Authors: Marc Levy
—Sé que no tengo derecho a hacerle preguntas, pero ¿por qué me ha sacado de mi celda?
—Usted misma lo ha dicho: será más útil en el hospital, que bebiendo café malo en comisaría.
—Veo que tiene un agudo sentido de la utilidad pública.
—¿Prefiere que la devuelva a la centralita?
Las aceras desiertas resplandecían en la noche.
—Y usted —continuó él—, ¿por qué ha hecho todo eso esta noche? ¿Tiene un agudo sentido del deber?
Lauren se calló y volvió la cabeza hacia la ventanilla.
—No tengo ni la menor idea.
El viejo inspector sacó el paquete de cigarrillos.
—No se preocupe, llevo dos años sin fumar. Me conformo con masticarlos.
—Está bien que prolongue su esperanza de vida.
—No sé si voy a llegar a viejo, pero en cualquier caso, entre la jubilación, la dieta contra el colesterol y el dejar de fumar, el tiempo se me hace más largo.
Tiró el cigarrillo por la ventanilla. Lauren activó los limpiaparabrisas.
—¿Alguna vez se ha sentido a gusto en compañía de alguien a quien no conocía?
—Un día, cuando era joven, llegó una mujer a la comisaría de Manhattan donde yo era inspector. Mi despacho estaba cerca de la entrada y vino a presentarse. Acababan de destinarla a distribución. Durante todos los años que estuve recorriendo las calles de Midtown, ella era la voz que crepitaba en la radio del coche. Yo me las apañaba para que mis horas de servicio coincidieran con las suyas. Estaba chiflado por ella. Como sólo la veía muy raramente, detenía a cualquiera por cualquier cosa, simplemente para volver a comisaría y presentarlo ante ella. Se dio cuenta de mi artimaña enseguida y me propuso ir a tomar algo antes de que enchironara al quiosquero de la esquina por vender cerillas húmedas. Fuimos a un pequeño café detrás de la comisaría, nos sentamos a una mesa y ya está.
—¿Ya está, qué? —quiso saber Lauren, divertida.
—¿No dirá nada si me enciendo uno?
—¡Dos caladas y lo tira!
—¡Trato hecho!
El policía se llevó un nuevo cigarrillo a la boca, lo dejó apoyado sobre el encendedor del coche y continuó su relato.
—Había varios colegas en la barra del bar e hicieron como que no nos veían, aunque ella y yo sabíamos que al día siguiente seríamos la comidilla. Me llevó tiempo admitirme a mí mismo que me faltaba algo cuando ella no estaba en comisaría. ¿He respondido ahora a su pregunta?
—Y una vez lo comprendió, ¿qué hizo?
—Seguí perdiendo mucho tiempo —contestó el antiguo inspector.
Se hizo un silencio. Pilguez tenía la mirada fija en la calle.
—Ese hombre al que me he llevado... apenas lo he visto. Lo he examinado brevemente y se ha marchado con esa cara tan extraña y ese aspecto un poco perdido. Y luego me ha telefoneado su amigo. No tenía muy buenas noticias.
El inspector giró lentamente la cabeza.
—No puedo explicarle por qué —dijo ella—, pero al colgar, estaba contenta de saber dónde se encontraba.
Pilguez miró a su pasajera con una sonrisa en los labios, se inclinó para abrir la guantera y sacó un faro rojo que acopló al techo del coche.
—Hagámosle una jugarreta a su impaciencia.
Encendió el cigarrillo. El vehículo avanzaba en la noche y ningún semáforo interrumpiría su carrera.
Norma enjugó la frente del profesor. Unos minutos más y la sonda alcanzaría su destino; la pequeña anomalía vascular ya estaba a la vista. El electrocardiógrafo emitió un breve sonido. Todo el equipo contuvo el aliento. Granelli se inclinó sobre el aparato y observó el trazo. Golpeó con la palma de la mano la parte superior del monitor y la onda recuperó su curvatura normal.
