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Authors: Follett Ken

Tags: #Novela

Vuelo final (31 page)

BOOK: Vuelo final
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Decidió desayunar aquella mañana antes de regresar pedaleando a Hammmershus. Podía pasar el día entero esperando, y no quería desmayarse debido al hambre. Se vistió con la ropa nueva barata que había comprado en Estocolmo —las prendas inglesas podrían haberla delatado—, y bajó por la escalera.

Hermia se sintió un poco nerviosa mientras entraba en el comedor de la familia. Había pasado más de un año desde que hablaba danés cada día. Después de desembarcar el día anterior, solo había mantenido unos breves intercambios de palabras. Ahora tendría que conversar.

Había otro huésped en la habitación, un hombre de mediana edad con una afable sonrisa que le dijo:

—Buenos días. Soy Sven Fromer.

Hermia se obligó a relajarse.

—Agnes Ricks —dijo, utilizando el nombre que había en sus documentos falsos—. Hace un día precioso. — Se dijo que no tenía nada que temer. Hablaba danés con el acento de la burguesía metropolitana, y los daneses nunca se daban cuenta de que era inglesa hasta que ella se lo decía. Se sirvió gachas, les echó leche fría por encima, y empezó a comer. La tensión que sentía hizo que le resultara difícil tragar.

Sven le sonrió y dijo:

—El estilo inglés.

Hermia lo miró, atónita. ¿Cómo la había descubierto tan deprisa?

—¿Qué quiere decir?

—La manera en que come las gachas.

Sven se había servido la leche en un vaso, e iba tomando sorbos de ella entre bocado y bocado de gachas. Hermia sabía muy bien que así era como los daneses comían las gachas. Maldijo su descuido y trató de salir del paso.

—Las prefiero así —dijo en el tono más despreocupado de que fue capaz—. La leche enfría las gachas, y de esa manera puedes comértelas más rápido.

—Una chica que tiene prisa. ¿De dónde es?

—De Copenhague.

—Yo también.

Hermia no quería entrar en una conversación acerca de en qué parte de Copenhague vivía cada uno de ellos. Aquello podía inducirla demasiado fácilmente a cometer más errores. El plan menos arriesgado sería formularle preguntas a Sven. Hermia nunca había conocido un hombre al que no le gustara hablar de sí mismo.

—¿Está de vacaciones?

—Desgraciadamente no. Soy topógrafo y trabajo para el gobierno. Pero el trabajo ya está hecho, y no he de estar en casa hasta mañana, así que voy a pasar el día conduciendo por la isla y luego cogeré el transbordador esta tarde.

—¿Dispone de un coche?

—Necesito uno para mi trabajo.

La señora de la casa trajo beicon y pan negro. Cuando hubo salido de la habitación, Sven dijo:

—Si no está con nadie, me encantaría enseñarle la isla.

—Estoy prometida y no tardaré en casarme —dijo Hermia firmemente.

Sven sonrió melancólicamente.

—Su prometido es un hombre afortunado. Aun así me alegraría poder contar con su compañía.

—Le ruego que no se ofenda, pero quiero estar sola.

—Lo entiendo. Espero que no le importará que se lo haya preguntado.

Hermia lo obsequió con su sonrisa más encantadora.

—Al contrario, me siento halagada.

Sven se sirvió otra taza de sucedáneo de café, como inclinado a quedarse un rato en el comedor. Hermia empezó a tranquilizarse. De momento no había despertado ninguna sospecha.

Entonces entró otro huésped, un hombre que tendría aproximadamente la edad de Hermia. Se inclinó envaradamente ante ellos y luego habló danés con acento alemán.

—Buenos días —dijo—. Soy Helmut Mueller.

El corazón de Hermia empezó a latir más deprisa.

—Buenos días —dijo—. Agnes Ricks.

Mueller se volvió con expresión expectante hacia Sven, quien se levantó, desdeñando deliberadamente al recién llegado, y salió de la habitación.

Mueller se sentó, aparentemente herido.

—Gracias por su cortesía —le dijo a Hermia.

Hermia intentó comportarse normalmente y cruzó las manos para detener su temblor.

—¿De dónde es usted, herr Mueller?

—Nací en Lübeck.

