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Authors: Follett Ken

Tags: #Novela

Vuelo final (16 page)

BOOK: Vuelo final
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—¡Estaríamos poniendo en peligro a nuestra tripulación! — dijo Sten furiosamente.

—Piensa en el hermano de Carol en África. Él también se expone al peligro —replicó Lars sin inmutarse—. Esta es nuestra ocasión de hacer algo para ayudar.

—Está bien, coge el timón —dijo Sten de mala gana—. Me voy a dormir. — Entró en la timonera y bajó rápidamente por la escalera de la cabina. Hermia sonrió a Lars.

—Gracias.

—Somos nosotros quienes deberíamos dártelas.

Lars hizo virar la embarcación y Hermia continuó examinando las ondas. Anocheció. Navegaban sin luces, pero el cielo estaba despejado y había una luna en tres cuartos, lo cual hacía que Hermia sintiese que la embarcación tenía que ser muy visible. Pero no vieron ningún avión y ninguna otra embarcación. Lars comprobaba periódicamente su posición con un sextante.

Los pensamientos de Hermia volvieron al ataque aéreo que ella y Digby habían vivido hacía unos días. Era la primera vez que un bombardeo la sorprendía en la calle. Hermia se las arregló para conservar la calma, pero había sido una escena aterradora: el zumbido de los aviones, los reflectores y el fuego antiaéreo, el estruendo de las bombas que caían y el resplandor infernal de las casas ardiendo. Y sin embargo ahora ella estaba haciendo cuanto podía para ayudar a la RAF a infligir los mismos horrores a las familias alemanas. Parecía una locura, pero la única alternativa era permitir que los nazis se adueñaran del mundo.

Era una corta noche de mediados del verano, y amaneció temprano. El mar se hallaba inusualmente tranquilo. Una neblina matinal se elevaba de la superficie, reduciendo la visibilidad y haciendo que Hermia se sintiera más a salvo. Pero conforme la embarcación seguía avanzando hacia el sur, empezó a ponerse cada vez más nerviosa. Tendría que captar la señal pronto…, a menos que ella y Digby estuvieran equivocados, y Herbert Woodie tuviera razón.

Sten salió a la cubierta con un tazón de té en una mano y un bocadillo de beicon en la otra.

—¿Y bien? — preguntó—. ¿Ya tiene lo que quería?

—Lo más probable es que provenga del sur de Dinamarca —dijo.

—O de ningún sitio.

Hermia asintió con abatimiento.

—Empiezo a pensar que tiene razón. — Entonces oyó algo—. ¡Espere! — Había estado buscando hacia arriba a través de las frecuencias, y de pronto creyó haber oído una nota musical. Hizo girar el dial en sentido contrario y empezó a bajar, buscando el punto. Encontró un montón de estática, y luego nuevamente la nota: un tono tan puro como el de una máquina a cosa de una octava por encima del do medio—. ¡Me parece que podría ser esto! — exclamó alegremente. La longitud de onda era 2,4 metros.

Ahora tenía que determinar la dirección. Incorporado al receptor había un dial —graduado de 1 a 360 con una aguja que señalaba hacia la fuente de la señal. Digby había insistido en que el dial tenía que estar alineado exactamente con la línea central de la embarcación. Entonces se podría calcular la dirección de la señal a partir del curso que estuviera siguiendo la embarcación y de la aguja del dial.

—¡Lars! — lo llamó—. ¿Qué curso estamos siguiendo?

—Este sudeste —dijo él.

—No, exactamente.

—Bueno…

Aunque hacía un tiempo magnífico y el mar estaba tranquilo, aun así la embarcación siempre se estaba moviendo y la aguja de la brújula nunca permanecía quieta.

—Lo más aproximadamente que puedas —dijo Hermia.

—Ciento veinte grados.

La aguja del dial de Hermia señalaba hacia 340, y añadir 120 a eso llevó la dirección alrededor del 100. Hermia tomó nota de ello.

—¿Y cuál es nuestra posición?

—Espera un momento. Cuando marqué las estrellas, estábamos cruzando el paralelo cincuenta y seis. — Consultó el cuaderno de bitácora, echó un vistazo a su reloj de pulsera y luego anunció su latitud y su longitud. Hermia anotó los números, sabiendo que solo eran una estimación.

—¿Ya está satisfecha? — preguntó Sten—. ¿Podemos ir a casa?

—Necesito otra lectura para así poder triangular la fuente de la transmisión.

Sten soltó un gruñido de disgusto y se fue.

Lars guiñó el ojo a Hermia.

Hermia mantuvo el receptor sintonizado en la nota musical mientras continuaban yendo hacia el sur. La aguja del indicador direccional se movía imperceptiblemente. Pasada media hora volvió a preguntarle a Lars cuál era el curso de la embarcación.

—Seguimos en el ciento veinte.

Ahora la aguja del dial de Hermia marcaba 335, por lo que la dirección de la señal era 095. Pidió a Lars que volviera a estimar su posición, y anotó los números.

—¿A casa? — preguntó Lars.