—Esta máquina está tan cansada como usted, profesor —dijo, volviendo a su sitio.
Pero aquel comentario no aplacó la inquietud que reinaba en la sala. Norma comprobó el nivel de carga del desfibrilador. Cambió la bolsa que recogía la sangre extraída del hematoma, desinfectó de nuevo el contorno de la incisión y volvió a su puesto, al lado de la mesa.
—El acceso es mucho más complicado de lo que imaginaba —precisó Fernstein—, esta circunvolución no se parece a nada que conozca.
—¿Cree que puede ser un aneurisma? —preguntó el anestesista, mientras miraba la pantalla del neuronavegador.
—Seguro que no, más bien diría que es una pequeña glándula, voy a rodearla para estudiar sus puntos de afianzamiento, no estoy del todo seguro de que haga falta extirparla.
Cuando la sonda alcanzó la zona delimitada por Fernstein, el electroencefalógrafo que medía la actividad eléctrica del cerebro de Arthur llamó la atención de Norma. Uno de los trazos se puso a oscilar levemente y marcó un brusco pico de una envergadura inaudita. La enfermera imitó el gesto del anestesista y golpeó el monitor. El trazo ondulado se hundió de forma vertiginosa antes de remontar a una altura razonable.
—¿Algún problema? —quiso saber el profesor.
La impresora del aparato debería haber impreso la primera anomalía y, sin embargo, no había reaccionado. El extraño trazo huía hacia la derecha de la pantalla. Norma se encogió de hombros y pensó que, en aquella sala, todo estaba tan agotado como ella.
—Creo que voy a practicar la incisión; no estoy seguro de querer quitar esta cosa —dijo el profesor—, pero al menos podremos practicar una biopsia.
—¿No quiere hacer una pausa? —sugirió el anestesista.
—Prefiero acabar lo antes posible; no deberíamos haber emprendido una intervención semejante con un equipo tan reducido.
Granelli, a quien gustaba trabajar con grupos pequeños, no compartía la opinión de su colega. Los mejores cirujanos de la ciudad estaban reunidos en aquella sala. Pero decidió guardarse ese punto de vista para él. Pensó que aquel fin de semana iría a navegar en su velero por la bahía de San Francisco. Acababa de comprarse una gran vela nueva.
El Mercury Grand Marquis se detuvo en el aparcamiento del hospital. Pilguez se inclinó para abrir la puerta de Lauren, que descendió del vehículo y se quedó mirándolo unos instantes.
—Lárguese de aquí —le ordenó el inspector—, tiene cosas mejores que hacer que mirar el coche. Yo me iré a tomar un café ahí enfrente, cuento con usted para que se reúna allí conmigo antes de que mi carroza se transforme en calabaza.
—Le estaba mirando a usted. ¡Buscaba las palabras para agradecérselo!
Lauren huyó hacia el vestíbulo de Urgencias, lo atravesó corriendo y se metió en el ascensor. Cuanto más se elevaba la cabina, más rápido le latía el corazón en el pecho. Se preparó a toda prisa, se puso una bata que se ató ella misma y cogió unos guantes.
Sin aliento, apretó con el codo el botón que controlaba el acceso al quirófano y la puerta de la sala se abrió en el acto. Nadie pareció prestarle atención. Lauren esperó unos instantes y carraspeó debajo de su mascarilla.
—¿Molesto?
—No, pero es inútil; de hecho, es peor —contestó Fernstein—. ¿Se puede saber qué la ha retenido todo este tiempo?
—¡Los barrotes de la celda de una comisaría de policía!
—¿Y al final la han soltado?
—¡No, es mi fantasma el que está aquí! —dijo ella en tono seco.
Esta vez, Fernstein, levantó la cabeza.
—Ahórreme sus insolencias —replicó el profesor.
