Authors: Marc Levy
Tan digno como elegante con su traje negro, y con la barba gris muy recortada, Santiago fue a sentarse a su lado con paso quedo, Y le puso una mano encima del hombro.
—No es culpa suya —murmuró con la voz teñida de un acento argentino—. Ustedes sólo son médicos, no dioses.
—Y usted, ¿quién es? —murmuró Lauren entre dos sollozos.
—Su padre; he venido a buscar las cosas que quedan: la madre no se veía con fuerzas. Tiene usted que serenarse, aquí hay otros niños que la necesitan.
—Debería ser al revés —dijo Lauren con un hipo provocado por el llanto.
—¿Al revés? —preguntó el hombre, perplejo.
—Debería consolarlo yo a usted —dijo ella, y se echó a llorar aún más.
El hombre, prisionero de su pudor, vaciló un instante; tomó a Lauren entre sus brazos y la apretó con fuerza contra él. Sus ojos azules rodeados de arruguitas también se nublaron. Y entonces, para acompañar a Lauren, como por cortesía, aceptó por fin liberar su pena.
La ambulancia se detuvo bajo la marquesina de Urgencias. El conductor y el socorrista guiaron los pasos de Arthur hasta el mostrador de ingresos.
—Ya hemos llegado —dijo el camillero.
—¿No podrían quitarme el vendaje? Le aseguro que no me he hecho nada, lo único que quiero es irme a casa.
—¡Esta sí que es buena! —replicó Betty con voz autoritaria, mientras consultaba la ficha de intervención que acababa de entregarle el socorrista—. A mí también me gustaría que usted se marchara a su casa —continuó—, me gustaría que todas las personas que esperan en este vestíbulo se marcharan a casa para poder cerrar, y así yo también me iría a la mía. Pero mientras esperamos a que Dios nos lo conceda, tendremos que examinarlo igual que a ellos. Ahora vendrán a buscarlo.
—¿Cuánto tardarán? —preguntó Arthur, con una voz casi tímida.
Betty miró al techo, levantó los brazos al cielo y exclamó:
—¡Sólo Dios lo sabe! Instálenlo en la sala de espera —les dijo a los camilleros mientras se alejaba.
El padre de Marcia se levantó y abrió la puerta del armario, del que sacó la cajita que contenía las cosas de su hija.
—Le tenía a usted mucho cariño —dijo, sin darse la vuelta.
Lauren agachó la cabeza.
—Aunque no es eso lo que quería decir en realidad —continuó el hombre.
Y puesto que Lauren permaneció en silencio, le hizo otra pregunta.
—Todo lo que diga entre estas cuatro paredes, usted lo respetará como secreto profesional, ¿no es así?
Lauren contestó que tenía su palabra, así que Santiago avanzó hacia la cama, se sentó a su lado y murmuró:
—Quería darle las gracias por haberme permitido llorar.
Y ambos se quedaron casi inmóviles.
—¿Le contaba cuentos a Marcia? —preguntó Lauren en voz baja.
—Yo vivía lejos de mi hija, volví aquí para la operación pero todas las noches la llamaba por teléfono desde Buenos Aires, ella dejaba el auricular encima de la almohada y yo le explicaba la historia de un pueblo formado por animales verduras que vivían en medio de un bosque, en un claro jamás descubierto por los hombres. Y ese cuento duró más tres años. Entre el conejo con poderes mágicos, los ciervos, los árboles, cada uno con su nombre, y el águila que siempre daba vueltas sobre sí misma porque tenía un ala más corta que la otra, a veces me ocurría que me perdía en mi propio relato, pero Marcia me regañaba a la menor equivocación. Ni hablar de encontrar al tomate sabio o al pepino de locas e imposibles carcajadas en algún lugar que no fuese donde los habíamos dejado la víspera.
—¿Hay algún mochuelo en ese claro?
Santiago sonrió.
—¡Era un caso muy curioso!
Emilio
era vigilante nocturno. Mientras todos los demás animales dormían, él se quedaba despierto para protegerlos. De hecho, ese trabajo era un pretexto, pues el mochuelo era un miedica sin remedio. Al despuntar el día, volaba a toda velocidad hasta una gruta y se escondía allí, porque le daba miedo la luz. El conejo lo sabía, pero como siempre había sido un buen tipo, nunca traicionó su secreto. A menudo, Marcia se dormía antes del final de la historia, y yo escuchaba su respiración durante algunos minutos antes de que su madre volviera a colgar. Su aliento delicado era como una hermosa música, y cada noche me llevaba esas notas conmigo.
El padre de la pequeña se calló. Se puso en pie y avanzó hasta la puerta.
—¿Sabe una cosa? Ahí, en Argentina, construyo embalses, unas obras inmensas. Pero mi verdadero orgullo era ella.
—¡Espere! —dijo Lauren con voz suave.
Se agachó y miró debajo de la cama. A la sombra del somier, un pequeño mochuelo blanco esperaba con las alas cruzadas. Asió el peluche y se lo dio a Santiago. El hombre se volvió, cogió el ave y le acarició el pelaje con delicadeza.