Hermia se preguntó qué podría decirle un danés afable a un alemán para mantener una pequeña conversación.

—Habla usted muy bien nuestra lengua.

—Cuando era un muchacho, mi familia solía venir aquí, a Bornholm, de vacaciones.

Hermia vio que Mueller no sospechaba nada, y eso le dio valor para hacer una pregunta menos superficial.

—Dígame una cosa. ¿Son muchas las personas que se niegan a hablarle?

—El tipo de descortesía que acaba de mostrar nuestro compañero de pensión es poco habitual. En las circunstancias actuales, los alemanes y los daneses tenemos que vivir juntos, y la mayoría de los daneses son corteses. — Le lanzó una mirada llena de curiosidad—. Pero usted ya tiene que haberlo observado…, a menos que haya llegado recientemente de otro país.

Hermia se dio cuenta de que había cometido otro desliz.

—No, no —se apresuró a decir, tratando de ocultarlo—. Soy de Copenhague donde, como dice usted, vivimos juntos lo mejor que podemos. Solo me estaba preguntando si las cosas eran diferentes aquí en Bornholm.

—No, todo es más o menos igual.

Entonces Hermia comprendió que toda conversación era peligrosa. Se levantó.

—Bueno, espero que disfrute de su desayuno.

—Gracias.

—Y que tenga un día agradable aquí en nuestro país.

—Le deseo lo mismo.

Hermia salió de la habitación, preguntándose si no se habría mostrado demasiado amable. El exceso de afabilidad podía llegar a despertar sospechas con tanta facilidad como la hostilidad. Pero Mueller no había dado ninguna señal de que desconfiara de ella.

Mientras se iba en su bicicleta, vio a Sven metiendo su equipaje en el coche. Era un Volvo PV444, un coche sueco con la parte de atrás suavemente curvada, que había llegado a ser muy popular y solía verse en Dinamarca. Hermia vio que Sven había quitado el asiento trasero para hacer sitio a su equipo: trípodes y un teodolito y demás instrumentos, algunos guardados en un surtido de maletas de cuero y otros envueltos en mantas para protegerlos.

—Le pido disculpas por haber organizado una escena —dijo Sven—. No deseaba mostrarme grosero con usted.

—No se preocupe. — Hermia pudo ver que todavía estaba furioso—. Obviamente es algo que lo afecta mucho.

—Provengo de una familia de militares, y me resulta muy difícil aceptar que nos rindiéramos tan deprisa. Creo que hubiésemos debido luchar. ¡Deberíamos estar luchando ahora! — Hizo un gesto de frustración, como si arrojara lejos algo—. No debería hablar de esta manera. La estoy poniendo en una situación muy incómoda.

—No hay nada por lo que tenga que disculparse —dijo tocándole el brazo.

—Gracias.

Hermia se fue.

Churchill iba y venía por el campo de críquet de Chequers, la residencia de campo oficial del primer ministro británico. Digby conocía los signos, y sabía que Churchill estaba redactando mentalmente un discurso. Sus invitados del fin de semana eran John Winant, el embajador estadounidense, y Anthony Eden, el secretario de Asuntos Exteriores, junto con sus esposas; pero no se veía a ninguno de ellos. Digby notaba que había alguna clase de crisis, pero nadie le había explicado en qué consistía. El secretario privado de Churchill, el señor Colville, le señaló al meditabundo primer ministro. Digby fue hacia él andando sobre la suave hierba.

El primer ministro levantó la cabeza que había mantenido baja.

—Ah, Hoare —dijo, y dejó de andar—: Hitler ha invadido la Unión Soviética.

—¡Cristo! — exclamó Digby Hoare. Quiso sentarse, pero no había sillas—. ¡Cristo! — repitió. En el pasado, Hitler y Stalin habían sido aliados, con su amistad cimentada por el pacto nazi—soviético de 1939. En la actualidad se hallaban en guerra—. ¿Cuándo ocurrió eso?

—Esta mañana —dijo Churchill sombríamente—. El general Dill acaba de estar aquí para comunicarme los detalles. — Sir John Dill era el jefe del Estado Mayor Imperial, lo que lo convertía en el hombre más poderoso del estamento militar—. Las primeras estimaciones del servicio de inteligencia sitúan las dimensiones del ejército invasor en tres millones de hombres.