—Sí. Y gracias.

Lars hizo girar el timón.

Hermia estaba que no cabía en sí de alegría, pero no pudo esperar ni un segundo para averiguar de dónde estaba procediendo la señal. Entró en la timonera y encontró una carta a gran escala. Con la ayuda de Lars, marcó las dos posiciones que había anotado y trazó líneas para la localización de la señal desde cada posición, corrigiéndolas para tomar en cuenta el norte magnético. Las líneas se cruzaban delante de la costa, cerca de la isla de Sande.

—Dios mío —dijo—. Mi prometido es de allí.

—¿Sande? La conozco. Hace unos años fui a ver las pruebas de velocidad de los coches de carreras.

Hermia estaba exultante. Su hipótesis había sido correcta y su método había funcionado. La señal que había estado esperando captar procedía del sitio más lógico.

Ahora necesitaba enviar a Poul Kirke, o a alguien de su equipo, a Sande para que echara un vistazo. Tan pronto como regresara a Bletchley mandaría un mensaje en código.

Unos minutos después tomó otra lectura: Ahora la señal era débil, pero la tercera línea que trazó sobre el mapa formó un triángulo con las otras dos, y la mayor parte de la isla de Sande quedaba dentro de aquel triángulo. Todos los cálculos eran aproximados, pero la conclusión parecía clara. La señal de radio procedía de la isla.

Hermia estaba impaciente por contárselo a Digby.

7

Harald pensó que el Tiger Moth era la máquina más hermosa que hubiera visto jamás. Parecía una mariposa lista para emprender el vuelo, con sus alas superiores e inferiores desplegadas, sus ruedas de coche de juguete descansando suavemente sobre la hierba y su larga cola prolongándose detrás. Hacía un día magnífico, con suaves brisas, y el pequeño avión temblaba bajo el viento como si estuviera impaciente por despegar. Su único motor delantero impulsaba la gran hélice pintada de color crema. Detrás del motor había dos carlingas abiertas, una delante de la otra.

El Tiger era primo del Hornet Moth medio destrozado que Harald había visto en el monasterio en ruinas de Kirstenslot; los dos aviones eran mecánicamente similares, con la única excepción de que el Hornet Moth tenía una cabina cerrada con asientos contiguos. Sin embargo el Hornet Moth parecía estar compadeciéndose de sí mismo, inclinado hacia un lado con la parte inferior de su fuselaje medio rota, la tela desgarrada y manchada de aceite y la tapicería reventada. En cambio el Tiger Moth tenía un aspecto alegre y seguro de sí mismo, con la pintura nueva brillando encima de su fuselaje y el sol arrancando destellos a su parabrisas. Su cola se apoyaba en el suelo y su morro apuntaba hacia arriba, como si estuviera husmeando el aire.

—Como verás, las alas son planas por abajo, pero curvadas por arriba —dijo Arne Olufsen, el hermano de Harald—. Cuando el avión se está moviendo, el aire que corre por encima de la parte superior del ala se ve obligado a moverse más deprisa que el aire que pasa por debajo de ella. — Dirigió a su hermano aquella sonrisa irresistible que hacía que la gente le perdonara cualquier cosa—. Por razones que nunca he entendido, eso levanta al aparato del suelo.

—Crea una diferencia de presión —dijo Harald.

—Cierto —replicó Arne secamente.

La clase superior de la Jansborg Skole estaba pasando el día en la Escuela de Aviación del Ejército en Vodal. Arne y su amigo Poul Kirke les estaban enseñando las instalaciones. La visita era un ejercicio de reclutamiento llevado a cabo por el ejército, el cual estaba teniendo serios problemas para persuadir a los jóvenes más brillantes de que se unieran a una fuerza militar que no tenía nada que hacer. A Heis, con su pasado en el ejército, le gustaba que la Jansborg enviara uno o dos alumnos a los militares cada año. Para los muchachos, una visita representaba una pausa muy bienvenida en el repaso con vistas a los exámenes.

—A las superficies con bisagras de las alas inferiores se las llama alerones —le contó Arne—. Están conectadas mediante cables a la columna de control o palanca de mando, a la que a veces se conoce como el palo de la alegría, por razones que eres demasiado joven para entender. — Volvió a sonreír—. Cuando la palanca es desplazada hacia la izquierda, el alerón izquierdo sube y el derecho baja. Eso hace que el avión se incline lateralmente y vire hacia la izquierda. Lo llamamos ladear.

Harald estaba fascinado, pero quería subir al Tiger Moth y volar.

—Observarás que la mitad posterior de la cola también tiene bisagras —dijo—. A esto se lo llama el timón de profundidad, y desplaza el avión hacia arriba o hacia abajo. Tira de la palanca y entonces el timón de profundidad se inclina hacia arriba, deprimiendo la cola de tal manera que el avión asciende.

Harald se dio cuenta de que la parte de la cola dirigida hacia arriba también tenía un alerón.

—¿Para qué es eso? — preguntó, señalándolo.

—Eso es el timón de dirección, controlado por un par de pedales en el pozo de la carlinga. Funciona de la misma manera que el timón de una embarcación.

