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Authors: Follett Ken

Tags: #Novela

Vuelo final (33 page)

BOOK: Vuelo final
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—¿Estás en la resistencia?

Arne titubeó, se encogió de hombros y dijo:

—Sí.

Harald estaba muy emocionado. Se sentó en la repisa que utilizaba como cama y Arne se sentó junto a él. Pinetop, el gato, apareció y restregó la cabeza contra la pierna de Harald.

—¿Así que ya estabas trabajando con ellos cuando te lo pregunté, en casa, hace tres semanas?

—No, entonces no. Al principio no quisieron contar conmigo. Aparentemente pensaban que yo no era un hombre adecuado para el trabajo secreto. ¡Y tenían razón, por Dios! Pero ahora están desesperados, así que estoy metido en el asunto. He de tomar fotos de una maquinaria que hay en la base militar de Sande.

Harald asintió.

—Dibujé un esbozo de ella para Poul.

—Hasta tú estabas metido en el asunto antes que yo —dijo Arne con amargura—. Bueno, bueno.

—Poul me dijo que no te hablara de ello.

—Al parecer todo el mundo pensaba que yo era un cobarde.

—Podría volver a hacer mis esbozos…, aunque los dibujé todos contando únicamente con mi memoria.

Arne sacudió la cabeza.

—Necesitan fotografías que sean lo más claras posible. He venido a preguntarte si hay alguna manera de entrar allí sin ser visto.

Harald encontraba muy emocionante todo aquel hablar sobre el espionaje, pero le preocupaba que Arne no pareciera tener un plan bien estudiado.

—Existe un sitio en el que la valla queda escondida por los árboles, sí. Pero ¿cómo vas a llegar a Sande si la policía te está buscando?

—He cambiado mi apariencia.

—No mucho. ¿Qué documentos llevas encima?

—Solo los míos. ¿Cómo iba a arreglármelas para conseguir otros?

—De manera que si la policía te para por la razón que sea, solo tardarán unos diez segundos en descubrir que eres el hombre al que todos los agentes andan buscando.

—Así es como están las cosas.

Harald sacudió la cabeza.

—Es una locura.

—Hay que hacerlo. Ese equipo permite a los alemanes detectar bombarderos cuando todavía se encuentran a kilómetros de distancia, con tiempo más que suficiente para reunir a sus cazas.

—Tiene que utilizar las ondas de radio —dijo Harald con una nerviosa excitación.

—Los británicos disponen de un sistema similar, pero los alemanes parecen haberlo refinado y están derribando a la mitad de los aparatos que toman parte en cada incursión. La RAF necesita descubrir cómo lo están haciendo. Es algo por lo que vale la pena arriesgar mi vida.

—No si el hacerlo no va a servir de nada. Si te cogen, no podrás pasarles la información a los británicos.

—He de intentarlo.

Harald respiró hondo.

—¿Por qué no voy yo?

—Sabía que ibas a decir eso.

—A mí nadie me está buscando. Conozco el lugar. Ya he saltado la valla: una noche volví a casa yendo por un atajo. Y sé más de radio que tú, así que tendré una idea más clara de qué es lo que hay que fotografiar —dijo Harald, encontrando irresistible el argumento de su lógica.

—Si te cogen, te fusilarán por espía.

—Igual que harían contigo, con la única diferencia de que tú puedes estar prácticamente seguro de que te cogerán mientras que yo probablemente conseguiría salir de allí.

—La policía puede haber encontrado tus esbozos cuando vinieron a por Poul. De ser así, los alemanes tienen que saber que alguien está interesado en la base de Sande, y como resultado probablemente habrán mejorado sus medidas de seguridad. Saltar la valla quizá ya no sea tan fácil como antes.

—Sigo teniendo mejores probabilidades que tú.

—No puedo enviarte al peligro. ¿Y si te cogen? ¿Qué le diré a nuestra madre?

—Dirás que morí luchando por la libertad. Tengo tanto derecho como tú a correr riesgos. Dame esa maldita cámara.

Entonces Karen entró en la iglesia antes de que Arne pudiera replicar.

La joven andaba sin hacer ruido y apareció sin ningún aviso previo, por lo que Arne no tuvo ocasión de esconderse, aunque empezó a levantarse en un acto reflejo para luego quedarse inmóvil.

—¿Quién eres? — preguntó Karen, tan directa como de costumbre—. ¡Oh! Hola, Arne. Te has afeitado el bigote. Supongo que eso será debido a todos esos letreros que hoy vi en Copenhague, ¿verdad? ¿Por qué te has convertido en un fuera de la ley? — Se sentó encima del capó tapado con la lona del Rolls—Royce, cruzando las piernas como si fuera una modelo de alta costura.

Arne titubeó y luego dijo:

—No te lo puedo decir.

La ágil mente de Karen ya le llevaba mucha delantera y pasó a extraer las inferencias con una asombrosa celeridad.

—¡Dios mío, estás con la resistencia! ¿Poul también estaba metido en esto? ¿Esa es la razón por la que murió?

