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Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tags: #Histórico

Viracocha (10 page)

BOOK: Viracocha
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La puna, a más de cuatro mil metros de altitud entre dos interminables cadenas de montañas paralelas, aparecía recubierta en cuanto alcanzaba la vista de una vegetación corta, áspera y amarillenta, como manojos de corta paja que naciera a trompicones entre los pedregales, o lajas de negra roca recubierta de musgo sobre las que vagabundeaban salvajes rebaños de guanacos.

El polvo que se había alzado de la tierra al sacudirse se fue limpiando con una lluvia fina y sin ruido que ganaba en intensidad hora tras hora, y los dos hombres eran corno dos puntos perdidos en la inmensidad de aquel grandioso paisaje silencioso, del que podría creerse que jamás había sido pisado por ser humano alguno.

—Yo soy «Hijo del Trueno» porque mi madre me parió una tarde de tormenta en la montaña, y todos los que nacemos así, lanzados fuera del vientre por el estruendo de los rayos, tenemos poderes de adivinación y la facultad de combatir las maldiciones de Sopay, el maligno…

El anciano, sarmentoso y retorcido como una cepa de vino lista para ser echada al fuego, se acurrucaba en el fondo de la inmensa caverna maloliente mientras fuera llovía ahora con tanta intensidad que podría creerse que un nuevo Diluvio Universal estaba a punto de adueñarse del mundo.

—Sabía que vendrías… —añadió al cabo de un rato d contemplar el fuego—. Hace años que los augurios predicen el comienzo de una era de esclavitud que no tendrá final. La raza que fundó Manco Capac se hundirá en olvido y los demonios que parecen dioses gobernarán e mundo… —Hizo una pausa y le miró a los ojos—. Pero tú no llegarás a verlo. Ni tú ni el otro.

—¿Qué otro?

—El otro «Viracocha» que se encuentra entre nosotros.

—¿Otro «Viracocha»? —se sorprendió Molina—. No de ningún europeo que haya llegado anteriormente a este país.

—Pues existe. Yo sé que existe.

—¿Dónde está?

—Muy lejos.

—¿Cómo podría encontrarlo?

—No lo sé. Pero puedo hacer que hables con él.

—¿Cuándo?

—Esta noche.

Alonso de Molina se volvió sorprendido a Chabcha Pusí que asistía silencioso a la escena.

—¿Qué estás diciendo? —protestó—. ¿Cómo puedo hablar esta misma noche con alguien que está muy lejos…?

—Algunos de estos «Hijos del Trueno» aseguran poseer poderes ocultos que tu mente no alcanza a imaginar…

El español dudó y se agitó incómodo en su asiento.

Nunca me gustaron los negocios de brujería —dijo—. Ni los engaños de charlatanes… —Miró severamente al anciano—. Si tratas de engañarme te demostraré que mi «Tubo de Truenos» puede acabar en un santiamén con un «Hijo del Trueno».

—Amenazar con la muerte a un hombre de mi edad es como orinar en el río —fue la respuesta—. Nada añadirás a su caudal, ni en nada aumentarás mi angustia… —Permaneció un largo rato contemplando la cortina de lluvia que ocultaba el paisaje más allá de la entrada de su cueva, y por último inquirió—: ¿Quieres o no hablar con ese otro «Viracocha»?

El andaluz observó largamente a Chabcha Pusí que parecía más ausente e impasible que nunca.

—¿Qué opinas tú? —quiso saber.

—No quiero opinar.

—¿Por qué?

—Nadie debe aconsejar a nadie en un caso como éste. Tú eres el único responsable de tus actos.

Había algo en el tono de su voz que hizo que la inquietud de Molina aumentase, y a punto estuviese de rechazar de plano la oferta del extraño anciano, pero la curiosidad fue una vez más su peor enemiga, y la posibilidad de ponerse en comunicación con alguien de su raza después de tanto tiempo le impulsó a aceptar con un leve ademán de cabeza.