—¿Por qué necesitáis un timón de dirección? — intervino Mads—. Utilizáis los alerones para cambiar de dirección.

—¡Una observación excelente! — dijo Arne—. Demuestra que estás escuchando. Pero ¿no se os ocurre cuál puede ser la respuesta? ¿Por qué íbamos a necesitar un timón, al igual que unos alerones, para orientar el avión?

Harald trató de adivinarlo.

—Cuando estáis en la pista no podéis utilizar los alerones.

—¿Porque…?

—Las alas chocarían con el suelo.

—Correcto. Utilizamos el timón de dirección mientras estamos rodando por la pista, que es cuando no podemos alterar la inclinación de las alas porque estas chocarían con el suelo. También lo utilizamos en el aire, para controlar los movimientos laterales no deseados del avión, a los que llamamos guiñadas.

Los quince muchachos habían recorrido la base aérea, asistido a una conferencias sobre las oportunidades, la paga y el adiestramiento en el ejército, y almorzado con un grupo de jóvenes pilotos que estaban aprendiendo a volar. Ahora esperaban impacientemente la lección individual de vuelo que se le había prometido a cada uno de ellos como punto álgido del día. Cinco Tiger Moth se encontraban alineados sobre la hierba. Oficialmente los aviones militares daneses habían permanecido estacionados en tierra desde el comienzo de la ocupación, pero había excepciones. A la escuela de vuelo se le permitía impartir lecciones a bordo de planeadores, y se había otorgado un permiso especial para el ejercicio de hoy en los Tiger Moth. Por si acaso a alguien se le ocurría la idea de volar hasta Suecia en un Tiger Moth, dos cazas Messerschmitt Me—109 se hallaban estacionados en la pista, listos para perseguir y derribar a quienquiera que intentase escapar.

Poul Kirke siguió con el comentario allí donde lo había dejado Arne.

—Quiero que miréis dentro de la carlinga, uno por uno —dijo—. Poneos encima de la franja negra del ala inferior. No piséis en ningún otro sitio o vuestro pie atravesará la tela y no podréis volar.

Tik Duchwitz fue primero.

—En el lado izquierdo ves una palanca plateada para la válvula —dijo Poul—. Esa palanca controla la velocidad del motor, y más abajo hay una palanca verde que aplica un resorte al control del timón de profundidad. Si el dispositivo está ajustado correctamente mientras vuelas, entonces el avión debería mantenerse nivelado cuando apartes la mano de la palanca.

Harald fue en último lugar. No podía evitar sentirse interesado, a pesar del resentimiento que había suscitado en él la arrogante tranquilidad con la que Poul se había llevado a Karen Duchwitz encima de su bicicleta.

—Bueno, Harald, ¿qué opinas? — le preguntó Poul mientras bajaba de la carlinga. Harald se encogió de hombros.

—No parece demasiado complicado.

—Entonces puedes ir primero —dijo Poul con una sonrisa. Los demás rieron, pero Harald se sintió muy complacido.

—Vayamos a prepararnos —dijo Poul.

Volvieron al hangar y se pusieron los trajes de vuelo, unos monos de cuerpo entero que se abotonaban por delante. También les entregaron cascos y anteojos. Para disgusto de Harald, Poul insistió en ayudarlo.

—La última vez que nos vimos fue en Kirstenslot —dijo Poul mientras le ajustaba los anteojos.

Harald asintió secamente, no deseando que se le recordara. Aun así, no pudo evitar preguntarse cuál era exactamente el tipo de relación que había entre Poul y Karen. ¿Solo estaban saliendo, o había algo más? ¿Lo besaba ella apasionadamente y permitía que tocara su cuerpo? ¿Hablaban de casarse? ¿Habían mantenido relaciones sexuales? Harald no quería pensar en aquellas cosas, pero no podía evitar hacerlo.

Cuando estuvieron listos, los primeros cinco estudiantes volvieron al campo, cada uno con un piloto. A Harald le hubiese gustado ir con su hermano, pero una vez más Poul escogió a Harald. Era casi como si quisiese llegar a conocerlo mejor.

Un auxiliar de vuelo vestido con un mono manchado de aceite estaba llenando el depósito del avión, encaramado a él con un pie puesto en un estribo del fuselaje. El depósito se hallaba en el centro del ala superior donde esta pasaba por encima del asiento delantero, en lo que a Harald le pareció era una posición bastante inquietante. ¿Sería capaz de olvidarse de los litros de liquido inflamable que habría encima de su cabeza?

—Primero, la inspección previa antes del despegue —dijo Poul, inclinándose sobre la carlinga—. Comprobamos que los interruptores de los imanes estén desconectados y que la válvula de estrangulación esté cerrada. — Echó una mirada a las ruedas—. Calces en su sitio. — Dio un puntapié a cada neumático y movió los alerones hacia arriba y hacia abajo—. Mencionaste que habías trabajado en la nueva base alemana que hay en Sande —dijo de pronto, como si acabara de acordarse de ello.

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