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Authors: Col Buchanan

Y quedarán las sombras (48 page)

BOOK: Y quedarán las sombras
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Curl sintió por una vez la necesidad de compañía masculina. O al menos eso le había ocurrido horas antes esa misma noche, cuando se había despertado en el suelo frío del almacén donde los habían metido con los heridos. Los fantasmas de las pesadillas se le habían aparecido durante el sueño con los rostros de muchachos pidiéndole a gritos que los salvara. Mientras algunos voluntarios y monjes de la ciudad atendían a los heridos, Kris había continuado durmiendo a pierna suelta, roncando, y también Andolson, a quien habían encontrado una vez dentro de Tume, con su jitar. Él les había dicho que Milos y el joven Coop habían muerto, y que el resto del personal médico que habían conocido probablemente se había dispersado mezclado entre los soldados.

Esa misma noche había oído a un joven acosado por pesadillas relacionadas con la batalla gritando en sueños en otro rincón del almacén.

Curl se había levantado sigilosamente y había salido sola en busca de alguna distracción. Había comprado una dosis de escoria envuelta en una hoja de graf a un vendedor callejero, y la había ingerido antes de ponerse a deambular por las calles siguiendo la música.

Se había sentado a la mesa de juego nada más entrar en el Reposo de Calhalee, y había estado jugando con la mitad de la atención puesta en la partida de rash y la otra mitad en los hombres que iban apareciendo a su alrededor, en los jóvenes y guapos y en los veteranos desbordantes de vida.

Había colocado a Ché en la primera categoría en cuanto el diplomático se había sentado a la mesa justo enfrente de ella y había esbozado su sonrisa triunfal, y de vez en cuando había pensado: «Éste.» Al tipo se le daban bien las cartas; ganaba más dinero del que perdía, a pesar de que jugaba de una manera despreocupada, y poco a poco ella misma había entrado en su juego. Jugaba con él y con el resto de los jugadores, con sus cartas y sus monedas, dejándose llevar del mismo modo que habría hecho en la cama con un hombre, cada vez más borracha del amargo keratch que compraba en la barra.

Al amanecer la partida de rash se había convertido en una competición de resistencia. La tranquilidad había ido instalándose en el sótano a medida que las necesidades de los soldados habían derivado hacia la comida y el sueño. Los pocos empleados que continuaban en el local habían empezado a servir comida caliente, entre ellos Calhalee, la dueña, que se negaba a cobrar. Se rellenaron las lámparas, aunque el brillo de la luz natural que entraba por el suelo de cristal proyectaba reflejos azules que oscilaban en el techo y en las paredes.

Algunos hombres abandonaban la mesa y otros ocupaban sus lugares. Sin embargo, había un núcleo permanente de jugadores, entre los que se encontraban el orondo corresponsal de guerra Koolas y Ché, que parecía estar embarcado en una misión de ebriedad y distracción parecida a la de ella, pues no paraba de beber.

El ánimo de Curl mudaba lenta y lánguidamente mientras conversaba con Ché y con los demás jugadores y hacía bromas que eran recibidas con carcajadas. Sin embargo, una parte de ella, aterrorizada y perpleja, seguía en el campo nocturno de Chey-Wes rodeada por hombres que se asestaban tajos y golpes hasta matarse.

—Dígame —dijo dirigiéndose a Koolas—. ¿Qué carencia cree que tienen esos mannianos para desear conquistar el mundo entero?

El corresponsal estaba garabateando algo en su cuaderno mientras jugaba y levantó la mirada repentinamente.

—Pelo —sugirió sin más antes de regresar a sus anotaciones.

—En Lagos tenemos una historia —prosiguió Curl—. La historia de Canosos sobre el final de una era. Cuenta que llegará un día en el que las mentiras serán tomadas por verdades y la verdad será despreciada. Un día en el que una hueste de almas muertas gobernará el mundo a su imagen y semejanza. Un día en el que sólo un puñado de hombres y mujeres permanecerá para plantarles cara.

Koolas asintió sin prestar demasiada atención.

—Me parece que la conozco. Lagos acaba ahogándose en su propio llanto, ¿no?

Curl recordó también esa parte de la historia, y empezó a hervirle la sangre, a pesar de que Koolas levantó rápidamente la mirada.

—Lo siento, no era mi intención… —dijo arrastrando las palabras, sintiéndose de repente tremendamente incómodo.

—En el Alto Pash se cuenta una historia similar —interrumpió Ché, con la voz gangosa por culpa el alcohol. Todavía tenía entre las manos el odre de keratch que Curl le había cedido para que lo probara—. Habla de un Codicioso Extraordinario que vuelve a la humanidad en contra del mundo. Al final Eres los engulle a todos excepto a aquellos que se habían resistido a su influjo.

—Ojalá se cumpla —dijo Curl, que advirtió, sorprendida por su virulencia, la ira que rezumaba su propia voz—. Ojalá que hasta el último de ellos sea expulsado a patadas de este mundo.