—¡Está bien! —dijo—. Consigue que hable con él, quienquiera que sea…

—Hay que esperar a que se duerma —le hizo notar el otro—. Tan sólo cuando duerme su espíritu se libera y vuela hasta nosotros.

Aguardaron. Cayó la noche, cesó la lluvia, el llorar del viento se apoderó de la planicie, y el levísimo crepitar del fuego fue todo cuanto se escuchó en el interior de una caverna en la que nadie se atrevía a mover un sólo músculo.

El «Hijo del Trueno» dormitaba. Apoyado en la pared de roca, muy cerca de la humeante hoguera que manchaba de sombras su rostro hecho de surcos, permanecía muy quieto y muy lejano, hasta que casi al amanecer pareció relajarse, abrió mucho la boca, y de lo más profundo de su garganta surgió una voz apenas perceptible que susurró en un perfecto castellano.

—¿Quién eres?

Alonso de Molina, que se había quedado traspuesto, advirtió de improviso que una mano helada le apretaba la garganta hasta impedirle respirar, y no pudo emitir ni siquiera un sonido, limitándose a observar con los ojos casi fuera de las órbitas aquella boca desdentada e inmóvil, de la que surgía nuevamente idéntica pregunta:

—¿Quién eres? ¿Por qué me buscas?

—Soy el Capitán Alonso de Molina —acertó a barbotear al fin—. ¿Quién eres tú?

—¡Capitán…! —repitió la voz—. ¡Capitán…! ¡Ayúdeme…!

—¿Quién eres?

—¡Por amor de Dios…! —suplicó nuevamente la angustiada voz—. ¡Ayúdeme…!

—¿Pero quién eres…?

—Guzmán Bocanegra… ¿Es que no me recuerda…?

—¡Bocanegra…! —repitió el andaluz estupefacto—. ¡No es posible! Te ahogaste en el mar…

Se sumió súbitamente en un profundo abismo, perdió la noción del tiempo y el espacio, viajó hacia atrás en sus recuerdos y no volvió a tener una conciencia exacta de la realidad de cuanto le rodeaba hasta que ya el sol estuvo muy alto y Chabcha Pusí le agitó bruscamente:

—¡Despierta! —dijo—. ¡Despierta de una vez…! No podemos perder toda una jornada de camino.

El español tardó en hacerse una clara idea de dónde se encontraba, y al advertir que no había nadie más caverna, inquirió señalando al rincón de la hoguera:

—¿Dónde está?

—Se fue muy temprano a la montaña.

—¿Qué ha ocurrido?

—Algo debió echar en el fuego que nos durmió. Son trucos de hechicero.

—¿Tú lo oíste?

—¿Qué?

—Lo que dijo… Habló en mi idioma.

—Yo no oí nada. Supongo que dormía… ¿Qué dijo?

—Me pidió ayuda… Aseguró que era Guzmán Bocanegra y me suplicó que le ayudara.

—¿Quién es Guzmán Bocanegra?

—Un marinero… Cuando recorrimos la costa descendimos muy al Sur, y únicamente fue luego, al regreso, cuando decidí desembarcar en Túmbez… Pero una semana antes un marino medio loco, Guzmán Bocanegra, se lanzó al agua de noche. Era un hombre triste y melancólico y supusimos que se había suicidado.

—Tal vez ganó la costa a nado.

—Nos encontrábamos muy lejos. Jamás imaginé que pudiera sobrevivir.

—¿Estás seguro de que fue él quien te habló?

—¿Cómo podría estarlo…? No creo que hubiera cruzado con él más de media docena de palabras. Era un hombre corpulento, malencarado y de ojos de loco que vivía obsesionado por la falta de mujeres. A veces se golpeaba la cabeza contra los mamparos y otras se hundía en profundísimas depresiones. Nadie lamentó su desaparición.

—¿Por qué te pedía ayuda? —quiso saber el «curaca».

—No tengo ni la menor idea… ¿Tú qué opinas?