—Tenga —le dijo a Lauren, devolviéndole el mochuelo blanco—. Arréglele los ojos: usted es médico, debería poder hacer algo. Devuélvale la libertad, haga que ya no tenga miedo nunca.
La saludó y abandonó la habitación. Cuando se encontró solo en el pasillo, apretó la cajita contra el pecho.
El busca de Lauren vibró: la llamaban de Urgencias. Fue a la sala de enfermeras de la planta y descolgó el teléfono.
Betty dio gracias al cielo porque aún estuviera en el edificio: el servicio no se vaciaba y necesitaba refuerzos inmediatamente.
—Bajo ahora mismo —dijo Lauren, volviendo a colgar.
Antes de salir de la habitación, se metió en el bolsillo de la bata un extraño mochuelo. El animalito necesitaba un poco de calor humano, pues había perdido a su mejor amiga.
Arthur ya no podía esperar más, así que buscó su teléfono móvil en el bolsillo derecho de la chaqueta, pero la chaqueta ya no tenía bolsillo derecho.
Con los ojos vendados, trató de adivinar la hora. Paul se pondría furioso; recordaba haber pensado que Paul se pondría furioso, pero había olvidado el porqué. Se levantó y avanzó a ciegas hacia el mostrador de recepción. Betty se precipitó a su encuentro.
—¡Es usted imposible!
—Me horrorizan los hospitales.
—Pues mire, ya que está aquí, aprovecharemos para rellenar la hoja de ingreso. ¿Había estado aquí alguna vez?
—¿Por qué? —contestó Arthur, inquieto, apoyándose e el mostrador.
—Porque si sus datos ya están en el ordenador, iremos más deprisa.
Arthur contestó negativamente. Betty tenía buena memoria para las caras y a pesar del vendaje que le cubría los ojos, los rasgos de aquel hombre le sonaban de algo. Tal vez se hubieran cruzado en alguna otra parte. Y de todos modos, poco importaba: tenía demasiadas cosas que hacer para pensar en eso ahora.
Arthur quería irse a casa, la espera ya había durado demasiado y quiso quitarse el vendaje.
—¡Ustedes están desbordados y yo realmente me encuentro bien! —dijo—, me marcho a casa.
Betty le inmovilizó las manos sin miramientos.
—¡Inténtelo y verá!
—Pero ¿qué peligro corro? —preguntó Arthur, casi divertido.
—Al menor dolorcito que tenga en los seis o doce meses siguientes, en caso de que necesite alguna cura ya puede olvidarse de su seguro. Si se marcha por esa puerta, a no ser que sea para fumarse un cigarrillo afuera, enviaré su ficha mencionando que se ha negado a hacerse un chequeo médico. Y aunque le duela una muela, su compañía lo mandará a paseo.
—¡Yo no fumo! —dijo Arthur, apoyando el brazo en el mostrador.
—Sé que resulta angustioso estar a oscuras, pero tenga paciencia; mire, ahí está la doctora, acaba de salir del ascensor detrás de usted.
Lauren se acercó a recepción. Desde que había salido de la habitación de Marcia, no había podido pronunciar palabra. Cogió la carpeta de manos de la enfermera y se puso a leer el informe mientras se llevaba a Arthur cogido del brazo hacia la sala número 4. Descorrió la cortina de la cabina y le ayudó a instalarse en la mesa de exploración. Cuando estuvo tumbado, empezó a quitarle el vendaje.
—Mantenga los ojos cerrados por el momento —le dijo.
Las pocas palabras que había pronunciado, aunque con voz tranquilizadora, bastaron para acelerar el corazón de Arthur. Le retiró las gasas y le levantó los párpados inundándole los ojos de suero fisiológico.
—¿Le duele?
—No.
—¿Ve un destello de luz?
—En absoluto, ese vendaje ha sido idea del enfermero, en realidad yo no tenía nada.
—El enfermero ha hecho bien. Ya puede abrir los ojos.
Fueron necesarios unos segundos para disipar el líquido. Cuando la visión de Arthur recuperó la nitidez, su corazón empezó a latir aún más fuerte. La promesa que había formulado sobre la tumba de Lili acababa de hacerse realidad.
—¿Qué tal? —preguntó Lauren, que notó la palidez en el rostro de su paciente.
—Bien —dijo él, con un nudo en la garganta.
—¡Relájese!
Lauren se inclinó para examinarle las córneas con una lupa. Mientras las estudiaba, sus rostros estaban tan cerca que sus labios casi se rozaban.
—¡No tiene absolutamente nada en los ojos, ha tenido mucha suerte!
Arthur no hizo ningún comentario.
—¿Ha perdido el conocimiento?
—¡No, todavía no!
—¿Eso era un chiste?
—Un vago intento.
—¿Migrañas?
—Tampoco.
Lauren pasó la mano por la espalda de Arthur y le palpó la columna vertebral.
—¿Algún dolor?
—Nada de nada.
—Tiene un buen cardenal en el labio. ¡Abra la boca!
—¿Es indispensable?
—Sí, puesto que se lo acabo de pedir.
Arthur obedeció y Lauren cogió su pequeña linterna.
