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Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tags: #Histórico

Viracocha (7 page)

BOOK: Viracocha
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—¡Es hermoso! —musitó en cuanto recuperó el suficiente aliento—. El lugar más hermoso y desolado que jamás haya visto.

Chabcha Pusí se volvió a mirarle profundamente desconcertado, porque en verdad le costaba un inmenso trabajo aceptar que alguien que acababa de pasar por momentos tan críticos, se encontrase en condiciones de entusiasmarse por la belleza de un paisaje. No hizo comentario alguno, sin embargo, puesto que el diminuto Poma Yaguar acababa de colocarse frente a ellos irguiéndose de puntillas en un vano intento de alcanzar al menos la altura del peto del español.

—Tengo orden de mi Señor, «Inca» Atahualpa, de conducirte ante su presencia, en Quito, capital de los Reinos del Norte… —señaló con voz aflautada al tiempo que un soldado se arrodillaba ante Molina alargándole una pequeña caja de paja trenzada—. Y mi Señor te ofrece este hermoso presente en prueba de su amistad y sus deseos de alianza.

El andaluz tomó la caja y al abrirla se encontró frente a dos pesados anillos de oro finamente trabajados, idénticos a los que el «Gobernador» lucía en los deformados lóbulos de sus orejas. Los examinó con detenimiento y sonrió con una cierta ironía.

—¡Muy bonitos! —admitió—. Pero de momento no se me ocurre dónde colgármelos… —Su tono de voz cambió súbitamente volviéndose autoritario y casi agresivo—. Aunque no entiendo que Atahualpa me brinde semejantes pruebas de amistad al tiempo que manda matar a mi guardia. Una cosa no concuerda con la otra.

—Esos hombres no eran tu guardia, sino tus guardianes. Te llevaban, preso, ante Huáscar… Yo te he liberado.

—¿Te has convertido a tu vez en mi guardia o en mi guardián? ¿Acaso soy libre de dirigirme adonde quiera? ¿Estoy en condiciones de elegir entre Quito o el Cuzco?

El otro se volvió unos instantes a mirar a Chabcha Pusí con gesto furibundo, como si le considerara culpable por semejante pregunta, y por último, aferrándose a una idea que se le antojó salvadora, replicó desasosegadamente:

—Quito está más cerca, y justo es que visites en primer lugar al hermano más próximo. Luego, mi Señor te brindará la oportunidad de continuar hasta el Cuzco si ése es tu deseo. No hacerlo así significaría que no consideras de igual modo a dos hijos del «Inca» Huayna Capac y eso constituiría una terrible ofensa para mi Señor y sus más fieles súbditos…

Alonso de Molina pareció comprender que no resultaba en absoluto conveniente insistir en el tema, vista la velada amenaza que se ocultaba tras las palabras del diminuto hombrecillo, por lo que optó por abrir las manos en un gesto que pretendía significar que igual le daba una ciudad que otra y señalar al tiempo que reiniciaba la marcha.

—¡De acuerdo! No perdamos más tiempo… ¡Quito espera!

A
l atardecer llegaron a un diminuto villorrio de chozas de adobe y paja que se alzaba, huérfano, en mitad de la nada de aquel altiplano de agua y fango, y cuyos habitantes —silenciosos fantasmas de rostros curtidos por el sol y vestidos terrosos— se ocultaron en lo más profundo de sus habitáculos en cuanto distinguieron la presencia de hombres armados.

Tan sólo el «Llaqta Kamayoc», o inspector de trabajos públicos que constituía la máxima autoridad en una zona alejada de todo núcleo de población importante, se atrevió a adelantarse a recibir a la comitiva, pero su presencia resultó en realidad inútil, pues apenas vio al «hombre-dios» de la refulgente armadura, el altivo yelmo y la larga y espesa barba, cayó al suelo como abatido por un rayo para esconder el rostro en el barro presa de incontenibles espasmos.