—Te advertí que no quería opinar sobre este asunto —fue la seca respuesta—. De niño aprendí a desconfiar de los «Hijos del Trueno». Son gente extraña que no suele traer más que desgracias… ¡Olvida ese asunto!

—¿Y Guzmán Bocanegra?

—Lo más seguro es que muriera en el mar.

—¿Y cómo es que me habló?

—Quizá soñabas e imaginaste que te hablaba porque es el único de tu raza a quien no viste emprender el regreso… —Le tendió la mano para ayudarle a ponerse en pie—. Y ahora vámonos; el Camino Real está cerca…

Al andaluz le impresionó desde un principio la perfecta ingeniería de aquella calzada en la que podrían haberse cruzado dos grandes carretas sin rozarse, y la matemática precisión con que las enormes lajas de piedra encajaban las unas en las otras conformando un pavimento sin más accidentes que los cómodos escalones que, de tanto en tanto, salvaban los diferentes niveles del terreno.

Calculó la velocidad que podría alcanzar un ejército con caballos y rápida infantería avanzando por aquellas perfectas vías de penetración hacia el corazón mismo del Imperio, y llegó a la conclusión de que los incas, concentrados en su afán conquistador, habían olvidado por completo el más elemental sentido de la defensa.

Convencidos de su absoluta superioridad sobre cuantos habitaban más allá de sus amplias fronteras, se diría que no se les había cruzado nunca por la mente la idea de que poderosos enemigos pudieran llegar algún día a través del océano, y les habían facilitado por tanto el libre acceso a un país que, de otro modo, hubiera resultado absolutamente inconquistable.

Nadie soñaría con domeñar un imperio en el que cada uno de sus ríos, barrancos o montañas constituía de por sí un obstáculo infranqueable, a no ser que contara con la impagable colaboración de aquellos caminos que a lo largo de años —y aún de siglos— habían ido venciendo las incontables barreras de una orografía desmesurada.

—«La prepotencia suele ser el principal enemigo del poderoso —aseguraba siempre Pizarro—. Y la confianza la máxima debilidad del fuerte… Acepta que tu enemigo te menosprecie y aprovecha al límite la oportunidad que pronto o tarde acabará brindándote…»

Si alguna vez volvía, aquel Camino Real sería a buen seguro la oportunidad que el astuto extremeño sabría aprovechar, aunque resultaba ampliamente improbable que, a su edad y en las condiciones físicas y materiales en que le había dejado, el viejo capitán contara aún con aliento suficiente como para iniciar una nueva aventura.

Pero había otros; muchos otros: Orellana, De Soto, Almagro o Alvarado, con menos años e idéntico coraje que Pizarro, y pronto o tarde alguno acabaría por fondear sus naves frente a Túmbez, desembarcar sus tropas, e iniciar, con el indomable ánimo de lucha que él tan a fondo conocía, el asalto a aquella inconmensurable fortaleza natural, porque un castillo sin puertas nunca sería un castillo, y un bastión con tan fantásticos caminos, dejaba automáticamente de encontrarse protegido.

Mediada la tarde alcanzaron una especie de diminuto oasis que se alzaba al borde de una quieta laguna protegida de los vientos del norte por altos contrafuertes y en cuyo centro se alzaba un sólido edificio de piedra unido a tierra por un puente de cuerdas.

—Es un templo consagrado a Pachacamac, «El que Mueve el Mundo» —señaló Chabcha Pusí—. Cuando el dios se enfurece y agita la cabeza, se producen los terremotos… Tal vez esté molesto porque no le presentaste sus respetos al llegar. No sería mala idea que visitaras a sus sacerdotes pidiéndoles su protección para continuar en paz nuestro camino.

—¿Nos darían de comer?

—¿Es en eso en lo único que piensas? —protestó el «curaca» visiblemente molesto—. ¿Tan poco respeto te merecen mis dioses pese a que has podido comprobar cuán grande es su poder…?