Lauren se acercó a la mesa de operaciones, recorrió con la mirada los distintos monitores y le preguntó a Granelli por el estado general del paciente. El anestesista la tranquilizó enseguida. Hacía un momento se había asustado ante una pequeña alarma, pero las cosas habían vuelto a la normalidad.
—Ya no nos queda mucho tiempo —dijo Fernstein—, renuncio a la biopsia, el riesgo es demasiado importante. Este hombre seguirá viviendo con una ligera anomalía, y la ciencia con este desconocimiento.
Sonó un pitido estridente. Norma se precipitó hacia el desfibrilador. El anestesista consultó la pantalla; el ritmo cardíaco era crítico. Lauren cogió las asas de manos de Norma y las frotó una con otra antes de colocarlas sobre el tórax de Arthur.
—¡Trescientos! —gritó, transfiriendo la corriente.
Bajo el impulso de la descarga, el cuerpo de Arthur se curvó antes de volver a caer pesadamente sobre la mesa. La línea de la pantalla permanecía inalterable.
—¡Lo perdemos! —dijo Norma.
—¡Cargue a trescientos cincuenta! —pidió Lauren, apoyándose de nuevo sobre las asas.
El tórax de Arthur se alzó hacia el cielo. Esta vez, el trazo verde se hundió antes de dibujar una línea tan recta como triste.
—Recargamos a cuatrocientos, quiero cinco miligramos de adrenalina y ciento veinticinco de Solumedrol en esa perfusión —gritó Lauren.
El anestesista obedeció de inmediato. En un instante, bajo la mirada sesuda de un profesor al que nada escapaba, la joven de urgencias acababa de tomar el mando de la sala de operaciones.
En cuanto el desfíbrilador volvió a estar cargado, Lauren se apoyó sobre las asas. El cuerpo de Arthur se levantó, en un último esfuerzo por retener la vida que se alejaba.
—¡Norma, otra ampolla de cinco miligramos de adrenalina y una unidad de lidocaína, ahora mismo!
Fernstein miró el trazo, que seguía igual. Se aproximó a Lauren y le puso una mano en el hombro.
—Me temo que ya hemos hecho más de lo necesario.
Pero la joven interna arrancó la jeringa de manos de Norma y la clavó sin vacilar en el corazón de su paciente.
El gesto fue de una precisión tremenda. La aguja se deslizó entre dos costillas, atravesó el pericardio y penetró unos milímetros en el tabique que rodea el corazón. Al instante, la solución se propagó por todas las fibras del miocardio.
—¡Te prohíbo que abandones! —murmuró Lauren, encolerizada—. ¡Aguanta!
Volvió a coger el desfibrilador, pero Fernstein retuvo su gesto y se lo quitó de las manos.
—Ya basta, Lauren, deje que se vaya.
Ella empujó al profesor con vehemencia y se enfrentó a él.
—¡Esto no se llama irse, se llama morirse! ¿Cuándo aprenderemos a utilizar las palabras correctas? Morir, morir, morir —repitió, al tiempo que golpeaba con el puño el pecho inerte de Arthur.
El sonido continuado que emitía el electrocardiógrafo se interrumpió bruscamente y lo sustituyó una sucesión de pitidos breves. El equipo permanecía inmóvil. Todos miraban fijamente el trazo verde, que era casi plano. Entonces empezó a oscilar por uno de los extremos, se curvó y por fin adoptó un aspecto casi normal.
—¡A esto no se lo llama volver, sino vivir! —estalló Lauren, recuperando el desfibrilador de manos de Fernstein.
El profesor abandonó al instante la sala, gritando que no lo necesitaba para suturar. La dejaba con su paciente y volvía a meterse en una cama que nunca debería haber dejado. Se instaló un pesado silencio, interrumpido por los pitidos del electrocardiógrafo que respondían como un eco a los latidos del corazón de Arthur.
El doctor Granelli volvió a colocarse detrás de su consola y comprobó la saturación de los gases sanguíneos.