El «Gobernador» Poma Yaguar se limitó a propinarle una furiosa patada en el trasero para continuar de inmediato su camino y tomar posesión de la mayor de las chozas de la que expulsó sin miramientos a sus aterrorizados habitantes.

—Dormiréis aquí —le indicó a Molina—. Al amanecer continuaremos por el páramo para atravesar el paso al sur del lago.

—Será un viaje muy pesado —protestó Chabcha Pusí—. ¿Quién mejor que un «Viracocha» merece transitar por el Camino Real?

—El Camino Real se encuentra infestado de espías —replicó el otro con acritud—. Y mantén la boca cerrada si no quieres acabar con mi paciencia. El «Viracocha» es mi huésped, lo sé, pero tú eres mi prisionero, no lo olvides.

Salió de la estancia dejándolo junto a un humeante y apestoso fuego de excrementos de alpaca, y Alonso de Molina se despojó de inmediato del pesado casco y la coraza para ir a tomar asiento en una estera apoyando la espalda contra el muro.

—No me gusta ese hombre —masculló frotándose las manos y alargándolas hacia las llamas en un intento de entrar en calor—. Tenías tú razón y no me gusta la gente de Atahualpa…

—Quieren la guerra.

—La guerra no me asusta —fue la firme respuesta—. Siempre fui hombre de guerra, pero no admito que alguien se alce contra su propio hermano, ni que se remate a los heridos como mandó hacer ese enano. —Lanzó un hondo suspiro que tanto podía ser de desagrado como de resignación—. Me siento traicionado —añadió al poco—. Los prisioneros de la isla del Gallo me hablaron de un hermoso país donde reinaba el orden, nadie se acostaba nunca sin cenar y prevalecía la justicia… —Hizo un amplio gesto a su alrededor—. ¡Y he aquí lo que encuentro…! Odio y muerte; traiciones y luchas fratricidas… No me gusta. No; decididamente no me gusta.

—¿Y qué esperabas? —quiso saber el indígena que había tomado asiento al otro lado de la estancia—. ¿Una excursión campestre? Desde el primer momento me extrañó tu actitud. Si eres un dios te comportas como un hombre, y si eres un hombre te comportas como un loco. No puedes llegar, solo, al mayor de los imperios existentes y mostrarte tan frívolo. Ahora sé que no eres un dios aunque por lo que a mí respecta tu vida no corre peligro. ¿Pero qué ocurrirá cuando Poma Yaguar, Chili Rimac, Atahualpa o cualquier otro lo descubra? Produces miedo y el miedo es siempre el peor consejero de los hombres. Te matarán.

—¡Hermoso consuelo brindas!

—No es consuelo: es consejo. Me has salvado la vida y la única forma que tengo de pagarte es salvar a mi vez la tuya. ¡Hazme caso!; si no quieres acabar también en «runantinya» cambia de actitud… Te gusta reírte de las cosas y las gentes, pero el mío es un pueblo con escaso sentido del humor. La risa es cosa de locos.

—Loco es aquel que nunca ríe —sentenció Alonso de Molina—. Yo vengo de una tierra de risas, alegría, cantos, bailes, vino y mujeres, porque en Andalucía es mucho más probable que te acuestes sin cenar, que sin reírte… Pero acepto el consejo y lo comprendo: quien vive en estas soledades, a esta altura, con este frío y este viento, poco ánimo debe tener para las juergas… Dime: ¿Qué pretendes que hagamos?

—¿Hacer? —se sorprendió el «curaca»—. Nada. Nuestro destino está ahora en manos de Atahualpa. Él será quien decida.

—Te equivocas —replicó el español calmosamente—. No he llegado hasta aquí para convertirme en instrumento de nadie. Tenías tú razón: prefiero a Huáscar. Nos iremos al Cuzco.