—Vaya, al menos harán falta cinco puntos para coser esto.
—¿Tantos?
—¡También era un chiste! Un enjuague bucal durante cuatro días será más que suficiente.
Le desinfectó la herida de la frente y soldó los bordes con un gel. Luego abrió un cajón y desgarró el envoltorio de una tirita, que adhirió encima del corte.
—Le he pisado un poco la ceja, pasará un mal rato cuando se quite el esparadrapo. Los demás cortes son menores, cicatrizarán solos. Le recetaré un antibiótico de amplio espectro durante unos días, sólo para prevenir.
Arthur se abrochó el puño de la camisa, se enderezó y le dio las gracias a Lauren.
—No tan deprisa —dijo ella, empujándolo de nuevo hacia la mesa de reconocimiento—. También tengo que tomarle la tensión.
Descolgó el aparato de medición de su soporte de pared y lo colocó alrededor del brazo de Arthur. Era un tensiómetro automático. El brazalete se hinchaba y se deshinchaba a intervalos regulares. Bastaron algunos segundos para que las cifras aparecieran inscritas en el dial fijado en la cabecera de la mesa de reconocimiento.
—¿Es propenso a las taquicardias? —preguntó Lauren.
—No —contestó Arthur.
—Pues está teniendo una buena crisis: su corazón late a más de ciento veinte pulsaciones por minuto y tiene la tensión a dieciocho, que es mucho más de lo que le corresponde a un hombre de su edad.
Arthur miró a Lauren mientras buscaba una excusa en lo más hondo de su corazón.
—Soy algo hipocondríaco y los hospitales me dan pavor.
—Mi ex se desmayaba sólo con ver mi bata.
—¿Su ex?
—Nada importante.
—¿Y su novio actual soporta bien el estetoscopio?
—De todas formas, preferiría que consultara a un cardiólogo, puedo avisar a alguno si lo desea.
—Es inútil —dijo Arthur con voz temblorosa—. No es la primera vez que me ocurre; en fin, en un hospital es la primera vez, pero cuando me presento a un concurso, el corazón se me embala un poco: tengo tendencia a ponerme excesivamente nervioso.
—¿En qué trabaja? —preguntó Lauren, divertida, mientras escribía una receta.
Arthur dudó antes de responder. Aprovechó que ella estaba concentrada en su hoja para mirarla, silencioso y atento. Lauren no había cambiado, aparte del peinado, tal vez. La pequeña cicatriz en la frente, que a él tanto le gustaba, casi había desaparecido. Y su mirada seguía siendo la misma, orgullosa e indescriptible. Reconocía cada expresión de su rostro, como el movimiento del arco de Cupido, por debajo de la nariz, cada vez que hablaba. La belleza de su sonrisa le traía recuerdos felices. ¿Era posible echar a alguien de menos hasta ese punto? El brazalete se hinchó de inmediato y aparecieron nuevas cifras. Lauren levantó la cabeza para consultarlas con atención.
—Soy arquitecto.
—¿Y también trabaja los fines de semana?
—A veces incluso de noche: siempre vamos contra reloj.
—¡Sé a lo que se refiere!
Arthur se enderezó sobre la mesa.
—¿Ha conocido a algún arquitecto? —preguntó, con voz febril.
—No, que yo recuerde, pero me refería a mi trabajo: nosotros también trabajamos sin tener en cuenta las horas.
—¿Y qué hace su novio?
—Es la segunda vez que me pregunta si estoy soltera.
—Su corazón late mucho más deprisa, preferiría hacerlo examinar por uno de mis colegas.
Arthur se arrancó el brazalete del tensiómetro y se puso en pie.
—¡Ahora es usted la que está angustiada!
Quería irse a descansar. Mañana todo iría bien. Prometió que se haría mirar la tensión en los próximos días y, si había cualquier cosa anormal, lo consultaría de inmediato.
—¿Me lo promete? —insistió Lauren.
Arthur suplicó al cielo que dejara de mirarlo de aquel modo. Si su corazón no estallaba en cualquier momento, la tomaría entre sus brazos para decirle que estaba loco por ella, que le resultaba imposible vivir en la misma ciudad sin que se hablaran. Se lo contaría todo, suponiendo que le diera tiempo a hacerlo antes de que ella llamara a seguridad y lo hiciera ingresar para siempre. Cogió su chaqueta, o más bien lo que quedaba de ella, se negó a ponérsela delante de ella y le dio las gracias. Estaba saliendo de la cabina cuando oyó que lo llamaba.
—¿Arthur?
Esta vez, sintió los latidos del corazón en el interior de la cabeza. Se dio la vuelta.
—Se llama así, ¿verdad?
—Sí —articuló él con la boca totalmente seca.
—¡Su receta! —dijo Lauren, tendiéndole la hoja rosa.
—Gracias —contestó Arthur, al tiempo que cogía el papel.
—Ya me las ha dado. Póngase la chaqueta: a esta hora la noche refresca, y su organismo ya ha tenido su dosis de agresiones por hoy.
Arthur se puso una manga con torpeza, y justo antes de fue se volvió y miró largamente a Lauren.