—De poco les valdrá ese poder, si muero de hambre… —fue la burlona respuesta—. ¡Vamos, no te enfades…! Visitemos a tu dios Pachacamac y roguémosle que deje de hacer bailar la tierra por un rato…

Comenzaron a cruzar el puentecillo de cuerdas pero cuando se encontraban a mitad de camino, el español, que iba en primer lugar, se detuvo sorprendido. Tres figuras humanas habían hecho su aparición a las puertas del templo y aunque eran al parecer tres hombres, o más bien tres muchachos hermosos y espigados, se adornaban con tal cantidad de plumas y abalorios y se contoneaban de tal modo dentro de sus femeninas vestiduras, que constituían en verdad una visión entre esperpéntica y dantesca.

—¡Maricas! —exclamó Alonso de Molina retrocediendo hasta tropezar con el «curaca», lo que consiguió que el frágil puentecillo oscilara amenazando con lanzarlos al agua—. ¡Por todos los diablos, son sodomitas!

Trató de apartar a Chabcha Pusí en su afán por regresar lo más rápidamente posible a tierra firme, pero el otro le impidió el paso aferrándose con fuerza a ambas barandillas.

—No van a violarte… —dijo—. Son sacerdotes y excelentes anfitriones educados para alegrar la vida de los hombres. Saben bailar, cantar, cocinar y contar bellas historias… —Rió divertido—. Además de otras cosas.

—¡Degenerados! —masculló el andaluz mordiendo las palabras—. Sois una partida de sucios degenerados que aceptáis tratos con animales y otros hombres… ¿Sabes lo que hizo el capitán Balboa con los sodomitas…? Se los echó a los perros que les devoraron en primer lugar aquello por donde más pecaban.

—¡Qué bestia…! —se asombró el indígena—. ¿Con qué derecho se permitió enmendar las decisiones de los dioses? Si la Naturaleza los ha hecho así sus razones tendrá y ningún capitán puede juzgarlos… ¡Vamos! Te prometo un auténtico banquete.

Lo fue en efecto, y por primera vez el español tomó conciencia de hasta qué punto aquel extraño pueblo llegaba a ser refinado y culto, porque cabía pensar que afeminados sacerdotes constituían el ejemplo viviente de todo cuanto de bueno habían ido acumulando a través de los siglos. Podían hablar inteligentemente de astronomía, arquitectura, música, cerámica, amor, geografía y sobre todo historia, puesto que todos ellos recitaban de carrerilla los acontecimientos, nombres y fechas más importantes del pasado de los incas desde el día mismo en que Manco Capac fundó la ciudad del Cuzco e inició la estirpe de los Hijos del Sol.

Los sodomitas, de los que a veces costaba trabajo admitir que no fueran auténticas mujeres, se desenvolvían con la absoluta delicadeza y naturalidad de quien se considera una hembra a todos los efectos, mostrando desde el primer momento, la misma atracción por el gigantesco ejemplar de macho que acababa de llegar a su puerta que cualquiera de las muchachas que Alonso de Molina hubiera encontrado durante su largo recorrido por el agreste país. El temor que en un principio pareció inspirarles la espesa barba, el bronco vozarrón o las pesadas armas del «hombre-dios», dio paso bien pronto a una mal disimulada ansiedad al detener la vista sobre sus gigantescas manos, sus fuertes brazos o la marcada entrepierna, y al punto se estableció entre ellos una especie de divertida rivalidad por ver cuál de los tres atraía sobre su persona el interés del extranjero.

Los manjares fueron tantos y tan exquisitamente condimentados, acompañados de un delicioso «chicha» que se subía levemente a la cabeza, que al concluir el pantagruélico banquete Alonso de Molina no pudo evitar que se le escapara un sonoro pedo, lo cual tuvo la virtud de conseguir que sus rendidos admiradores dejaran caer de improviso cuanto tenían en las manos, le contemplaran entre incrédulos y horrorizados, enrojecieran como amapolas y abandonaran precipitadamente la estancia entre grititos histéricos.

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