El otro agitó la cabeza y por unos instantes se diría que renunciaba a responder. Aquel monstruoso hombretón de ojos de mar que hacían daño al mirarlos, se comportaba a menudo como un iluso sin cerebro. Por último, tras resoplar furiosamente, inquirió con un deje de ironía:

—¿Y qué harás con Poma Yaguar? ¿Le dirás que nos vamos? ¿Sabes lo que le haría Atahualpa si regresa con las manos vacías…? Le despellejaría vivo después de haber matado en su presencia a toda su familia…

—Por lo visto es lo mismo que haría Huáscar contigo… Y tú me caes mejor que ese enano de mierda.

—¡Pero es él quien tiene los hombres y la fuerza…!

Alonso de Molina sonrió levemente:

—Y yo la astucia… —Hizo una significativa pausa y golpeó con afecto su arcabuz…—. Y el «Tubo de Truenos».

—¿Piensas matarle?

—Si no me obliga, no.

Chabcha Pusí, «curaca» de Acomayo, se sumergió en una profundísima meditación sin apartar los ojos del fuego, y por último, cuando alzó de nuevo el rostro, señaló:

—Me duele decirlo, pero si no matas a Poma Yaguar no iremos muy lejos. Él sabe lo que se juega y nos perseguirá hasta las mismísimas puertas del Cuzco si es necesario. Sin embargo, si muere no corremos peligro. Conozco a su gente; si se quedan sin Jefe no tomarán ninguna decisión hasta que envíen otro. Ésa es la ley: nadie que no pertenezca a las clases dirigentes está autorizado a actuar por su cuenta sin una orden expresa. Y entre los hombres de Poma Yaguar todos son siervos o soldados. Ninguno osará mover un dedo tratándose de un tema tan delicado como la vida de un «Viracocha».

—Aborrezco la idea de asesinar a un hombre a sangre fría, aunque se trate de un carcelero. —Agitó la cabeza pesaroso—. Cuando desembarqué en este país creí que había dejado definitivamente atrás los tiempos de la lucha y la violencia, y sin embargo el otro día maté a uno de tus hombres y hoy a un soldado. No me pidas que además elimine a ese enano.

El indígena señaló con un ademán de la cabeza el arcabuz.

—Si no querías matar, ¿por qué trajiste tus armas?

—Para defenderme.

—Es lo que has hecho hasta ahora. Y lo que harás si matas a Poma Yaguar… ¡Desengáñate! Si aceptas que te conduzca a Quito pronto o tarde Atahualpa descubrirá que no eres un dios, sino un hombre que no le resulta de mucha utilidad y puede convertirse en un peligro. En ese caso tu vida no valdrá más que la mía, que, este momento, es nada.

Alonso de Molina se tomó unos instantes para replicar, y tras alargar la mano y apoderarse de un caramillo de caña que colgaba de la pared, lo hizo sonar soplando con fuerza aunque sin conseguir apenas resultado.

—Hay que tener muchos pulmones para tocar esto —señaló, y por último agitó la cabeza afirmativamente—. ¡Está bien! —añadió—. Si no queda más remedio, mataré a Poma Yaguar, pero que conste que no me apetece en absoluto…

Media hora más tarde abandonaban juntos la choza para encontrarse, justo frente a ella y protegidos del viento por dos altas paredes que pretendían formar una especie de plaza central del inmundo poblacho, a la totalidad de los soldados acuclillados en torno al fuego, mientras Poma Yaguar tomaba asiento en un minúsculo taburete en la confluencia de ambos muros.

Era ya noche cerrada, la luna aún no había hecho su aparición y un cierzo que helaba los huesos corría por el Altiplano aullando más lúgubre que nunca.

Al español no pudo por menos que maravillarle la fortaleza de que hacían gala unos seres que se atrevían a habitar en aquella desolada y gélida puna, estepa en la que no crecían más que tristes matojos y escuálidos hierbajos que apenas permitían sobrevivir a sus escasos rebaños de llamas, alpacas y vicuñas. Nada, más que redondos y harinosos tubérculos, parecía poder cultivarse en los diminutos pedazos de tierra útil que se desparramaban anárquicamente aquí y allá, y ni un solo árbol o arbusto leñoso se distinguía en cuanto alcanzaba la vista en todas direcciones. Hasta el aire, enrarecido por la altura, era allí tan pobre que se diría que incluso al fuego le costaba trabajo cobrar fuerza, y era más el apestoso humo que el calor que brindaba al consumir muy lentamente las montañas de excrementos resecos al sol que constituían su único alimento.