Arne asintió.

—Su avión no se estrelló. Estaba intentando escapar de la policía, y le dispararon.

—Pobre Poul… —Karen apartó la mirada por unos instantes—. Así que tú vas a seguir con el trabajo donde lo dejó él. Pero ahora la policía anda tras de ti. Alguien tiene que estar escondiéndote…, probablemente Jens Toksvig, que era el mejor amigo de Poul después de ti.

Arne se encogió de hombros y asintió.

—Pero no puedes moverte sin correr el riesgo de que te arresten, así que… —Miró a Harald, y cuando volvió a hablar lo hizo en voz muy baja—. Ahora eres tú el que está metido en ello, Harald.

Harald quedó bastante sorprendido al ver que Karen parecía preocupada, como si temiera por él. Le complació que le importase lo que fuera a ser de él.

Miró a Arne.

—¿Y bien? ¿Voy a tomar parte en esto sí o no?

Arne suspiró y le dio la cámara.

Harald llegó a Morlunde a última hora del día siguiente. Dejó la motocicleta de vapor en un aparcamiento para coches que había en el atracadero del transbordador, pensando que en Sande llamaría demasiado la atención. No tenía nada con lo que taparla, y ninguna manera de dejarla inmovilizada, pero confiaba en que un ladrón que pasara por allí no sabría cómo ponerla en marcha.

Había llegado a tiempo para coger el último transbordador del día. Mientras esperaba en el muelle, el atardecer fue oscureciéndose lentamente y las estrellas aparecieron como luces de barcos lejanos en un oscuro mar. Un isleño borracho llegó dando traspiés por el embarcadero, miró con grosera fijeza a Harald, musitó: «Ah, el joven Olufsen», y luego se sentó encima de un cabrestante a unos cuantos metros de allí y trató de encender una pipa.

El transbordador atracó y un puñado de personas bajó de él. Harald se sorprendió al ver a un policía danés y un soldado alemán esperando al principio de la pasarela. Cuando el borracho subió a bordo, el policía y el soldado examinaron su tarjeta de identidad. El corazón de Harald pareció dejar de latir durante unos instantes. Titubeó, asustado y no muy seguro de si debía subir a bordo. ¿Significaba únicamente un aumento de las medidas de seguridad después de haber encontrado sus esbozos, tal como había pronosticado Arne? ¿O estaban buscando al mismo Arne? ¿Sabrían que Harald era hermano del hombre al que buscaban? Olufsen era un apellido muy común, pero podían haberse informado sobre la familia. Harald llevaba una cámara bastante cara dentro de su bolsa de viaje. Era de una marca alemana muy popular, pero aun así podía despertar sospechas.

Trató de calmarse y considerar sus opciones. Había otras maneras de llegar a Sande. Harald no estaba seguro de poder nadar tres kilómetros por mar abierto, pero quizá podría tomar prestada o robar una pequeña embarcación. No obstante, si lo veían atracando el bote en Sande podía tener la seguridad de que lo interrogarían. Quizá sería mejor que se comportara de una manera lo más inocente posible.

Subió al transbordador.

—¿Cuál es su razón para querer ir a Sande? — le preguntó el policía.

Harald reprimió la indignación que le produjo el que alguien se atreviera a formular semejante pregunta.

—Vivo allí —dijo—. Con mis padres.

El policía lo miró a la cara.

—No recuerdo haberlo visto antes, y llevo cuatro días haciendo esto.

—He estado en la escuela.

—El martes es un día bastante extraño para volver a casa.

—El curso ha terminado.

El policía gruñó, aparentemente satisfecho. Comprobó la dirección en la tarjeta de Harald y se la enseñó al soldado, quien asintió y lo dejó subir a bordo.

Harald se puso al final de la embarcación y se quedó allí de pie contemplando el mar, esperando a que su corazón dejara de latir desbocadamente. Haber superado el control era un alivio, pero lo enfurecía el que hubiera tenido que justificarse ante un policía cuando se estaba moviendo dentro de su propio país. Cuando pensaba en ello de una manera lógica la reacción parecía ridícula, pero aun así Harald no podía evitar sentirse indignado.

A medianoche el transbordador zarpó del muelle.

No había luna; a la luz de las estrellas, la llana isla de Sande era una protuberancia oscura como cualquier otra ola en el horizonte. Harald no había esperado regresar tan pronto. De hecho, cuando se fue el viernes anterior se había preguntado si volvería a ver Sande alguna vez. Ahora regresaba como un espía, con una cámara dentro de la bolsa de viaje y una misión de fotografiar el arma secreta de los nazis. Recordaba vagamente haber pensado con una punzada de excitación que llegaría a formar parte de la resistencia. En realidad, aquello no tenía nada de divertido. Todo lo contrario, porque Harald estaba muerto de miedo.