Ché la observó de un modo extraño, con un ojo entrecerrado.

—Debería haber imaginado que te encontraría aquí.

Curl levantó la mirada y se topó con Kris, con una taza de algo en la mano.

—Kris, siéntate con nosotros.

La mujer meneó la cabeza.

—Eso no va conmigo. Sólo estoy haciendo una ronda para localizar a todo el mundo.

Curl alargó la mano y arrebató a Ché el odre de keratch.

—¿Alguna noticia sobre cuándo nos sacarán de aquí?

—Bolt acaba de decirme que mañana por la mañana. Necesita que una parte del personal sanitario se quede en la ciudad hasta que partan las últimas embarcaciones. —Y añadió viendo que Curl daba un trago largo al odre—: Más te vale moderarte con eso. Ahí fuera empieza a reinar el caos.

—Kris, se trata de elegir entre esto o ponerme a gritar como una posesa durante una hora.

—Aun así ándate con ojo. No te pasees sola por ahí.

—No lo haré —respondió Curl obedientemente.

Kris miró un instante a Ché antes de devolver su atención a la chica.

—Te veo luego.

—¡Hoon! ¡Agacha la maldita cabeza, hombre! —espetó Halahan justo cuando otra bala de cañón impactaba en las almenas y provocaba una tormenta de polvo y cascotes.

Milagrosamente, Hoon no estaba herido cuando emergió rodando y tosiendo de la nube de polvo junto con un puñado de miembros de los Chaquetas Grises. Halahan los empujó contra el suelo como estuvieran disparándoles.

Otro proyectil chocó contra la gruesa fachada de la torre de entrada. Sus cañones seguían respondiendo al fuego enemigo arrojando unos proyectiles que parecían de juguete y que sobrevolaban el puente parcialmente destruido para aterrizar a los pies de las baterías de artillería de la orilla opuesta. Los francotiradores imperiales habían incrementado el ritmo de sus disparos. Se hacía difícil respirar con todo el polvo de piedra pulverizada que caía sobre el balcón. A Halahan le pitaban los oídos hasta el punto de dolerle.

La escena que estaba viviéndose en la posición del balcón parecía calcada del Escudo durante los primeros días de la guerra. Los hombres se acurrucaban hasta límites insospechados sobre los escombros que cubrían el suelo de piedra mientras limpiaban los cañones de sus armas o las recargaban. Un médico apretaba el costado ensangrentado de un soldado de los Chaquetas Grises; otros tres hombres yacían muertos y todavía con los ojos abiertos en la parte posterior del balcón. Halahan se acercó caminando en cuclillas al sargento del estado mayor Jay, que permanecía agachado apoyado contra la balaustrada, observando el puente y la orilla opuesta a través del catalejo de Halahan.

El sargento pareció percibir de la llegada de Halahan, pues se volvió justo cuando el sargento se inclinó a su lado.

—¡Se han puesto serios! —gritó Halahan al oído del sargento sin más preámbulos.

Halahan aceptó el catalejo que le ofreció el sargento y buscó el cañón enorme que escupía humo desde una posición algo retrasada al otro lado del puente. El ejército imperial había dispuesto tres baterías de artillería con unos cañones de grandes dimensiones que alcanzaban unas distancias mayores que sus pequeños cañones de campaña.

Halahan devolvió el catalejo al sargento y miró el puente con sus propios ojos. La mitad quemada, la más cercana a la ciudad, yacía en el agua convertida en una larga franja de madera carbonizada. Buena parte de las hierbas del lago sobre las que descansaba se habían hundido, y allí donde volvían a emerger a la superficie se extendía una hilera de escudos de asedio mannianos que proporcionaba protección a los francotiradores y a las cuadrillas de operarios que trabajaban detrás de ellos. Alrededor del muro de escudos se divisaban unas figuras que salían disparadas acarreando brazadas de hierbas del lago y troncos. Arrojaban su carga sobre los restos del puente derrumbado y luego corrían de regreso para ponerse a cubierto.

Eran esclavos; khosianos a juzgar por su aspecto. Al principio los Chaquetas Grises se habían negado a disparar a aquellas figuras que corrían de un lado a otro; sin embargo, Halahan había apretado los dientes y dado la orden, y sus tropas plurinacionales se habían puesto en posición y habían emprendido la tarea funesta de acabar con ellas bajo la mirada perpleja y silenciosa de los soldados khosianos. Los esclavos caían como muñecos de trapo, pero parecía que nunca se acababan, y poco a poco la parte destruida del puente iba reconstruyéndose.

El suelo vibró bajo los pies de Halahan. Otro cañonazo. Un tramo de la balaustrada se derrumbó a su izquierda, y también parte del suelo, de modo que Hoon y sus compañeros francotiradores tuvieron que pegar un brinco hacia atrás para ponerse a salvo.

A través del orificio que atravesaba la torre de entrada, Halahan echó un vistazo al balcón de la izquierda, donde el capitán Hull, su segundo al mando lagosiano, estaba apostado, al igual que él, con un pelotón, todos ellos encogidos para no ser alcanzados por la repentina descarga de los cañones enemigos.