—Lo menos que puede decirse es que nuestro joven viene de muy lejos. Personalmente, siempre me ha parecido que cierta dosis de cabezonería podía tener su encanto. Le dejo diez minutitos, estimada colega, para cerrar las incisiones, y luego lo devuelvo a la superficie del mundo.
Norma ya estaba preparando las grapas cuando Lauren oyó un gemido a sus pies.
Se agachó y divisó un brazo que se agitaba debajo de ella.
Luego vio a Paul con la cara blanca como el papel y acurrucado debajo del faldón de la mesa de operaciones.
—¿Qué está haciendo ahí? —le preguntó, estupefacta.
—¿Ya ha vuelto? —consiguió articular Paul con una voz apenas audible, antes de desvanecerse.
Lauren le apretó con fuerza la mandíbula, lo que le provocó un dolor mucho más eficaz que cualquier sal de amoniaco. Paul volvió a abrir los ojos.
—Quisiera salir de aquí —suplicó—, pero tengo las piernas terriblemente débiles, no me encuentro muy bien. Lauren reprimió las ganas de reír y le pidió al anestesista que por favor le preparase una sonda de oxígeno.
—Debe de ser el olor a éter —dijo Paul, con voz temblorosa—. Porque aquí huele un poco a éter, ¿no?
Granelli alzó las cejas, ajustó la sonda y abrió el flujo de aire al máximo. Lauren le colocó la mascarilla, y Paul empezó a recuperar un poco el color.
—¡Oh, qué agradable! —dijo—. Esto sienta muy bien, es un poco como en la montaña.
—Cállese y respire hondo.
—He oído unos ruidos espantosos, y luego esa bolsa de ahí, toda llena de sangre...
Paul, de nuevo, perdió el conocimiento.
—No quisiera interrumpir esta pequeña reunión, querida, pero ya es hora de suturar al paciente que se encuentra en la mesa de operaciones.
Norma sustituyó a Lauren. Cuando Paul se encontró mejor, le vendó los ojos, lo ayudó a levantarse y lo escoltó torpemente hasta la salida del quirófano.
La enfermera lo instaló en la cama de una habitación contigua y consideró preferible mantenerlo con el oxígeno. Cuando le estaba colocando una mascarilla, no pudo resistir la curiosidad de preguntarle cuál era su especialidad. Paul miró la bata manchada de Norma y sus ojos se pusieron en blanco otra vez. Ella le dio unos golpecitos en las mejillas. Cuando hubo vuelto en sí, lo dejó para regresar al quirófano.
Eran las seis de la mañana cuando Lorenzo Granelli emprendió el delicado proceso del despertar. Veinte minutos más tarde, Norma se llevó a Arthur, envuelto en una sábana, hacia el servicio de reanimación.
Lauren salió en compañía del anestesista. Los dos fueron a la sala adyacente. Se quitaron los guantes y se lavaron las manos sin pronunciar palabra. Cuando estaba a punto de abandonar la sala de preoperatorio, Granelli se volvió hacia Lauren y la miró, atento, antes de confiarle que volvería a operar con ella cuando lo deseara, pues le gustaba mucho su forma de trabajar.
La joven neuróloga se sentó en el borde de la pila, exhausta. Con la cabeza entre las manos, esperó a estar completamente sola y se echó a llorar.
La sala de reanimación estaba sumida en el silencio de primera hora de la mañana. Norma ajustó la sonda nasal y comprobó el flujo de oxígeno. El globo del extremo de la mascarilla se inflaba y desinflaba al ritmo regular de la respiración de Arthur. Ella le sujetó las vendas y comprobó que la gasa no comprimía el drenaje. El líquido del gota a gota se iba introduciendo en la vena. Rellenó la hoja del informe del postoperatorio y confió su paciente a la enfermera de turno que la relevaba. En el extremo del largo pasillo, vio a Fernstein avanzar a paso lento. El profesor empujó las puertas batientes que conducían al quirófano.