Observó unos instantes al «Gobernador» arrebujado en su poncho de un
rojo desteñido, y se le antojó una momia inexpresiva o un chimpancé aletargado
por el frío.

Dudó unos instantes y por último, con gesto de resignación, abrió levemente la pesada manta de lana de alpaca que Chabcha Pusí le había proporcionado para que se protegiera en las alturas, con lo que permitió que la armadura reflejara las llamas hiriendo los ojos de los soldados que le observaban temerosos.

—¡Nos vamos! —dijo dirigiéndose directamente a Poma Yaguar cuyo cuerpo se tensó de inmediato como volviendo de improviso a la vida—. Mi amigo y yo nos marchamos y no pretendas seguirnos o tendré que matarte.

—No puedes irte —replicó el hombrecillo con voz temblorosa—. Tengo órdenes de llevarte a Quito vivo o muerto.

—Vivo no quiero ir… —señaló Alonso de Molina con su voz más ronca y petulante—. Y ninguno de vosotros tiene poder para matar a un «Viracocha». —Mostró su mano derecha armada del pesado arcabuz—. Mi «Tubo de Truenos» sí que lo tiene para acabar contigo y con todo el que se oponga a mis designios, pero te perdonaré la vida si juras no intentar detenerme.

Resultaba evidente que tanto Poma Yaguar como sus hombres se encontraban aterrorizados por las palabras de aquel «hombre-dios» que por primera vez amenazaba con emplear sus mágicos poderes, y de inmediato todos los ojos se volvieron al hombrecillo que tenía que esforzarse por refrenar su espanto y no ponerse a temblar.

—No puedo jurar eso —musitó al fin casi con un sollozo—. Si regreso sin ti, mi destino y el de mis esposas, mis hijos y mis siervos será terrible. La ira de mi Señor no tiene límite. —Le miró de frente, con lágrimas en los ojos—. Mátame si has de marcharte porque en ese caso seré glorificado como héroe que pereció en combate y mi familia vivirá honrada eternamente, pero no me pidas imposibles.

El andaluz sintió lástima por la indefensión de aquel enano escuálido y altivo, pero abrigó la absoluta seguridad de que Chabcha Pusí tenía razón y si lo dejaba con vida se arriesgaba a tenerlo continuamente pegado a los talones durante el larguísimo viaje hasta el Cuzco.

Se encogió de hombros al tiempo que agitaba el caramillo de cañas que sostenía en la otra mano.

—Tú lo has querido —dijo—. Te mataré para que seas un héroe. —Se volvió a los soldados que no se atrevían ni a pestañear—. De mi «Tubo de Truenos» surgirá el rayo que matará a vuestro Jefe, y de esta flauta las roncas voces de los dioses que os volverán sordos y ciegos si osáis tan siquiera mirarme. Os aconsejo que cerréis los ojos si queréis conservarlos y conservar la vida, porque la furia de los dioses es mil veces más cruel que la de Atahualpa. ¡Cerrad los ojos! ¡Cerrad los ojos!

Lanzó el caramillo al fuego, alzó el arma y apuntando directamente al pecho de Poma Yaguar disparó.

El estampido atronó el silencio de la noche, surgió una llamarada y el pobre hombre cayó hacia atrás lanzando un espantoso alarido de dolor y miedo. Se hizo un corto silencio y luego, súbitamente, la pólvora comprimida dentro de los tubos de caña de la flauta reventó bruscamente esparciendo humo, ceniza y llamas en derredor.

Presas de un pánico irrefrenable, los soldados se arrojaron al suelo cubriéndose la cabeza con las manos y gritando de horror.

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