—Oh, no… —dijo alguien mientras asistían al lento desmoronamiento del otro balcón bajo los pies de sus camaradas.

—¡Salid de ahí! —gritó otro hombre, haciendo bocina con las manos.

Pero ya era tarde. Un tramo exterior de la balaustrada semicircular fue lo primero en ceder. Los hombres se arrojaron por encima de las almenas que habían empezado a resquebrajarse. Halahan vio al capitán Hull con su pañuelo blanco haciendo señas al resto de sus hombres para que retrocedieran hacia la escalera… Pero entonces todo el balcón se fue abajo con un rugido ensordecedor y arrastrando con él a Hull y a sus hombres.

En la otra orilla se alzó el grito de júbilo de los soldados imperiales que aullaban victoriosos.

Halahan cerró un instante los ojos y lentamente se limpió con las manos ateridas el rostro cubierto por una barba de tres días. Llevaba dos noches sin dormir. Dio la espalda a la escena macabra con un gruñido y trató de hallar una pizca de lucidez entre la fatiga y la ira que lo consumían. El resto de los hombres lo miraban expectantes, listos para echar a correr en cuanto diera la orden.

Halahan hizo un gesto de asentimiento con la cabeza.

Los Chaquetas Grises agarraron su equipo y salieron disparados hacia la escalera.

Debajo, en la calle, los disparos de rifle cortaban silbando el aire o mellaban los muros de la torre de entrada. Los hombres de Halahan se dispersaron hacia las posiciones secundarias en los edificios de los alrededores. Todavía había tropas de la Guardia Roja controlando las calles que se extendían detrás de los parapetos improvisados.

Halahan se topó con el sargento Jay, que salía a la carrera por la puerta.

—Nos replegamos hacia las posiciones secundarias —gritó hacia el sargento.

—¿Alguna noticia sobre cuándo nos evacuarán?

Ambos saltaron para sortear una barrera de escombros, Halahan sujetándose el sombrero de paja.

—Nuestras instrucciones siguen siendo las mismas, sargento. Tenemos que defender la posición hasta mañana por la mañana.

El sargento le lanzó una mirada de soslayo.

—Lo sé, viejo veterano —dijo Halahan—. Lo sé.

Capítulo 33

Una reunión de diplomáticos

Ché ya estaba tan borracho que había olvidado que se hallaba inmerso en una partida de rash.

Era culpa de la chica de la cara bonita, Curl, que conversaba de vez en cuando con él mientras jugaba o se echaba a reír con los chistes que contaba; pero que sobre todo compartía con él su enorme odre de keratch mientras fingía que no estaba interesada en él como hombre. Ché bebió hasta que el barullo de la taberna se convirtió en un ruido amortiguado, distante, irreal, y él se sumió aún más en su ensimismamiento.

Llegados a un punto, Koolas y el resto de los jugadores se dieron por vencidos y dejaron de intentar devolverlo al mundo real a base de mofas. Lo levantaron, silla incluida y se lo llevaron en volandas para que otro pudiera relevarlo en la mesa de juego.

—Largaos —les espetó arrastrando las palabras, pero no le hicieron caso.

Ché sentía que la cabeza le iba a estallar. No recordaba otra ocasión en la que hubiera bebido tanto. Durante un rato se limitó a permanecer sentado en la silla con la impresión de que algo estaba intentando arrancarle la cabeza del cuello. Sacudió la mano para espantar ese algo, pero la sensación persistía.

Al parecer lo habían dejado sentado a una mesa vacía. Vio una jarra llena de agua delante de él y la vació de un trago gustosamente.

Se dio cuenta de que estaba inclinado hacia un lado, como si su sentido del equilibrio se hubiera reajustado para un mundo oblicuo. Un hombro impedía su caída. Pertenecía a la chica, que se había sentado junto a él.

—Vente conmigo —se oyó susurrarle en el oído.

—¿Y por qué iba a hacerlo? —le respondió la chica en un tono provocativo.

Ché intentó concentrarse en las palabras que quería decir.

—Porque… me gustaría que vinieras.

El diplomático notó que una rodilla se apretaba contra la suya.

—Podemos pedir una habitación aquí —sugirió la chica—. Decir que nos suban algo de comer. Tienes aspecto de que te sentaría bien comer algo.

La chica lo ayudó a levantarse y Ché se tambaleó cuando ella lo dejó solo un momento. Curl regresó con una sonrisa en los labios.

—Vamos… por aquí —dijo conduciéndolo hacia un tramo de escalones iluminado por una única lámpara con una llama oscilante.

Alguien silbó a su espalda y le gritó palabras de ánimo. Ché echó la vista atrás, pero no supo quién había sido.

Tampoco advirtió que dos personas entraban en la taberna. Eran un hombre y una mujer. Vestidos con ropa de civil y con las cabezas afeitadas cubiertas por sombreros de fieltro, ambos clavaron en él la mirada.

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