran así los dioses?

¿Era así Pachacamac, cuya cólera provocaba destrucción y la muerte; el Sol que cegaba a quien se atrevía a mirarle, o aquellos otros dioses más crueles, que sacrificios humanos para perdonar las culpas de sus siervos?

¿Era también «Viracocha» el dios de la alegría además del Creador del Universo con todas sus criaturas?

—Sólo es un hombre… —replicó Chabcha Pusí cuando se atrevió a preguntarle por el recién llegado—. Extraordinario y algo loco, pero un hombre…

—¿Estás seguro?

—Nadie puede estar nunca seguro de los hombres… Ni de los dioses… —fue la enigmática respuesta del «curaca»—. Menos aún de un «hombre-dios» que parece estar jugando siempre a confundirte.

—¿De dónde viene?

—Del confín del Universo. Los sabios «amautas» aseguran que todo tiene un fin, incluso la obra que creó «Viracocha», y el Universo acaba de improviso en el vacío, pero Molina afirma que viene de más allá de ese final y ese vacío. —La observó interrogativamente—. ¿A quién debo creer? —quiso saber—. ¿A quienes dictaron las normas que rigen mi vida, o a quien con su presencia demuestra que están equivocados?

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