Se sintió peor cuando desembarcó en el familiar atracadero y volvió la mirada hacia la estafeta de correos y el colmado de ultramarinos que no habían cambiado desde que tenía uso de razón. Durante los primeros dieciocho años su vida había sido segura y estable, pero ahora tenía la sensación de que nunca volvería a sentirse a salvo.

Fue hasta la playa y echó a andar hacia el sur. La arena mojada relucía con destellos plateados bajo la claridad de las estrellas. Oyó una risa de muchacha procedente de una fuente invisible en las dunas, y sintió una punzada de celos. ¿Conseguiría hacer reír así a Karen alguna vez?

Ya casi había amanecido cuando divisó la base. Podía distinguir los postes de la valla. Los árboles y matorrales que había dentro del recinto aparecían como retazos oscuros sobre las dunas. Harald cayó en la cuenta de que si él podía ver, también podían hacerlo los guardias. Poniéndose de rodillas, empezó a avanzar a rastras.

Un minuto después se alegró de su cautela. Vio a dos guardias patrullando detrás de la valla, el uno al lado del otro, con un perro.

Aquello era nuevo. Antes no habían patrullado en parejas y no había perros.

Se pegó al suelo. Los dos hombres no parecían estar especialmente alerta. No marcaban el paso, sino que andaban como si estuvieran dando un paseo. El que sujetaba al perro hablaba animadamente mientras el otro fumaba. A medida que iban aproximándose, Harald pudo oír la voz del que hablaba por encima del ruido de las olas que rompían en la playa. Él había aprendido alemán en la escuela, al igual que todos los niños daneses. El hombre estaba contando una historia bastante jactanciosa acerca de una mujer llamada Margareta.

Harald se encontraba a unos cincuenta metros de la valla. Cuando los guardias llegaron al punto más próximo a él, el perro husmeó el aire. Probablemente podía oler a Harald, pero no sabía dónde estaba. Ladró vacilantemente. El guardia que sujetaba la correa no había sido tan bien entrenado como el perro, y le dijo al animal que se callara y luego continuó explicando cómo había conseguido que Margareta se encontrara con él en el cobertizo del bosque. Harald se había quedado completamente inmóvil. El perro volvió a ladrar, y uno de los guardias encendió una potente linterna. Harald escondió la cara en la arena. El haz de la linterna se deslizó sobre las dunas, pero pasó por encima de él sin detenerse.

—Y entonces ella dijo que de acuerdo, pero que tendría que sacarla en el último momento —dijo el guardia. Siguieron andando y el perro no volvió a ladrar.

Harald no se movió de donde estaba hasta que los guardias y el perro se hubieron perdido de vista. Luego echó a andar hacia el interior de la isla y fue a la sección de la valla que quedaba oculta por la vegetación. Temía que los soldados pudieran haber cortado los árboles, pero el bosquecillo seguía allí. Se arrastró entre los matorrales, llegó a la valla y se incorporó.

Entonces titubeó. Podía echarse atrás llegado a aquel punto, y no habría quebrantado ninguna ley. Volvería a Kirstenslot y se concentraría en su nuevo trabajo, pasando sus tardes en la taberna y sus noches soñando con Karen. Podía tomar la actitud de que la guerra y la política no eran asunto suyo, tal como hacían muchos daneses. Pero Harald se sintió asqueado nada más empezar a considerar aquel curso de acción. Se imaginó a sí mismo explicándoles su decisión a Arne y Karen, o al tío Joachim y la prima Monika, y se avergonzó solo de haberlo pensado.

La valla no había cambiado, un metro ochenta de alambre para gallineros coronado por dos tiras de alambre de espino. Harald se colgó la bolsa de viaje a la espalda para que no le estorbara y luego escaló la valla, pasando cautelosamente por encima del alambre de espino, y saltó al otro lado.

Ahora estaba comprometido. Se encontraba dentro de una base militar con una cámara. Si lo cogían, lo matarían.

Echó a andar rápidamente, procurando no hacer ningún ruido y manteniéndose cerca de los matorrales y los árboles mientras miraba alrededor en todo momento. Dejó atrás la torre del reflector, y pensó con nerviosa ansiedad en lo completamente expuesto que se vería si alguien decidía encender los potentes focos. Pasados unos minutos bajó por la suave pendiente de una pequeña ladera y entró en un grupo de coníferas que le proporcionaron una buena cobertura. Se preguntó por un instante por qué a los soldados no se les había ocurrido cortar los árboles, para mejorar la seguridad, y entonces comprendió que los troncos servían para ocultar el equipo de radio a miradas inquisitivas.

Un instante después llegó a su destino. Ahora que sabía lo que estaba buscando, pudo ver con toda claridad el muro circular y la gran parrilla rectangular elevándose de su núcleo hueco, con la antena girando lentamente como un ojo mecánico que escrutara el oscuro horizonte. Volvió a oír el suave zumbido del motor eléctrico. Flanqueando la estructura pudo distinguir las dos formas más pequeñas, y la claridad de las estrellas le permitió ver que eran versiones en miniatura de la gran antena rotatoria.

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