—¿Tres millones?

—Han atacado a lo largo de un frente de más de tres mil kilómetros de largo. Un grupo avanza hacia Leningrado por el norte, otro grupo central se dirige hacia Moscú, y una fuerza meridional va hacia Ucrania.

Digby estaba atónito.

—Oh, Dios mío. ¿Esto es el fin, señor?

Churchill dio una calada a su puro.

—Podría serlo. La mayoría de la gente cree que los rusos no pueden ganar. Tardarán mucho en movilizarse. Con un fuerte apoyo aéreo por parte de la Luftwaffe, los tanques de Hitler podrían barrer al Ejército Rojo en unas cuantas semanas.

Digby nunca había visto a su jefe con un aspecto tan vencido. Cuando tenía que hacer frente a las malas noticias, normalmente Churchill se volvía todavía más testarudo y dispuesto a luchar, y siempre quería responder a la derrota pasando al ataque. Pero en aquel momento se le veía agotado y sin fuerzas.

—¿Hay alguna esperanza? — preguntó Digby.

—Sí. En el caso de que los rojos consigan sobrevivir hasta el verano, la historia quizá será muy distinta. El invierno ruso derrotó a Napoleón y todavía podría acabar con Hitler. Los próximos tres o cuatro meses serán decisivos.

—¿Qué va a hacer?

—Esta noche hablaré por la BBC a las nueve.

—¿Y dirá…?

—Que debemos prestar toda la ayuda posible a Rusia y al pueblo ruso.

Digby levantó las cejas.

—Una propuesta bastante dura para un apasionado anticomunista.

—Mi querido Hoare, si Hitler invadiera el infierno, como mínimo yo haría una referencia favorable al diablo en la Cámara de los Comunes.

Digby sonrió, preguntándose si estaba considerando aquella frase para incluirla en el discurso de la noche.

—Pero ¿existe alguna ayuda que podamos prestar?

—Stalin me ha pedido que incremente la campaña de bombardeos contra Alemania. Espera que eso obligará a Hitler a llevar aviones a casa para defender la Madre Patria. De esa manera el ejército invasor quedaría debilitado, y eso podría dar a los rusos una oportunidad de combatir en unas condiciones más igualadas.

—¿Va a hacerlo?

—No tengo elección. He ordenado una incursión para la próxima luna llena. Será la mayor operación aérea de la guerra hasta el momento, lo cual significa la mayor en toda la historia de la humanidad. Habrá más de quinientos bombarderos, más de la mitad de todos nuestros efectivos.

Digby se preguntó si su hermano tomaría parte en la incursión.

—Pero si sufren las pérdidas que hemos estado experimentando…

—Quedaríamos totalmente incapacitados. Por eso le he hecho venir. ¿Tiene una respuesta para mí?

—Ayer infiltré a una agente en Dinamarca. Ha recibido órdenes de obtener fotografías de la instalación de radar que hay en Sande. Eso responderá a la pregunta.

—Más vale. El bombardeo ha sido fijado para dentro de dieciséis días. ¿Cuándo espera tener las fotografías en sus manos?

—Dentro de una semana.

—Bien —dijo Churchill, indicándole con su tono que ya podía irse.

—Gracias, primer ministro —dijo Digby dando media vuelta.

—No me falle —dijo Churchill.

Hammershus se encuentra en el extremo norte de Bornholm. El castillo se alza sobre una colina que mira hacia Suecia a través del mar, y en el pasado había protegido a la isla de que fuese invadida por su vecino. Hermia pedaleaba por el sendero que serpenteaba subiendo por las rocosas laderas, preguntándose si el día iba a ser tan infructuoso como el anterior. El sol brillaba, y el esfuerzo de ir en bicicleta la hacía sudar.

El castillo había sido edificado mezclando ladrillos con piedra. Todavía perduraban de él los muros solitarios, con sus contornos que patéticamente sugerían una vida de familia: grandes hogares para encender el fuego, que el hollín había ido ennegreciendo, expuestos al cielo, fríos sótanos de piedra para guardar manzanas y cerveza, escaleras derruidas que no llevaban a ninguna parte, estrechos ventanales a través de los que niños pensativos debían de haber contemplado el mar en tiempos lejanos.

Hermia había llegado temprano y el lugar estaba desierto. A juzgar por la experiencia del día anterior, todavía lo tendría todo para ella durante una hora o más. Mientras empujaba su bicicleta a través de arcadas medio en ruinas y a través de suelos cubiertos de hierba, Hermia se preguntó cómo sería su encuentro si Arne aparecía ese día.

En Copenhague, antes de la invasión, ella y Arne habían sido una pareja muy atractiva, el centro de un pequeño grupo formado por jóvenes oficiales y guapas muchachas con conexiones en el gobierno, siempre invitados a fiestas y meriendas campestres, a bailar y hacer deporte, nadar, montar a caballo e ir a la playa en coche. Ahora que aquellos días habían terminado, ¿le parecería a Arne que Hermia era una parte más de su pasado? Cuando hablaron por teléfono él le había dicho que todavía la quería, pero llevaba más de un año sin verla. ¿La encontraría igual o cambiada? ¿Seguiría gustándole el olor de sus cabellos y el sabor de su boca? Hermia empezó a sentirse nerviosa.

El día anterior había pasado el día entero contemplando las ruinas, y ya no encerraban ningún interés para ella. Fue hacia el lado que daba al mar, apoyó su bicicleta en un murete de piedra y contempló la playa que había muy por debajo de ella.

—Hola, Hermia —dijo una voz familiar.

Hermia se volvió en redondo y vio a Arne yendo hacia ella, sonriente y con los brazos abiertos de par en par. Había estado esperándola detrás de una torre. El nerviosismo de Hermia se desvaneció. Se arrojó a sus brazos y lo abrazó lo bastante fuerte para hacerle daño.

—¿Qué ocurre? — preguntó Arne—. ¿Por qué estás llorando?

Hermia se dio cuenta de que estaba llorando, con las lágrimas rodando por su cara y su pecho subiendo y bajando entre sollozos.

—Soy tan feliz… —dijo.

Arne besó sus mejillas mojadas. Hermia le tomó el rostro entre las manos, palpándole los huesos con las yemas de sus dedos para demostrarse a sí misma que Arne era real, que aquella no era una de las escenas imaginarias de encuentros que tan a menudo había soñado. Le rozó el cuello con los labios, aspirando el olor de Arne, jabón del ejército y brillantina, y combustible para aviones. En sus sueños no había olores.

Hermia se sintió abrumada por la emoción, pero la sensación fue cambiando lentamente para pasar de la excitación y la felicidad a otra cosa. Sus tiernos besos se volvieron inquisitivos y hambrientos, y sus suaves caricias se hicieron apremiantemente exigentes. Cuando sintió que empezaban a fallarle las rodillas, Hermia se dejó caer sobre la hierba arrastrando a Arne con ella. Le lamió el cuello, chupó su labio y le mordisqueó el lóbulo de la oreja. La erección de Arne le presionaba el muslo. Hermia luchó con los botones de los pantalones de su uniforme, abriendo la bragueta para poder tocarlo como era debido. Arne le subió la falda del vestido y deslizó su mano bajo la tirilla elástica de sus bragas. Hermia sufrió un fugaz momento de púdica vergüenza por lo mojada que estaba, pero pronto se le ahogó en una oleada de placer. Impacientemente, interrumpió el abrazo el tiempo suficiente para quitarse las bragas y arrojarlas a un lado, y luego tiró de Arne poniéndolo encima de ella. Se le ocurrió que estaban completamente expuestos a los ojos de cualquier turista madrugador que viniese a ver las ruinas, pero le daba igual. Sabía que luego, cuando la locura la hubiese abandonado, se estremecería de horror ante el riesgo que habían corrido, pero no podía contenerse. Jadeó cuando Arne entró en ella y luego se aferró a él con sus brazos y sus piernas, pegando su estómago al de él, su pecho a sus senos, su cara a su cuello, insaciablemente ávida de sentir el contacto de su cuerpo. Entonces también aquello quedó atrás cuando Hermia concentró toda su atención en un nódulo de intenso placer que empezó siendo pequeño y caliente, como una estrella lejana, y después fue creciendo implacable tomando posesión de una parte cada vez más grande de su cuerpo hasta que hizo explosión.

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